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Authors: Nicholas Sparks

Cuando te encuentre (23 page)

BOOK: Cuando te encuentre
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Hizo una pausa, perdida en sus recuerdos, antes de proseguir.

—Él tenía la foto plastificada, y durante la primera instrucción militar siempre la había llevado encima. Después lo destinaron a Iraq. Un día me escribió un correo electrónico pidiéndome que le enviara una copia porque la había perdido. A mí me parecía una ridiculez, pero yo no estaba allí, y no sabía lo que él estaba pasando, así que le dije que le enviaría otra. Pero no se la envié de inmediato. No me preguntes el porqué. Era como si tuviera un bloqueo mental, algo que me empujara a no hacerlo. Me metí la tarjeta en el bolsillo, pero cada vez que pasaba por delante de la tienda de revelado de fotos, me olvidaba de revelarla. Y de repente, la invasión ya había empezado. Al final se la envié, pero me devolvieron la carta sin abrir. Drake murió durante la primera semana de la invasión.

Ella lo miró fijamente por encima de sus rodillas.

—Cinco días. Solo aguantó cinco días. Y nunca le concedí lo único que me había pedido. ¿Sabes cómo me siento?

A Thibault le entraron ganas de vomitar.

—No sé qué decir.

—No hay nada que puedas decir. Es un infortunio, una trastada de la vida. Y hoy… me duele pensar que poco a poco nos estamos olvidando de él. Nana no se ha acordado, Ben tampoco. Al menos, en su caso, puedo entenderlo en cierto modo. Él aún no había cumplido los cinco años cuando mataron a Drake, y ya sabes cómo es la memoria a esa edad. Recordamos muy pocas cosas en esa etapa. Pero Drake era tan bueno con él…, le encantaba estar con él… —Elizabeth se encogió de hombros—. Más o menos como tú.

Thibault deseó que ella no hubiera dicho eso. Se sentía incómodo.

—¿Sabías que no quería contratarte? —continuó ella, sin darse cuenta del creciente estado incómodo de Thibault.

—Sí.

—Pero no porque hubieras llegado andando desde Colorado, aunque eso también influyera, claro, sino básicamente porque habías sido marine.

Él asintió, y en el silencio ella echó un vistazo a la máquina de hacer helados.

—Probablemente necesita un poco más de hielo. —Abrió la tapa, añadió más hielo y después le pasó el recipiente nuevamente a Thibault.

—¿Por qué estás aquí? —le preguntó Elizabeth.

A pesar de que él sabía a qué se refería, fingió no entenderla.

—Porque me has pedido que me quede.

—No. Quiero decir, ¿por qué estás aquí, en Hampton? Y esta vez quiero la verdad.

Thibault se debatió en busca de la explicación adecuada.

—Me pareció un sitio agradable, y de momento, lo es.

Podía adivinar por su expresión que ella sabía que había algo más, y esperó. Cuando él no agregó nada más, Elizabeth frunció el ceño.

—Tiene algo que ver con tu paso por Iraq, ¿no es cierto?

Su silencio lo delató.

—¿Cuánto tiempo estuviste allí? —lo interrogó.

Thibault se movió inquieto, sin ganas de hablar del tema, pese a saber que no le quedaba otra opción.

—¿Cuál de las veces?

—¿Cuántas veces estuviste allí?

—Tres.

—¿Tuviste que entrar en combate?

—Sí.

—Pero lograste sobrevivir.

—Sí.

A Elizabeth se le tensaron los labios y de repente su rostro adoptó un semblante sombrío, como si estuviera a punto de romper a llorar.

—¿Por qué tú, y no mi hermano?

Thibault hizo girar la manivela cuatro veces antes de contestar con lo que sabía que era una mentira.

—No lo sé.

Cuando Elizabeth se levantó para ir en busca de un par de cuencos y de cucharas para el helado, Thibault combatió la insoportable necesidad que sentía de llamar a
Zeus
, largarse de allí y regresar a Colorado, en ese mismo momento, antes de cambiar de parecer.

No podía dejar de pensar en la foto que tenía en el bolsillo, la fotografía que Drake había perdido. Thibault la había encontrado, Drake había muerto, y ahora él estaba allí, en la casa donde aquel chico se había criado, en compañía de su hermana.

En apariencia todo parecía improbable, así que, mientras combatía la repentina sequedad que sentía en la boca, se concentró en aquellas cosas que sabía que eran verdad. La fotografía era simplemente eso: un retrato de Elizabeth que le había hecho su hermano. Los amuletos de la suerte no existían. Thibault había sobrevivido en Iraq, igual que la mayoría de los marines que habían sido destinados a aquel lugar. Y tenía el ejemplo de los soldados en su pelotón; prácticamente todos habían regresado, incluido Victor. Aunque algunos marines habían muerto —Drake entre ellos— y a pesar de que eso fuera realmente trágico, no tenía nada que ver con la foto. Así era la guerra. En cuanto a él, estaba allí porque había tomado la decisión de ir en busca de la mujer de la foto. No tenía nada que ver con el destino ni con conjuros mágicos.

