Deslizó un cuchillo dentro del forro de la manga, cerca de la muñeca. El día anterior, por el camino, habían tenido compañía. Pero cada vez que paraban para dar de beber a los caballos no conseguían descubrir a nadie. Quien los siguiese lo hacía a una distancia prudencial.
La planta baja de la posada, donde en otro tiempo se había servido cerveza, se destinaba ahora a los desayunos. Tras la puerta se oían ruidos de movimientos en la cocina, chasquidos de platos y continuas y fuertes broncas de la mujer del posadero a este. El aroma a café hizo más cálido aún el ambiente hogareño.
Lady Emily se sentó en un sillón, delante de la chimenea, con un libro entre las manos y un par de lentes sobre el puente de la nariz. Levantó la vista, levísimamente estrábica, y dijo:
—Buenos días, señor.
—Buenos días, milady.
—El desayuno se servirá pronto. Huevos con… algo más, creo —respondió el posadero.
Lady Emily asintió y volvió a concentrarse en la lectura.
Leam estaba por allí, junto a los percheros de donde colgaban las capas de dos damas y su propio abrigo, además de otras prendas de inferior calidad. Cerca había una puerta que daba a un patio trasero, y Leam todavía no le había echado un vistazo a la luz del día. El peligro rara vez amenazaba a través de la puerta principal.
La puerta estaba hinchada a causa de la humedad y se resistía. Leam le dio un puntapié y la abrió de golpe. Lady Katherine Savege, de pie en el pequeño porche cubierto, dio media vuelta, resbaló y cayó hacia delante.
Leam la sujetó. Ella se aferró a las mangas de su abrigo y exhaló un profundo suspiro. Él observó su rostro e hizo un examen rápido de sus finos rasgos, su nariz respingona, su boca amplia y sus ojos enmarcados por tupidas pestañas.
Llevaba la cabeza descubierta y el oscuro cabello, curiosamente trenzado y sujeto con vistosas peinetas, realzaba la perfecta cremosidad de su piel.
—Tenga cuidado con el hielo, milady —le dijo despacio—. Está muy resbaladizo.
—Perdone, milord —dijo ella sin mirarlo, para sorpresa de Leam, y eso que este no era muy dado a sorprenderse por nada. Su respiración se hizo más rápida al contacto con el pecho de él. La opresión entre los dos disminuyó, y lady Katherine dejó caer los brazos—. Perdí el equilibrio cuando se abrió la puerta. El suelo está resbaladizo, en efecto, y además salí sólo en zapatillas. Quería ver cuán profunda era la nieve.
—¿De veras?
—Procuraré no despistarme de nuevo —repuso lady Katherine, cuya voz sonaba más fría por momentos.
Era la clase de mujer con la que Leam no se relacionaba. Las damas como ella eran capaces de defenderse solas, y le habían aportado pocos beneficios en anteriores ocasiones. Además, él ya no era un agente de la corona que buscaba información continuamente. Podía hacer lo que quisiera, y tenía a una bonita mujer en sus brazos. Por otra parte, a pesar de su soltería lady Katherine no tenía nada de inocente. Estaba seguro de ello.
—Sin embargo, muchacha, parece usted nerviosa.
Ella se puso rígida, lo cual hizo que a él la situación le resultara aún más agradable.
—No estoy nerviosa. Y usted ya debería haberme soltado. Lo sabe, ¿no? ¿O es cierto lo que dicen de usted?
—Vaya carácter.
—Mi carácter a usted no le concierne, y no soy una muchacha. Tengo veintiséis años. Bueno, casi; los cumpliré el 12 de febrero.
—¡Quién lo diría!
Los labios de lady Katherine eran una línea de piedra que Leam deseaba ablandar. Tenía que conseguir que riese. Sus ojos eran grandes y grises como las nubes de tormenta de un otoño melancólico, enmarcados por un halo de pestañas negras como el hollín.
—¿Me veré en la obligación de exigirle que me suelte o tenía planeado hacerlo en breve? —dijo ella, aunque debía admitir que se sentía bien en los brazos de aquel hombre, presionando su cuerpo contra el de él. Increíblemente bien. Ojalá los rumores acerca de Leam fuesen ciertos. Por desgracia, sólo eran pretextos y engaños para hacer que las damas hablaran, y así obtener información. Después de su primer trabajo en las Indias Orientales, las tres cuartas partes de su cometido habían consistido en alimentar rumores.
—Supongo que a la larga… —dijo él.
—Vaya, al fin, una expresión que reconozco. Por desgracia, es la expresión equivocada.
Leam no pudo evitar reír. Ella pestañeó y añadió:
—Milord, usted es un mujeriego famoso. Pero quizá no se haya dado cuenta de que yo no soy de esa clase de mujeres. Ahora suélteme.
Él debería haberse dado cuenta, en efecto. Pero no deseaba hacerlo. Una belleza cálida presionando su cuerpo, una lengua astuta y fría junto a su oído y un rostro encantador que reflejaba inteligencia aguda no deberían abandonarse tan repentinamente.
—Me pregunto si va a amenazarme si no cedo.
