Cubridle el rostro (21 page)

Read Cubridle el rostro Online

Authors: P. D. James

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Cubridle el rostro
2.87Mb size Format: txt, pdf, ePub

Siguió su camino. Mirándola alejarse, Deborah dijo:

—Quizá sea poco caritativa, pero si alguien de Martingale mató a Sally, preferiría que hubiese sido Catherine.

—Es improbable, sin embargo ¿no? —dijo Felix—. No la veo capaz de asesinar.

—¿Y a los demás sí? ¿Hasta a mamá?

—Ella en especial, pienso, si sintiese que era necesario.

—No lo creo —dijo Deborah—. Pero aun si fuese verdad, ¿puedes imaginártela callando mientras la policía invade Martingale y se sospecha de personas como la señorita Liddell y Derek Pullen?

—No —contestó Felix—. No, no puedo imaginarlo.

Capítulo VII
1

R
OSE Cottage en Nessingford Road era una cabaña de labriego de finales del siglo dieciocho con suficiente encanto superficial y antigüedad como para tentar a un automovilista que pasara por allí a pensar que se podía hacer algo con ella. En manos de los Pullen algo se había hecho, una réplica de un millar de casas de municipios urbanos. Una gran reproducción en yeso de un perro alsaciano ocupaba toda la ventana del salón. Detrás de él, las cortinas de encaje estaban elegantemente drapeadas y sujetas con cinta azul. La puerta delantera se abría directamente a la sala de estar. Aquí el entusiasmo de los Pullen por la decoración moderna le había ganado a la discreción y el resultado era extrañamente irritante y excéntrico. Una pared estaba empapelada con un dibujo de estrellas rosadas contra un fondo azul. La de enfrente estaba pintada en un rosa haciendo juego. Las sillas estaban tapizadas con una tela azul a rayas elegida obviamente con todo cuidado para entonar con el empapelado. La alfombra de crin era de un rosa pálido y había sufrido las inevitables idas y venidas de pies embarrados. Nada estaba limpio, nada estaba hecho para durar, nada era sencillo o sincero. A Dalgliesh todo le resultó profundamente deprimente.

Derek Pullen y su madre estaban en casa. La señora Pullen no dio muestras de ninguna de las reacciones normales frente a la llegada de miembros de la policía dedicados a la investigación de un asesinato, sino que los recibió con un torrente de palabras heterogéneas de bienvenida, como si hubiese permanecido en casa especialmente para recibirlos y esperado largo rato su llegada. Las frases se entrechocaban. Encantada de verlos… su hermano agente de policía… quizá sabían de él… Joe Pullen en Barkinway… siempre es mejor decirle la verdad a la policía… no es que haya nada que decir… pobre señora Maxie… casi no podía creerlo cuando se lo contó la señorita Liddell… volvió a casa y se lo contó a Dereck, y él tampoco lo creyó… no era el tipo de chica que un hombre decente querría… los Maxie eran muy orgullosos… una chica como esa se buscaba líos. Mientras hablaba, los ojos pálidos oscilaban sobre la cara de Dalgliesh pero sin mayor comprensión. En la retaguardia estaba su hijo, preparado para lo inevitable.

De modo que Pullen había sabido acerca del compromiso tarde en la noche del sábado, pese a que, como ya había comprobado la policía, había estado por la noche en el Teatro Royal con un grupo de su oficina y no había ido a la kermés.