Pero había ido en su busca por Victor…

Thibault parpadeó incómodo y se recordó a sí mismo que no creía nada de lo que Victor le había dicho.

Lo que su amigo le decía era simplemente una superstición. No podía ser verdad. Por lo menos no en su totalidad.

Zeus
pareció percibir su incomodidad y alzó la cabeza para mirarlo. Con las orejas tiesas, emitió un suave gemido y subió los peldaños para lamerle la mano. Thibault le alzó la cabeza, y el perro se dejó acariciar.

—¿Qué hago aquí? —susurró Thibault—. ¿Por qué estoy aquí?

Mientras aguardaba una respuesta que nunca llegaría, oyó la puerta mosquitera que se cerraba de un portazo a sus espaldas.

—¿Estás hablando contigo mismo o con tu perro? —inquirió Elizabeth.

—Con ambos —respondió él.

Ella se sentó a su lado y le pasó una cuchara.

—¿Qué decías?

—Nada importante. —Hizo una señal a
Zeus
para que se tumbara, y el perro intentó tumbarse en el peldaño con el cuerpo encogido para estar cerca de ellos.

Elizabeth abrió la máquina de hacer helados y sirvió unas cucharadas en cada uno de los cuencos.

—Espero que te guste —dijo, pasándole un cuenco.

Ella hundió su cuchara y lo probó antes de girarse hacia él, con una expresión cohibida.

—Te pido perdón —le dijo.

—¿Por qué?

—Por lo que he dicho… Cuando he preguntado por qué tú sobreviviste y mi hermano no.

—Es una pregunta lógica. —Él asintió, incómodo bajo su escrutinio.

—No, no lo es. Y no tenía derecho a decirlo. Lo siento.

—No pasa nada.

Ella tomó otra cucharada, vacilando antes de continuar:

—¿Recuerdas cuando te he dicho que no quería contratarte porque habías sido marine?

Thibault asintió con la cabeza.

—No es por lo que piensas. No era porque me recordaras a Drake. Es por la forma en que murió. —Dio unos golpecitos en el cuenco con su cuchara—. Drake murió por fuego amigo.

Thibault desvió la vista mientras ella continuaba.

—Al principio no nos lo dijeron, claro. Siempre nos daban evasivas. «La investigación sigue abierta» o «Estamos indagando los sucesos», ya sabes, excusas por el estilo. Pasaron varios meses antes de que descubriéramos finalmente cómo había muerto, e incluso entonces, nunca supimos realmente quién había sido el responsable.

Elizabeth se esforzó como si buscara las palabras adecuadas.

—Solo es que… las explicaciones no encajaban, ¿sabes? Quiero decir, sé que fue un accidente, sé que quien lo cometió no pretendía matarlo, pero si algo similar hubiera sucedido aquí, en Estados Unidos, alguien habría sido acusado por homicidio. En cambio, si pasa en Iraq, nadie quiere que se sepa la verdad. Y nunca se sabrá.

—¿Por qué me cuentas todo esto? —preguntó Thibault, con la voz templada.

—Porque esa es la verdadera razón por la que no quería contratarte. Cuando descubrí lo que había sucedido, cada vez que veía un marine me preguntaba: «¿Fue él quien mató a Drake?» o «¿Está encubriendo a quien lo hizo?». Sabía que no era justo, que no era correcto, pero no podía evitarlo. Y al cabo de un tiempo, la rabia empezó a consumirme lentamente, como si esa fuera la única forma que tenía de controlar la pena. No me gustaba la clase de persona en la que me había convertido, pero estaba acorralada en aquel horrible ciclo de preguntas y de sentimiento de culpa. Y entonces, de repente, apareciste tú en el despacho y solicitaste el empleo. Y Nana, a pesar de que sabía perfectamente cómo me sentía yo —y quizá precisamente por cómo me sentía— decidió contratarte.

Elizabeth dejó el cuenco a un lado.

—Por eso no tenía prácticamente nada que decirte las primeras dos semanas. No sabía qué decir. Pensé que realmente no era necesario hablar contigo, ya que probablemente te marcharías al cabo de unos días, como hacían todos. Pero no lo hiciste. En vez de eso, has trabajado duro y te has quedado hasta muy tarde, eres fantástico con Nana y con mi hijo…, y de repente, he dejado de verte como un marine y solo te veo como un hombre. —Hizo una pausa como si nuevamente estuviera perdida en sus pensamientos, y luego le rozó la pierna con la rodilla cariñosamente—. Y no solo eso, eres un hombre que permite que las mujeres se desahoguen emocionalmente sin mandarles que se callen.

Él le acarició la espalda para infundirle ánimos y dijo:

—Es el cumpleaños de Drake.

—Así es. —Ella alzó el cuenco—. ¡A la salud de mi hermanito pequeño, por Drake!

Thibault hizo chocar su cuenco con el de ella.

—Por Drake —repitió.

Zeus
gimoteó y los miró a los dos con ojitos ansiosos. A pesar de la tensión, ella alargó el brazo y le acarició el lomo.

—Tú no necesitas que brindemos por ti. Hoy es el cumpleaños de Drake.

