Read Cuando cae la noche Online
Authors: Michael Cunningham
Otro taxi de vuelta al centro. Peter a veces piensa que, al final, cuando quiera que llegue, recordará los viajes en taxi de manera tan real como cualquier otra cosa de su vida terrena. Por horribles que sean los olores (esta vez no hay ambientador, solo un leve aroma de bilis y aceite de la caja de cambios) o lo agresiva e inepta que sea la conducción (en esta ocasión, uno de esos tipos que aceleran y frenan constantemente), está esa sensación de flotar en un recinto cerrado, de moverse seguro por las calles de esta ciudad improbable.
Están atravesando Central Park por la calle Setenta y nueve, uno de los mejores recorridos nocturnos en taxi, el parque está sumido en ese sueño verdinegro tan peculiar, con sus farolas verdes y doradas dibujando círculos de hierba y acera en la base. Por supuesto, está lleno de gente desesperada, unos refugiados, otros criminales; cada cual se las arregla lo mejor que puede con estas contradicciones imposibles, esa confusión de encanto y asesinato.
—No me salvaste de Huracán Mike —se queja Rebecca.
—¡Eh! Te rescaté en cuanto te vi con él.
Está acurrucada, con los hombros encogidos, aunque no hace nada de frío.
—Lo sé.
Pero aun así ha fracasado, ¿no?
—Creo que a Bette le pasa algo —dice él.
—¿Rice?
¿Cuántas más Bettes había en la fiesta? ¿Cuánto más tiempo de su vida estará dedicado a responder esas preguntas evidentes, cuánto le falta para sufrir un ataque porque Rebecca no estaba prestando atención ni ateniéndose al dichoso programa?
—¡Ajá!
—¿Qué te parece?
—No tengo ni idea. Noté algo cuando se despidió. Mañana la llamaré.
—Bette ya va teniendo una edad.
—¿Te refieres a la menopausia?
—Entre otras cosas.
Le excitan esas pequeñas demostraciones de seguridad femenina. Parecen sacadas de James y de Eliot. En realidad estamos hechos del mismo material que Isabel Archer y Dorothea Brooke.
El taxi llega a la Quinta Avenida, tuerce a la derecha. Desde la Quinta Avenida el parque recobra su aspecto de amenaza nocturna durmiente, de árboles negros y algo que espera. ¿Lo notarán los multimillonarios que viven en esos edificios? Cuando sus chóferes los llevan a casa de noche, ¿mirarán alguna vez al otro lado de la avenida y se creerán a salvo, de momento, de una jungla que espera con larga y hambrienta paciencia debajo de los árboles?
—¿Cuándo llega Dizzy? —pregunta.
—Dijo algo de la semana que viene. Ya sabes cómo es.
—¡Ajá!
De hecho, Peter sabe cómo es. Es uno de esos jóvenes inteligentes y dispersos que, después de ciertas deliberaciones, decide que quiere hacer algo en el campo del arte, pero no quiere, y posiblemente no puede, concebirlo como un verdadero trabajo; que parece imaginar que la juventud, la inteligencia y la voluntad acabarán por proporcionarle un empleo, cuya exacta y precisa naturaleza acabará revelándose a su debido tiempo.
Esa familia de mujeres echó a perder al pobre chico. ¿Cómo sobrevivir después de que te quieran de forma tan desesperada?
Rebecca se vuelve hacia él con los brazos todavía cruzados sobre el pecho.
—¿A ti a veces no te parece ridículo?
—¿Qué?
—Estas fiestas y cenas, toda esa gente tan horrible.
—No todos lo son.
—Lo sé. Es que me cansa responder a todas esas preguntas. La mitad de esa gente ni siquiera sabe a qué me dedico.
—No es cierto.
Bueno tal vez lo sea un poco.
Blue Light
, la revista de arte y cultura de Rebecca, no es una lectura habitual entre esa clase de gente, quiero decir que no es
Artforum
o
Art in America
. Habla de arte, desde luego, pero también de poesía y narrativa y —horror de los horrores— de vez en cuando también de moda.
—Si prefieres que Dizzy no se quede con nosotros, puedo buscarle otro sitio donde estar.
