Tenía una hora libre y sabía lo que quería hacer. El secreto de la muerte de Sally debía encontrarse en su vida, y probablemente en su vida anterior a la llegada a Martingale. Stephen estaba convencido de que la clave estaría en el padre del bebé, si tan sólo se le pudiera encontrar. No analizó sus motivos: si su impulso por encontrar a un desconocido tenía sus raíces en la lógica, la curiosidad o los celos. Bastaba con hallar alivio en la acción, no importaba lo estériles que fueran sus resultados.
Recordaba el nombre del tío de Sally pero no su dirección completa y le llevó un tiempo recorrer los Proctor en busca de un número de Canningbury. Una mujer contestó con la voz tiesa, artificial de quien no está acostumbrado al teléfono. Cuando se dio a conocer hubo un silencio tan largo que pensó que debían haber cortado. Sintió su desconfianza como un impulso físico a través del cable y trató de calmarla. Como aún vacilaba, le sugirió que quizás ella preferiría que llamara más tarde y hablara con su esposo. La propuesta no había querido ser una amenaza. Sólo había imaginado que era una de esas mujeres incapaces de realizar por sí misma hasta las acciones más simples. Pero el resultado de su sugerencia fue sorprendente. Dijo rápidamente, «¡Oh! ¡No! ¡No!». Eso no era necesario. El señor Proctor no quería hablar sobre Sally. No serviría de nada llamarlo. Después de todo no podía haber ningún daño en decirle al señor Maxie lo que quería saber. Sólo que sería mejor que el señor Proctor no supusiese que había telefoneado. Entonces le dio la dirección que Stephen quería. Cuando se quedó embarazada, Sally estaba trabajando para el Club del Libro Escogido, en Falconer’s Yard, en la City.
El Club del Libro Escogido tenía sus oficinas en un patio cerca de la catedral de St. Paul. Se llegaba a través de un pasillo estrecho, oscuro y difícil de encontrar, pero el patio mismo estaba lleno de luz y era tan tranquilo como el recinto de una catedral de provincia. El machacante
crescendo
del tráfico de la ciudad se reducía a un suave quejido como el sonido lejano del mar. El aire estaba lleno del olor del río. No había ninguna dificultad para encontrar la casa buscada. Del lado soleado del patio en un pequeño mirador, contra el fondo de una tela drapeada de un púrpura violáceo estaban dispuestas, con una estudiada informalidad, las selecciones del Club del Libro Escogido. El nombre del club había sido cuidadosamente elegido. Libros Escogidos surtía a esa clase de lector a quien le gusta una buena historia sin preocuparse demasiado por quién la escribe, prefiere que se le evite la fatiga de elegir personalmente, y cree que una biblioteca de volúmenes de igual tamaño y encuadernados exactamente del mismo color le da tono a cualquier habitación. Libros Escogidos prefería ver recompensada la virtud y el vicio debidamente castigado. Se alejaban de la lujuria, evitaban la controversia y no se arriesgaban con escritores que no fueran de nombre. No era sorprendente que con frecuencia tuviesen que buscar muy atrás en los catálogos de las editoriales para presentar su última selección. Stephen observó que sólo unos pocos de los libros elegidos habían llevado originariamente el sello de Hearne & Illingworth; le sorprendió que hubiera alguno.
Los escalones de la puerta de entrada estaban recién lavados y la puerta abierta llevaba a una oficina pequeña obviamente amueblada para aquellos clientes que preferían retirar personalmente su libro mensual.
Cuando Stephen entró, un clérigo anciano estaba sufriendo la prolongada y vivaz despedida de la mujer a cargo que estaba decidida a que no se escaparía hasta que se le explicaran en detalle los méritos de la última selección, incluidos los detalles de la trama y el final sorpresa realmente asombroso. Hecho esto, estaban los miembros de su familia por los que preguntar y solicitarle su opinión sobre la selección del mes pasado. Stephen esperó con paciencia que esto terminara y que la mujer estuviera en libertad para volver a él su mirada decidida y brillante. Una pequeña tarjeta enmarcada sobre el escritorio la señalaba como la señorita Titley.
