Susanne lo vio llegar y lo estaba esperando en la puerta de su piso. Llevaba la camiseta demasiado grande que acostumbraba a usar en la cama. Su pelo negro y lustroso le caía hasta los hombros y tenía el rostro desnudo de maquillaje. Había momentos, momentos inesperados, en los que Fabel se sentía abrumado por su belleza. Esa noche, cuando la vio en el umbral de su apartamento, fue otro de esos momentos.
La casa de Susanne era mucho más grande que la de Fabel y estaba decorada con buen gusto, pero había una insinuación de tradición en su estilo que estaba ausente en el minimalismo nórdico de la residencia de Fabel.
—Pareces cansado —dijo Susanne, y le acarició la cara. Lo hizo pasar a la sala antes de entrar en la cocina, de donde reapareció con una copa de vino blanco y una botella de cerveza—. Aquí tienes, una Jever. —Le pasó la botella—. Tengo una buena cantidad almacenada, especialmente para ti.
—Gracias. Lo necesitaba. —Dio un sorbo a la cerveza acida frisona, convenientemente enfriada. Susanne se sentó en el sofá a su lado, con las piernas dobladas debajo del cuerpo. La camiseta se levantó y dejó al descubierto la sedosa piel de sus muslos.
—¿De qué querías hablar con tanta urgencia? —Sonrió—. No es que no esté encantada de verte. Pero me pareció que querías discutir sobre el caso y conoces mi opinión sobre hablar de trabajo…
Fabel la silenció atrayéndola hacia él y besándola en los labios con fuerza durante un largo rato. Cuando la soltó, mantuvo sus ojos clavados en ella.
—No —dijo por fin—. No he venido a hablar del caso. He estado pensando mucho. En nosotros.
—Oh… —dijo Susanne—. Eso suena ominoso.
—Me parece que no vamos a ningún lado con esta relación. Supongo que eso se debe a que los dos estamos satisfechos, cada uno a su manera. Y tal vez tú no quieras más de lo que ya tenemos. —Hizo una pausa, buscando una reacción en los ojos de ella. Pero no encontró nada más que una expresión de paciencia—. Yo lo pasé muy mal con mi matrimonio. No sé en qué me equivoqué, pero supongo que tal vez no me esforcé lo suficiente para mantenerlo vivo. No quiero que eso nos ocurra a nosotros. Realmente me interesas, Susanne. Quiero que esto funcione.
Ella sonrió y volvió a acariciarle la mejilla. Tenía la mano fría por haber estado en contacto con la copa de vino.
—Pero Jan, las cosas están bien. Yo también quiero que esto funcione.
—Quiero que vivamos juntos. —El tono de Fabel fue decisivo, casi cortante. Luego sonrió y su voz se suavizó—. Realmente me gustaría mucho que viviéramos juntos, Susanne. ¿Qué te parece?
Susanne enarcó las cejas y soltó un largo suspiro.
—Vaya. No lo sé. De verdad no lo sé, Jan. A los dos nos gusta tener nuestro propio espacio. Ambos tenemos una personalidad fuerte. Eso no es un problema ahora, pero si vivimos juntos… No lo sé, Jan. Como tú has dicho, hay algo bueno entre nosotros. No querría arruinarlo.
—No creo que pasara eso. Creo que se fortalecería.
—Yo tuve una relación antes. —Susanne bajó las piernas del sofá. Se inclinó hacia delante, apoyó los codos sobre las rodillas y sujetó la copa de vino con ambas manos—. Vivimos juntos un tiempo. Al principio no me di cuenta, pero él era una persona muy controladora. —Soltó una risa amarga—. Yo… Una psicóloga, y no pude reconocer a un maniático del control cuando lo tuve delante de mis narices. En cualquier caso, no re sultó bien. Me sentía disminuida. Luego comencé a pensar que yo no valía nada. Dejé de creer en mí misma, de confiar en mi propio criterio. Me fui antes de que él destruyera la poca autoestima que me quedaba.