¡Ah!, de modo que sigue hablando de Dizzy, ¿eh? Su hermanito, el amor de su vida.
—No, no pasa nada. ¿Cuánto hace que no lo veo? ¿Cinco años? ¿Seis?
—Exacto. No viniste a lo de California.
De pronto un doloroso e inesperado silencio. ¿Se enfadó porque no fuese a California? ¿Se enfadó él porque ella se enfadara? No lo recordaba. Pero aun así tenía un mal recuerdo de lo de California. ¿Cuál?
Ella se inclina hacia delante y le besa, con dulzura, en los labios.
—¡Eh! —susurra Peter.
Rebecca apoya la cara en el cuello de él, que le pasa un brazo por encima.
—A veces el mundo es fatigoso, ¿no crees? —dice ella.
Hechas las paces. Aunque Rebecca es capaz de recordar cualquier desliz y de remontarse a meses atrás en una discusión cuando se acalora. ¿Habrá cometido alguna infracción esa noche, algo de lo que se enterará en junio o julio?
—Mmm —dice él—. ¿Sabes? Creo que podemos concluir que lo de las gafas y el pelo de Elena va en serio.
—Te lo dije.
—No es verdad.
—Lo que pasa es que no te acuerdas.
El taxi se detiene en el semáforo de la calle Sesenta y cinco.
Helos ahí: una pareja de mediana edad en un taxi (esta vez el taxista se llama Abel Hibbert, es joven y nervioso, callado, resentido). He ahí a Peter y a su mujer, casados desde hace veintiún años (casi veintidós), sociables, dados a las bromas, no demasiado sexo, aunque algo sí, no como otras parejas casadas desde hace mucho tiempo a las que podría nombrar, y sí, a cierta edad se pueden concebir logros mayores, placeres más fuertes e inextinguibles, pero lo que uno ha hecho por sí mismo no es malo, ni mucho menos. Peter Harris, niño hostil, horrible adolescente, ganador de varios segundos premios, ha llegado a ese momento, relacionado, comprometido, amado, con el cálido aliento de su mujer en el cuello, de regreso a casa.
Come sail away, come sail away, come sail away with me
, tararí, tarará…
Otra vez esa canción.
El semáforo cambia. El taxista acelera.
La clave del sexo es…
Con el sexo no hay claves.
Lo que ocurre es que puede volverse complicado, después de tantos años. Hay noches en que uno se siente un poco… Bueno. No es exactamente que quiera sexo, pero lo que no quiere es formar parte de una pareja con una hija crecida, una serie de preocupaciones privadas, y una amistad sincera, aunque un poco quisquillosa, que ya no parece necesitar el sexo un sábado por la noche, después de una fiesta, un poco achispados por el cacareado vodka de la reserva privada de Elena Petrova y una botella de vino en la cena.
Tiene cuarenta y cuatro años. Solo cuarenta y cuatro. Ella aún no ha cumplido los cuarenta y uno.
El estómago revuelto no le ayuda a uno a sentirse sexy. ¿Qué le pasará? ¿Cuáles son los primeros síntomas de una úlcera?
En la cama ella lleva bragas, una camiseta de cuello de pico Hanes y calcetines de algodón (tiene los pies fríos hasta en pleno verano). Él lleva unos calzoncillos blancos. Pasan diez minutos viendo la CNN (coche bomba en Pakistán, treinta y siete muertos; iglesia incendiada en Kenia con un número indeterminado de personas dentro; un hombre que acaba de arrojar a sus cuatro hijos por un puente de veinticinco metros de altura en Alabama; no dicen nada de lo del caballo, aunque en todo caso saldrá en las noticias locales), luego zapean un poco y ven un rato
Vertigo
, la escena en que James Stewart lleva a Kim Novak (versión Madeleine) a la misión para convencerla de que no es una cortesana muerta reencarnada.
—Es mejor que no nos enganchemos a verla —dice Rebecca.
—¿Qué hora es?
—Más de las doce.
—Hace años que no la he visto.
—El caballo sigue allí.
—¿Qué?
—El caballo.
Momentos después, James Stewart y Kim Novak están sentados en un carruaje de época detrás de un caballo de plástico, o algo parecido, de tamaño real.