Zeus
ladeó la cabeza como si no la comprendiera, y ella rio.

—Bla-bla-bla. No entiende ni jota de lo que le digo.

—Es cierto, pero se da cuenta de que estás triste. Por eso gime.

—Es un perro sorprendente. Jamás había visto un perro tan intuitivo y tan bien adiestrado. Nana me comentó lo mismo, y créeme, eso significa mucho.

—Gracias.
Zeus
proviene de una buena estirpe.

—Bueno, ahora te toca hablar a ti. Prácticamente ya lo sabes todo sobre mí.

—¿Qué quieres saber?

Elizabeth cogió el cuenco y comió un poco más de helado antes de preguntarle:

—¿Alguna vez has estado enamorado?

Cuando él enarcó una ceja ante la forma descarada en que ella había decidido interrogarlo, Beth agitó una mano como para restarle importancia a su pregunta.

—Ni se te ocurra pensar que pretendo entrar en un territorio demasiado personal contigo. Desde luego, no después de todo lo que te he contado.

—Una vez —admitió él.

—¿Hace poco?

—No. Hace muchos años. Cuando estaba en la universidad.

—¿Cómo era ella?

Thibault pareció buscar la palabra correcta.

—Práctica —contestó.

Elizabeth no dijo nada, pero su expresión denotaba que quería saber más.

—Vale —cedió al final—. Era una estudiante del último curso, y siempre iba con faldas campestres y zapatos cómodos de la marca Birkenstock. Jamás usaba maquillaje. Escribía una columna de opinión en la gaceta estudiantil y siempre estaba en la primera línea de cualquier causa que apoyara a cualquier grupo sociológico en el mundo, excepto a los hombres blancos y a los ricos. Ah, y también era vegetariana.

Ella escrutó su cara.

—No sé por qué, pero nunca te habría imaginado con una mujer de tales características.

—Ni yo tampoco. Y ella tampoco. Al menos no por mucho tiempo. Pero durante unos meses resultó sorprendentemente sencillo no prestar atención a nuestras diferencias tan obvias. Y lo conseguimos.

—¿Cuánto duró vuestra relación?

—Un poco más de un año.

—¿Y sigues en contacto con ella?

Thibault sacudió la cabeza.

—No.

—¿Y eso es todo?

—Aparte de un par de flechazos en el instituto, sí, eso es todo. Pero no olvides que en los últimos cinco años no he gozado realmente de muchas oportunidades para iniciar nuevas relaciones.

—No, supongo que no.

Zeus
se incorporó y fijó la vista en la carretera, moviendo las orejas levemente. Alerta. Apenas pasaron unos momentos antes de que Thibault oyera el ruido del motor de un vehículo que se acercaba, y en la distancia, un amplio y disperso halo de luz iluminó los árboles antes de que el foco empezara a reducirse. Elizabeth frunció el ceño, confusa, antes de que un sedán torciera lentamente la esquina y se dirigiera directamente hacia su casa. A pesar de que las luces del porche no iluminaban la calle, Thibault reconoció el coche y se sentó con la espalda completamente erguida. Era o bien el
sheriff
o bien uno de sus oficiales.

Elizabeth también lo reconoció.

—Esto no pinta nada bien —murmuró tensa.

—¿Qué crees que quieren?

Ella se levantó de su asiento en el porche.

—No se trata de ellos. Sino de él. Mi exmarido. —Empezó a bajar los peldaños y avanzó hacia la calle—. Espera aquí. Ya me encargo yo.

Thibault hizo una señal a
Zeus
para que se sentara y se quedara quieto mientras el coche se detenía junto al de Elizabeth, lejos del porche. A través de los arbustos, Thibault vio que se abría la puerta del pasajero y Ben salía, cabizbajo. Cuando la puerta del conductor se abrió, apareció el oficial Keith Clayton.

Zeus
lanzó un gruñido, alerta y tenso, esperando la orden de ataque. Elizabeth observó a
Zeus
con cara de sorpresa hasta que Ben llegó a un espacio iluminado. Thibault se fijó en que el muchacho no llevaba las gafas, y vio los morados alrededor de su ojo. Elizabeth también lo vio.

—¿Qué ha pasado? —gritó ella, corriendo hacia su hijo. Se detuvo junto a él para examinarle la cara con atención—. ¿Qué le has hecho?

—No es nada —respondió Clayton, mientras se les acercaba—. Solo es un morado.

Ben se dio la vuelta para evitar que su madre lo viera.

—¿Y dónde están sus gafas? —quiso saber Elizabeth, todavía intentando comprender qué había pasado—. ¿Le has pegado?

—¡Por el amor de Dios! ¡Por supuesto que no le he pegado! ¿Por quién me tomas?

Elizabeth no parecía oírlo y continuó centrando toda su atención en su hijo.

—¿Estás bien, cielo? ¿Qué ha pasado? ¿Se te han roto las gafas?

Ella sabía que Ben no diría ni una palabra hasta que Clayton se hubiera marchado. Al levantar la cara hacia ella, Elizabeth vio que se le habían roto unos vasos oculares, y su córnea se hallaba estriada de venitas rojas.

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