A Dalgliesh le resultó difícil convencer a la verbosa señora Pullen para que se retirara a su cocina y dejara al muchacho a fin de que respondiera por sí mismo, pero el mismo Pullen le ayudó con su irritada insistencia en que debía dejarlos solos. Evidentemente, había estado esperando la visita. Al anunciarse la llegada de Dalgliesh y Martin se había levantado de su silla y les había hecho frente con el coraje patético de un hombre cuyas escasas reservas apenas le habían permitido soportar el período de espera. Dalgliesh le trató con suavidad. Podría haber estado hablando con un hijo. Martin había visto poner en práctica esta técnica antes. Era infalible con los de tipo nervioso, emotivo, especialmente si cargaban con una culpa. La culpa, pensó Martin, era una cosa curiosa. Este muchacho, por ejemplo, probablemente no había hecho nada más grave que encontrarse con Sally Jupp para unos besos y mimos, pero no estaría tranquilo hasta habérselo contado a alguien. Por otra parte, podría ser un asesino. En ese caso, el miedo le mantendría la boca cerrada por un poco más de tiempo. Pero al final se derrumbaría. No tardaría mucho en ver en Dalgliesh, paciente, tolerante, omnipotente, al padre confesor que su conciencia anhelaba. Entonces le sería difícil al taquígrafo seguir el ritmo del torrente de autoacusación y culpa. Es la propia mente de un hombre la que al final lo traiciona, y eso Dalgliesh lo sabía mejor que los demás. Había momentos en que el sargento Martin, que no se destacaba por ser el más sensible de los hombres, sentía que el trabajo de un detective no era algo agradable.

Pero, por el momento, Pullen estaba resistiendo bien el interrogatorio. Admitió que el sábado por la noche había salido tarde a caminar y pasó por Martingale. Estaba estudiando para un examen y le gustaba tomar un poco de aire antes de acostarse. A menudo salía tarde a dar una vuelta. Su madre podía confirmarlo. Tomó el sobre venezolano encontrado en la habitación de Sally, se subió un par de gafas dobladas hasta la frente y observó miopemente las fechas garabateadas. Tranquilamente admitió que era su letra. El sobre provenía de un amigo por correspondencia que tenía en Sudamérica. Lo había usado para anotar los momentos en que podía encontrarse con Sally Jupp. No podía recordar cuándo se lo había dado, pero las fechas se referían a sus encuentros del mes pasado.

—Ella acostumbraba a cerrar con llave su puerta y después bajar por el caño de la chimenea, ¿no es cierto? —preguntó Dalgliesh—. No tiene por qué tener miedo de traicionar su secreto. Encontramos las huellas de las palmas de sus manos en el caño. ¿Qué hacían cuando se encontraban?

—Una o dos veces fuimos a caminar por el jardín. Más que nada nos sentábamos en la vieja caballeriza frente a su habitación y hablábamos.

Le debe haber parecido notar cierta incredulidad en la cara de Dalgliesh porque se ruborizó y dijo a la defensiva:

—No hacíamos el amor, si eso es lo que piensa. Supongo que todos los policías tienen que acostumbrarse a pensar mal, pero ella no era así.

—¿Cómo era ella? —preguntó Dalgliesh con suavidad—. ¿De qué hablaban?

—De cualquier cosa. De todo en realidad. Creo que añoraba la compañía de alguien de su edad. No era feliz cuando estaba en el St. Mary, pero estaban las otras chicas con quienes reírse. Era fantástica para la mímica. Era como oír hablar a la propia señorita Liddell. También hablaba de su casa. Sus padres murieron en la guerra. Si hubiesen vivido todo habría sido distinto para ella. Su padre era un profesor universitario y hubiese tenido un hogar distinto al de su tía. Culto y… bueno, distinto.

Dalgliesh pensó que Sally Jupp había sido una joven a la que le había gustado usar la imaginación, y en Derek Pullen había encontrado al menos un oyente crédulo. Pero en estos encuentros había más de lo que Pullen estaba eligiendo decir. La chica le había estado usando para algo. Pero, ¿para qué?

—¿Usted se ocupó del niño, no es cierto, cuando ella fue a Londres el jueves anterior a su muerte?

Era puramente una conjetura, pero Pullen no pareció siquiera sorprendido de que lo supiera.

—Sí, lo hice. Trabajo en una oficina local del gobierno y cada tanto puedo tomarme un día libre. Sally me dijo que quería ir a la ciudad y yo no veía por qué no habría de hacerlo. Me imagino que quería ir al cine o de compras. Otras madres pueden.

