Criadas y señoras (41 page)

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Authors: Kathryn Stockett

Tags: #Narrativa

BOOK: Criadas y señoras
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La estancia permanece en silencio. Sólo se oye el cuchicheo entre Aibileen y yo.

—¿Piensas que puedo hacer algo? ¿Alguna forma de ayudaros? ¿Dinero, o...?

—No. La parroquia ya ha
preparao
un plan
pa pagá
al
abogao.
Queremos contratarle
pa
cuando le revisen la condicional. —Aibileen agacha la cabeza. Seguro que está muy dolida por Yule May, pero sospecho que también es consciente de que la historia del libro se acabó—.
Pa
cuando salga de la cárcel, los chicos estarán terminando la carrera. Le han
metío
cuatro años y una multa de quinientos dólares.

—No sabes cuánto lo siento, Aibileen.

Miro a mi alrededor, a los que están en la habitación. Todos agachan la cabeza, como si mis ojos les quemaran. Bajo la mirada al suelo.

—¡Esa
mujé
es el diablo! —aúlla Minny desde la otra punta del sofá. Me estremezco, esperando que no se refiera a mí—. ¡El demonio ha
enviao
a Hilly Holbrook a esta
ciudá pa destruí toas
las vidas que pueda! —grita de nuevo Minny, y se limpia la nariz con la manga de su uniforme.

—¡Minny, ya está bien! —dice el reverendo—. Encontraremos una forma de ayudarla.

Contemplo sus rostros descompuestos, y me pregunto qué se puede hacer.

En la habitación reina de nuevo un insoportable silencio. Hace mucho calor y huele a café quemado. De repente, soy una extraña aquí, aunque ya casi había conseguido acostumbrarme al lugar. Pero ahora siento que el desprecio y la culpa me queman.

El calvo reverendo se seca los ojos con un pañuelo.

—Gracias, Aibileen, por habernos permitido reunirnos en tu casa para rezar.

Empiezan a levantarse de sus asientos y a despedirse con solemnes gestos de cabeza, buscan sus bolsos y se calan sus sombreros. El reverendo abre la puerta, y entra el aire húmedo del exterior. Una mujer con pelo rizado gris y un abrigo negro pasa a mi lado. De pronto, se detiene delante de donde yo estoy con mi mochila.

Lleva el abrigo un poco abierto y puedo ver que debajo hay un uniforme blanco.

—Miss Skeeter —me dice, muy seria—, quiero
colaborá
en lo de sus historias.

Me vuelvo y miro a Aibileen, que enarca las cejas, boquiabierta. Busco a la mujer, pero ya está saliendo por la puerta.

—Yo también quiero
ayudá,
Miss Skeeter —dice otra mujer, alta y delgaducha, con la misma cara de seriedad que la primera.

—Esto... Yo... Gracias —es lo único que acierto a decir.

—Y yo, Miss Skeeter. Me gustaría
colaborá
con
usté
—comenta una mujer con un abrigo rojo que pasa apurada a mi lado sin apenas mirarme a los ojos.

A partir de la siguiente, empiezo a contar: cinco, seis, siete... Respondo con un gesto afirmativo y no se me ocurre nada más que decir gracias. Gracias, gracias a todas. Siento un alivio amargo, porque han tenido que detener a Yule May para conseguir esto.

Ocho, nueve, diez, once... Ninguna sonríe cuando me dice que quiere colaborar. La estancia se va vaciando. Al final, sólo queda Minny, que permanece en pie en la otra esquina con los brazos cruzados sobre el pecho. Cuando todas se han marchado, me mira; por un segundo, sus ojos se cruzan con los míos y los dirige rápidamente hacia las cortinas marrones que cierran la ventana a cal y canto. Por el ligero temblor de sus labios, puedo adivinar cierta satisfacción oculta tras su cara de mala leche. Estoy segura de que Minny está detrás de esto.