—¿Crees que yo soy de esa manera?
—No… Claro que no. —Le cogió la mano—. Es sólo que he dedicado mucho tiempo a crear un sentido de, bueno, independencia.
—Por Dios, Susanne, yo no busco una clase de
Hausfrau
, no quiero una mujer en mi casa. Busco una compañera. Alguien con quien compartir mi vida. Y la única razón por la que lo hago eres tú. Antes de conocerte no había siquiera pensado en ello. ¿Al menos lo pensarás?
—Claro que sí, Jan. No estoy diciendo que no. Para nada. Sólo que necesito tiempo para pensarlo. —Abrió la boca en una amplia sonrisa—. Mira, hagamos una cosa: llévame a Sylt, como vienes prometiéndome hace siglos. A alojarnos en el hotel de tu hermano. Hazlo y te daré una respuesta.
Fabel sonrió.
—Trato hecho.
Hicieron el amor con intensidad y entusiasmo antes de dormirse. Una sensación de satisfacción hizo que Fabel durmiera profundamente, con un sueño más profundo y reparador como el que no había tenido en varias semanas.
Su despertar fue repentino. Algo había descendido a buscarlo y lo había izado abruptamente a la superficie. Se quedó acostado, con los ojos abiertos, observando las sombras en el techo. Susanne dormía a su lado. Algo, en algún lugar de un cuarto oscuro y pequeño, en un lejano rincón de su mente, estaba esforzándose por salir. Bajó las piernas y se sentó en el borde de la cama. ¿Qué era? ¿Algo que se había dicho? ¿Algo que había visto? ¿O ambas cosas? Lo que fuera, sabía que tenía que ver con los asesinatos, alguna conexión que había quedado registrada en la periferia. Se puso en pie, caminó hasta la sala y miró por las ventanas de Susanne. Su apartamento no podía competir con el de Fabel en cuanto al panorama. La vista de Susanne se extendía sobre el parque y llegaba hasta el Elba, pero estaba muy limitada por los otros edificios. Pasaron un par de coches, en dirección a Liebermann Strasse. Un perro solitario cruzó la calle sin rumbo y Fabel lo siguió con la mirada hasta que desapareció.
Algo que había oído. Algo que había visto. O ambas cosas. Su cerebro, agotado y privado de sueño, se negaba a soltarlo.
Atravesó la cocina, encendió la luz y entrecerró los ojos por la violencia del resplandor. Se preparó una taza de té. Cuando sacó la leche de la nevera vio tres botellas de Jever enfriándose. Sonrió al recordar que Susanne las había comprado para él y las había puesto en el refrigerador. Fabel siempre veía las neveras ajenas como un área íntima; sus contenidos eran como los de una cartera o monedero. Cada vez que se encontraba en el escenario de un homicidio, examinaba la nevera para obtener una impresión de la persona o personas que vivían allí. Y ahora sus cervezas compartían ese espacio personal con el yogur de Susanne, con sus quesos favoritos del sur de Alemania y con las pastas que eran su debilidad.
Llevó el té hasta la mesa del desayuno. Bebió un sorbo. Estaba demasiado caliente y lo dejó sobre la mesa para que se enfriara. Susanne entró en la cocina, frotándose los ojos.
—¿Estás bien? —le preguntó, adormilada—. ¿Has vuelto a tener pesadillas?
Él se incorporó y la besó.
—No. Sólo que no podía dormir… Lamento haberte molestado. ¿Quieres té?
—No hay problema… Y no, gracias —respondió ella mientras bostezaba—. Sólo quería comprobar que estuvieras bien.
Fabel se congeló cuando una oscura energía lo atravesó. Su cansancio se esfumó y de pronto estuvo más despierto que nunca. Cada sentido, cada nervio, había cobrado vida. Contempló a Susanne sin expresión alguna.
—¿Estás bien? —preguntó Susanne—. Jan, ¿qué ocurre?
Fabel atravesó la cocina y abrió la puerta de la nevera. Miró las pastas. Eran delicadas: manzana asada cubierta por una costra ligera y hojaldrada. La cerró, se dio la vuelta y miró a Susanne.