—Pensé que te referías al caballo de antes —dice Peter.
—¡Ah! No. Es curioso cómo coinciden estas cosas, ¿verdad? ¿Cómo se llama eso?
—Sincronicidad. ¿Cómo sabes que el caballo sigue allí?
—Porque he ido a esa misión. Cuando estaba en la facultad. Es exactamente igual que en la película.
—Aunque, claro, es posible que después hayan quitado el caballo.
—Es mejor que no nos enganchemos a verla.
—¿Por qué?
—Estoy demasiado cansada.
—Mañana es domingo.
—Ya sabes cómo acaba.
—¿Cómo acaba?
—La película.
—Claro que sé cómo acaba. También sé que a Anna Karenina la atropella un tren.
—Sigue viéndola tú, si quieres.
—No, si a ti no te apetece.
—Estoy demasiado cansada. Mañana estaré tensa. Sigue tú.
—No puedes dormir con la televisión encendida.
—Lo intentaré.
—No, da igual.
Siguen viendo la película hasta que James Stewart ve —o cree ver— a Kim Novak cayendo desde la torre. Luego apagan la tele y las luces.
—Deberíamos alquilarla algún día —dice Rebecca.
—Sí. Es buenísima. Casi había olvidado lo buena que es.
—Incluso mejor que
La ventana indiscreta
.
—¿Tú crees?
—No sé, hace mucho que no veo ninguna de las dos.
Los dos dudan. ¿Preferiría ella ponerse a dormir sin más? Tal vez. Siempre hay uno que besa y otro que es besado. Gracias, Proust. Peter nota que ella preferiría saltarse el sexo. ¿Por qué está cada vez más fría con él? Es cierto que ha engordado unos kilos, y, sí, su culo no es tan firme como antes. ¿Y si se estuviera desenamorando? ¿Sería eso trágico o liberador? ¿Cómo se sentiría si ella lo dejase libre?
Sería inconcebible. ¿Con quién hablaría, cómo compraría la verdura o vería la televisión?
Esta noche será Peter quien la bese. Una vez que empiecen, ella se alegrará. ¿O no?
La besa. Ella le devuelve el beso con agrado. O al menos eso parece.
A estas alturas, no sabría describir la sensación de besarla, el sabor de su boca, es demasiado cercano al sabor de la suya. Le acaricia el pelo, coge un buen puñado y tira suavemente de él. Los primeros años era un poco más brusco con ella, hasta que comprendió que ya no le gustaba y que probablemente no le había gustado nunca. Quedan todavía algunos gestos, leves imitaciones de los primeros, cuando no se conocían tanto, cuando se pasaban el tiempo follando, aunque Peter sabía incluso entonces que el deseo que sentía por ella era parte de algo mayor; que obtenía un placer más intenso (aunque menos maravilloso) con otras tres mujeres: una que estaba colada por su compañero de habitación, otra que estaba chiflada por los fauvistas y una que era sencillamente ridícula. El sexo con Rebecca fue extraordinario desde el principio porque era sexo con Rebecca: con su ávida inteligencia, su ternura cómplice y las insinuaciones, a medida que se iban conociendo, de lo que solo acertaba a llamar su «existencia».
Ella recorre suavemente su columna con la mano y la deja en el culo. Él le suelta el pelo, y le rodea los hombros con el brazo tal como sabe que le gusta…, esa sensación de que la sujetan con fuerza (una de sus fantasías sobre las fantasías de ella: la está sujetando en el aire, la cama ha desaparecido). Con la mano que le queda libre, y con su ayuda, le sube la camiseta. Sus pechos son redondos y pequeños (¿cuándo le puso aquella copa de champán encima de uno de ellos para comprobar que encajaba…, fue en la cabaña de verano en Truro, o en aquella pensión de Marin?). Puede que sus pezones se hayan endurecido y oscurecido un poco —ahora son exactamente del mismo tamaño que la punta de su dedo meñique, y del color de una goma de borrar—. ¿No eran antes un poco más pequeños y sonrosados? Probablemente. Peter es uno de los pocos hombres que no se obsesionan con las mujeres más jóvenes, aunque ella se niega a creerlo.
