Creación (32 page)

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Authors: Gore Vidal

Tags: #Historico, relato

BOOK: Creación
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—¿No crees que su aparición fuera una simple coincidencia?

—¿Una coincidencia? ¡No! La federación no quiere que Varanasi esté en nuestras manos. Y Mahavira ha nacido en la capital de la república de Licchavi. Pero ya habrá otra ocasión. Particularmente ahora, que tenemos, en Persia, una valiosa aliada nueva.

Brindamos por la alianza.

Yo esperaba que Varshakara no hubiese sido informado por sus agentes de la meticulosidad con que los geógrafos de mi séquito trazaban mapas de llanura del Ganges. Yo no pensaba en otra cosa que en la conquista de la India. ¡Soñaba con vacas! El ejército persa ocuparía Taxila. Con esa base al norte, nuestros guerreros barrerían la llanura. Aunque Koshala no opusiera resistencia. Magadha combatiría. Deberíamos enfrentarnos con sus formidables elefantes acorazados. ¿Se espantaría la caballería persa? No importaba. Yo estaba convencido de que Darío, de algún modo, triunfaría. Siempre lo lograba.

Mientras hablábamos de los espías y enemigos que amenazaban a Magadha, me pregunté si Varshakara comprendía que yo era el principal espía del peor enemigo. Pensé que sí. No era ningún tonto.

Desde el principio de la historia ha habido una guarnición en Rajagriha. Esto se debe a las cinco sierras que conforman una fortaleza natural, unas veinte millas al sur del Ganges. Pero en los comienzos del reinado de Bimbisara, la ciudad empezó a expandirse por la llanura, y el rey construyó una sólida muralla de rocas toscamente cortadas para rodear y proteger no sólo la nueva ciudad, sino también tierras de cultivo, parques, jardines y lagos. Por esto, en el caso de un sitio, la ciudad tendría agua y alimentos suficientes dentro de las murallas. Inicialmente, eso me preocupó. Sin embargo, Caraka observó que una capital siempre se rinde si queda aislada del resto del país, como una cabeza del cuerpo.

Nos aproximamos a Rajagriha mientras el sol se ponía. A esa media luz, las murallas parecían promontorios naturales de donde brotaban a intervalos irregulares unas torres de guardia de burda factura. Como la India es muy rica en madera y lodo, pocas veces se emplea la piedra para la edificación, y escasean los buenos canteros. Las estructuras importantes están hechas de madera, o de una combinación de madera y ladrillos de barro.

El cielo estaba aún iluminado cuando entramos en la ciudad. Se hicieron sonar las caracolas en nuestro honor, y la gente común nos rodeó en montón, como suele hacer cuando aparecen personajes importantes, y aún más si llegan en elefante.

La ciudad construida por Bimbisara tenía el mismo trazado en damero que tanto había admirado yo en Babilonia y en la ciudad harapa abandonada. Largas avenidas rectas corrían paralelamente. Cada una comenzaba en una de las puertas de la ciudad, y todas terminaban en la plaza central, dominada por un enorme edificio en que los viajeros podían comer y dormir por dinero.

Justamente detrás de la ciudad nueva se encuentran las cinco sierras y la ciudad vieja, una confusión de senderos y callejuelas muy parecida a Sardis o a Susa.

El arquitecto de la embajada y yo solíamos discutir si las ciudades humanas más antiguas tenían o no calles rectas que se encontraran en ángulo recto. Él pensaba que las primeras ciudades no eran más que pueblos que se habían agrandado, como Sardis, Susa, Ecbatana o Varanasi. En épocas posteriores, cuando un rey fundaba o reconstruía una ciudad, tendía a emplear el trazado en damero. Yo no estaba de acuerdo. Pensaba que las primeras ciudades eran en damero. Cuando se deterioraban, las grandes avenidas quedaban interrumpidas y aparecían callejones retorcidos entre los nuevos edificios construidos al azar entre las ruinas de los anteriores. Jamás conoceremos la verdad.

La parte nueva de Rajagriha es impresionante. Muchas casas tienen cinco pisos de altura, y todas están bien construidas. El rey había establecido una serie de normas de construcción que se obedecía al pie de la letra. En realidad, el rey era estrictamente obedecido en todo porque el servicio secreto de Magadha, merced a Varshakara, era un excelente instrumento. No había nada que no supiera el rey o, si no el rey, su chambelán.

Entronizado en mi elefante, veía las ventanas del segundo piso, desde donde las mujeres podían mirar, sin ser vistas, la vida de la ciudad, ocultas por unas celosías exquisitamente trabajadas. En muchos terrados había unos encantadores pabellones donde dormían los propietarios las noches de calor.

En su mayoría, las ventanas del piso superior tenían balcones llenos de tiestos con plantas en flor. Hombres y mujeres arrojaban flores a nuestro paso. Todos parecían amistosos.

Pesaban en el aire las fragancias que siempre he asociado con la India: el jazmín, el ghee rancio, la madera de sándalo y, por supuesto, el olor a podrido, no sólo de origen humano sino de la misma ciudad. Los edificios de madera tienen ya corta vida en los países donde la lluvia no equivale a una inundación.

El palacio real se encuentra en el centro de una gran plaza sin pavimentar, donde no hay monumentos de ninguna clase. Supongo que esto se debe a que la ciudad es —o era en aquel momento— tan nueva. Es curioso que no hubiese arcadas. En un clima donde uno vive empapado por la lluvia o desollado por el sol, las arcadas parecían indispensables. Pero no se conocen en Magadha. Los nativos realizan sus negocios bajo los toldos de colores brillantes que bordean las avenidas, o bajo el sol ardiente. La mayor parte de los habitantes tiene piel oscura, a veces de un negro azulado.

