—Interesante —murmuró Miles.
—Así es. Yo diría que el secuestro del doctor Leiber era algo que decidieron a toda prisa, con los recursos que tenían a mano. Si lo hubieran pillado en el trabajo, o cerca de NeoEgipto, no habrían tenido que molestarse. La cosa es: ¿qué hacemos ahora con ellos? No podemos tenerlos fuera de combate en el suelo eternamente. Quiero decir, habrá que dejarlos orinar alguna vez. Y sus jefes tienen que saber a estas alturas que algo ha salido mal. ¿Los liberamos? He pensado en dejarlos en la furgoneta no muy lejos del hotel de Leiber, y que se despierten por su cuenta.
—Hummm… ¿Habéis toqueteado en la furgoneta para que sea ilocalizable?
—Por supuesto, milord —dijo Roic, y su tono altanero añadía «hago mi trabajo».
—Pero te han visto.
—Me temo que era inevitable. Aunque no creo que vieran a Johannes.
—¿Secuestrar a secuestradores sigue siendo secuestro? —murmuró Miles.
—Sí —contestó Roic, sin poder evitarlo.
—No es que NeoEgipto vaya a presentar cargos.
—No, harían otra cosa.
—Me lo imagino. Podríamos hacer que Suze los congelara y nos los guardara, supongo. Técnicamente.
Roic le dirigió la Mirada.
—Si no nos queda más remedio. Como técnica para resolver problemas en Kibou-daini, parece que hay precedentes.
Roic no dijo nada.
—Ah, bien. —Suspiró Miles—. Echa el cerrojo y déjalos dormir por ahora. Continuemos.
Trabajar en el bio-aislamiento de la señora Sato resultó ser solamente un desafío menor. Miles emplazó su sala de interrogatorio en la cabina vacía junto a la suya, y le prestó a ella el comunicador de Raven para que escuchara. Con la nueva cabina brillantemente iluminada (la de ella no), y la cortina echada en su parte de la pared de cristal, parecía un espejo unidireccional siempre que no se moviera demasiado. Ella comprendió, aunque quizá no lo aprobaba por completo, su plan para dividir el interrogatorio en dos partes, la primera con Leiber ajeno a su presencia, para ver si extraía la misma historia en ambos casos. Miles no estaba seguro de cuándo utilizarla contra Leiber para conseguir la máxima utilidad. Sin duda ya se le ocurriría.
Leiber estaba todavía mareado cuando Raven y Roic lo trajeron a la cabina y lo sentaron en una silla. Roic asumió su pose típica contra la puerta. Sin cama, la cabina no estaba demasiado abarrotada incluso con cuatro personas dentro, pero su aire levemente claustrofóbico era más una característica que un defecto, en opinión de Miles.
—¡Otra vez usted! —dijo Leiber, mirando a Miles.
Raven, con aire benévolo, se inclinó para apretar un hipospray contra el brazo de Leiber.
Leiber dio un respingo.
—¿Pentarrápida? —gruñó, indefenso y furioso.
—Sinergina —le tranquilizó Raven—. Para despejar ese dolor de cabeza.
Leiber se frotó el brazo y frunció el ceño, pero después de llevarse una mano recelosa a la frente, parpadeó sorprendido y, un momento después, lo creyó.
«Vaya, ¿y cuándo has probado la pentarrápida, para saber la diferencia?» Miles añadió la pregunta a su larga lista. Le indicó a Raven que ocupara una silla contra la pared y él mismo se sentó, para impresionarlo, no demasiado lejos de su sujeto. Aunque para impresionarlo adecuadamente, supuso que tendría que ponerse de pie en la silla, cosa que no tendría el mismo efecto. Era mejor dejar esa tarea para Roic.
—Bien, doctor Leiber. Podríamos habernos ahorrado unos cuantos pasos si hubiéramos tenido esta conversación anteayer, pero supongo que su salón estaría tan controlado como su comuconsola. Tal vez sea mejor así. Puedo asegurarle que aquí estamos completamente en privado.
