Louvenia es la quinta entrevistada. Es la criada de la insulsa Lou Anne Templeton, y la he visto alguna vez cuando acudo a su casa a jugar al bridge. Louvenia me cuenta que a su nieto, Robert, lo dejaron ciego a principios de este año por colarse en un servicio para blancos. Recuerdo haberlo leído en el periódico mientras Louvenia espera a que termine de teclear. Sin embargo, no hay rastro de rencor en su voz. Descubro que Lou Anne, una mujer que siempre me había parecido una sosa alelada y a quien nunca he prestado mucha atención, le dio dos semanas libres y pagadas a Louvenia para que pudiera ocuparse de su nieto, y que durante esos días le llevó comida a su casa siete veces. También me entero de que, cuando llamaron a Louvenia para contarle lo que había pasado, Lou Anne la llevó en coche al hospital para gente de color y se quedó seis horas esperando con ella hasta que terminaron de operar al chico. Lou Anne nunca nos ha contado esto, y puedo comprender perfectamente por qué.
También hay historias desagradables de hombres blancos que han intentado abusar de las criadas. Winnie contó que el señor de su casa la obligaba a acostarse con él una y otra vez. Con Cleontine también lo intentaron, pero ella se resistió, hasta que una vez lo hirió en la cara y nunca más volvió a intentarlo. Pero lo que me sorprende constantemente es esa dicotomía entre el amor y el desprecio. Muchas fueron invitadas a asistir a bodas de niños a los que habían criado, pero sólo si acudían con el uniforme blanco. Son cosas que ya conocía, pero al oírlas de boca de una persona de color, es como si las escuchara por primera vez.
Después de que se marchara Gretchen, transcurrieron varios minutos antes de que nos atreviéramos a hablar.
—Lo
mejó
es que sigamos adelante —dice por fin Aibileen— y que no... tengamos en cuenta a ésta.
Gretchen es prima de Yule May. Estaba en la reunión para rezar por ella organizada por Aibileen hace unas semanas, pero pertenece a otra parroquia.
—No entiendo por qué aceptó participar, si...
Quiero irme a mi casa. Tengo los músculos del cuello en tensión y me tiemblan los dedos de teclear y por el efecto de las palabras de Gretchen.
—Lo siento. No sabía que iba a
hacé
eso.
—Tú no tienes la culpa, Aibileen —digo.
Me gustaría preguntarle cuánto hay de verdad en las palabras de Gretchen, pero no puedo. No me atrevo a mirar a Aibileen a la cara.
Le expliqué las «reglas» a Gretchen, igual que había hecho antes con las demás. Gretchen se reclinó sobre el respaldo de la silla. Creí que estaba pensando en una historia que contarme, pero de repente dijo:
—Debería darte vergüenza. No eres más que una blanquita intentando ganar unos dólares a costa de la gente de color.
Miré en dirección a Aibileen sin saber muy bien qué responder a esto. ¿Acaso no había quedado claro el tema del dinero? Aibileen inclinó la cabeza, como si no estuviera segura de haber oído bien.
—¿Te crees que alguien va a leer esto? —se burló Gretchen.
El uniforme de trabajo le marcaba un cuerpo bonito. Llevaba los labios pintados del mismo rosa que usamos mis amigas y yo. Es joven y hablaba sin levantar la voz en un correcto inglés, como si fuera una blanca. No sé por qué, eso empeoraba las cosas.
—Todas las mujeres de color a las que has entrevistado han sido muy amables contigo, ¿verdad?
—Sí —contesté—, muy amables.
Gretchen me miraba fijamente a los ojos.
—Pues que sepas que te odian, ¿vale? Te odian a muerte. Pero eres tan idiota que piensas que les estás haciendo un favor.
—No tienes por qué participar. Tú te ofreciste a...
—¿Sabes la única cosa amable que una mujer blanca ha hecho por mí en la vida? Darme el currusco de su pan. Las mujeres de color que vienen aquí sólo están jugando contigo, blanquita. Nunca te contarán lo que de verdad piensan de ti.
—¡No tienes ni idea de lo que me han contado las demás! —protesté.
Estaba sorprendida por el enorme enfado que de repente sentía y la facilidad con la que había surgido.
—Dilo, blanquita, di la palabra que te viene a la cabeza cada vez que una de nosotras entra por la puerta: «Negra».
Aibileen se levantó de su taburete y le gritó:
—¡Ya basta, Gretchen! Vete a tu casa.
—¿Sabes una cosa, Aibileen? Eres tan idiota como esta mujer —replicó Gretchen.
Me sorprendió ver cómo Aibileen señalaba la puerta y le decía entre dientes:
—¡Sal de mi casa!
Gretchen se marchó, pero a través del cristal de la puerta me lanzó tal mirada que me dio un escalofrío.
Dos noches después estoy sentada frente a Callie. Tiene el pelo rizado y gris en su mayor parte. A sus sesenta y siete años, todavía viste uniforme. Es una mujer gruesa y voluminosa. Partes de su cuerpo cuelgan a ambos lados de la silla. Todavía estoy nerviosa por la entrevista con Gretchen.
