Read Cuando cae la noche Online
Authors: Michael Cunningham
—Lo que quiero decirte es que voy a cerrar la galería. Cuanto antes.
—¡Oh!
Bette le ofrece una leve sonrisa, consoladora, incluso maternal y él recuerda que tiene dos hijos crecidos, ninguno de los dos demasiado malcriado.
—Esta vez lo han cogido a tiempo, y, si se reproduce, es probable que vuelvan a hacerlo. No me estoy muriendo ni nada parecido. Aunque hubo un momento en que… Cuando me dijeron lo que era, ya sabes, mi madre…
—Claro.
Ella le echa una mirada muy sobria. No te alegres todavía, ¿de acuerdo?
—Al principio me enfadé más que asustarme. La galería ha sido mi vida estos cuarenta años y, francamente, hace diez años que estoy harta. Y ahora que todo se está yendo al infierno y que todo el mundo está arruinado… En fin. Una de las primeras cosas que pensé fue: si esto no me mata, Jack y yo cambiaremos de vida.
—Y por eso…
—Iremos a vivir a España. Los chicos están bien; buscaremos una casita encalada en alguna parte y cultivaremos tomates.
—Estás de broma.
Ella suelta una risa densa y gutural. Es una de las últimas fumadoras norteamericanas vivas.
—Ya lo sé —responde—. Ya lo sé. Puede que nos muramos de aburrimiento. En ese caso venderemos la dichosa casita y nos iremos a otra parte. Pero no quiero seguir haciendo esto. Y Jack también está harto de la universidad.
—Pues os deseo mucha suerte.
La camarera lleva el café de Peter, pregunta si han tenido tiempo de ver el menú, aunque no lo han tenido. Dice que volverá más tarde. Es una chica rolliza de rostro agradable y acento de Georgia, la hija querida de alguien, probablemente recién llegada a Nueva York, decidida a cantar, actuar o lo que sea, amabilísima y ansiosa por parecer una verdadera camarera, dejando aparte que cualquiera que pueda permitirse ir a un sitio como JoJo en este momento de la historia es una especie de celebridad por definición.
—Quiero volver a amar el arte.
—Me parece que sé a lo que te refieres.
—¿Y quién no? El dinero…
—Lo sé. Y ahora, de pronto, no queda nada. De dinero, quiero decir.
—Todavía queda un poco.
—Bueno, sí. En fin, espero que tengas razón…
—Es como si todos hubiéramos pasado de luchar por sobrevivir a estar semiinstalados y nos hubiésemos vuelto irrelevantes.
Muy brevemente, un carenado interior. ¿Todos? Atrás, condenado ángel de la muerte. Yo no estoy contaminado por el fracaso.
—No me refiero a ti, Peter.
¿Se lo habrá notado en la cara?
—¿Ah, no?
—Estoy siendo un poco torpe, ¿no? Soy yo quien me he vuelto irrelevante. Tú eres una de las pocas personas serias y decentes que quedan en el negocio. Los demás, ya sabes. O bien son chavales de diecinueve años que venden las cosas de sus amigos en su apartamento de Bedford Stuyvesant, o están vendidos al puto Mobil Oil.
—Ya, sí. Lo sé.
—¿No estás un poco harto?
—Algunos días.
—Todavía eres joven.
—A los cuarenta ya no se es tan joven.
Hum, te has quitado unos años, ¿eh?
—Todavía no se lo he dicho a nadie —prosigue ella—. Lo de que me marcho, quiero decir. Te he llamado porque quiero que te quedes con Groff. Y tal vez con uno o dos más. Te gusta Groff, ¿no?
Rupert Groff. No es exactamente el estilo de Peter, pero es joven y está en la cúspide. Bette tuvo la suerte de conocerlo hace dos años, cuando fue a dar aquella charla a Yale. En cuanto anuncie que cierra la galería, todos tratarán de conseguirlo.
—Sí —responde Peter.
