Observé que mientras el administrador nos conducía a la alcoba, ninguno de los jugadores miraba al príncipe.
—Como puedes ver —susurró Ajatashatru, cuyo aliento olía fuertemente a perfumes—, soy invisible.
Pensé que se considerada descortés observar al príncipe cuando se entretenía entre la gente común. Supe más tarde que era peor. La osadía de mirar al príncipe durante sus diversiones se pagaba con la vida.
Apenas nos echamos en nuestros divanes, las cortinas fueron corridas. Muchachas muy jóvenes nos trajeron diversos licores en jarros de plata. Una de ellas no era todavía púber, lo cual excitó al príncipe. Mientras me hablaba, la acariciaba como podría un Mago palmotear a un perro mientras habla solemnemente de la correcta preparación del haoma, o de la creación del mundo.
—Nos traerás alegría y buena fortuna. —El príncipe sonreía. A diferencia del chambelán, mantenía sus dientes blancos merced a una especie de resma cosmética que extrae las partículas de alimento. Yo estaba tan cerca que pude ver que todo su cuerpo estaba afeitado o depilado. Si no hubiera sido por esos brazos musculosos y esas manos brutales, habría creído que me encontraba junto a mi futura suegra.
—Me has honrado de un modo que no puede medirse con oro ni plata. Mi señor el Gran Rey se sentirá muy complacido.
—Debemos invitarle a Magadha. Aunque no para la boda, por supuesto —agregó, rápidamente, Ajatashatru.
Siempre supuse que el servicio secreto de Rajagriha estaba más o menos al tanto de las intenciones de Persia. Sin embargo, pienso que nuestro espionaje era notablemente sutil. Ninguno de los cinco hombres a quienes encargué la misión de medir la potencia militar de Magadha escribió jamás una palabra. Cada uno de ellos debía memorizar los mismos hechos, con la esperanza de que al menos uno regresara vivo a Susa.
En lo que se refería a rutas comerciales, manufacturas y materias primas, nuestros tratos eran perfectamente transparentes. Pronto tuvimos una idea precisa de la notable riqueza del país. Gran parte de las rentas del reino provenían de impuestos a las caravanas que atravesaban Magadha. El famoso camino del sudeste al noroeste (aunque la palabra camino es simplemente imposible de aplicar a nada en la India) era el más lucrativo.
El estado ejercía el monopolio en la fabricación de armas y textiles. El intendente de hilanderías invirtió tres días en mostrarme numerosos talleres donde las mujeres trabajan desde el amanecer hasta la noche hilando y tejiendo. La exportación de telas de algodón es la principal fuente de beneficios de los reyes de Magadha. Aunque no me mostraron el arsenal, varios miembros de la embajada lograron descubrir unos pocos secretos. Les sorprendió la ineficiencia con que se trabaja el hierro, y también la eficiencia con que se montan las armas y los aperos de labranza.
Un conjunto de operarios se encarga, por ejemplo, del mango de madera de las azadas. Otro vierte el metal fundido en el molde para obtener la pieza de hierro. Un tercer conjunto afirma el mango y la cabeza, y un cuarto carga en carros los artículos terminados. Es increíble la celeridad con que se fabrica y despacha una cantidad de azadas.
Infortunadamente, jamás logré interesar a nadie, en Susa, en estos asuntos. Para comenzar, los nobles persas desprecian el comercio. Y, por ser un miembro de la corte, jamás pude conocer la clase de personas que podrían haber deseado producir objetos en cantidad.
—Verás que mi niña es un perfecto tesoro. Te amará tanto como Sita a Rama. —Era una frase de circunstancias.
—Que sea tu hija es más que suficiente para mí.
—Es mi preferida entre todos mis hijos. —A los ojos lavados con colirio asomaron las lágrimas. En realidad, como Ambalika me contaría más tarde, su padre jamás se había molestado en aprender el nombre de ninguna de sus hijas. Sólo le importaban los varones.
—Me inspiraba terror —dijo luego Ambalika—. Como a todas las demás. En realidad, nunca me dirigió la palabra hasta el día en que me anunció mi matrimonio con un persa. Cuando le pregunté dónde estaba Persia, respondió que no era de mi incumbencia.
—Y querrás conocer también al abuelo de mi niña, el príncipe Jeta. También él está emparentado con mi querido tío el rey de Koshala. La nuestra es una familia hermosa y feliz cuya única división es el río Ganges, como digo siempre. Y —añadió, con su cara blanduzca bruscamente arrugada en el entrecejo— la federación. Oh, querido, debes aconsejarme. —La fuerte mano se apoyó durante un instante sobre el dorso de la mía. El calor de sus dedos era intenso. El vino de palma que habíamos estado bebiendo calienta sin duda la carne sin trastornar los sentidos—. Somos más fuertes. Pero ellos son más astutos. Provocan incidentes en las fronteras. Se infiltran en las órdenes religiosas. Los monasterios budistas y jain están llenos de agentes de las repúblicas. Pero como mi padre, que viva siempre, tiene devoción personal por Buda, nada podemos hacer. Hay algo peor. El año pasado, agentes republicanos lograron introducirse en los gremios. En este momento, controlan el consejo de alfareros aquí, en la propia Rajagriha. Tienen también dos hombres en el consejo de la corporación de tejedores. Y el principal, en la de zapateros, es abiertamente republicano. Nos están devorando lentamente desde dentro y… Oh, querido amigo, ¿qué podemos hacer?
