—Eso pone una mancha negra en todo el asunto, ya sabes —dijo bruscamente Bernard, alzando la vista—. Una mancha muy negra.
—Creo que hasta que lleguemos al fondo…
—Al fondo precisamente es hasta donde te ha arrastrado Shriffer con él, Gordy. Estoy seguro de que nada de eso fue idea tuya. Lamento que nuestro departamento haya de verse mezclado en todo ese asunto. Si eres inteligente, salta lo antes que puedas de él.
Y una vez dado este consejo, Bernard hizo un gesto de saludo con la cabeza y se fue.
Cooper alzó la vista cuando Gordon entró en el laboratorio.
—Buenos días —dijo—. ¿Cómo se encuentra?
Gordon reflexionó sobriamente que la gente solía preguntarle a uno rutinariamente cómo se encontraba, como una fórmula establecida de saludo, cuando de hecho no le importaba en lo más mínimo.
—Me encuentro como una mosca ahogada en un vaso de sifón —murmuró Gordon. Cooper frunció el ceño, desconcertado—. ¿Viste la televisión ayer por la noche? —preguntó Gordon.
Cooper frunció los labios.
—Sí —dijo, como si le costara reconocerlo.
—Yo no quería que las cosas se nos escaparan de las manos de esta forma. Shriffer me quitó la pelota y echó a correr con ella.
—Bueno, quizá marcó un gol.
—¿Realmente lo crees así?
—No —admitió Cooper. Se inclinó hacia delante y ajustó un mando en un osciloscopio, como si obviamente hubiera dicho todo lo que deseaba decir. Gordon se alzó de hombros como si enormes pesos gravitaran sobre ellos. No tenía intención de pinchar la despreocupada impertinencia no judía de Cooper, tan bien oculta bajo la capa de la indiferencia.
—¿Algún dato nuevo? —preguntó Gordon, metiendo los puños en los bolsillos de sus pantalones y recorriendo el laboratorio, inspeccionando, sintiendo un cierto placer privado ante el pensamiento de que allí, al menos, sabía qué era lo que estaba ocurriendo y lo que importaba.
—He obtenido algunas buenas líneas de resonancia. Estoy trabajando con las mediciones que decidimos que debíamos tomar.
—Oh, bien.
—Mire, estoy haciendo únicamente lo que usted y yo decidimos que debíamos hacer. No va a sorprenderme con ningún resultado inesperado, no, señor.
Gordon caminó un poco más por el laboratorio, comprobando los instrumentos. El Dewar con el nitrógeno hervía con su burbujeante frío, los transformadores zumbaban, las bombas resoplaban bovinamente. Gordon examinó el cuaderno de notas de laboratorio de Cooper, buscando posibles fuentes de error. Recordó de memoria las simples expresiones teóricas que los datos de Cooper debían confirmar. Las cifras se alineaban tranquilizadoramente cerca de los límites teóricos. Al lado de la precisión universitaria de las anotaciones de Cooper, los garabatos de Gordon parecían una burda intrusión humana a la nítida y perfecta rectangularidad de las páginas cuadriculadas. Cooper trabajaba con un preciso bolígrafo de punta fina; Gordon utilizaba una pluma Parker, incluso para los cálculos rápidos como aquéllos. Prefería el elegante deslizarse y la repentina muerte por obstrucción de las plumas, y el toque de importancia que sus gruesas líneas azules daban a una página. Una de las razones por las cuales había cambiado de las camisas blancas a las azules era la inútil esperanza de que las manchas de tinta en el bolsillo de la izquierda del pecho fueran más fáciles de disimular.
Trabajar de este modo, de pie en medio de la descuidada maraña del experimento en curso y trazando sus garabatos en el bloc de notas, lo relajaba. Por un momento estaba de nuevo de vuelta en Columbia, un hijo de Israel leal a la causa de Newton. Pero de pronto hubo comprobado ya la última de las cifras de Cooper, y ya no había nada más que hacer. El momento había pasado. Se sumergió de nuevo en el mundo.
—¿Tienes ya el resumen que te pedí que escribieras para tu examen de candidatura? —preguntó a Cooper.
—Oh, sí. Está ya casi listo. Se lo traeré mañana.
—Bien, bien. —Dudó, no deseando irse—. Esto, oye… no has obtenido más que curvas de resonancia normales, ¿verdad? Ningún…
—¿Mensaje? —Cooper sonrió—. No, ningún mensaje. Gordon asintió, miró ausentemente a su alrededor, y se fue.
No regresó a su oficina, sino que en vez de ello tomó un camino lateral que pasaba por la biblioteca de ciencias físicas. Estaba situada en la planta baja del edificio B y tenía un aspecto difuso, provisional. Todo en la Universidad de La Jolla daba esta impresión, comparado con los austeros corredores de Columbia, y ahora se hablaba incluso de que el nombre de campus iba a ser cambiado. La Jolla iba a ser anexionada por el follón de San Diego. El consejo de la ciudad hablaba de ahorro en el servicio contra incendios y en la protección policial, pero Gordon tenía la impresión de que no se trataba más que de un nuevo paso en el camino de la homogeneización, la Losangelización de lo que hasta entonces había sido una agradable y singular distinción. De modo que la Universidad de La Jolla iba a convertirse en la Universidad de San Diego, e iba a perderse algo más que un hombre.