Le gusta bastante Groff, y la verdad es que podría hacerle ganar mucho dinero.
—Creo que eres el que más le conviene —afirma Bette—. Temo que alguno de los grandes pueda echarlo a perder.
—Qué dramático suena eso.
—No te hagas el tonto.
—Mil perdones.
—Le presionarán para que haga sus obras en oro, lo promocionarán más de la cuenta y con toda probabilidad estará acabado cuando cumpla los treinta.
—O le habrán dedicado una retrospectiva en el Whitney.
—Algunos de estos chicos maduran pronto. Él no. Todavía está desarrollándose. Necesita a alguien que le guíe, pero en la dirección correcta.
—Y crees que yo soy ese alguien.
—Lo único que digo es que no creo que seas gilipollas.
No sé, Bette. No soy tan grande como alguno de ellos. No soy tan rico, y si eso significa que no soy un gilipollas, pues vale.
—Me gusta pensar que no lo soy —responde—. ¿Qué te hace pensar que Groff querrá venirse conmigo?
—Hablaré con él. Luego puedes llamarle tú.
—¿Cómo es?
—Un amor. Un poco zafio. No es el peor que tengo.
La camarera vuelve a preguntar si han tenido tiempo de mirar el menú. Se disculpan, prometen echarle un vistazo, decidir en un par de minutos y eso es lo que hacen. ¿Quién no querría ayudar a esta seria y encantadora joven, que está tan lejos de casa, a sentirse una camarera neoyorquina?
Una hora más tarde, Peter y Bette atraviesan el gran vestíbulo del Met, ese majestuoso y soñoliento portal al mundo civilizado. ¿Por qué negar sus satisfacciones, su porte elefantiásico, su capacidad de excitar las mismísimas moléculas del aire con una sensación de reverencia y glamour regio por siglos de saqueos de los cinco continentes? El vestíbulo los recibe con su inconmensurable paciencia. Es la madre que no morirá nunca, y justo enfrente están sus vestales, las mujeres del quiosco central, ancianas en su mayor parte, amables, esperando para ofrecer información debajo del enorme arreglo floral (capullos de cereza, en esta ocasión) que engalana el aire sobre sus cabezas con pétalos y hojas.
Peter paga las entradas (Bette ha pagado la comida). Se enganchan los diminutos círculos de metal (deben de tener un nombre, ¿cuál será?), él en la chaqueta y ella al cuello de su suéter negro de algodón, lo que por un momento atrae la atención de ambos sobre su clavícula pecosa y prominente y sobre la minúscula acumulación de arruguitas, como un frunce en la ropa, que se ha instalado en la piel entre sus pechos. Bette sabe que Peter está mirando, le echa una mirada que a él le parece coqueta y demacrada, de una sensualidad furibunda, no directamente sexual, pero cargada de cierta mezcla de sexo y arrogancia, la misma mirada que debió de dedicar Helena a los troyanos. Bette Rice, una reina secuestrada por los años y la enfermedad.
Compara su ascenso por la escalera con el de Bette, que sube a paso de fumador. Acaba de fumarse un Marlboro Light delante del museo y ante la mirada escéptica de Peter le ha contestado:
—Créeme, cuando te dicen que tienes cáncer no es el mejor momento para dejar de fumar.
En lo alto de las escaleras, el Marius de Tiepolo sigue triunfante. El muchacho sigue golpeando el tambor.
De camino hacia las galerías de arte contemporáneo, Peter se detiene ante el Rodin que hay a la entrada de la galería de arte europeo del siglo
XIX
. Bette se adelanta unos pasos, se da la vuelta y retrocede.
—Aún estás ahí —dice.
Han ido a ver la exposición de Hirst, ¿por qué se detiene Peter? ¿Es que no ha visto el Rodin cientos de veces?
—¿Sabes…? —dice Peter.
—Sí.
—¿Nunca has tenido esa sensación de que a veces las cosas te salen al encuentro?