—Lamento tanto haberle hecho esperar. ¿Usted es un cliente nuevo, no es cierto? ¿No creo haber tenido antes el placer? Con el tiempo llego a conocerlos a todos y todos me conocen. Ese era el canónigo Tatlock. Un cliente muy querido. Pero no se le puede apresurar, sabe. No se le puede apresurar.
Stephen puso en juego todo su encanto y explicó que quería ver a quien estuviera al frente. El asunto era personal y muy importante. No estaba tratando de vender nada y realmente no iba a tomar mucho tiempo. Lamentaba no poder ser más explícito, pero era realmente importante. «Para mí, al menos», agregó con una sonrisa.
La sonrisa tuvo éxito. Siempre lo tenía. La señorita Titley, vuelta aturdidamente a la normalidad por lo insólito, se retiró a la parte trasera de su oficina e hizo una llamada telefónica disimulada. Fue un poco prolongada. Le echó varias miradas durante la conversación como para asegurarse de su respetabilidad. Finalmente colgó y regresó con la noticia de que la señorita Molpas estaba dispuesta a recibirlo.
La señorita Molpas tenía su oficina en el tercer piso. La escalera cubierta de droguete era empinada y angosta, y Stephen y la señorita Titley tenían que hacerse a un lado en los descansillos mientras pasaban a su lado las empleadas. No se veían hombres. Cuando finalmente fue introducido en la habitación de la señorita Molpas vio que ésta había elegido bien. Tres tramos de escalera empinados eran un precio bajo a pagar por esta vista por encima de los techos de la ciudad, esa vislumbre de una cinta de plata abriéndose paso desde Westminster. La señorita Titley susurró una presentación tan reverente como inarticulada y se esfumó. Detrás de su escritorio, la robusta señorita Molpas se puso de pie y con la mano le indicó una silla. Era una mujer baja, morena, de una notable fealdad. Su cara era grande y redonda, el pelo cortado en un flequillo grueso y recto sobre las cejas. Usaba gafas de carey tan grandes y pesadas que parecían una ayuda obvia para la caricatura. Estaba vestida con una falda corta de
tweed
y camisa blanca de hombre con una corbata tejida amarilla y verde que a Stephen le recordó desagradablemente una oruga aplastada. Pero al hablar tenía una de las voces más agradables que jamás había escuchado en una mujer, y la mano que le tendió era fresca y firme.
—¿Usted es Stephen Maxie, no es cierto? Vi su foto en el
Echo
. La gente anda diciendo que mató a Sally Jupp. ¿Lo hizo?
—No —dijo Stephen—. Y tampoco lo hizo ningún miembro de mi familia. No vine para discutir eso. La gente puede creer lo que quiera. Quería saber algo más sobre Sally. Pensé que usted podría ayudar. Es el bebé lo que realmente me preocupa. Ahora que no tiene madre parece importante tratar de encontrar a su padre. Nadie se ha presentado, pero se me ocurrió que el hombre puede no estar enterado. Sally era muy independiente. Si él no lo sabe y quisiera hacer algo por Jimmy, bueno, creo que habría que darle la oportunidad.
La señorita Molpas le empujó una cajetilla de cigarrillos a través de la mesa.
—¿Fuma? ¿No? Bueno, yo sí. ¿Se está entrometiendo un poquito, no es cierto? Mejor aclare sus propios motivos. No puedo creer que el hombre no lo supiese. ¿Por qué no habría de saberlo? De todos modos ahora ya debe estar enterado. Ha habido suficiente publicidad. La policía estuvo aquí siguiendo el mismo rumbo pero no creo que estén interesados en el bienestar de la criatura. Más probablemente busquen un motivo. Son muy concienzudos. Haría mejor en dejar que se ocupen ellos.
