Cuentos completos (169 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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—¡Bien! —exclamó el Lancelot vivo, saliendo de ese lugar cuidadosamente marcado—. Ayúdame. Cógele por las piernas.

Me quedé maravillada de Lancelot. Sin una mueca de inquietud, era capaz de trasladar su propio cadáver, su cadáver de tres días más tarde, tan impávido como si llevara un saco de trigo.

Lo agarré de los tobillos, sintiendo un retortijón en el estómago. Aún estaba tibio, recién muerto. Lo llevamos por un corredor, subimos por una escalera, cruzamos otro corredor y entramos en un cuarto. Lancelot ya lo tenía todo preparado. Una solución burbujeaba en un extraño artilugio de vidrio en un sector cerrado con una puerta corrediza.

Había otros aparatos de química esparcidos por allí, sin duda destinados a hacer creer que había un experimento en marcha. En el escritorio, sobresalía de entre otros un frasco con la etiqueta de «Cianuro de potasio». Cerca de él había algunos cristalitos desparramados; cianuro, supongo.

Lancelot dejó caer el cadáver como si se hubiera caído del taburete, le puso cristales en la mano izquierda y arrojó un puñado en el delantal de caucho y otro en la barbilla.

—Ellos lo entenderán —murmuró. Echó una última ojeada y me dijo—: Muy bien. Ahora vete a casa y llama al médico. Di que viniste a traerme un sándwich porque yo seguí trabajando durante la hora del almuerzo. Ahí está. —Y señaló un plato roto y un sándwich esparcido, tirado donde presuntamente se me había caído de las manos—. Grita un poco, pero no exageres.

No me resultó difícil gritar ni llorar cuando llegó el momento. Hacía días que tenía ganas de hacer ambas cosas y fue un alivio poder desahogar mi histeria.

El médico se comportó tal como Lancelot había previsto. El frasco de cianuro fue lo primero que vio. Frunció el ceño.

—Cielos, señora Stebbins. Era un químico descuidado.

—Supongo que sí —sollocé—. No debía hacer este trabajo, pero sus ayudantes están de vacaciones.

—No se debe tratar el cianuro como si fuera sal. —El médico sacudió la cabeza con aire moralizador—. Señora Stebbins, tendré que llamar a la policía. Es envenenamiento accidental por cianuro, pero se trata de una muerte violenta y la policía…

—Oh, sí. Llame usted. —Y de inmediato me reproché haber hablado con tan sospechosa avidez.

Llegó la policía, acompañada de un cirujano forense, quien gruñó disgustado al ver los cristales de cianuro en la mano, en el delantal y en la barbilla. Los policías no demostraron el menor interés. Se limitaron a hacer preguntas estadísticas relacionadas con los nombres y las edades. Me preguntaron que si yo podría encargarme del sepelio. Dije que sí y se marcharon.

Luego, telefoneé a los periódicos y a dos agencias de prensa. Les dije que suponía que obtendrían noticias del deceso en los archivos de la policía y que esperaba que no hicieran hincapié en que mi esposo era un químico descuidado, con el tono de alguien que desea que no se hable mal de los difuntos. A fin de cuentas, agregué, era físico nuclear y no químico, y últimamente yo tenía la sensación de que podía hallarse en problemas.

Seguí las indicaciones de Lancelot al pie de la letra y eso también funcionó. ¿Un físico nuclear con problemas? ¿Espías? ¿Agentes enemigos?

Los periodistas acudieron ávidamente. Les di un retrato juvenil de Lancelot y un fotógrafo tomó fotos del laboratorio. Los conduje por algunas salas del laboratorio principal para que tomaran más fotos. Ni los policías ni los periodistas me hicieron pregunta alguna sobre la habitación cerrada, y nadie pareció reparar en ella.

Les di también un montón de material profesional y biográfico que Lancelot había dejado preparado y les conté varias anécdotas destinadas a revelar una combinación de humanidad y brillantez. Traté de ser literal en todo y, sin embargo, no me sentía confiada. Algo saldría mal, sabía que algo saldría mal.

Y cuando eso ocurriera él me echaría la culpa. Y esta vez había prometido matarme.

Al día siguiente le llevé los periódicos. Los leyó una y otra vez con ojos relucientes. Le habían dedicado un recuadro entero en el lado inferior izquierdo de la primera plana del
New York Times
. Tanto el Tintes como Associated Press hacían poco hincapié en el enigma de su muerte, pero uno de los tabloides tenía un llamativo titular en primera página: «Misteríosa muerte de sabio atómico.»

Lancelot se rió estentóreamente mientras leía y, cuando terminó con todos, volvió al primero.

Me miró severamente.

—No te vayas. Escucha lo que dicen.

—Ya los he leído todos, Lancelot.

—Te digo que escuches.

Me los leyó uno por uno en voz alta, demorándose en las alabanzas a los difuntos. Finalmente dijo, radiante de satisfacción:

—¿Sigues creyendo que algo saldrá mal?

