Cuento de muerte (46 page)

Read Cuento de muerte Online

Authors: Craig Russell

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Cuento de muerte
9.13Mb size Format: txt, pdf, ePub

Esperaban que les trajeran al monstruo.

Oyeron unas pisadas que se acercaban. Fabel sabía que era imposible en términos médicos, pero habría jurado que sintió que su presión sanguínea aumentaba. Tenía algo duro en el pecho, formado por la excitación, el miedo y la determinación, que se habían combinado para formar algo que no tenía nombre. Las pisadas se detuvieron y entonces un agente de la SchuPo abrió la puerta de la sala. Otros dos SchuPos hicieron entrar a Biedermeyer, que estaba esposado. Parecían insignificantes al lado de su tamaño.

Biedermeyer se sentó al otro lado del escritorio, frente a Fabel. Solo. Había rechazado el derecho a un representante legal. Los dos SchuPos se quedaron de pie, detrás de él, contra la pared, vigilándolo en silencio. La cara de Biedermeyer seguía teniendo una expresión relajada, cordial, agradable. Una cara en la que uno confiaría, alguien con quien uno charlaría en el bar. Extendió las manos, doblándolas desde las muñecas para dejar al descubierto las esposas. Inclinó la cabeza hacia un lado, levemente.

—Por favor, Herr Fabel. Supongo que sabe que no represento ningún peligro para usted ni sus colegas. Ni tampoco tengo deseo alguno de escapar de su custodia.

Fabel le hizo una señal a uno de los SchuPos, quien dio un paso adelante, abrió las esposas, las quitó y volvió a ocupar su sitio contra la pared. Fabel encendió la grabadora.

—Herr Biedermeyer, ¿secuestró y asesinó a Paula Ehlers?

—Sí.

—¿Secuestró y asesinó a Martha Schmidt?

—Sí.

—¿Asesinó a…?

Biedermeyer levantó una mano y le dedicó a Fabel una sonrisa encantadora y bondadosa.

—Por favor; creo que, para ahorrar tiempo, será mejor que efectúe la siguiente declaración. Yo, Jakob Grimm, hermano de Wilhelm Grimm, compilador de la lengua y el alma de los pueblos alemanes, tomé la vida de Paula Ehlers, Martha Schmidt, Hanna Grünn, Markus Schiller, Bernd Ungerer, Laura von Klostertadt, la prostituta Lina… Lo siento, nunca supe su apellido… Y el tatuador Max Bartmann. Yo los maté a todos ellos. Y disfruté de cada segundo de cada una de esas muertes. Admito voluntariamente haberlos matado, pero no soy culpable de nada. Sus vidas no tenían importancia alguna. Lo único significativo de cada uno de ellos fue la forma en que murieron… Así como las verdades universales e intemporales que expresaron a través de su muerte. En vida, no valían nada. Al matarlos, les asigné un valor.

—Herr Biedermeyer, que conste que no podemos aceptar una confesión bajo otro nombre que el suyo verdadero.

—Pero le he dado mi nombre verdadero. Le he dado el nombre de mi alma, no la ficción que aparece en mi
Personalausweis
. —Biedermeyer suspiró, luego volvió a sonreír como si otra vez tuviera que acceder a los caprichos de un niño—. Si le pone más contento: yo, el hermano Grimm, conocido por usted bajo el nombre de Franz Biedermeyer, admito haber matado a todas esas personas.

—¿Ha contado con alguna ayuda para llevar a cabo esos homicidios?

—¡Desde luego! Naturalmente.

—¿De quién?

—De mi hermano… ¿De quién más si no?

—Pero usted no tiene ningún hermano, Herr Biedermeyer —dijo Maria—. Usted es hijo único.

—Por supuesto que tengo un hermano. —Por primera vez, la cordialidad de la expresión de Biedermeyer se disolvió y fue reemplazada por algo infinitamente más amenazador. Depredador—. Sin mi hermano, yo no soy nada. Sin mí, él no es nada. Nos complementamos mutuamente.

—¿Quién es su hermano?

La indulgente sonrisa volvió al rostro de Biedermeyer.

—Pero si usted lo conoce, claro que sí. Ya se ha visto con él.