—¿Es que hoy Rodin te ha salido al encuentro?
—Sí. No sé por qué.
Bette se pone al lado de Peter con esa calma de madre caimán que sabe adoptar. Es probable que fuese así con sus hijos cuando se quedaban fascinados con algo que a ella le aburría…, que adoptara la misma actitud de voluntariedad informada pero caritativa. Tal vez sea en parte por eso por lo que no se han echado a perder.
—Sus méritos son innegables —dice.
—Sí.
Ahí está, como siempre, Auguste Neyt, también conocido como
El vencido
o
La edad del bronce
: un hombre niño de bronce, perfecto, exactamente de tamaño natural, ágil y esbelto, sujetando su lanza invisible. Rodin era casi un desconocido cuando esculpió y modeló este hombre desnudo sin la musculatura de los antiguos griegos ni la devoción francesa por la alegoría; Rodin era entonces una figura menor a quien el tiempo acabó dando la razón: lo heroico estaba desapareciendo y lo real había llegado para quedarse. Ahora Rodin forma parte de la historia, claro, pero los jóvenes artistas no lo reverencian, nadie va a verlo, lo estudia uno en la facultad y pasa junto a sus esculturas y maquetas para ver la exposición de Damien Hirst.
Sin embargo, es puto bronce y podría durar eternamente (¿acaso no sobrevivió la esfera de Koenig al 11 de septiembre?). Unos arqueólogos alienígenas podrían desenterrarla un día y no sería un mal ejemplo de lo que fuimos. Auguste Neyt llevaría siglos muerto y aunque su nombre se hubiera olvidado, su forma se habría conservado, desnuda, sin idealizar, solo joven y saludable, llena de vida.
—¿Ya? —pregunta Bette.
—Sí.
Pasan despacio e intencionadamente junto a los Carrière y los Puvis de Chavannes, y junto al
Pigmalión besando a Galatea
de Gérôme. Al llegar al extremo de la galería giran, dejan a un lado la tienda de regalos y vuelven a girar.
Y ahí está: el tiburón, suspendido en ese formaldehído de color azul pálido extrañamente inquietante; ahí está la mortífera perfección de su forma y sus fauces dentadas, grandes como la tapa de un barril, ¿acaso hay algún otro animal diseñado para ser una boca propulsada por un cuerpo?
Sigue siendo impresionante, todavía produce ese cosquilleo de pánico animal en la piel de Peter. Claro que de eso precisamente se trata. ¿A quién no va a impresionarle un tiburón muerto de cuatro metros flotando en un tanque de formaldehído?
A Peter se le revuelve el estómago. Se siente peor después de comer. Probablemente debería ir al médico.
—Mmm —dice Bette.
—Mmm.
En parte se debe a ese envase inmaculado, piensa Peter: el imponente y prístino tanque de acero blanco (veintidós toneladas), la solución azulada en que flota el animal. El tiburón está tan contenido, tan muerto, sus ojos tan opacos, su piel vieja y arrugada. Y aun así…
—Impresiona verlo aquí —dice Bette.
—Sí.
La imposibilidad física de la muerte en la imaginación de los vivos
. Sí. Impresiona.
Tres chicas y un chico de catorce o quince años dan vueltas nerviosamente en torno al tanque, horrorizados, decidiendo cómo burlarse de él. Un niño pequeño coge de la mano a su padre y le dice: «¿Esto da miedo?», en tono interrogante. Una pareja de mediana edad está de pie junto a la cola del tiburón, acurrucados, conversando muy serios en español, consultándose el uno al otro, como si los hubiesen enviado a hacer algo penoso pero necesario para conseguir un bien mayor.
—Este es una hembra —dice Bette.
—¿Crees que deberían haber conservado el primero?
—No me creo que Steve Cohen pagara ocho millones de dólares y luego se sentara a ver cómo se descomponía.
—No, desde luego.