—Si la policía volviera a preguntarme por qué pienso que estabas en apuros…

—Tus declaraciones fueron imprecisas. Diles que habías tenido pesadillas. Para cuando quieran investigar más, si es que lo hacen, será demasiado tarde.

Por supuesto, todo iba bien, pero me costaba creer que seguiría así. De todos modos, la mente humana es extraña, insiste en tener esperanzas cuando todo está en contra.

—Lancelot, cuando todo esto haya terminado y seas famoso, famoso de verdad, podrás retirarte. Podremos regresar a la ciudad y vivir en paz.

—Eres una imbécil. Una vez que se me reconozca deberé continuar, ¿no lo entiendes? Los jóvenes acudirán a mí. Este laboratorio se convertirá en un gran Instituto de Investigación Temporal. Seré una leyenda viviente, y mi grandeza alcanzará tales alturas que nadie podrá ser otra cosa que un enano intelectual en comparación conmigo.

Se puso de puntillas, con los ojos brillantes, como si ya viera el pedestal donde iban a ponerlo.

Había sido mi última esperanza de recibir una migaja de felicidad. Suspiré.

Le pedí al sepulturero que dejara el ataúd con el cuerpo en el laboratorio antes de enterrarlo en el terreno de la familia Stebbins en Long Island. Le pedí que no lo embalsamara y me ofrecí a conservarlo en una sala refrigerada a cuatro grados.

El sepulturero llevó el ataúd al laboratorio con un gesto de fría desaprobación. Sin duda eso se reflejó en la cuenta que recibí más tarde. Mi explicación de que deseaba tenerlo cerca por última vez y darles a los ayudantes la oportunidad de ver el cadáver era incongruente y sonaba como tal.

De todas formas, Lancelot había especificado claramente qué debía decir.

Una vez que el cuerpo estuvo en el ataúd, con la tapa abierta, fui a ver a Lancelot.

—Oye, el sepulturero está muy disgustado. Creo que sospecha que hay gato encerrado.

—Bien —dijo Lancelot con satisfacción.

—Pero…

—Sólo es preciso aguardar un día más. Una mera sospecha no va a cambiar las cosas. Mañana por la mañana, el cuerpo desaparecerá, o debería desaparecer.

—¿Quieres decir que tal vez no desaparezca?

Lo sabía, lo sabía, pensé.

—Podría darse alguna demora o algún adelanto. Nunca he transportado nada tan pesado y no sé hasta qué punto son exactas mis ecuaciones. Si quiero que el cuerpo esté aquí y no en una sala de velatorios es, entre otras cosas, para poder realizar las observaciones pertinentes.

—Pero en la sala de velatorios desaparecería ante testigos.

—¿Y piensas que aquí sospecharán alguna artimaña?

—Desde luego.

Lancelot parecía divertido.

—Dirán: ¿por qué mandó de vacaciones a sus ayudantes?, ¿por qué se mató realizando experimentos que un niño podría realizar?, ¿por qué el cadáver desapareció sin testigos? Dirán: esa historia del viaje por el tiempo es absurda; tomó drogas para sumirse en un trance cataléptico y los médicos se dejaron embaucar.

—Sí —murmuré. ¿Cómo se había dado cuenta de todo eso?

—Y cuando yo afirme que he resuelto el problema del viaje por el tiempo —prosiguió—, que incuestionablemente se certificó mi muerte y que yo íncuestionablemente no estaba vivo, los científicos ortodoxos me denunciarán por farsante. Y en una semana me habré convertido en un nombre cotidiano para todos los habitantes de la Tierra. No hablarán de otra cosa. Me ofreceré para hacer una demostración del viaje por el tiempo ante cualquier grupo de científicos que desee presenciarla. Ofreceré hacer la demostración por un circuito intercontinental de televisión. La presión pública obligará a los científicos a asistir, y la televisión a darles autorización. Lo de menos será si la gente ansía un milagro o un linchamiento. ¡Lo verá! Y entonces alcanzaré el éxito y nadie en la historia de la ciencia habrá logrado una culminación más trascendente.

Me quedé obnubilada un instante, pero algo dentro de mí insistía: demasiado largo, demasiado complicado, algo saldrá mal.

Esa noche llegaron sus ayudantes y trataron de mostrarse respetuosamente acongojados en presencia del cadáver; dos testigos más que jurarían haber visto muerto a Lancelot, dos testigos más que embrollarían la situación y contribuirían a llevar los acontecimientos hasta una cima estratosférica.

A las cuatro de la madrugada siguiente estábamos en la sala refrigerada, arropados en abrigos y esperando el momento cero.

El eufórico Lancelot revisaba sus instrumentos una y otra vez, mientras el ordenador trabajaba constantemente. No sé cómo lograba mover los dedos con tanta agilidad haciendo el frío que hacía.

Yo estaba totalmente alicaída. Era el frío, el cadáver en el ataúd, la incertidumbre del futuro.

Hacía una eternidad que estábamos allí cuando Lancelot exclamó a media voz:

—Funcionará. Funcionará tal como predije. A lo sumo, la desaparición se retrasará cinco minutos, y esto tratándose de setenta kilogramos de masa. Mi análisis de las fuerzas cronométricas es magistral.