Así que la policía había estado allí. Era estúpido e irracional suponer lo contrario, pero la noticia le resultó deprimente. Siempre estarían un paso más adelante. Resultaba presuntuoso suponer que había algo importante por descubrir acerca de Sally que la policía, experimentada, perseverante e infinitamente paciente, no hubiese ya encontrado. Se le debe haber notado la decepción en la cara porque la señorita Molpas lanzó una carcajada.
—¡Arriba ese ánimo! Todavía puede ganarles de mano. No es que yo pueda ayudarle mucho. A la policía le conté todo lo que sabía y lo anotaron muy cuidadosamente, pero me di cuenta de que no les estaba llevando a ninguna parte.
—Excepto a asentar la culpa más firmemente donde ya creen que se encuentra, en alguien de mi familia.
—Bueno, ciertamente no se encuentra en nadie de aquí. Ni siquiera puedo pensar un posible padre para el chico. Aquí no tenemos ni un solo hombre. Es cierto que quedó embarazada mientras trabajaba aquí, pero no me pregunte cómo.
—¿Cómo era realmente, señorita Molpas? —preguntó Stephen.
Le costó hacer la pregunta, ya que se daba cuenta de lo absurda que era. Todos preguntaban lo mismo. Era como si, en el corazón de este laberinto de pruebas y dudas, al fin se encontraría a alguien que pudiese decir «Ésta era Sally».
La señorita Molpas le miró con curiosidad.
—Usted debería saber cómo era. Estaba enamorado de ella.
—De estarlo hubiese sido la última persona en saberlo.
—Pero no lo estaba.
Fue una afirmación, no una pregunta impertinente, y Stephen la enfrentó con una franqueza que le sorprendió.
—La admiraba y quería acostarme con ella. Supongo que no llamaría amor a eso. Al no haber sentido nada más que eso por ninguna mujer, no sabría decirle.
La señorita Molpas se volvió y miró por la ventana al río.
—Yo me conformaría con eso. Dudo que alguna vez llegue a sentir algo más. A los de su tipo no les ocurre.
Se volvió nuevamente hacia él y habló más enérgicamente:
—Pero usted me preguntaba qué pensaba de ella. También la policía. La respuesta es la misma. Sally Jupp era linda, inteligente, ambiciosa, taimada e insegura.
—Parece haberla conocido muy bien —dijo Stephen suavemente.
—En realidad no. No era fácil de conocer. Trabajó aquí durante tres años y cuando se fue no sabía más sobre las circunstancias de su hogar que el día en que la contraté. Contratarla fue un experimento. Probablemente haya notado que aquí no tenemos gente joven. Son difíciles de conseguir salvo si se les paga el doble de lo que valen y no se concentran en su trabajo. No las culpo. Sólo tienen unos pocos años para encontrar marido y éste no es un terreno de caza prometedor. También pueden ser crueles, si se las pone a trabajar con una mujer mayor. ¿Alguna vez ha visto a gallinas jóvenes picoteando un pájaro herido? Y bien, aquí sólo empleamos pájaros viejos. Pueden ser un poco lentas, pero son metódicas y fiables. El trabajo no requiere mucha inteligencia. Sally era demasiado buena para el puesto. Nunca comprendí por qué se quedó. Trabajaba para una agencia de secretarias después de haber terminado su aprendizaje y vino aquí como una ayuda temporal cuando nos quedamos cortas de personal durante una epidemia de gripe. Le gustó el trabajo y pidió quedarse. El Club crecía y el trabajo justificaba otra taquígrafa. De modo que la contraté. Como le dije, fue un experimento. Era la única integrante del personal menor de cuarenta y cinco años.
—Quedarse en este trabajo a mí no me sugiere ambición —dijo Stephen—. ¿Por qué piensa que era taimada?