Ella lo miró fijamente y repuso:
—No me degradaría hasta el punto de amenazar a un caballero, pero ¿lo es usted? —su voz era glacial, pero aquellos ojos ponían cualquier frialdad en entredicho. Y entre las nubes de tormenta, Leam imaginó un pequeño rayo de sol.
La soltó.
Se apartó.
Ella se alisó la falda. Sin volver a mirarlo, sin pronunciar una palabra, entró en el edificio.
Leam permaneció en el porche, con las botas hundidas en la nieve. Los latidos de su corazón eran rápidos e irregulares. Empezó a dolerle el estómago mientras tenía esa sensación en el pecho que durante tanto tiempo había sido tan ajena a él. Claramente, ese intento de flirteo había sido un error. No lo repetiría.
Kitty intentaba controlar su pulso acelerado. Nunca había imaginado que la eliminación de la barba podría transformar a un hombre meramente guapo en…
Se llevó a las ardientes mejillas las frías palmas de las manos mientras se apresuraba por el pasillo trasero. Él no la seguía. Ella lo había insultado. Había tenido que hacerlo. En un primer momento no le había pedido que la soltara. Le había resultado agradable y hasta excitante. Y aquel calor líquido aún persistía, mezclado con los nervios.
No había estado tan cerca de un hombre en años. En tres años.
Ella, en efecto, había acabado por convencerse a sí misma de que, en gran medida, el responsable había sido aquel mismo hombre.
¿Se podían dar coincidencias como esa? Debía de estar loca por pensarlo.
Se apresuró a entrar en el bodegón. Emily estaba sentada a la mesa, untando con mantequilla una rebanada de pan.
—El pan no es del día —dijo—. La señora Milch dice que hoy el panadero del pueblo se ha quedado en la cama a causa de la nieve y la chica que la ayuda en la cocina no vendrá porque vive en Shrewsbury, a casi cinco kilómetros de distancia. Le dije que si la situación continúa así por mucho tiempo, podríamos ayudar a hornear el pan. ¿Han visto la nieve? Tiene una profundidad extraordinaria.
—Sí —Kitty se controló finalmente saliendo de su ensimismamiento—. ¿Durante cuánto tiempo se quedará en casa de tus padres el señor Worthmore?
—Hasta el 6 de enero como mínimo. ¿Crees que esperará hasta entonces? ¿Lo crees? Debería evitar encontrarme con él —el brillo en los ojos de Emily sugirió que no estaba muy segura de que sus deseos se cumplieran.
Kitty sacudió la cabeza.
—No tengo la menor idea de cómo hornear pan.
—Yo tampoco, pero podríamos aprender —Emily mordió la dura rebanada.
Unos pasos resonaron en el suelo de madera, detrás de Kitty, que no tuvo ni unos minutos de alivio para recomponerse. Pero aquel hombre también quería desayunar, el hombre cuya mandíbula cualquier mujer desearía rozar con los dedos, con los labios y la lengua…
Se sentía como una tonta.
Él se detuvo a sus espaldas y el calor que ella sentía dentro de sí se hizo más intenso. Desterró ese sentimiento a pesar de lo agradable que le resultaba.
—Hay beicon, milord —dijo Emily—. El chico del establo, Ned, lo ha encontrado en el cobertizo. Uno se imaginaría que podría ser pescado salado, pero, al parecer, no lo es.
Lord Blackwood, merodeando alrededor de Kitty, cogió la cafetera.
—Mala época para el arenque —Emily lo estudió con curiosidad.
—¿Cómo lo sabe?
—Lo he leído en los periódicos, muchacha —respondió lord Blackwood con una sonrisa.
Kitty dejó escapar un suspiro sin poder evitarlo. Él la miró brevemente.
—¿Echará de menos también la falta de pescado, milady? —y aquel hombre extraordinariamente rico, que iba a heredar un condado, le dio una taza de café como si de un sirviente se tratara.
Su forma de vestir era informal, aunque no descuidada, sin el menor signo de modernidad. Tenía manos grandes, fuertes, más apropiadas para cortar leña que para sostener la delicada taza que le ofrecía. O para esquilar ovejas. O para estrechar indecentemente a una mujer en un porche helado.
Kitty sintió que le ardían las mejillas y aceptó la taza.
—De ningún modo, milord —dijo suavizando el tono de voz—. Prefiero el caviar.
Él la miró a los ojos, fija y profundamente, como si supiera que ella usaba su altivez a modo de escudo.
Kitty contuvo el aliento.
Entró en la estancia una ráfaga de aire frío acompañada del sonido de la puerta al abrirse y a continuación cerrarse con fuerza. Aparecieron entonces unos perros, seguidos de un caballero de la edad de Kitty. Mientras se quitaba el amplio abrigo y el sombrero, miró rápidamente alrededor. Saludó a Kitty con un gesto caballeroso, en una actitud completamente diferente de la del hombre corpulento que estaba de pie al otro lado de la sala.
—Buenos días, milady.
Kitty le hizo una reverencia.
—Señor Yale —lo presentó lord Blackwood, recostada en el aparador—. Lady Katherine y lady Marie Antoine.