Dedicó una hora a hojear los últimos números de las revistas de física, y luego buscó algunas referencias relativas a una antigua idea que había dejado a un lado hacía tiempo. Al cabo de un rato ya no tenía ningún auténtico motivo para seguir allí, y todavía faltaba una hora para la comida. Con una cierta reluctancia volvió a su oficina, sin pasar por el tercer piso para recoger el correo de la mañana, sino cruzando por entre los edificios de física y de química, pasando bajo el orgásmico sueño arquitectónico de un puente que enlazaba ambos edificios. El hermoso esquema de hexágonos entrelazados atraía ciertamente la atención, tenía que admitirlo. De todos modos, sin embargo, daban la inquietante impresión del andamiaje para algún enorme nido de insectos, un diseño para algún futuro panal.
No se sorprendió al ver abierta la puerta de su oficina, puesto que normalmente siempre la dejaba así. La principal distinción que había notado en los esquemas de comportamiento de los humanistas en relación a los científicos residía precisamente en las puertas: los humanistas las cerraban, desanimando así los encuentros casuales. Gordon se preguntó si aquello tendría algún profundo significado psicológico, o más probablemente significaba que los humanistas se ocultaban cuando estaban en el campus. Por todo lo que Gordon podía decir, la respuesta era: difícilmente. Todos ellos parecían trabajar en sus casas.
Isaac Lakin estaba de pie en la oficina de Gordon, de espaldas a la puerta, estudiando el panal que se extendía allí abajo.
—Ah, Gordon —murmuró, volviéndose—. Estaba buscándole.
—Puedo imaginar por qué.
Lakin se sentó en el borde del escritorio de Gordon; Gordon permaneció de píe.
—¿Oh?
—El asunto de Shriffer.
—Sí. —Lakin alzó la vista hacia las luces fluorescentes y frunció los labios, como si estuviera seleccionando cuidadosamente las palabras más adecuadas.
—Se me escapó de las manos —dijo Gordon servicialmente.
—Sí. Me temo que sí.
—Shriffer dijo que nos mantendría a mí y a la Universidad de La Jolla fuera de todo el asunto. Su única intención era divulgar aquel dibujo.
—Bueno, hizo mucho más que eso.
—¿Cómo?
—He recibido un cierto número de llamadas. También las hubiera recibido usted, si hubiera permanecido en su oficina.
—¿De quién?
—Colegas. Gente que trabaja en el campo de la resonancia nuclear. Todos ellos desean saber qué es lo que pasa. Y, debo admitirlo, yo también.
—Bueno… —Gordon hizo un resumen del segundo mensaje, y de como Shriffer se había visto implicado en ello—. Me temo que Saul se tomó las cosas hasta mucho más allá de lo que debiera haber hecho, pero…
—Yo también opino lo mismo. Nuestro auditor llamó también.
—¿Y qué?
—¿Y qué? De acuerdo, él no tiene demasiado poder real. Pero nuestros colegas sí. Han emitido su juicio.
—¿De veras? ¿Y?
Lakin se alzó de hombros.
—Tendrá que refutar usted las conclusiones de Shriffer.
—¿Eh? ¿Por qué?
—Porque son falsas.
—Eso es algo que no sé.
—No debería hacer usted afirmaciones que no puede probar que sean ciertas.
—Pero negarlas tampoco se ajusta a la verdad.
—¿Considera usted probable esa hipótesis?
—No. —Gordon se agitó, inquieto. Había esperado no tener que afirmar nada, ni en uno ni en otro sentido.
—Entonces niéguese a seguir adelante con ello.
—No puedo negar que hemos recibido ese mensaje. Llegó claro y fuerte.
Lakin alzó sus cejas con un desdén europeo, como diciendo: ¿Cómo puedo razonar con una persona así? En respuesta, Gordon metió los pulgares en el cinturón de sus pantalones y encorvó los hombros. De un modo absurdo, tuvo una repentina visión de Marión Brando en la misma pose, clavando sus ojos en el matón con el que acababa de cruzarse. Parpadeó y pensó en qué decir a continuación.
—¿Se da cuenta —dijo Lakin cuidadosamente— de que todas esas habladurías acerca de un mensaje, además de hacerle aparecer a usted como un estúpido, van a arrojar un montón de dudas sobre el efecto de la resonancia espontánea?
—Quizá.
—Algunas de mis llamadas telefónicas se referían específicamente a ese punto.
—Quizá.
Lakin miró duramente a Gordon.
—Creo que tendría que reflexionar sobre esto.
—Brillar es mejor que reflejar —murmuró Gordon aviesamente.
Lakin se envaró.
—¿Qué demonios…?
Sonó el teléfono. Gordon lo cogió, aliviado. Respondió a la llamada con monosílabos:
—Estupendo. A las tres, entonces. El número de mi oficina es el 118. Cuando colgó, miró a Lakin francamente y dijo:
—Era el San Diego Union.