Fabel hizo un gesto de incomprensión.

—Usted conoce a mi hermano, Wilhelm Grimm, por el nombre de Gerhard Weiss.

—¿Weiss? —Maria habló desde detrás de Fabel—. ¿Sostiene que el autor Gerhard Weiss cometió estos crímenes junto a usted?

—Para empezar, esto no son crímenes. Son actos creativos; no hay nada destructivo en ellos. Son la encarnación de verdades que se remontan a varias generaciones. Mi hermano y yo somos los compiladores de esas verdades. El no cometió nada conmigo. Él colaboró conmigo. Como hicimos hace casi doscientos años.

Fabel se inclinó hacia atrás en la silla y observó a Biedermeyer, ese rostro cordial y atravesado por una sonrisa que contrastaba con la amenaza implícita en su corpulencia. «Por eso usabas una careta —pensó Fabel—. Por eso ocultabas la cara». Imaginó la terrorífica figura que debía de presentar Biedermeyer enmascarado; el agudo terror que sus víctimas debieron de experimentar antes de morir.

—Pero la verdad, Herr Biedermeyer, es que Gerhard Weiss no sabe nada de esto, ¿no es así? Además de la carta que usted le envió a su editorial, jamás hubo ningún contacto real y tangible entre ustedes.

Una vez más, Biedermeyer sonrió.

—No, usted no entiende, ¿verdad, Herr Kriminalhauptkommissar?

—Es posible. Necesito que me ayude a entender. Pero primero tengo que hacerle una pregunta importante. Tal vez la más importante que le haga hoy. ¿Dónde está el cuerpo de Paula Ehlers?

Biedermeyer se inclinó hacia delante, apoyando los codos sobre la mesa.

—Ya obtendrá la respuesta, Herr Fabel. Se lo prometo. Le diré dónde encontrar el cuerpo de Paula Ehlers. Y se lo diré hoy… Pero aún no. Primero le diré cómo la encontré y por qué la escogí. Y le ayudaré a entender la conexión especial que existe entre mi hermano Wilhelm, a quien usted conoce como Gerhard Weiss, y yo mismo. —Hizo una pausa—. ¿Puedo tomar agua?

Una vez más, Fabel hizo un gesto con la cabeza hacia uno de los agentes uniformados, quien llenó una taza de papel de la máquina expendedora de agua y lo puso delante de Biedermeyer. Éste se bebió toda el agua, y el sonido que hacía al tragar quedó amplificado en la habitación silenciosa.

—Yo entregué la tarta en la residencia de los Ehlers el día antes de su cumpleaños, dos días antes de que la cogiera. Su madre tenía prisa respecto de la tarta porque quería esconderla antes de que Paula volviera de la escuela. Yo estaba alejándome en la furgoneta cuando vi a Paula dar la vuelta a la esquina y dirigirse hacia su casa. Pensé: «¡Qué suerte! He entregado la tarta justo a tiempo; la chica ha estado muy cerca de descubrir la sorpresa». Fue en ese momento cuando Wilhelm me habló. Me dijo que tenía que coger a la niña y acabar con su vida.

—¿Wilhelm estaba con usted en el vehículo? —preguntó Werner.

—Wilhelm siempre está conmigo, vaya donde vaya. Llevaba muchísimo tiempo callado. Desde que yo era un niño. Pero siempre supe que estaba allí. Observándome. Planeando y escribiendo mi historia, mi destino. Me alegré mucho cuando volví a oír su voz.

—¿Qué le dijo Wilhelm? —preguntó Fabel.

—Me dijo que Paula era pura. Inocente. Que aún no había sido manchada por la corrupción y la suciedad de este mundo. Me dijo que yo podía asegurarme de que permaneciera siempre de ese modo, salvarla de la corrupción y la ruina metiéndola en un sueño que durara para siempre. Me dijo que yo tenía que poner fin a su historia.

—O sea, matarla —preguntó Fabel.

Biedermeyer se encogió de hombros, dejando en claro que la semántica del homicidio no tenía importancia para él.

—¿Cómo la mató?