—La casa de pan —dijo. Pero no estaba hablando con ella.
—¿Qué?
—La casa de pan. Werner me dijo que deberíamos buscar a alguien que viviera en una casa de pan. Luego he visto las pastas en la nevera, y eso me lo ha recordado.
—Jan, ¿de qué demonios estás hablando?
Él la cogió de los hombros y le besó la mejilla.
—Debo vestirme. Tengo que volver al Präsidium.
—¿Para qué? —preguntó ella, siguiéndolo al dormitorio, mientras él cogía su ropa apresuradamente.
—Lo he oído, Susanne. Todo este tiempo él trataba de decirme algo, y ahora lo he oído.
Fabel telefoneó a Weiss desde su coche.
—Por Dios, Fabel, son casi las cinco de la mañana. ¿Qué diablos quiere?
—¿Por qué los productos hechos con pan aparecen tanto en los cuentos de hadas de los Grimm?
—¿Qué? ¿Qué demonios…?
—Escuche, Herr Weiss. Sé que es tarde… O temprano… Pero esto es importante. De una importancia fundamental. ¿Por qué hay tantas referencias a productos panificados, pastas, tartas, casas de pan y cosas similares, en los cuentos de hadas de los Grimm?
—Oh, Dios… No lo sé… Simbolizan muchas cosas. —Weiss sonaba confundido, como obligado a revisar sus archivos mentales cuando aún no estaba del todo despierto—. Cosas diferentes en cuentos diferentes. Fíjese en «Rotkäppchen», por ejemplo. El pan recién horneado que Caperucita Roja le lleva a su abuela es un símbolo de su pureza incorrupta, mientras que el lobo representa la corrupción y el apetito rapaz. No es el pan lo que él quiere, es su virginidad. Pero Hänsel y Gretel, a pesar de que son niños inocentes perdidos en la oscuridad del bosque, sucumben a su apetito y codicia cuando se encuentran con la casa de pan de jengibre. Por lo tanto, en ese caso representa la tentación del pecado. Los productos de pan pueden representar muchas cosas diferentes. La sencillez y la pureza. O incluso la pobreza, como las escasas migas de pan que Hänsel esconde para que les sirvan de guía a él y a su hermana hacia un lugar seguro. ¿Por qué?
—No puedo explicárselo ahora. Pero gracias. —Fabel colgó y volvió a teclear otro número de inmediato. Del otro lado tardaron bastante en coger el teléfono.
—Werner, soy Fabel… Sí, sé qué hora es. ¿Puedes venir al Präsidium ahora mismo? Fíjate si puedes traer contigo a Anna y Maria. —Fabel se contuvo. Durante un momento estuvo a punto de pedirle a Werner que fuera a buscar también a Paul Lindemann; la hora y la costumbre le habían hecho olvidar, por un instante, que Paul había muerto un año atrás en cumplimiento del deber—. Y dile a Anna que llame a Henk Hermann. —Colgó.
Tanta muerte. ¿Cómo había terminado rodeado de tanta muerte? La historia había sido su máxima pasión, y él se había sentido atraído por la profesión de historiador como si sus mismos genes lo hubieran predestinado para ello. Pero Fabel no creía en el destino. En cambio, creía en la cruel imprevisibilidad de la vida, una vida en la que un encuentro casual entre una joven estudiante, la novia de Fabel en aquella época, y un don nadie con un severo trastorno psicópata había tenido como resultado una tragedia. Y esa tragedia había desencadenado una secuencia de acontecimientos imprevistos que hicieron de Fabel un policía de homicidios en lugar de un historiador, o un arqueólogo, o un profesor.
Tanta muerte. Y ahora estaba a punto de atrapar a otro asesino.
