Hubo más expresiones de este carácter.
Aquel largo día terminó con una serie de sacrificios religiosos a los dioses arios, tan bien dotados de brazos y cabezas extra como de misteriosos deberes y poderes mágicos.
Luego fuimos invitados a las habitaciones del rey para un banquete cuyo primer plato coincidió con la aparición de la luna llena sobre el terrado del palacio. Durante un instante de maravilla permaneció apoyada como un escudo de oro sobre el empinado declive del tejado.
Cenamos en una amplia galería que daba a los jardines privados del rey. Era un gran honor, como señaló rápidamente Varshakara.
—Sólo la familia real y los ministros por herencia son invitados aquí. El rey ha aceptado realmente a Darío como a un hermano menor.
Yo era un diplomático. No mencioné el hecho de que muchas de las veinte satrapías de Darío eran más ricas y extensas que Magadha. Por otra parte, ninguna posee tanto hierro ni tantos elefantes. Confieso que me veía como el sátrapa de los dieciséis reinos de la India. Y de las nueve repúblicas, además. ¿Por qué no? Me preguntaba qué nombre podía dar a mi satrapía. ¿La Gran India? ¿Los Estados del Ganges? Soñaba con un imperio, como todo el mundo cuando es joven. Y comprendía también que si un hombre construía un solo imperio con todos esos estados, sería un rival del Gran Rey. A consecuencia de mi embajada, la política de Persia consiste actualmente en asegurar que ningún estado de la India crezca tanto que pueda absorber a todos los demás. Así como Darío y Jerjes soñaban con conquistas en el este, nada se oponía a que alguna vez la India tuviese un emperador que mirara codiciosamente hacia el oeste.
En la época de mi embajada, Bimbisara era el rey más poderoso de toda la India y, por añadidura, el señor local de casi todas las tierras.
Por intermedio de su esposa había recibido una parte considerable del estado de Kasi, en Koshala. Como la capital de Kasi era Varanasi, había esperado que el sacrificio del caballo le diese un pretexto para anexar esa antigua ciudad. Ahora necesitaría uno nuevo.
Me tendí en un diván situado frente al del rey. Nuevamente Bimbisara se encontraba entre la reina y su heredero. Muchas damas de la corte cenaban con el rey. Y algo aún peor. Dejaban caer sus prendas superiores de un modo que parecía absolutamente despreocupado. Supe posteriormente que el arte de desvestirse en público es en la India aún más elaborado que el de vestirse. Muchas de las mujeres tenían los pezones pintados de rojo. Y algunas ostentaban complejos dibujos sobre el vientre. Pensé al principio que eran tatuajes. Luego ver que estaban hechos con una pasta coloreada de madera de sándalo. Nada me ha escandalizado tanto en mi vida.
Otra rareza: éramos atendidos por mujeres. Naturalmente, para un persa es extraña la ausencia de eunucos, pero no comprendí hasta qué punto los consideraba indispensables hasta que fui a la India.
Me sirvieron una docena de clases distintas de licores y de zumos de fruta. Y durante una eternidad continuaron apareciendo, a intervalos regulares, pescados, carnes de caza y hortalizas. En el jardín, media docena de músicos tocaban o improvisaban a la luz de la luna una cantidad de raras melodías monótonas, escandidas por el ritmo irregular del tamboril. Como la música griega, la india exige cierto acostumbramiento. El principal instrumento se parece un poco a un arpa lidia, pero con diez cuerdas. También son populares las flautas y los címbalos.
La familia real casi no habló durante la cena. Ocasionalmente, el padre y el hijo cambiaban unas pocas palabras. La reina guardó absoluto silencio. Como comía mucho y no era gruesa, supuse que padecía alguna enfermedad que la consumía, lo que se comprobó luego. Caraka había observado lo mismo apenas la vio.
—No vivirá hasta las próximas lluvias —dijo con la seguridad del médico a quien no se hará responsable del destino del enfermo. En realidad, la reina sobrevivió dos años.
A mi lado había una mujer muy hermosa. Usaba un tocado que debía de tener cuatro pies de alto, una fantasiosa composición de pelo y de joyas. El pelo era en parte de su propiedad y en parte no. Se quitó el chal y advertí que sus pechos estaban rodeados por una guirnalda de pasta de sándalo, de florecillas rojas, exquisitamente dibujadas, como no podía dejar de ver. Parecía discretamente seductora, obedeciendo sin duda a órdenes superiores. Era la esposa del ministro de la guerra y la paz.
—Me han dicho que en tu país las mujeres viven encerradas, sin que nadie pueda verlas.
—Excepto sus maridos… y sus eunucos.
—¿Sus qué?
Le expliqué lo que era un eunuco. Era desconcertante ver cómo se ruborizaba una mujer desconocida, desnuda desde la frente hasta el ombligo.
La mujer estaba igualmente desconcertada.