—La mayoría de los días empiezo a trabajar muy temprano por la mañana. Eso es parte de ser panadero, Herr Fabel. Durante la mitad de mi vida he visto el mundo despertarse lentamente a mi alrededor mientras yo preparaba pan, el alimento más antiguo y fundamental para la vida, para el día que asomaba. Incluso después de todo este tiempo, todavía me encanta la combinación de la primera luz del alba y el olor del pan recién horneado. —Biedermeyer hizo una pausa, momentáneamente perdido en la magia de un instante recordado—. En cualquier caso, y dependiendo del turno que me toque, por lo general termino temprano y tengo gran parte de la tarde para mí. El día siguiente aproveché ese tiempo libre y estudié los movimientos de Paula, que eran atípicos, porque aquel día era su cumpleaños; entonces no tuve ninguna posibilidad de cogerla. Pero al día siguiente Paula fue a la escuela y mientras la vigilaba me di cuenta de pronto de que podía tener una oportunidad en el momento en que ella cruzara la calle principal en el camino de regreso a su casa. Debía tomar una decisión. Tenía mucho miedo de que me atraparan, pero Wilhelm me habló. Me dijo: «Cógela ahora. No habrá problemas, no te pasará nada. Cógela y pon fin a su historia». Yo tenía miedo. Le dije a Wilhelm que temía que lo que estaba a punto de hacer estuviera mal y que me castigaran por ello. Pero él dijo que me haría una señal. Algo que probaría que era correcto hacerlo y que todo saldría bien. Y lo hizo, Herr Fabel. Me dio una señal verdadera de que él controlaba mi destino, el destino de ella, el de todos nosotros. Estaba en la mano de la chica, ¿sabe? Ella llevaba la señal en la mano mientras caminaba: un ejemplar de nuestro primer libro de cuentos de hadas. De modo que lo hice. Fue muy rápido. Y muy fácil. La saqué de la calle, después la saqué del mundo y su historia llegó a su fin. —Una expresión nostálgica cruzó sus inmensos rasgos faciales. Luego volvió al presente—. Voy a ahorrarle los detalles desagradables, pero Paula supo muy poco de lo que ocurrió. Espero que usted se dé cuenta, Herr Fabel, de que no soy ningún pervertido. Puse fin a su historia porque Wilhelm me lo indicó. Me dijo que la protegiera del mal del mundo arrancándola de él. Y lo hice con la mayor rapidez y con el menor dolor posible. Supongo que, incluso después de tanto tiempo, usted conocerá los detalles cuando recuperen el cuerpo. Y mantengo la promesa de que le diré exactamente dónde encontrarla. Pero aún no.

—La voz de Wilhelm. Ha dicho que llevaba mucho tiempo sin oírla. ¿Cuándo la había oído antes? ¿Había matado antes? ¿O había hecho daño a alguien antes?

La sonrisa volvió a desvanecerse. Esta vez, una tristeza llena de dolor cubrió la expresión de Biedermeyer.

—Yo amaba a mi madre, Herr Fabel. Era hermosa e inteligente y tenía un abundante cabello pelirrojo. Eso es todo lo que recuerdo de ella. Eso y su voz, cuando me cantaba mientras yo estaba en la cama. No la recuerdo hablando, no recuerdo cómo era su voz cuando hablaba, pero sí cantando. Y ese pelo largo y maravilloso, que olía a manzana. Hasta que un día dejó de cantar. Yo era muy pequeño para entenderlo, pero ella cayó enferma y empecé a verla cada vez menos. Ella me cantaba cada vez menos. Luego se marchó. Murió de cáncer cuando tenía treinta años, y yo cuatro.

Hizo una pausa, como si esperara algún comentario, conmiseración, comprensión.

—Continúe —dijo Fabel.

—Usted conoce la historia, Herr Fabel. Seguramente habrá leído los cuentos mientras me perseguía. Mi padre volvió a casarse. Con una mujer dura. Una falsa Madre. Una mujer cruel y malvada que me hacía llamarla
mutti
. Mi padre no se casó por amor sino por razones prácticas. Era un hombre muy pragmático. Era primer oficial en un buque mercante y pasaba me ses fuera de casa, y sabía que no podía cuidarme él solo. De modo que yo perdí a una madre hermosa y gané una madrastra malvada. ¿Se da cuenta? ¿Lo entiende? Mi madrastra fue quien me educó, y a medida que yo crecía, también iba creciendo su crueldad. Entonces, cuando
papi
sufrió un infarto, me quedé solo con ella.