Espero a que Callie termine de remover el té. En una esquina de la cocina de Aibileen hay una bolsa llena de ropa con un par de pantalones blancos que asoman. La casa de Aibileen siempre está muy limpia y ordenada, por eso me extraña que no se ocupe de esa bolsa.
Callie empieza a hablar lentamente y yo tecleo, agradecida por el ritmo pausado de su relato. Tiene la vista perdida detrás de mí, como si hubiera una pantalla de cine a mi espalda y pudiera ver las escenas que está describiendo.
—Trabajé treinta y ocho años
pa
Miss Margaret. La
mujé
tenía una nenita que no paraba de
llorá
y lo único que la calmaba era que la llevaran en brazos, así que yo la envolvía en un fular, me la ataba a la cintura y durante
to
un año la llevé encima. Ese bebé estuvo a punto de romperme la espalda. Me tenía que
poné
bolsas de hielo
toas
las noches, y todavía sigo haciéndolo. Pero la adoraba, y también quiero mucho a Miss Margaret. —Bebe un trago de té mientras tecleo las últimas palabras. Levanto los ojos y ella continúa—: Miss Margaret siempre
m'obligaba
a taparme el pelo con un pañuelo porque decía que la gente de
coló
no nos lavamos nunca la cabeza. Cada vez que le sacaba brillo a la cubertería de plata, contaba a ver si faltaba alguna pieza. Cuando, treinta años más tarde, Miss Margaret se murió de problemas de
mujé,
fui a su funeral. Su
marío
me abrazó y lloró en mi hombro. Al
terminá
el entierro, el hombre me dio un sobre. Dentro había una carta de Miss Margaret en la que me decía: «Gracias por conseguir que mi hija dejara de llorar. Nunca lo he olvidado».
Callie se quita las gafas de pasta negra y se seca los ojos.
—Si alguna
mujé
blanca lee algún día mi historia, sólo quiero que recuerde esto: que dar las
grasias
de corazón cuando piensas en
to
lo que alguien ha hecho por ti —mueve la cabeza y mira la mesa llena de arañazos—, es algo
mu
bonito.
Callie me observa, pero no soy capaz de mirarle a los ojos.
—Disculpadme un minuto —me excuso.
Me sujeto la frente entre las manos. No puedo evitar pensar en Constantine. Nunca le di las gracias, no como se lo merecía. Nunca se me ocurrió siquiera que no tendría oportunidad de hacerlo.
—¿Se encuentra bien, Miss Skeeter? —pregunta Aibileen.
—Estoy... Estoy bien. Sigamos adelante.
Callie pasa a su siguiente historia. La caja de zapatos Dr. Scholl amarilla que reposa en la encimera detrás de ella sigue llena de sobres. A excepción de Gretchen, las otras diez criadas depositaron en ella el dinero que les entregué, para pagar los estudios de los hijos de Yule May.
—Aquí estamos la familia Phelan esperando nerviosos en las hermosas escaleras de ladrillo de la casa del senador Whitworth. El edificio se encuentra en el centro de la ciudad, en North Street. Es alto, y el porche tiene columnas blancas cubiertas de hermosas azaleas. Una placa dorada recuerda al visitante que se encuentra ante un monumento histórico. A cada lado del portal, unos faroles de gas parpadean pese a que todavía brilla el cálido sol de las seis de la tarde.
—Madre —le susurro, porque no puedo parar de repetírselo—, por favor, no te olvides de lo que hemos hablado, ¿de acuerdo?
—Ya te he dicho que no sacaré el tema, cariño —contesta, mientras se retoca las horquillas del pelo—. A no ser que venga a cuento.
Llevo mi nuevo conjunto de falda y chaqueta azul claro. Padre viste su traje negro de los funerales y se ha apretado tanto el cinturón que no resulta cómodo ni, mucho menos, elegante. Madre va de blanco para la ocasión. Parece una novia de pueblo con el vestido de boda heredado de la familia. De repente, experimento un ataque de pánico, pues tengo la impresión de que los tres nos hemos pasado un poco en la elegancia de la vestimenta. Madre sacará el horrible tema de la cuenta corriente de su hija, y pareceremos una maldita familia de paletos de visita en la ciudad.
—Papá, aflójate el cinturón, que tienes los pantalones muy subidos.
Me mira, frunce el ceño y baja la vista a sus pantalones. Es la primera vez en mi vida que le doy una orden a Padre. Se abre la puerta.
—Buenas tardes —una mujer de color con uniforme blanco nos recibe—. Los señores les están esperando.
Pasamos al recibidor y lo primero en lo que me fijo es en una brillante araña que inunda con sus destellos la estancia. Levanto los ojos hacia la bóveda curva de la gran escalera que lleva a los pisos superiores y me da la impresión de estar en el interior de una gigantesca caracola marina.
—¡Muy buenas tardes!