—La observaba y la escuchaba. Somos más bien una colección de venidas a menos aquí y ella debe haberlo sabido. Pero era astuta, sí que lo era nuestra Sally. «Sí, señorita Titley. Por cierto, señorita Croome. ¿Puedo alcanzárselo, señorita Melling?». Recatada como una monja y respetuosa como una criada victoriana. Naturalmente las tenía a las pobres tontas haciendo lo que ella quería. Decían qué agradable que era tener alguien joven en la oficina. Le compraban regalos de aniversario y de Navidad. Le hablaban sobre su carrera. ¡Hasta le pedían consejos acerca de su ropa! ¡Como si le importara un pepino lo que nos poníamos o lo que pensábamos! La hubiera considerado una tonta si lo hubiera hecho. Era una buena actuación. No fue del todo sorprendente que al cabo de unos pocos meses de Sally tuviésemos una mala atmósfera en la oficina. Posiblemente no se trate de un fenómeno que usted haya experimentado. Puede creerme que no es nada cómodo. Hay tensiones, confidencias susurradas, comentarios con púas, enemistades carentes de explicación. Viejos aliados que ya no se hablan. Surgen amistades incongruentes. Hace estragos en el trabajo, naturalmente, pese a que hay gente que parece prosperar en medio de eso. No es mi caso. Comprendí cuál era el problema. Las había metido a todas en una confusión de celos, y las pobres tontas no se daban cuenta. La querían realmente. Creo que la señorita Melling la amaba. Si Sally confió en alguien lo de su embarazo habría sido en Beatrice Melling.
—¿Podría hablar con la señorita Melling? —preguntó Stephen.
—No a menos que sea vidente. Beatrice Melling murió tras una operación sencilla de apendicitis la semana después de que se fuera Sally. Se fue, de paso, sin siquiera decirle «adiós». ¿Usted cree que se puede llegar a morir de un corazón partido, doctor Maxie? No, claro que no.
—¿Qué ocurrió cuando Sally quedó embarazada?
—Nada. Nadie lo supo. Difícilmente constituyamos la comunidad más adecuada para percibir ese tipo de problemas. ¡Y Sally! ¡La sumisa, virtuosa, silenciosa pequeña Sally! Noté que por unas semanas pareció pálida y hasta más delgada que de costumbre. Después estaba más linda que nunca. Tenía una especie de resplandor. Debía llevar unos cuatro meses de embarazo cuando se fue. Me dio su semana de preaviso y me pidió que no se lo dijera a nadie. No me dio razones y no se las pedí. Francamente, fue un alivio, no tenía ninguna excusa tangible para deshacerme de ella, pero desde hacía algún tiempo sabía que el experimento había sido un fracaso. Se fue a su casa un viernes y el lunes le dije al resto del personal que se había ido. Sacaron sus propias conclusiones pero nadie, que yo sepa, sacó la correcta. Tuvimos una trifulca espléndida. La señorita Croome acusó a la señorita Melling de haber alejado a la chica por ser demasiado posesiva y por su afecto anormal. Para ser justa con la señorita Croome, creo que no quería decir nada más siniestro que Jupp se veía obligada a comer su almuerzo de emparedados en compañía de Melling cuando en realidad hubiera preferido ir al Lyon’s más próximo con Croome.
—¿De modo que no tiene ninguna idea de quién era el hombre ni dónde podría haberlo conocido?
—Ninguna en absoluto. Salvo que se encontraban los sábados por la mañana. Me enteré de eso por la policía. Aquí trabajamos una semana de cinco días y la oficina nunca está abierta los sábados. Aparentemente, Sally les dijo a su tío y su tía que sí. Venía a la ciudad casi todos los sábados por la mañana como para trabajar. Fue un engaño hábil. Al parecer, no se tomaban ningún interés en su trabajo y, aunque hubiesen querido llamarla un sábado por la mañana, la presunción hubiera sido que no había quedado nadie para atender el teléfono. Sally era una pequeña mentirosa astuta.