Fabel hizo un gesto de asentimiento, invitando a Biedermeyer a que continuara. Ya era consciente de la escala de la demencia de Biedermeyer. Era monumental. Un edificio vasto pero intrincado basado en una psicosis elaboradamente construida. Allí sentado, a la sombra de un hombre enorme con una locura enorme, Fabel sintió algo no muy lejano al espanto.

—Era una mujer temible, terrorífica, Herr Fabel. —También el rostro de Biedermeyer reveló algo parecido al espanto—. Dios y Alemania eran las únicas cosas que le interesaban. Nuestra religión y nuestra nación. Los únicos dos libros que permitía en la casa eran la Biblia y Los
cuentos de hadas de los hermanos Grimm
. Todo lo demás era sucio. Pornografía. También me quitó todos mis juguetes. Me hacían holgazán, decía. Pero hubo uno que pude esconder, un regalo que mi padre me había comprado antes de morir… Una careta. Una careta de lobo. Esa pequeña careta se convirtió en mi única rebelión secreta. Hasta que un día, cuando tenía unos diez años, un amigo me prestó un cómic para que yo lo leyera. Lo metí a escondidas en la casa y lo oculté, pero ella lo encontró. Por suerte no lo había escondido en el mismo sitio que mi careta de lobo. Pero aquello fue el comienzo. Fue en ese momento cuando ella empezó. Dijo que si quería leer, iba a leer. Leería algo puro y noble y verdadero. Me dio un volumen de Los
cuentos de hadas de los hermanos Grimm
que ella tenía desde que era una niña. Me dijo que empezara memorizando «Hänsel y Gretel». Después me hacía recitárselo. Debía ponerme en pie, con ella a mi lado, recitar todo el relato, palabra por palabra. —Biedermeyer miró a Fabel con expresión de súplica y algo infantil apareció en su enorme cara—. Yo era un crío, Herr Fabel. Apenas un crío. Me equivocaba. Por supuesto que me equivocaba. Era un cuento muy largo. Entonces ella me golpeó. Me golpeó con un bastón hasta que me hizo sangrar. Luego, cada semana, me daba un nuevo cuento para que me lo aprendiera. Y cada semana me daba una paliza. A veces tan fuerte que yo me desmayaba. Y, además de las palizas, me hablaba. Nunca gritaba, siempre lo hacía en voz baja. Me decía que yo no servía para nada. Que era un monstruo, que estaba volviéndome tan grande y feo porque había una gran maldad dentro de mí. Aprendí el odio. Aprendí a odiarla. Pero mucho, mucho más que eso, me odiaba a mí mismo.

Biedermeyer hizo una pausa. Había tristeza en su rostro. Levantó la taza de agua en un gesto de interrogación. Volvieron a llenársela y él bebió un sorbo antes de continuar.

—Pero comencé a aprender de los cuentos. A entenderlos a medida que los recitaba. Aprendí un truco valioso que me hacía memorizarlos con mayor facilidad… Miré más allá de las palabras. Traté de comprender el mensaje que se ocultaba detrás de ellas y me di cuenta de que los personajes no eran personas en realidad, sino símbolos, signos. Fuerzas del bien y del mal. Supe que Blancanieves y Hänsel y Gretel eran igual que yo, seres desesperadamente atrapados por el mismo mal que mi propia madrastra representaba. Ello me ayudó a recordar los cuentos y empecé a cometer cada vez menos errores. Lo que significaba que mi madre tenía menos excusas para pegarme. Pero cuando se vio obligada a reducir la frecuencia, lo compensó con una severidad mayor…

Other books

Too Damn Rich by Gould, Judith
Look Both Ways by Jacquelyn Mitchard
The Body in the Snowdrift by Katherine Hall Page
Only the Gallant by Kerry Newcomb
0425277054 (F) by Sharon Shinn
Claw Back (Louis Kincaid) by Parrish, P.J.