Me sonrió, pero también le sonrió al cadáver con igual calidez.

Noté que tenía la chaqueta arrugada y desaliñada, igual que el segundo Lancelot, el muerto, cuando apareció. La llevaba puesta desde hacía tres días hasta para dormir.

Lancelot pareció leerme los pensamientos, o tal vez la mirada, pues bajó la vista a su chaqueta y dijo:

—Sí, será mejor que me ponga el delantal. Mi segundo yo lo tenía puesto cuando apareció.

—¿Qué ocurriría si no te lo pusieras? —pregunté con voz neutra.

—Tendría que hacerlo. Sería necesario. Algo me lo habría recordado. De lo contrario, él no habría aparecido con el delantal puesto. —Entrecerró los ojos—. ¿Sigues creyendo que algo saldrá mal?

—No lo sé —murmuré.

—¿Crees que el cuerpo no desaparecerá o que yo desapareceré? —No respondí—. ¿No ves que mi suerte ha cambiado al fin? —chilló—. ¿No ves que todo sale a la perfección y según lo. planeado? Seré el hombre más grande que haya vivido. Vamos, calienta agua para el café. —De pronto, recobró la calma—. Servirá para celebrar que mi doble nos abandona y yo regreso a la vida. Hace tres días que no tomo café.

Era café instantáneo, pero después de tres días se conformaría con eso. Manipulé el calentador eléctrico del laboratorio con los dedos congelados hasta que Lancelot me empujó a un lado y puso a calentar una jarra de agua.

—Tardará un rato —dijo, poniendo al máximo el mando. Miró al reloj y a los cuadrantes de las paredes—. Mi doble se habrá ido antes de que el agua hierva. Ven a mirar.

Se puso a un lado del ataúd. Yo vacilé.

—Ven —me ordenó.

Fui.

Se miró con infinito placer y esperó. Ambos esperamos, con la vista fija en el cadáver.

Se oyó el siseo y Lancelot gritó:

—¡Quedan menos de dos minutos!

Sin un temblor ni un parpadeo, el cadáver desapareció.

El ataúd abierto contenía ropa vacía. Por supuesto, no era la ropa en la que había llegado el cadáver, sino prendas reales y que permanecían en la realidad. Allí estaban: muda interior, camisa, pantalones, corbata, chaqueta. Los calcetines colgaban de los zapatos caídos. El cuerpo se había esfumado.

Oí el hervor del agua.

—Café —dijo Lancelot—. Primero el café. Luego llamaremos a la policía y a los periódicos.

Preparé café para él y para mí.

Le añadí la acostumbrada medida de azúcar, ni mucha ni poca. Incluso en aquella situación, sabiendo que esa vez no le importaría, no pude contra el hábito.

Sorbí mi café, sin crema ni azúcar, según mi costumbre, y el calor me reanimó.

Él revolvió su café.

—Con todo lo que he esperado… —dijo en voz baja.

Se llevó la taza a los labios, que sonreían triunfantes, y bebió.

Fueron sus últimas palabras.

Ahora que todo había terminado, sentí un cierto frenesí. Me las apañé para desnudarlo y ponerle la ropa del cadáver desaparecido. Logré levantar el cuerpo y tenderlo en el ataúd. Le coloqué los brazos sobre el pecho.

Lavé todo rastro de café en el fregadero de la otra habitación y también el azucarero. Una y otra vez lo lavé, hasta que desapareció todo el cianuro que había sustituido al azúcar.

Llevé su chaqueta de laboratorio y el resto de la ropa al cesto donde guardé las que había traído el doble. El segundo juego había desaparecido, y puse allí el primero.

Luego, esperé.

Esa noche, comprobé que el cadáver estaba frío y llamé al sepulturero. Nadie tenía por qué asombrarse. Esperaban un cadáver y allí lo tenían. El mismo cadáver. Realmente el mismo. Incluso tenía cianuro, tal como supuestamente lo tenía el primero.

Supongo que serían capaces de distinguir entre un cuerpo muerto doce horas atrás y otro que llevaba tres días y medio muerto, aunque refrigerado; pero ¿quién iba a molestarse en investigar?

No investigaron. Cerraron el ataúd, se lo llevaron y lo sepultaron. Era el homicidio perfecto.

En rigor, como Lancelot estaba legalmente muerto cuando lo maté, me pregunto si en verdad fue un homicidio. Por supuesto, no pienso consultárselo a un abogado.

Ahora llevo una vida apacible y feliz. Tengo suficiente dinero. Voy al teatro. He entablado amistades.

Y vivo sin remordimientos. Lancelot nunca recibirá sus laureles. Algún día, cuando alguien vuelva a descubrir el viaje por el tiempo, el nombre de Lancelot Stebbins permanecerá olvidado en las tinieblas del Estigia. Pero yo ya le había advertido que, fueran cuales fuesen sus planes, así terminaría todo. Si yo no lo hubiera matado, alguna otra cosa habría estropeado sus planes, y entonces él me habría matado a mí.

Así que vivo sin remordimientos.

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