Miles sonrió mostrando los dientes. «Auditor Imperial, ¿coerción o amenaza? Tú decides.»
Los labios de Leiber se movieron. «¡Mi comuconsola!»
—Maldición, creía que me había encargado de eso. ¿Es así como me localizaron?
—Así es como los dos caballeros vestidos con uniformes médicos lo localizaron, imagino. El soldado Roic, aquí presente. —Miles agitó la mano, Roic asintió amablemente—. Lamento no haberlos presentado adecuadamente antes… Roic los siguió. Más o menos. Y se lo arrebató. ¿Los reconoció usted, por cierto?
—¿A Hans y Oki? Por supuesto. Los musculitos de la Banda de los Cuatro.
—¿Bien pagados, esos colegas suyos?
—Oh, sí. —Leiber sonrió amargamente.
—Y hacen un gran trabajo de seguridad.
—¿Tan bueno como el suyo?
—No que yo sepa. Suerte para ellos.
Leiber entornó los ojos.
—¿Cómo me cogieron?
—Con un aturdidor—dijo Roic.
—¡Eso es ilegal!
—No, en realidad tengo licencia. Soy guardaespaldas, ya sabe.
Guardaespaldas de un funcionario del gobierno, de hecho. Que era lo más cerca que Vorlynkin había podido traducir el oficio de hombre de armas en el impreso de solicitud de la Prefectura. Roic, ciertamente, había recibido nomenclaturas aún más extrañas.
—¿Quién demonios son ustedes, por cierto? —Leiber se incorporó, indignado. Roic se tensó un poco—. ¿Me han robado a Lisa?
—Su criocámara está segura —dijo Miles, con sinceridad. Todavía estaba guardada en el pasillo.
—¡No por mucho tiempo si NeoEgipto viene a por mí!
—Usted también está a salvo, por el momento. Estamos escondidos en una antigua instalación desmantelada en la zona sur de la ciudad, por si quiere saberlo. Lo que no se ve no existe.
—No es probable —murmuró Leiber, sentándose de nuevo.
—Vamos a hacer una cosa —dijo Miles—. Yo le diré lo que sé, y usted me dirá lo que no sé.
—¿Y por qué debería hacerlo?
—Ya llegaremos a eso. Para empezar, asistí en efecto a la crioconferencia como delegado de Barrayar.
—No es usted médico. Ni académico. —Leiber frunció el ceño—. ¿Posible patrono?
«No si puedo evitarlo.»
—No, soy Auditor Imperial. Un investigador de alto nivel de mi gobierno. Entre las diversas tareas que desempeño aquí está estudiar los problemas sociales y legales a los que se enfrenta Kibou-daini como resultado de su profunda relación con la criogenia. Inevitablemente me pedirán consejo a la hora de poner al día los códigos legales de Barrayar, tan reconocidamente arcaicos, para evitar repetir errores, si podemos.
Bueno, ésta no era su tarea explícita, pero a Gregor se le ocurriría tarde o temprano. Miles tembló al pensar en otros cuantos años de peleas con los subcomités del Consejo de Condes y Ministros, igual que en su última investigación sobre tecnologías galácticas de reproducción y clonación. En la parte positiva, podría irse a dormir a casa cada noche; en la menos positiva, el trabajo le seguiría allí…
—El castigo por un trabajo bien hecho, como si dijéramos. Pero no tardé mucho en darme cuenta de que los únicos problemas que la conferencia abordaba en serio eran los técnicos. El resto fue en su mayor parte un ejercicio de venta de las criocorporaciones —continuó Miles—. Así que me puse a investigar por mi cuenta.
—¿En busca de problemas? Bueno, ha encontrado los míos.