Con todo el mundo de vacaciones fuera de la ciudad, nuestro grupo de bridge no se ha reunido a jugar una partida desde hace más de un mes. El miércoles, quedamos en casa de Lou Anne Templeton, que nos recibe con efusivos abrazos y «qué-bueno-verte».

—Ay, Lou Anne, pobrecita. ¿Estás otra vez con tus eccemas? —le pregunta Elizabeth, porque Lou Anne lleva un vestido de lana gris en pleno verano—. ¡Mira que tener que llevar manga larga con el calor que hace!

Lou Anne baja la vista, visiblemente avergonzada.

—Pues sí, cada vez lo tengo peor.

No puedo soportar el contacto con Hilly cuando se me acerca. Cuando me aparto de su abrazo, actúa como si no se hubiera dado cuenta. Pero después se pasa toda la partida mirándome con los ojos entornados.

—¿Qué vas a hacer? —le pregunta Elizabeth a Hilly—. Ya sabes que puedes dejarme los niños cuando quieras, pero... bueno...

Antes de la partida, Hilly dejó a Heather y a William en casa de Elizabeth para que Aibileen los cuide mientras jugamos al bridge. Pero puedo leer el mensaje implícito en la agria sonrisa de Elizabeth: aunque adora a Hilly, no está dispuesta a compartir su criada con nadie.

—¡Lo sabía! Sabía que esa mujer era una ladrona desde el primer día.

Mientras Hilly nos cuenta la historia de Yule May, dibuja un gran círculo en el aire con el dedo para que nos hagamos una idea del enorme tamaño de la piedra, ese «rubí» de incalculable valor.

—Una vez la pillé llevándose de casa la leche caducada. Así empiezan todas. Primero te quitan un poco de jabón de lavadora, luego desaparecen toallas y ropas y, antes de que te des cuenta, te están robando las joyas para empeñarlas y gastarse el dinero en alcohol. Sólo Dios sabe qué más se habrá llevado.

Tengo que aguantarme las ganas de partirle esos dedos que no para de mover, pero me contengo. Dejemos que piense que todo va bien. Es más seguro para todos.

Cuando termina la partida, salgo corriendo para preparar la cita de esta noche en casa de Aibileen. Me alivia descubrir que no hay nadie en casa. Ojeo la lista de mensajes que me ha dejado Pascagoula: han llamado Patsy mi compañera de tenis, y Celia Foote, a quien apenas conozco. ¿Qué querrá de mí la esposa de Johnny Foote? Minny me hizo prometer que no la llamaría nunca y no tengo tiempo para andar preocupándome por ella. Tengo muchas entrevistas que preparar.

Esa tarde, a las seis, estoy sentada a la mesa de la cocina de Aibileen. Hemos decidido que me pase por su casa casi todas las noches hasta terminar el libro. Cada dos días, una mujer diferente llama a la puerta del patio trasero de Aibileen, se sienta conmigo y me cuenta sus historias. Once criadas han aceptado colaborar con nosotras. Contando a Aibileen y a Minny, esto hace un total de trece mujeres. Miss Stein me pidió doce, así que estamos teniendo suerte. Aibileen se queda en la cocina, cerca de nosotras, escuchando. La primera sirvienta se llama Alice. Nunca pregunto el apellido.

Le explico a Alice que nuestro proyecto consiste en recopilar historias reales sobre las criadas y sus experiencias al servicio de familias blancas. Le entrego un sobre con cuarenta dólares que he conseguido ahorrar entre mi sueldo por la columna de Miss Myrna, la asignación semanal que me pasa Padre y el dinero que me da Madre para que me lo gaste en el salón de belleza al que nunca voy.

—Es probable que nunca se llegue a publicar —les digo a todas—, y en caso de que se publique, no sacaremos mucho dinero con ello.

La primera vez que dije esto bajé la vista avergonzada, no sé muy bien por qué. Siento que, por ser blanca, estoy obligada a ayudarlas económicamente.

—Aibileen ya me dejó claro ese punto —me contestan muchas—. No hago esto por dinero.