—Es un poco difícil verlo en este momento —dice Bette—. Quiero decir que ahí está el objeto, y la carrera de Hirst, por no hablar del propio Hirst, y los ocho millones de Cohen y el Met, que piensa que es atrevido exponer algo que lleva rondando casi veinte años…
Los chicos del instituto se juntan al lado del tiburón, tiemblan de miedo, sexualidad y desdén, hablan en un lenguaje privado (Peter capta algunos fragmentos: «Eres un mandón» —mandón, no, debe de haber oído mal—, «nunca has», «Thomas, Esme y Prue»). Una de las chicas pone la mano en el cristal y la quita enseguida. Las otras dos gritan y salen corriendo de la galería como si su amiga hubiera disparado una alarma.
Bette va hacia la parte central del tanque, se agacha un poco para ver las fauces abiertas del tiburón. La chica que ha tocado el cristal se queda al lado del chico. Roza con los dedos la costura de los vaqueros del chico. O sea, que son jóvenes amantes. La expresión de la chica es decidida, tiene la boca pequeña y cierto aire de santurronería, podría ser amish, pese a la camiseta de Courtney Love y la chaqueta de cuero verde. Es una chica guapa y probablemente inteligente que contempla un tiburón con su novio (es homosexual, cualquiera puede verlo, ¿lo sabrá ya?, ¿lo sabrá ella?) y Peter se enamora brevemente de ella, o más bien de aquello en lo que se convertirá (le parece verla dentro de diez años riéndose con un rutilante vestido en una fiesta en alguna parte), luego el chico le susurra al oído y los dos se marchan, Peter no volverá a verla.
Bea está enfadada con él y parece que de forma permanente, pero ¡caramba!, solo tiene veinte años. Sin embargo, Boston no le sienta bien; cada vez está más pálida y delgada, y más encerrada en sí misma, no tiene novios, ni pasiones discernibles más allá de su determinación de hacer algo práctico con su vida y su convicción de que el arte es ridículo, lo que equivale a decir que Peter también lo es y que la ha engañado todos esos años para que lo quisiera a él más de la cuenta y a Rebecca menos de lo que debía y que hace poco ha comprendido que esa es la causa de su solitaria e intermitente depresión, su decepción con los hombres y sus dificultades para relacionarse con las mujeres.
—Es impresionante —dice Bette, refiriéndose al tiburón—. Una piensa, oh, no es más que una provocación, es solo un tiburón muerto, todos los museos de historia natural tienen uno, pero luego lo ve en una galería y, bueno…
Bette ha puesto culo con la edad. Lleva unas Reebook negras. Mientras se inclina sin temor hacia la boca del tiburón, resulta conmovedora pero no heroica…, no, tal vez lo sea a su manera, pero no es poderosa, ni siquiera posee la fanática y condenada grandeza de Ahab, aunque comparta su demencial convicción (no hay más que pensar en los artistas a quienes representa). Pero ahora, un domingo por la tarde en el Met, es solo una anciana que se asoma a la boca de un tiburón muerto.
Peter se detiene a su lado.
—Es una provocación impresionante —dice.
Detrás de los borrosos reflejos de Peter y Bette en el cristal, están las mandíbulas abiertas del tiburón: hileras de dientes aserrados y mortíferos, y, más allá, el orificio blanquecino que ha adoptado el tono azulado de la solución, grisáceo y profundo, a medida que se interna en la propia oscuridad del tiburón.
Bette no le ha dicho la verdad a Peter. No toda la verdad. El cirujano no extirpó todo el cáncer, no se va a curar. Peter lo percibe con una aguda intuición parecida a la vigilancia animal que le inspira el tiburón. Una fracción infinitesimal de cinta se borra en su cerebro y ya nunca sabrá si fue en JoJo o más tarde cuando comprendió que, de hecho, Bette se está muriendo y que morirá tarde o temprano. Por eso quiere cerrar la galería cuanto antes. Por eso Jack va a dejar la universidad.