—Ciertamente, y bien instructivos que son. —Leiber se encogió, como ofendido—. Hasta ahora, he descubierto que el plan de Kibou con los votos delegados, diseñado originalmente sobre la base de que la gente sería revivida más pronto y en mayor número, ha resultado ser una fascinante trampa demográfica. Siga pensando en eso. Además de que cierta marca de crioconservante de hace una generación resultara no servir para más que para unos treinta años, y que NeoEgipto y presumiblemente todas las otras corporaciones están sentados sobre una bomba de tiempo financiera de cadáveres imposibles de revivir, cosa por la que alguien tendrá que pagar tarde o temprano. Y NeoEgipto se ha tomado grandes molestias para asegurar que ese alguien no sean ellos.
Leiber se puso rígido.
—¿Cómo…?
Sin duda repararía en cómo lo sabía Miles dentro de un momento, pero Miles no tenía ninguna intención de apresurar sus procesos de pensamiento.
—Sé que usted lo descubrió, que acudió en busca de ayuda al grupo de acción política de Lisa Sato, y que el resultado fueron unos disturbios en su mitin que acabaron con tres personas congeladas y dos asesinadas. ¿Les puso usted una trampa por cuenta de NeoEgipto?
—¡No! —exclamó Leiber, indignado. Pero luego, abatido, añadió—: No a propósito.
—¿Los traicionó por dinero?
—¡No! El soborno vino luego, para que lo pareciera.
Miles ni siquiera había buscado todavía pruebas de soborno. «Ah, sí, entréguese a mis manos, doctor. Sé que quiere hacerlo.»
—Entonces, ¿qué sucedió? En sus propias palabras.
Leiber unió las manos y se miró los pies tanto tiempo que Miles empezó a pensar en emplear pentarrápida, con o sin el permiso del sujeto, pero por fin el doctor dijo:
—Todo empezó hace unos dos años. Me asignaron el problema de calcular el gran número de malas resurrecciones que recibíamos de esa época. Cuando descubrí que se trataba del criofluido descompuesto, fui a ver a mi superior, que acudió a informar a sus jefes. Pensé que harían algo al respecto, quiero decir, inmediatamente, pero pasaron las semanas y no sucedió nada.
—¿Quiénes eran los jefes? ¿Qué hombres lo sabían?
—¿La Banda de los Cuatro? Estaba mi supervisor, Roger Napak. Y Ran Choi, el jefe de operaciones, y Anish Akabane, el jefe de finanzas, y Shirou Kim, el presidente de NeoEgipto. Se callaron la boca y ocultaron la información.
»Me prometieron que harían algo respecto al problema. Empecé a pensar que no se referían al mismo problema cuando Akabane reveló su plan de contratos comodificados. ¡No iban a hacer nada con las preparaciones malas, sólo con los problemas financieros de NeoEgipto! Cuando me quejé a Rog, me dijo que cerrara la boca o que me despedirían, y yo recalqué que, si me despedían, no tendría motivos para mantener cerrada la boca, y él se quedó muy callado y entonces me prometió que haría algo. A esas alturas, ya no me fiaba ni pizca de que fueran a resolver el problema.
»Había estado siguiendo a Lisa Sato en las noticias desde hacía un año o dos. Me parecía una de las pocas personas en Kibou que no discutía sólo por el dinero. Quiero decir, eran argumentos morales, ¿sabe?
Sus detractores ciertamente discutían por el dinero, por lo que Miles había visto. Las corporaciones sostenían que sus planes tan sólo afectarían a una corporación rival dirigida por el gobierno para los pobres, por la que todos pagarían. Ilógicamente, también decían que su plan afectaría a su negocio, pero si no aceptaban a esos patrones pobres de todas formas, Miles no veía cómo iban a perder nada. Los L.L.N.E. sólo querían destruir a todos los metabólicamente desaventajados sin fijarse en el valor neto. Aunque ciertamente querían empezar con los ricos, lo cual sugería cierta astuta eficacia al liberar su legado.