Les repito las normas que hemos decidido seguir para proteger su identidad: que es fundamental que no le cuenten esto a ninguna persona que no esté en el proyecto, y que en el libro se cambiarán sus nombres, así como el de la ciudad y el de las familias para las que trabajan. Me gustaría poder colarles, como última pregunta: «Ah, y por cierto, ¿conocías a Constantine Bates?», pero estoy segura de que Aibileen me diría que no es una buena idea. Bastante miedo tienen ya.

—Ahora viene Eula. Va a ser como
intentá abrí
una almeja muerta. No se agobie si ve que no habla mucho.

Aibileen me prepara antes de cada entrevista. Le preocupa tanto como a mí que las asuste antes de que empiecen.

Eula, la almeja muerta, empieza a hablar antes incluso de sentarse, sin que le diga nada, y no para hasta las diez de la noche.

—... si les pedía un aumento, me lo daban. Cuando necesité un sitio
pa viví,
me ayudaron con el alquiler. Una vez, el
doctó
Tucker vino en persona a mi casa
pa sacá
una bala del brazo de mi
marío,
porque decía que mi Henry se podría
cogé cualquié
cosa en el hospital
pa
la gente de
coló.
Llevo cuarenta y cuatro años trabajando
pal doctó
Tucker y Miss Sissy, y siempre se han
portao mu
bien conmigo.
Tos
los viernes le lavo el pelo a la señora. Creo que esa
mujé
no sabría lavarse el pelo sola. —Por primera vez en toda la noche, se calla por un momento y pone cara de tristeza y preocupación—. Si me muero antes que ella, no sé quién le va a
lavá
el pelo a Miss Sissy.

Intento no sonreír demasiado cuando las escucho. No quiero que sospechen de mí. Alice, Fanny Amos y Winnie son tímidas, hay que tirarles de la lengua mientras siguen con los ojos clavados en el suelo. A Flora Lou y a Cleontine parece que les hayan dado cuerda y parlotean sin descanso mientras tecleo tan rápido como puedo. Cada cinco minutos tengo que pedirles que, por favor, hablen más despacio. La mayoría de las historias son tristes y amargas. Me lo esperaba. Pero también hay un buen número de anécdotas divertidas. Siempre llega un momento en que todas miran a Aibileen, como preguntándole: «¿Estás segura de que puedo contarle esto a una blanca?».

—Aibileen, ¿qué pasará si... si esto se publica y descubren quiénes somos? —pregunta la tímida Winnie—. ¿Qué crees que nos harían?

Nuestros ojos forman un triángulo en la cocina y nos quedamos un rato mirándonos. Inspiro hondo, dispuesta a convencerla de que estamos siendo muy cuidadosas al respecto.

—A un primo de mi
marío...
le cortaron la lengua. Fue
hase
ya tiempo. Habló con unos tipos de Washington sobre el Klan. ¿Cree que nos van a
cortá
la lengua a nosotras también por
hablá
con
usté?

No sé qué responder. Lenguas cortadas... Dios mío, nunca se me había pasado esto por la imaginación. Sólo la cárcel, falsas acusaciones, multas...

—Esto... estamos teniendo mucho cuidado —contesto, pero sé que suena a excusa débil y poco convincente.

Miro a Aibileen, que también parece preocupada.

—No lo sabremos hasta que no suceda, si sucede, Winnie —comenta Aibileen con tono tranquilizador—. Pero supongo que será diferente a lo que se ve en televisión. Las mujeres blancas no actúan igual que sus
maríos.

Miro a Aibileen, sorprendida. Nunca ha compartido conmigo los detalles de lo que piensa que nos sucederá. Me gustaría cambiar de tema, no creo que nos haga ningún bien seguir hablando de esto.


Tiés
razón —dice Winnie, moviendo la cabeza—, las mujeres blancas no son como los hombres. Seguramente nos harán cosas peores.

—¿Adónde vas? —grita Madre desde la sala de estar.

Llevo la mochila a la espalda y las llaves de la camioneta en el bolsillo.

—Al cine —respondo sin detenerme.

—Ya fuiste ayer al cine. Ven aquí, Eugenia.