—Limpiar las corporaciones, príncipe. Eliminar a los partidarios de las repúblicas.
—Pero, querido, no conoces nuestro pequeño mundo. Nuestros gremios son tan antiguos y casi tan sagrados como la monarquía. Limpiarlos… Sí, los haría pedazos. Y también lo haría mi padre, secretamente, por supuesto. Pero son demasiado poderosos. Demasiado ricos. Prestan dinero a intereses exorbitantes. Mantienen sus propias milicias.
—Pero eso es peligroso, príncipe. Sólo el gobernante debe poder armar tropas.
Me había desconcertado descubrir que las corporaciones de Magadha no sólo controlaban la vida comercial del país, sino que los operarios de cada gremio vivían todos juntos en el mismo barrio de la ciudad. Formaban diminutas naciones: cada una poseía sus propias cortes de justicia, sus tesoros, sus soldados.
—Dominamos las corporaciones, pero atiende: sólo hasta cierto punto. En tiempos de guerra, las milicias se unen automáticamente al ejército del rey. Pero cuando no hay guerra…
—¿Son prácticamente independientes?
—Así es. Naturalmente, las corporaciones son muy útiles. Ningún rey, ningún servicio secreto, podría dominar una población tan grande como la india. Ellas conservan el orden. Y cuando se trata de fijar los precios, suelen conocer mejor que nosotros las demandas del mercado.
—Pero entonces, ¿cómo dominarlas? Si yo fuera el… principal del gremio de zapateros, por ejemplo, querría obtener el mayor provecho posible de un par de zapatos. Duplicaría el precio, y todo el mundo debería comprar, puesto que sólo mi corporación puede hacer y vender zapatos.
El príncipe sonrió con dulzura. Empezaba a demostrar que había bebido mucho vino.
—En primer lugar, sólo nosotros tenemos derecho de vida y muerte. Rara vez lo utilizamos contra las corporaciones, pero lo tenemos, y ellas lo saben. En la práctica, nuestro poder se funda en el hecho de que controlamos todas las materias primas. Compramos barato y sólo vendemos lo necesario para obtener una pequeña ganancia. Por ejemplo, se matan vacas en cierta época del año. En ese momento, compramos todas las pieles y las guardamos en depósitos. Cuando escasean, las vendemos a precio razonable a la corporación. Si ésta tuviese la tentación de vender sus zapatos a un precio excesivo, retiraríamos la piel hasta que volvieran a entrar en razones.
En ninguna parte del mundo he encontrado un sistema monárquico tan delicada e inteligentemente balanceado para obtener de la población el máximo de beneficio con el mínimo de coerción.
—¿Iríais a la guerra contra la federación? —Yo estaba lo bastante ebrio como para formular al príncipe la pregunta cuya respuesta esperaba con inquietud toda la India.
Ajatashatru abrió los brazos, con las palmas de las manos hacia arriba. Las puntas de los dedos estaban pintadas de rojo.
—La guerra es siempre lo último que se desea. Si el sacrificio del caballo hubiese dado un resultado diferente, al menos tendríamos una señal del cielo, sabríamos que era la hora de pelear por nuestra supervivencia. Pero ahora… No lo sé, querido.
El príncipe acariciaba a una niña desnuda de nueve o diez años, extendida sobre sus rodillas. Sus ojos eran enormes y atentos. Supuse que era una agente del servicio secreto. En Magadha, los agentes se reclutan jóvenes, usualmente entre los huérfanos sin hogar.
Si la niña era una agente, aquella noche no debe de haber averiguado nada. El príncipe fue discreto, como lo era siempre. Aunque yo le vi embriagarse hasta la inconsciencia más de una vez, jamás le oí decir algo que no deseara que el mundo supiese. El vino lo tornaba sentimental, afectuoso, confuso. Los «querido» se agrupaban como falanges griegas. Su mano caliente apretaba la mía, su brazo ceñía mis hombros cariñosamente. Esa noche fui objeto de palmadas, abrazos, «queridos», y fui también aceptado, más o menos, como un miembro de la familia real de Magadha, sólo separada de sus primos de Koshala por el río Ganges y por esa perversa federación de repúblicas. Esa noche, en la sala de juegos de las Cinco Colinas, tuve la impresión de que la decisión de ir a la guerra estaba ya tomada.
—Jamás ha habido un soldado capaz de igualar a mi padre, ¿sabes? Ni siquiera Ciro el Grande. Créeme, Bimbisara era un gran rey mucho antes del sacrificio del caballo. Después de todo, él conquistó Anga, que nos entregó el puerto de Champa, que domina todo el tráfico río abajo del Ganges hasta el mar que conduce a Catay.