—No estoy segura de que sea un tema adecuado —dijo, y lo cambió decorosamente—. Podemos cenar con hombres de nuestra misma casta. Naturalmente, las mujeres de cualquier casa tienen sus propias habitaciones y hay cierto grado de alejamiento, como es normal. En el pasado, se permitía que los hombres y mujeres jóvenes se vieran a su gusto. Había incluso muchachas que combatían en las batallas. Y todavía en tiempos de mi abuela se enseñaba a las mujeres poesía, danza y música. Pero hoy sólo se permite a las mujeres de casta inferior que satisfacen los deseos masculinos el aprendizaje de las sesenta y cuatro artes, lo que es una terrible injusticia. Ya sabrás que los brahmanes…
—¿Ordenan?
—Ordenan o prohíben. No estarán contentos hasta que todas nosotras estemos encerradas como las monjas jain.
Es poco común, y fascinante, hablar con una mujer inteligente que no sea una prostituta. Aunque tales mujeres abundaban en las cortes de la India, sólo he conocido fuera de este país a tres damas inteligentes de verdad: Elpinice, Lais y la reina Atosa. El hecho de que conociera a las dos últimas fue puramente accidental. Si hubiese sido educado estrictamente como un noble persa, jamás habría visto a ninguna de ambas después de los siete años de edad.
—¿Y no hay problemas con…? —Yo deseaba referirme a la ilegitimidad, el motivo esencial de la reclusión femenina. El hijo debe ser del padre. Si existe alguna duda, las propiedades, y mucho más los reinos, están en peligro. Busqué entre mi pequeña reserva de palabras indias, y sólo encontré una—: ¿Los celos? Quiero decir, cuando las damas de la corte se reúnen con los hombres, como aquí.
Se echó a reír. Era una joven de excelente humor.
—Oh, nos conocemos demasiado bien unas a otras. Además, estamos vigiladas. Si se encontrara un hombre extraño en las habitaciones femeninas de cualquier gran casa, y aún más en el palacio, sería inmediatamente empalado, como corresponde. Por supuesto, la gente común no nos ve nunca; y esto se refiere también a los brahmanes —añadió con firmeza—. Los despreciamos.
—Poseen grandes conocimientos —respondí de modo neutral. Comprendí que no le causaba gran impresión, a pesar de mi exótica indumentaria persa. Además, yo estaba sudando copiosamente. Antes del fin de la estación cálida, el embajador de Persia vestía ropas indias.
—¿Eres casado? —preguntó ella.
—No.
—¿Es verdad que los occidentales tenéis muchas esposas?
Asentí.
—Como ocurre también entre vosotros.
—Pero no es así. De veras. El rey debe casarse con frecuencia por motivos políticos. Pero en nuestra casta lo corriente es casarse una sola vez.
—¿Entonces, quiénes son las mujeres del harén?
—Criadas, esclavas, concubinas. Para nosotros, la relación ideal entre un hombre y una mujer es la de Rama y Sita.
Se refería al héroe y la heroína de su libro sagrado. Rama tiene alguna semejanza con el Ulises homérico, aunque es siempre honesto en sus tratos con los demás. Pero como Ulises y Penélope, Rama y Sita son esencialmente fieles; y a esto se debe que, en general, un hombre de la casta gobernante de la India rara vez tenga más de una mujer a la vez.
Después de que sirvieran un maravilloso pavo real, adornado con sus propias plumas, el rey Bimbisara me sugirió con un gesto que saliera a caminar con él por el jardín.
Mientras descendíamos de la galería, los sirvientes retiraron las mesas, y los huéspedes se mezclaron. Hubo bastantes platos rotos, y me acostumbré a oír ese ruido en la India, donde los criados son tan torpes e incompetentes como inteligentes y amables.
El jardín del palacio estaba lleno de colores, incluso a la luz de la luna. La fragancia de los jazmines inundaba el aire tibio. En los altos árboles cantaban las aves nocturnas. El palacio parecía una montaña de plata cuidadosamente tallada. Las ventanas cerradas contribuían a sustentar esa ilusión.
Bimbisara me cogió del brazo y me condujo por un sendero que la luna convertía en plata pura.
—Me alegra que estés aquí.
—Es un gran honor…
El anciano oía pero no escuchaba. Es costumbre de los reyes.
—Estoy ansioso por saber más acerca de Darío. ¿Cuántos guerreros tiene?
La pregunta era previsible, pero yo no estaba preparado para tal celeridad.
—En treinta días, señor, puede reunir un ejército de un millón de hombres. —Era más o menos cierto. No agregué que la mayor parte de ese millón estaría formada por inútiles tontos de pueblo. En aquellos tiempos, el ejército del Gran Rey no alcanzaba a los cien mil hombres bien entrenados.
Sin duda, Bimbisara dividió mentalmente mi cifra por diez, como era usual.
—¿Y cuántos elefantes?
—Ninguno, señor. Pero su caballería lidia…
—¿No tiene elefantes? Le enviaré algunos. Yo tengo mil.
Dividí mentalmente la cifra por diez.
—Sobre cada elefante —continuó el rey— puedo poner seis arqueros en una torre de metal, tan protegidos que nadie puede matarlos. Así pueden destruir cualquier ejército.