—Así que fui a ver a Lisa Sato en persona. Ni siquiera concerté una cita a través de la comuconsola, sólo fui y llamé a su puerta una noche. ¡Y ella era todo lo que yo esperaba que fuera! Volví y les di todos los datos que tenía a ella y a George Suwabi, pobre hombre, y entonces se les ocurrió la idea del discurso en el mitin, para contarlo todo de un modo que las corporaciones no pudieran impedir. Creí que todo estaba resuelto.
»Unos cuantos días más tarde, cuando fui al trabajo, Rog me llamó a su despacho y de repente me pusieron una inyección de pentarrápida. Me lo sacaron todo. —Vaciló—. Casi todo. Todo lo del plan del mitin, y luego se marcharon a toda prisa para hacer algo al respecto. Creo que ahí es donde entraron en acción Hank y Oki: se encargaron de reventar el mitin. Me parece que Oki tenía un pariente en los L.L.N.E., lo que les permitió entrar.
—¿Quién estuvo presente en ese interrogatorio?
—Todos ellos. Los cuatro grandes, quiero decir.
—¿Eso es aquí legal o ilegal? El uso de pentarrápida con un empleado, quiero decir.
—Más o menos legal. Quiero decir, permiten usarlo en casos de sospecha de robo por parte de los empleados y delitos en las instalaciones y esas cosas. Hay que firmar un permiso cuando te contratan.
—Comprendo.
—Hay reglas sobre cómo hay que realizarlo para que luego sea admisible ante un tribunal. Pero no creo que les importara mucho en mi caso. Porque lo último que querían es que nada de esto llegara a los tribunales. Y es que luego me encerraron en una celda de la zona de seguridad.
—¿Eso es también más o menos legal?
—Pueden retener a los sospechosos hasta que llega la policía de verdad. Pero, claro, la policía no llegó nunca. Cuando me soltaron, dos días más tarde, ya se había acabado todo para Lisa y su gente. —Se mordió los labios, cerró los puños—. Me sentí indefenso. Aunque no tan indefenso como pensaba la Banda de los Cuatro, gracias a Lisa.
—¿Cómo es eso?
—Cuando les entregué los datos a George y Lisa, ella me dijo que guardara una copia en algún lugar secreto (un abogado, un depósito secreto, donde fuera), con instrucciones para hacerlos públicos simultáneamente en un puñado de sitios (los tribunales, todos los departamentos de justicia de la Prefectura, las noticias, la red), en el supuesto de mi muerte, congelación o desaparición. Cosa que hice.
—¿Y eso le supuso protección de sus jefes?
—No, ellos me sonsacaron el emplazamiento en un santiamén. La cosa es que Lisa y George también escondieron copias, y para cuando NeoEgipto se enteró, los dos estaban… bueno, Lisa estaba congelada y George estaba muerto. La Banda investigó, pero nunca encontraron las otras dos copias.
—¿Cómo lo sabe?
Leiber sonrió, sombrío.
—Sigo estando por encima de la temperatura ambiente y caminando.
—Ah. Razonable deducción. —Miles se frotó los labios—. Entonces, ¿Suwabi y Tennoji fueron asesinados? ¿Por Hans y Oki, tal vez?
—Por Hans y Oki, pero no creo que les dijeran que mataran a nadie. Creo que fueron intentos de secuestro que salieron mal. Pero consiguieron hacerse con Kang, Khosla y Lisa. —Los labios de Leiber se torcieron—. Hablando de seguridad en el trabajo. A ambos les dieron después bonificaciones y ascensos, a pesar de sus grandes meteduras de pata. No conozco qué acordaron por debajo de la mesa. No pueden denunciar a sus jefes sin incriminarse a sí mismos, y viceversa. Y creo que a los Cuatro les gustó la idea de poseer su propio escuadrón para hacer los trabajos sucios. Por si necesitaban a alguien que se encargara de nuevo de gente como yo.