—Parece extraño que Sally no dejara a su hijo en Martingale si quería ir a Londres. La señora Bultitaft probablemente habría estado de acuerdo en hacerse cargo de él ocasionalmente. Todo este sigilo era seguramente bastante innecesario.

—Sally lo quería de esa manera. Le gustaba que las cosas fueran secretas. Creo que eso era buena parte del atractivo de escabullirse de noche. A veces yo tenía una sensación de que en realidad ella no lo estaba disfrutando. Estaba preocupada por el niño o simplemente tenía sueño. Pero necesitaba venir. Le gustaba saber al día siguiente que lo había hecho y se había salido con la suya.

—¿No le señaló que les traería problemas a los dos si se descubría?

—No veo cómo podría afectarme —dijo Pullen malhumorado.

—Creo que seguramente está fingiendo ser mucho más ingenuo de lo que es. Estoy dispuesto a creer que usted y la señorita Jupp no eran amantes porque me gusta pensar que sé cuándo la gente me está diciendo la verdad y porque se corresponde con lo que sé hasta ahora de ustedes dos. Pero usted no puede a conciencia creer que otros serían tan complacientes. Los hechos tienen una interpretación obvia y es la que la mayoría de la gente les daría, especialmente dadas las circunstancias.

—Tiene razón. Simplemente porque una chica tuvo un hijo ilegítimo tiene que ser una ninfómana —el muchacho usó esta última palabra con poca naturalidad, como si fuera recién aprendida y no usada antes.

—Le diré, dudo mucho que la mayoría de ellos supieran lo que esa palabra significa. Quizá la gente tenga mentes bastantes sucias, pero es sorprendente la frecuencia con que resultan justificadas. No creo que Sally Jupp fuese muy considerada con usted cuando usaba esos establos para escapar de Martingale. ¿Seguramente usted también habrá pensado eso?

—Sí, me imagino que sí.

El muchacho miró tristemente hacia otro lado y Dalgliesh aguardó. Sentía que aún había algo que explicar, pero que Pullen estaba enredado en su propia incapacidad para expresarse claramente y frustrado por la dificultad de explicar a la chica que había conocido viva, alegre y temeraria, a dos policías que ni siquiera la habían visto. La dificultad era fácil de entender. No tenía ninguna duda de lo que le parecería a un jurado la historia de Pullen y se alegraba de que nunca le tocaría convencer a doce hombres capaces y rectos de que Sally Jupp, joven, linda y habiendo ya perdido la gracia, se escapaba de su dormitorio por las noches y dejaba solo a su bebé, aunque por poco tiempo, por el solo placer de una conversación intelectual con Derek Pullen.

—¿La señorita Jupp alguna vez le dio a entender que temía a alguien o tenía un enemigo? —le preguntó.

—No. No era lo suficientemente importante como para tener enemigos.

«No hasta el sábado por la noche, quizá», pensó Dalgliesh.

—¿Nunca se confió en usted acerca de su hijo, quién era el padre, por ejemplo?

—No.

El muchacho había dominado algo de su terror y su voz era hosca.

—¿Le dijo por qué quería ir a Londres el jueves pasado por la tarde?

—No. Me dijo que cuidara de Jimmy porque estaba harta de acarrearlo por el bosque y quería escapar del pueblo. Nos pusimos de acuerdo sobre dónde debía entregármelo en la estación de la calle Liverpool. Trajo el cochecito plegable y lo llevé al parque St. James. Al anochecer se lo devolví y viajamos de vuelta por separado. No les íbamos a dar a las comadres del pueblo más temas para chismorrear.

—¿Nunca pensó que podría estar enamorándose de usted?

—Sabía perfectamente bien que no.

Lanzó a Dalgliesh una rápida mirada directa y dijo luego, como sorprendido por la confidencia:

—Ni siquiera me dejaba tocarla.

Dalgliesh esperó un momento y después dijo suavemente:

—Esas no son sus gafas normales, ¿no es cierto? ¿Qué ocurrió con las que usa habitualmente?