Ajatashatru lloraba ahora, a causa del vino.
—Sí, fue Bimbisara el creador de la nación que es hoy la más poderosa del mundo. Él construyó mil millares de caminos y de pasarelas sobre las ciénagas. Él…
Dejé de escuchar. Cuando los indios hablan de números, no saben cuándo detenerse. Es verdad que Bimbisara había creado una cantidad de sucios caminos que se convertían en barrizales en la época de los monzones, pero ni siquiera fue capaz de mantener en condiciones la gran ruta de caravanas de Champa a Taxila. Y es curioso que no haya en la India ninguna clase de puentes. Te dirán que los puentes son poco prácticos a causa de las inundaciones periódicas; pero creo que ni siquiera saben cruzar los ríos con balsas unidas entre sí. Por supuesto, una de las corporaciones más poderosas de Magadha es la de los barqueros y, como los indios repiten incesantemente, jamás una corporación se ha disuelto a sí misma. Aquella noche, más tarde, cuando el príncipe se durmió, jugué un rato con Caraka. Apenas empecé a perder a los dados, dejé de jugar. Caraka no podía detenerse. Finalmente, le ordené que se marchara. No había comprendido, hasta ese momento, hasta que punto la pasión del juego puede enloquecer a los hombres. Es como el haoma o el sexo. Pero el haoma o la pasión sexual terminan con el agotamiento, en tanto que la necesidad de jugar no tiene fin.
Debo decir que admiraba entonces la forma en que Bimbisara, con tan poco esfuerzo, lograba obtener tal ganancia de los vicios de su pueblo. Durante un tiempo, intentamos mantener una sala de juego en Susa. Pero los persas no son jugadores —¿quizá porque no son comerciantes?—, y solamente acudían griegos. Como los griegos invariablemente perdían más dinero del que jamás hubieran podido pagar, la sala se cerró.
Tan pronto como constaté cuán parecidos son todos los seres humanos, tuve que enfrentarme a la realidad de algunas grandes diferencias entre las razas. Los indios juegan. Los persas no. Los dioses védicos de la India son los demonios zoroastrianos de Persia. ¿Por qué algunos hombres creen que el cosmos es una sola entidad, y otros que se divide en muchas entidades? ¿O que es muchas cosas dentro de una? ¿O que no es ninguna? ¿Quién o qué ha creado el cosmos? ¿Existe o no? ¿Existía yo antes de preguntar esto a Demócrito? ¿Existo ahora? ¿Existía de algún modo antes de nacer? ¿Volveré a nacer como alguna otra cosa? Si en la tierra no hubiera gente que ve alargarse las sombras cuando cae el sol, ¿existiría el tiempo?
Al príncipe Jeta le agradaba aún más que a mí meditar sobre lo que él llamaba las primeras cosas. Vino a Magadha desde Koshala para asistir a la boda de su nieta. En nuestro primer encuentro me invitó a su casa de campo, al norte de Rajagriha. Se me indicó que fuera a mediodía. Yo no debía, dijo, preocuparme por el calor. Por lo común, en esa estación, las visitas se hacían al atardecer. Pero él afirmó:
—Tendrás tanto fresco al mediodía como en el país de la nieve. —Era una antigua expresión, heredada de los primeros arios. Dudo que se encontrara siquiera una docena de personas en la corte de Magadha que hubiesen visto alguna vez la nieve.
Caraka y yo viajábamos en una carreta cubierta. Caraka acababa de regresar de una visita a las minas de hierro del sur; le había impresionado su extensión. Como el conductor de nuestros bueyes era un espía que comprendía el persa, hablábamos en clave. ¿Cómo podíamos saber quién hablaba persa y quién no? Todos los que lo hablaban provenían del noroeste, de Gandhara o del valle del Indo. Eran, hasta el último, más altos y más hermosos que los habitantes de Magadha. Y tenían tantas dificultades como nosotros con el dialecto local. En mi honor, Varshakara había importado varias docenas, para que nos espiaran.
La propiedad del príncipe Jeta estaba rodeada por un muro de ladrillos de barro, interrumpido por una sola puerta de madera situada exactamente junto al camino principal. Puesto que ni el muro ni la puerta llamaban la atención, la misma impresión nos hubiese dado una visita a la casa central de la corporación de molineros. Pero, una vez en el interior, hasta el anti-ario Caraka se sintió conmovido.
Al final de una larga avenida de árboles en flor había un primoroso pabellón cuyas altas ventanas estaban protegidas por toldos celestes. Al tacto, parecían de seda, pero luego vimos que se trataba de una nueva clase de tela de algodón.
El aroma de las hierbas y las flores variaba de una parte a otra del jardín. Como el campo es totalmente llano entre el Ganges y Rajagriha, el príncipe Jeta había roto la monotonía construyendo una cantidad de pequeñas sierras y montañas en miniatura. Las sierras artificiales estaban cubiertas de flores y arbustos, y las montañas en miniatura simulaban la cordillera gris del Himalaya. El efecto era singularmente bello.