Retrocedo unos pasos y me quedo en el marco de la puerta. Las úlceras de Madre se han reactivado y la pobre sólo ha cenado un poco de caldo de pollo. Padre hace ya una hora que se fue a dormir y me apena dejarla sola, pero no puedo quedarme.

—Lo siento, mamá, llego tarde. ¿Quieres que te traiga algo cuando venga?

—¿Qué película vas a ver y con quién? Esta semana has salido casi todas las noches.

—Con... unas chicas. Estaré de vuelta a las diez. ¿Te encuentras bien?

—Sí, estoy bien —suspira—. Bueno, hasta luego.

Me dirijo al coche, sintiéndome culpable por dejar a Madre cuando es evidente que está mal. Gracias a Dios, Stuart está en Texas, porque a él no le podría engañar con tanta facilidad. Hace tres noches se pasó por aquí y nos quedamos sentados en la mecedora del porche escuchando el canto de los grillos. Estaba tan cansada de haberme pasado la noche anterior trabajando hasta tarde que me costaba mantener los ojos abiertos, pero no quería que se marchase. Recosté mi cabeza en su regazo y estiré el brazo para acariciarle la incipiente barba.

—¿Cuándo vas a dejarme leer algo de lo que escribes? —me preguntó.

—Puedes leer la columna de Miss Myrna. La semana pasada hice un gran ensayo sobre el moho.

Stuart sonrió y meneó la cabeza.

—No; quiero leer lo que piensas de verdad. Estoy seguro de que no tiene nada que ver con limpieza doméstica.

En ese momento me pregunté si sospecha que le oculto algo. Me asustó la idea de que pudiera descubrir lo de las historias, pero me emocionó que estuviera interesado en mis textos.

—Ya me lo enseñarás cuando estés preparada, no quiero forzarte.

—Puede que te deje leerlo algún día —contesté, sintiendo que se me cerraban los ojos.

—Duerme, pequeña —me susurró acariciándome el pelo—. Déjame que me quede un poco más contigo.

Con Stuart fuera de la ciudad durante los siguientes seis días, puedo dedicarme plenamente a las entrevistas. Cada noche, me dirijo a casa de Aibileen tan nerviosa como la primera vez. Las mujeres son altas y bajas, negras como el asfalto o marrones como el caramelo. Si tienes la piel muy clara, me dijeron, no te contratan. Cuanto más negra, mejor. A veces la conversación se torna banal y se dedican a quejarse por los bajos salarios, las muchas horas de trabajo, los insoportables críos... Pero en ocasiones surgen historias como la del bebé que murió en los brazos de la criada, mirándola con sus ojos azules, vacíos y estáticos mientras se iban apagando.

—Olivia se llamaba. Era un bebé
mu
chiquitín. Me agarraba el
deo
con su manita y le costaba mucho
respirá
—me cuenta Fanny Amos, nuestra cuarta entrevistada—. Su mamá no estaba en casa, había
salío
a la tienda
pa comprá
pomada
mentolá.
Sólo estábamos su padre y yo. El hombre no me dejó que la tumbara en la cuna, me ordenó que la tuviera en brazos hasta que llegara el
doctó.
El bebé se quedó frío en mi regazo.

En sus relatos se puede sentir un odio palpable hacia las mujeres blancas, pero también un cariño inexplicable. Faye Belle, ya con parálisis y la piel gris, no es capaz de recordar su edad. Sin embargo, sus historias se desenrollan como una madeja. Se acuerda de cómo se escondió con una niñita blanca en un arcón cuando los soldados del Norte pasaron por su casa. Ochenta años más tarde, cuando aquella niña blanca estaba en su lecho de muerte, la abrazó, le dijo que la quería y que había sido su mejor amiga. Ambas juraron que la muerte no cambiaría esto y que el color de la piel no significaba nada. Los nietos de aquella mujer todavía le pagan el alquiler. A veces, cuando se siente con fuerzas, Faye Belle va a su casa y les limpia la cocina.

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