—Un periódico peligroso.
—Por supuesto. Deseaban saber algo más acerca de toda esta historia.
—¿Va usted a recibirles?
—Naturalmente.
Lakin suspiró.
—¿Qué les va a decir?
—Les diré que no sé de dónde demonios puede haber venido todo eso.
—Imprudente. Muy imprudente.
Cuando Lakin se hubo ido, Gordon se preguntó acerca de la repentina frase que había salido casi por voluntad propia de su boca: Brillar es mejor que reflejar. ¿Dónde la había oído antes? Penny, probablemente; sonaba como alguna cita literaria. ¿Pero qué significaba? ¿Iba él detrás de la fama, como Shriffer? Estaba condicionado a aceptar un cierto grado de culpabilidad sobre algo como aquello… ése era el cliché, ¿no?, los judíos se sienten culpables, es algo que va de madres a hijos. Pero allí no había ninguna culpabilidad; su intuición se lo decía. Su intuición le decía que había algo en el mensaje, que era real. Había vuelto sobre aquel tema un centenar de veces, y aún seguía creyendo en su propio juicio, sus propios datos. Y si para Lakin el tema era una tontería, si Gordon parecía ser un fraude… bueno, entonces peor para él.
Metió sus pulgares en el cinturón de sus pantalones y miró por la ventana, a la ingeniería insectoide de California, y se sintió bien, condenadamente bien.
Después de que el periodista del San Diego Union se fuera, Gordon seguía sintiéndose confiado, aunque con algún esfuerzo. El periodista le había hecho un montón de preguntas estúpidas, pero esto era algo previsible. Gordon se aferraba a las incertidumbres; el Union deseaba respuestas claras a preguntas cósmicas, preferiblemente en frases que se pudieran citar textualmente. Para Gordon el punto más importante era como trabajar la ciencia, como las respuestas eran siempre provisionales, siempre aguardando el resultado de futuros experimentos. El Union esperaba aventura y excitación y más pruebas del avance de aquella universidad hacia la fama y grandeza. A través de aquel abismo fluía algo de información, pero no mucha. Estaba separando su correo, metiendo algunas cartas en su maletín para leerlas por la noche, cuando entró Ramsey.
Al cabo de unos breves preliminares —Ramsey parecía profundamente interesado en la climatología—, sacó una hoja de un sobre y dijo:
—¿Es ésa la imagen que Shriffer mostró ayer por la noche?
Gordon la estudió.
—¿Dónde la has conseguido?
—Me la dio tu estudiante, Cooper.
—¿Y de dónde la consiguió él?
—De Shriffer, dice.
—¿Cuándo?
—Hace algunas semanas. Shriffer acudió a él para comprobar los puntos y las rayas, dice.
—Hum. —Gordon supuso que era lógico que Shriffer acudiera a comprobarla. Era una precaución razonable—. De acuerdo, eso no tiene importancia. ¿Qué hay con ello?
—Bueno, no creo que esto tenga ningún sentido, pero todavía no he tenido demasiado tiempo para… Mira, lo que quiero decir es, ¿qué demonios está haciendo ese tipo Shriffer?
—Decodificó un segundo mensaje. Cree que procede de una estrella llamada la 99 de Hércules, que…
—Sí, sí, lo sé. El asunto es, ¿qué estaba haciendo en televisión?
—Dar publicidad a esa imagen.
—¿No sabe nada del primer mensaje, de ese en el que estoy trabajando?
—Por supuesto que lo sabe.
—Bueno, infiernos… todo eso de la televisión es pura mierda, ¿no?
Gordon se alzó de hombros.
—Yo soy agnóstico. No sé lo que significa, eso es exactamente lo que acabo de decirle a un periodista.
Ramsey pareció preocupado.
—Entonces todo eso no es más que sensacionalismo barato, ¿no? ¿Pero eso en lo que estoy trabajando es correcto?
—Es correcto.
—¿Y Shriffer es tan sólo un idiota?
—Soy agnóstico —dijo Gordon, repentinamente tenso. Todo el mundo estaba pidiéndole la eterna y absoluta Verdad, y él no tenía nada que vender.
—Está bien. Algo de la bioquímica de todo esto está empezando a tener un poco de sentido, ¿sabes? Por todo lo que sé, alguno de los experimentos en los que he puesto a trabajar a mis estudiantes está dando resultados, al parecer. Y ahora, de pronto, aparece esto…
—No te preocupes por ello. El mensaje de Shriffer puede ser pura mierda, por lo que sé. Mira, en cierto modo me han engañado y… —Gordon se secó la frente—, la cosa se me ha escapado de las manos. Sigue con los experimentos, ¿quieres?
—Sí, claro. ¿Engañado por quién?
—Shriffer. Cree que ha decodificado algo, y se ha apresurado a acudir a la televisión. No fue idea mía.
—Oh, Oh, sí. Eso cambia las cosas. —Ramsey pareció ablandarse. Luego su rostro se volvió a ensombrecer—. ¿Qué hay acerca del primer mensaje?