—Pero ¿no es posible matar a los elefantes?
—También llevan armadura. Son invencibles. —Bimbisara enviaba por mediación mía una advertencia a Darío.
En el centro del jardín había un pequeño pabellón con un enorme diván en el que Bimbisara se echó. Yo me senté en el borde. A través de las ventanas con celosías penetraba la brillante —y cálida, como pude observar— luz de la luna. La India es el único país donde la luna llena calienta. Afortunadamente, en las sierras de Rajagriha siempre sopla, de noche, la brisa.
—Vengo aquí con frecuencia. —Bimbisara peinó su barba violeta y perfumada con los dedos de ambas manos—. Nadie nos puede oír. ¿Ves? —Indicó los cuatro arcos con ventanas que constituían las paredes del pabellón—. Nadie se puede acercar sin ser visto.
—Seguramente nadie espía al rey.
—Todo el mundo espía al rey —respondió, sonriendo, Bimbisara. A la luz de la luna, parecía esculpido en plata—. Y el rey espía a todo el mundo. No ocurre en Magadha ni en Koshala nada que ignore.
—¿Y en Persia?
—Tú mismo serás mis ojos y mis oídos. —Hizo un gesto de cortesía—. Me inspira curiosidad un rey que puede poner cien mil hombres en pie de guerra en tan poco tiempo. —Esto demostraba que había dividido realmente por diez. No corregí. Empecé a hablarle de las tierras que Darío dominaba, pero Bimbisara me interrumpió—: Mi abuelo le envió un mensaje a Ciro, muy similar al que yo le envié a Darío. Pero no hubo respuesta.
—Tal vez la embajada no llegó.
—Tal vez. Pero una generación más tarde, Darío llegó con su ejército al río Indo. ¿Puede haber sido esto una… respuesta retardada, señor embajador?
—Oh, no.
Hablé del amor a la paz que sentía Darío. De su admiración por Bimbisara. De los problemas con los griegos. Hasta aquí, dije la verdad. Mientras hablaba, el anciano permanecía inmóvil a la luz lunar, con una media sonrisa en la media cara que tenía vuelta hacia mí.
Los músicos continuaban tocando muy cerca. Por una ventana podía ver la galería donde habíamos cenado. Un conjunto de muchachas desnudas danzaba. Más tarde me convertí en un amante de la danza india, que no tiene comparación en la tierra. Para comenzar, la cabeza de la bailarina se mueve hacia atrás y hacia adelante de un modo que uno juraría que es imposible. Mientras tanto, el cuerpo parece muy separado de la cabeza, y las ondulaciones del vientre y las caderas son maravillosamente incitantes. Muchas bailarinas se tornan ricas, famosas, poderosas. En verdad, una bailarina de Magadha podía reunir y administrar una fortuna considerable sin el inconveniente de ser la esposa ni la concubina de nadie. Las reuniones en su casa podían ser tan codiciadas como las invitaciones a la casa de la amiga de Demócrito, la prostituta Aspasia.
—¿Darío desea tan seriamente ser nuestro amigo como para enviar tropas que nos ayuden a romper la federación de repúblicas?
—No lo dudo.
Yo estaba muy excitado. Bimbisara nos daba una apertura. Yo había imaginado ya una manera de vencer a los elefantes. Las ratas los asustan. En el momento crucial, nuestros hombres soltarían mil roedores. Los elefantes huirían a la desbandada, y yo sería sátrapa de la Gran India. Así soñaba.
—Tal vez lo visite. —Bimbisara jugaba con su barba—. También irás a ver a nuestro querido hermano Pasenadi de Koshala.
—Sí, señor. El Gran Rey me ha dado un mensaje para el rey de Koshala.
—Pasenadi es un hombre bueno, pero débil. Mi esposa es su hermana. Siempre ha dicho que un día perderá su reino porque no tiene interés en gobernar. Es verdaderamente triste. Cuando yo era muchacho, Koshala era la nación más grande del mundo. Ahora es apenas un nombre. Entre la arrogancia de sus nobles y la temeridad de sus ladrones, el reino se ha disuelto. Me parece trágico.
Ahora la media sonrisa era una sonrisa entera. La tragedia ajena produce ese efecto en los príncipes.
—¿El rey Pasenadi te ha pedido ayuda?
—No. No tiene conciencia del peligro. O no tiene conciencia o quizás no le importa. Es budista, ¿sabes? En realidad, el Buda suele pasar la estación lluviosa en Shravasti. Luego viene aquí por uno o dos meses. Como debes saber, hay numerosos monasterios budistas en Rajagriha. Pensamos que es un gran santo.
No pude evitar la comparación entre Bimbisara y Darío. El soberano indio admiraba realmente a Buda, en tanto que Darío no sentía el menor interés por Zoroastro.
—¿Quién te ha impresionado más, embajador: Gosala o Mahavira?
No le pregunté cómo sabía que yo había conocido a los dos hombres. Comprendo con bastante rapidez los puntos esenciales. Me habían espiado constantemente desde mi llegada.