—¿Cómo está, lady Katherine? —Yale se inclinó y luego se volvió hacia Emiliy—. Señora.
—Señor, veo que ya ha estado fuera —dijo Emily sin apartar la mirada de la salchicha que estaba cortando—. ¿Cómo encontró la nieve?
—Fría y húmeda —respondió Yale, y volvió a centrarse en Kitty—. Lamento que su viaje se haya visto obstaculizado, milady.
—Gracias, señor. De hecho, estamos a pocos kilómetros de Willows Hall, la casa de lady Marie.
—¿Y viaja sola, señora? —Yale miró alrededor, curioso.
—Mi institutriz quedó atrás, en el camino —dijo Emily.
—Lamento oírlo. Con este frío y esta humedad…
Emily le miró detenidamente por encima del borde de las gafas.
—Qué extraño suena, ¿verdad?
—Y aún debe de ser más extraño para ella —Yale frunció el entrecejo—. En cuanto podamos, Blackwood y yo sacaremos los caballos para ir en busca de su carruaje.
—Gracias, señor —dijo Kitty—. ¿Usted también se encuentra cerca de su destino? Lord Blackwood nos hizo creer que están en viaje de pesca, pero me temo que aprecia más las bromas que la verdad.
Yale sonrió.
—Sus temores están bien fundados, milady. A mi amigo le encanta reír.
—Espero que no a expensas de los demás —dijo Kitty, y sintió la mirada del conde sobre ella.
—Jamás. Pero lo cierto es que es un tipo raro. A menudo difícil de entender —Yale miró el café y el pan que estaban sobre la mesa—. ¿Desayunará usted?
El estómago de Kitty protestó ante la mera idea.
—Esperaré los huevos que han prometido —respondió ella, y le indicó con un gesto que se sentara.
Yale así lo hizo, enfrente de Emily.
—Lady Marie Antoine, ¿qué texto la tiene tan absorta como para traerlo a la mesa?
—Shakespeare.
Ricardo
III
.
—Ah.
Emily alzó la vista y preguntó:
—¿Le gustan a usted las obras históricas del Bardo, señor?
—Sólo las comedias.
Emily arrugó la frente al oír aquello. Él hizo una mueca que le sentó muy bien a su rostro. La cabeza gris de un perro asomó por debajo del brazo. Yale le dio un trozo de pan.
—Sus perros de caza, Blackwood, nos comerán cuando estemos fuera de la casa, con toda la nieve que hay. En el porche, precisamente he visto a este zamparse una ristra de salchichas.
—Es un cachorro —fue la respuesta tranquilizadora—. Aún no ha aprendido buenos modales.
Yale se volvió hacia el conde con una sonrisa en los labios. Lord Blackwood inclinó la cabeza, pero no sonrió. Kitty sintió que algo se removía en su interior, algo insistente que la hacía sentirse incómoda. Se puso de pie, fue hasta la ventana y corrió las cortinas. Un blanco deslumbrante lo cubría todo y el cielo aún estaba cargado de nieve.
—Señor Yale, ¿sabe si el camino ya es transitable? —Kitty había salido para echar un vistazo al patio trasero. Ned, el mozo de cuadra, había quitado la nieve con una pala para permitir el acceso al gallinero antes de limpiar la parte delantera. Y entonces, mientras observaba a las gallinas ponedoras, entendió que el brillo acerado de los ojos color café del conde de Blackwood no era producto de su imaginación porque pudo sentir su mirada en ella.
Algo gélido moraba dentro de él. Eso le provocaba escalofríos a Kitty, aun cuando la invadiese aquel calor que tan agradable resultaba. Kitty no tuvo que mirarlo para saber que él tenía los ojos fijos en ella.
Aunque quizá lo imaginase.
Lo miró por fin. Sus miradas se encontraron, pero entonces la de él se alejó, y con ella el aliento de Kitty.
—No tendremos que usar una silla de montar en dos o tres días, espero —dijo Yale, y le dio un trozo de salchicha al perro, que le babeaba la rodilla.
—¿Dos o tres días? —Emily parecía esperanzada—. Después de Navidad, ¿te lo puedes creer?
—A menos que la nieve se derrita de pronto —apuntó Yale alargando las palabras.
—El cielo aún está muy gris —murmuró Kitty—. Echaremos de menos la iglesia.
—No sé nada de esas cosas, lady Katherine. Pero es lunes. En seis días el camino debería estar transitable. El furgón del correo no tendrá problemas en llegar.
—El miércoles es Navidad —Kitty nunca había pasado unas Navidades sin ir a la iglesia con su madre, a la catedral si estaba en la ciudad o a la capilla de Savege Park. Aunque quizás ese año su madre fuera del brazo de lord Chamberlayne—. ¿Echarás de menos ir a la iglesia por Navidad, Marie Antoine?
—En verdad, no —respondió Emily, sacudiendo la cabeza.
Lord Blackwood se acercó a la mesa, cogió un trozo de pan y volvió junto a la chimenea. Poco después regresó mientras se ponía su amplio abrigo sobre los hombros.