Bajo de las nubes y veo a Miss Whitworth aparecer en el recibidor con los brazos abiertos. Lleva un conjunto como el mío, pero, gracias a Dios, de color carmesí. Cuando mueve la cabeza, su cabello rubio canoso permanece estático.
—Mucho gusto, Miss Whitworth —se presenta Madre—. Soy Charlotte Boudreau Cantrelle Phelan. No sabe lo agradecidos que estamos por su invitación.
—El gusto es mío —dice la mujer, estrechando la mano de mis padres—. Soy Francine Whitworth. Bienvenidos a nuestro hogar. —Se vuelve hacia mí y dice—: Y tú debes de ser Eugenia. Bueno, me alegro de conocerte.
Miss Whitworth me agarra del brazo y me mira a los ojos. Los suyos son azules, hermosos, como el agua fría. Su rostro se empequeñece alrededor de su brillo. Con los zapatos de tacón que lleva, es casi de mi estatura.
—Encantada de conocerla —digo—. Stuart me ha hablado tanto de usted y del senador Whitworth...
Sonríe y baja la mano por mi brazo. Contengo un grito porque el filo de su anillo me araña la piel.
—¡Vaya, ya están aquí!
Detrás de Miss Whitworth aparece un hombre alto y de ancho pecho. Se acerca a mí, me abraza con fuerza y luego, con la misma rapidez, me suelta:
—¡Diablos! Hace ya más de un mes que le dije al pequeño Stuart que trajera a su chica a casa. Pero, entre nosotros —baja la voz—, después de lo que le pasó con la otra novia, está un poco acobardado.
Parpadeo sorprendida y digo:
—Encantada de conocerle, señor.
—No te preocupes, te estaba tomando el pelo —dice, soltando una carcajada, y me da otro abrazo de oso mientras me palmea la espalda.
Sonrío mientras trato de recuperar el aliento y pienso que este hombre sólo tiene hijos varones.
Se dirige hacia Madre, hace una reverencia solemne y alarga la mano.
—Encantada, senador Whitworth —saluda Madre—. Soy Charlotte.
—Es un verdadero placer, Charlotte. Llámeme Stooley, por favor, es como me conocen los amigos.
—Senador —dice Padre, estrechándole con fuerza la mano—, quería darle las gracias por todo lo que hizo con el tema de los impuestos agrícolas. Significa mucho para nosotros.
—¡Carajo! Ese Billups intentó colárnosla, pero, ¡qué demonios!, le dije: «Mira,
chico
[8]
,
Misisipi no existiría sin el algodón».
Palmea a Padre en el hombro y me doy cuenta de lo pequeñito que parece mi progenitor a su lado.
—Pero pasad al salón, pasad —dice el senador—. No me gusta hablar de política sin una copa en la mano.
El senador sale del recibidor. Padre le sigue y me muero de vergüenza al ver las manchas de barro en el tacón de sus zapatos. Si se los hubiera limpiado un poco antes de salir no las tendría, pero Padre no está acostumbrado a calzarse mocasines en sábado.
Madre le sigue y dirijo un último vistazo a la reluciente araña. Cuando me doy la vuelta, me doy cuenta de que la criada me mira desde la puerta. Sonrío, me saluda con la cabeza y baja la mirada.
¡Ay, Dios mío! Mi nerviosismo aumenta y se me forma un nudo en la garganta, consciente de que la criada está al corriente de lo del libro. Me quedo helada, pensando en lo ambigua que se ha convertido mi vida. Cualquier día esta mujer se podría presentar en casa de Aibileen y ponerse a contarme los secretos del senador y su esposa.
—Stuart está en camino, viene de Shreveport —exclama el senador—. Parece que se trae un buen negocio entre manos por allí, según cuenta.
Intento no pensar en la criada y respiro profundamente. Sonrío como si no pasara nada, como si todo marchase bien, como si esto de conocer a los padres de mi novio fuera algo que hago a menudo.
Pasamos a una sala de estar muy elegante, con frisos decorativos y sillones de terciopelo verde. La estancia está tan recargada que apenas se ve el suelo.
—¿Qué puedo ofreceros para beber? —pregunta Mister Whitworth, sonriendo como quien ofrece un caramelo a un niño.
El senador tiene la frente muy amplia y los hombros de un defensa de fútbol americano entrado en años. Sus cejas son espesas e hirsutas y se mueven cuando habla.
Padre pide un café, y Madre y yo, un té helado. La sonrisa del senador se borra y llama a la criada para que nos prepare ella esas bebidas tan insulsas. En una esquina de la estancia, sirve en un par de copas un líquido marrón para él y para su esposa. El sofá de terciopelo cruje cuando se sienta.
—¡Tienen una casa preciosa! He oído decir que es uno de los principales atractivos turísticos de la ciudad —comenta Madre.
Desde que supo que estaba invitada a cenar en casa del senador, se moría por hacer este comentario. Madre es socia de la patética Asociación de Mansiones Históricas del Condado de Ridgeland, pero siempre dice que las mansiones de Jackson son «algodón fino» comparadas con las suyas.