Siempre nos preocupamos por las cosas equivocadas.
Posa los labios sobre su pezón izquierdo y lo lame. Ella murmura. Se ha vuelto peculiar, su boca sobre su pecho y la respuesta de ella, el murmullo exhalado, el estremecimiento en miniatura que percibe en todo su cuerpo como si ella no pudiese creer que esto,
esto
, estuviera pasando otra vez. Ahora tiene una erección. No siempre distingue, aunque en realidad no le importa, cuándo está excitado por sí mismo y cuándo porque lo está ella. Ella se aferra a su espalda, ya no alcanza al culo, a él le encanta que le guste su culo. Rodea el pezón con la punta de la lengua, roza el otro con el dedo. Esta noche, la clave será que se corra ella. Pasa a menudo. Lleva años pasando, revela la manera en que lo hacen en sus noches (¿cuánto hace que no follan en otro sitio que no sea en la cama, de noche?) normalmente dependiendo de quién besa a quién. O sea que este es para ella. Ahí radica su voluptuosidad.
Tiene un michelín en la barriga y cierta pesadez en las caderas. De acuerdo, Peter, tú tampoco eres exactamente un actor porno.
Posa la boca sobre su estómago, sin dejar de acariciarle, ahora con más fuerza, el pezón con el dedo. Ella suelta un gemido de sorpresa. Lo ha comprendido, ambos comprenden, ambos lo saben, he ahí el milagro. Él deja de acariciarla con el dedo y empieza a hacer círculos. Le muerde el elástico de las bragas, luego desliza la lengua por debajo del elástico y lame sin brusquedad ni suavidad su vello púbico. Las caderas de ella se curvan hacia delante. Sus dedos le acarician el pelo.
Ha llegado la hora de romper filas y quitarse la ropa. Un placer del matrimonio…, ya no tiene que ser como al descuido. Ya no es necesario quitársela despacio. Puedes detenerte, quitarte lo que haya que quitar y proseguir. Se quita los calzoncillos que cubren la erección y los tira al suelo. Como es la noche de Rebecca, vuelve a echarse sobre ella antes de que tenga tiempo de quitarse los calcetines y a ella le da risa. Sigue donde estaba, lamiendo su vello púbico y acariciándole en círculos el pezón derecho. Es como el fotograma de una película: de pronto, ambos están desnudos (excepto por los calcetines, unos viejos de algodón blanco, un poco amarillentos en las suelas, debería comprar unos nuevos). Ella le oprime la cabeza por ambos lados con los muslos mientras él pasea la boca por su vello en forma de uve, y ahí está, él sabe que es un experto en clítoris, y esa exactitud de halcón y el modo extático en que ella se deja llevar resultan muy sensuales, por un momento aprieta más de la cuenta, y luego lo suelta, no ha sido para tanto. Sus muslos se relajan, descansan más sólidamente sobre sus hombros, y ella susurra «¡oh, oh, oh, oh, oh!». Reconoce su olor, ese leve aroma de gambas frescas, en ese momento es cuando él se siente más enamorado del cuerpo de ella y más fascinado por él, quizá un poco asustado también; probablemente ella sienta lo mismo por su polla, aunque nunca lo han hablado, a lo mejor deberían hablarlo, pero ya es un poco tarde para empezar. Él sigue insistiendo, le retuerce el pezón con el pulgar y el índice, lamiendo su clítoris, una y otra vez, una y otra vez, sabe (lo sabe) que esa insistencia es crucial, la lengua, los labios y los dedos que no se detendrán pase lo que pase, que la encontrarán donde quiera que vaya; eso (¿y quién sabe qué cosas más?) es lo que la excita: tener que admitir que no hay escapatoria, que es demasiado tarde, que no vale la pena discutir, porque no se detendrá. Dice «¡oh, oh, oh, oh, oh!» en voz alta, ya no susurra, está a punto, siempre funciona (¿fingirá alguna vez? Mejor no saberlo), esta noche hará que se corra así, están demasiado cansados para follar, y luego Rebecca se ocupará de él, en eso también ella es una experta: los dos están a punto, están a punto, y luego podrán dormir, y mañana será domingo.