Cuando todos estuvieron por fin reunidos en la Mordkommission ya eran casi las seis de la mañana. Nadie se quejó por haber sido arrancado de la cama tan temprano, pero todos tenían los ojos enrojecidos y cara de que aún no estaban del todo despiertos. Excepto Fabel. Sus ojos ardían con una determinación fría y oscura. Estaba en pie de espaldas a ellos, recorriendo con su mirada de reflector las imágenes del tablero de la investigación.
—Hubo momentos en los que creí que jamás atraparíamos a este tipo. —La voz de Fabel era tranquila, deliberada—. Que nos enfrentaríamos a varias semanas de una actividad intensa y que tendríamos entre manos un montón de cadáveres, pero que luego él desaparecería. Hasta la siguiente serie de asesinatos. —Se produjo una pausa mínima. Fabel se volvió hacia su público—. Nos espera un día muy ajetreado. Pero tengo la intención de que, cuando llegue a su fin, nuestro asesino esté bajo nuestra custodia.
Nadie habló, pero de pronto todos adoptaron una actitud alerta.
—Es inteligente. Está loco… pero es inteligente —continuó Fabel—. Ésta es la obra de su vida y la ha calculado hasta el más mínimo detalle. Todo lo que hace tiene un significado. Cada detalle se relaciona con otro. Pero hubo una conexión que pasamos por alto. —Hizo caer la palma de la mano abierta contra la primera imagen—. Paula Ehlers… Ésta es la fotografía que le sacaron el día antes de su desaparición. ¿Qué veis?
—Una chica feliz. —Werner miró fijamente la foto, como si la intensidad de su mirada pudiera extraer de ella más de lo que veía en ese momento—. Una chica feliz en su cumpleaños…
—No… —Maria Klee se acercó. Sus ojos recorrieron la secuencia de imágenes, como había hecho Fabel—. No… No es eso. —Sus ojos se cruzaron con los de Fabel—. La tarta de cumpleaños. Es la tarta de cumpleaños.
Fabel sonrió tristemente pero no habló, invitando a Maria a que continuara. Ella dio un paso adelante y señaló la segunda imagen.
—Martha Schmidt… la chica hallada en la playa de Blankenese. Tenía el estómago totalmente vacío, salvo por los restos de una frugal comida de pan de centeno. —Pasó a la siguiente imagen y su voz se puso más tensa—. Hanna Grünn y Markus Schiller… Las migas de pan en el pañuelo… Y Schiller era uno de los dueños de una panificadora…
Mientras Maria hablaba, Fabel le hizo un gesto a Anna.
—Comunícate con el centro de detención de Vierlander. Diles que tengo que hablar urgentemente con Peter Olsen…
Maria pasó a la imagen siguiente.
—¿Laura von Klostertadt?
—Otra fiesta de cumpleaños —respondió Fabel—. Muy glamourosa, organizada por su agente, Heinz Schnauber. Seguramente habría un servicio de catering. Schnauber me dijo que él siempre quería que Laura sintiera que era su fiesta personal de cumpleaños, no sólo una reunión promocional. Me contó que le gustaba preparar pequeñas sorpresas para ella: regalos… y una tarta de cumpleaños. Tenemos que averiguar cuál era la empresa que hizo el servicio.
—Bernd Ungerer. —Maria siguió avanzando por el tablero como si estuviera sola en la habitación—. Por supuesto, equipos para panificadoras. Hornos… Y aquí… Lina Ritter, disfrazada de Caperucita Roja, con una hogaza recién sacada del horno en su cesta.
—Cuentos de hadas —dijo Fabel—. Estamos tratando con cuentos de hadas. Un mundo en el que nada es lo que parece. Todo tiene un significado, un simbolismo. El lobo grande y malo no tiene nada que ver con los lobos y tiene todo que ver con nosotros. Con la gente. La madre representa todo lo que es pródigo y bueno en la naturaleza, la madrastra es el otro lado de la misma moneda, todo lo que tiene la naturaleza de malvado y destructivo y perverso. Y los productos panificados: la sencilla y honesta integridad del pan; la lujuriosa tentación de los pasteles. Es un elemento que aparece en todos los cuentos de los Grimm.