El muchacho casi se las arrancó de la nariz y cerró sus manos sobre las lentes en un gesto patético por lo fútil. Luego, dándose cuenta de la importancia de ese gesto instintivo, hurgó en su bolsillo por un pañuelo e hizo gala de limpiarlas. Las manos le temblaban cuando repuso las gafas sobre su nariz donde descansaron sesgadas, su voz graznó con miedo:

—Las perdí. Es decir, las rompí. Me las están arreglando.

—¿Las rompió cuando se hizo esa magulladura sobre el ojo?

—Sí. Me golpeé contra un árbol.

—Verdaderamente. Los árboles de por aquí parecen extrañamente peligrosos. El doctor Maxie se raspó su nudillo contra la corteza de uno, me han dicho. ¿Podría haber sido el mismo árbol?

—Los problemas del doctor Maxie no tienen nada que ver conmigo. No sé qué quiere decir.

—Creo que sí lo sabe —dijo Dalgliesh con suavidad—. Le voy a pedir que piense sobre lo que hemos hablado y después desearía que haga una declaración y la firme. No hay ninguna prisa. Sabemos dónde encontrarlo si lo necesitamos. Convérselo con su padre cuando vuelva. Si cualquiera de los dos quiere verme, hágamelo saber. Y recuerde esto: alguien mató a Sally. Si no fue usted, entonces no tiene nada que temer. De cualquier modo espero que encuentre el coraje para decirnos lo que sabe.

Esperó por un momento, pero sus ojos sólo encontraron la vidriosa mirada fija de temor y firmeza. Después de un minuto se volvió y le hizo una seña a Martin para que le siguiera.

Media hora más tarde sonó el teléfono en Martingale. Deborah, llevando la bandeja de su padre por el vestíbulo, se detuvo, la sostuvo con su cadera, y levantó el auricular. Un minuto después asomó la cabeza por la puerta del salón.

—Es para ti, Stephen. El teléfono. Derek Pullen, nada menos.

Stephen, inesperadamente en casa sólo por unas horas, no levantó la vista del libro, pero Deborah pudo notar la repentina inmovilidad y el ligero endurecimiento de su espalda.

—Oh, santo cielo, ¿qué quiere?

—Te quiere a ti. Parece bastante preocupado.

—Dile que estoy ocupado, Deb.

Deborah le dio a este mensaje una apariencia de urbanidad. La voz al otro lado de la línea se volvió incoherente. Alejando el auricular del oído emitió algunos sonidos tranquilizadores y sintió el amago de risa histérica que en estos días nunca estaba muy lejos de manifestarse. Volvió al salón.

—Será mejor que vengas, Stephen. Realmente está mal. ¿En qué demonios andáis? Dice que la policía ha estado con él.

—¿Eso es todo? No es el único. Dile que, entre una cosa y otra, han estado conmigo alrededor de seis horas. Y todavía no han terminado. Dile que mantenga la boca cerrada y que se deje de hablar tonterías.

—¿No sería mejor que se lo dijeras tú mismo? —sugirió Deborah con dulzura—. No soy tu confidente y, ciertamente, menos aún la suya.

Stephen maldijo en voz baja y fue al teléfono. Deteniéndose en el vestíbulo para equilibrar su bandeja, Deborah pudo escuchar recriminaciones rápidas e impacientes.

—Está bien. Está bien. Díselo si quieres. No te lo voy a impedir. De todos modos probablemente están escuchando esta conversación… No, de hecho no lo hice, pero no dejes que eso influya en ti… Todo un caballerito… Querido, no me interesa un pito lo que les digas, o cuándo o cómo, sólo por amor de Dios, no te pongas tan pesado con eso. Adiós.

Other books

Brighter Than The Sun by Julia Quinn
Lost Voyage by Chris Tucker
Strange and Ever After by Susan Dennard
Going Native by Stephen Wright
The Tea Planter’s Wife by Jefferies, Dinah
Captain by Phil Geusz