Aparte de sus cimientos de ladrillo, el palacio de cuatro pisos del rey Bimbisara está hecho de madera. Pero no se parece al palacio medo de Ecbatana, cuyo único y opresivo material de construcción es la madera de cedro: la elegante estructura de Bimbisara incluye toda clase de maderas muy pulidas, como ébano, teca y ceiba, y en las paredes de muchas habitaciones se ven incrustaciones de madreperla y placas de marfil tallado. Cada sector del palacio tiene su olor peculiar, debido a la cuidadosa selección de las maderas aromáticas, así como el incienso y las plantas florecidas. Los cielos rasos abovedados hacen que el interior sea tolerablemente fresco, aun en los días más calientes.

El palacio está construido en torno de cuatro patios internos. Dos pertenecen a las damas del harén, y el tercero es utilizado por la corte.

El patio privado del rey está lleno de árboles, flores y fuentes. Como las ventanas que dan a este patio están condenadas, salvo aquellas que pertenecen a sus propias habitaciones, nadie puede espiar cuando él está en el jardín. Al menos, esa es la teoría. Pronto descubrí que el servicio secreto había abierto una cantidad de agujeros para vigilar constantemente al rey, aunque eran los agentes quienes habrían debido ser los ojos del rey. Nunca he visto una corte más corroída por las intrigas, y eso que he acompañado a Jerjes hasta el fin, en Susa.

Me alojaron con Caraka en el segundo piso del palacio, en las habitaciones llamadas de los príncipes. Esto era un gran honor, o al menos todo el mundo se complacía en recordárnoslo. Era una suite de seis habitaciones, con vista al patio de los nobles de un lado y a la plaza de la ciudad del otro. El resto de la embajada se instaló en una casa vecina.

Yo había advertido a mis principales agentes que en el país pululaban los espías y que todo lo que se dijeran entre sí podría ser escuchado. Nunca debían suponer que quien los oyera no hablaba persa. Y su misión consistía en averiguar cuáles eran los verdaderos recursos militares de Magadha. Digo verdaderos porque jamás he conocido un estado que no describa engañosamente su poderío militar y que no termine por engañarse a sí mismo a su debido tiempo.

No transcurre un día aquí, en Atenas, sin que me cuenten cómo dos o tres mil griegos, o quizás un centenar, derrotaron a un ejército y una marina persas de dos o tres millones de hombres. Los griegos han mistificado a tal punto aquellas guerras que han acabado por confundirse. Esto es siempre un error. Si no sabes contar bien, harías mejor en no ir al mercado. Y tampoco a la guerra.

5

Creo que en toda la vida no he visto tanta desnudez como en la India. Pero los indios no muestran sus cuerpos para excitarse unos a otros, como hacen los griegos; simplemente lo hacen porque residen en un país cálido. Sólo llevan dos prendas. Tanto los hombres como las mujeres visten una especie de falda, atada a la cintura con un elegante cinturón o ceñidor. Y además, un chal, sujeto o anudado al cuello. Cuando están en su casa suelen descartar la prenda superior. El traje de la corte sólo difiere de la ropa ordinaria en la riqueza de sus telas.

Las damas de la corte muestran a sus iguales, sin inmutarse, los pechos con los pezones pintados, las axilas depiladas, el ombligo adornado con piedras preciosas. Cuando no son demasiado gruesas, pueden ser extraordinariamente hermosas. Su piel, embellecida por pomadas fragantes, es particularmente delicada.

Tanto los hombres como las mujeres se pintan el rostro. Dibujan cuidadosamente con kohl el contorno de los ojos, una costumbre meda adoptada por Ciro y mantenida luego por todos los Grandes Reyes y la mayor parte de la corte. Ciro tenía la teoría de que los persas debían parecerse, tanto como fuera posible, a dioses, en particular cuando se presentaban ante sus súbditos extranjeros. Afortunadamente, los persas tienden a ser más altos y musculosos que otros hombres, y con los ojos pintados y las mejillas realzadas con carmín parecían verdaderamente espléndidas efigies vivientes de los dioses guerreros.

Los hombres y mujeres de la India no sólo destacan sus ojos con kohl sino que además pintan de rojo rubí sus labios con algo llamado lac. No hay duda de que los cosméticos mejoran la propia apariencia, pero es un fastidio ponérselos y quitárselos. Mientras estuve en las cortes de la India tuve que pintarme, o hacerme pintar, dos veces por día. Como le habría ocurrido a cualquier persa de mi generación, hallaba esa preocupación por la apariencia a la vez ridícula y poco viril, además de fatigosa. Sin embargo, es tentador y voluptuoso que bonitas muchachas te bañen y te froten con aceite, y que luego un hombre anciano lave tus ojos con colirio y tiña tu barba mientras te cuenta los chismes cotidianos. Dicho sea de paso, los indios sólo dejan crecer su barba en el mentón. Creo que esto se debe a que no les crece en las mejillas.

Al día siguiente al de nuestra instalación en el palacio, el rey Bimbisara me hizo llamar. Había varios cientos de cortesanos reunidos en un salón alto y largo, con unas claraboyas protegidas por celosías, de modo que la luz del sol caía como en lentejuelas sobre las baldosas verde claro del suelo.

Varshakara me recibió en la puerta de la sala del trono. Llevaba un turbante rojo y un chal translúcido sujeto por una cadena de rubíes en bruto. Como tantos cortesanos indios, tenía pechos como una mujer. Como tantos indios, usaba zapatos de plataforma alta para parecer más alto.

Era evidente que Varshakara se había tomado bastante trabajo para impresionarme. Pero conociendo la corte aqueménida, la de Magadha era, por no decir menos, provinciana. Me trajo el recuerdo de Sardis. El chambelán tenía una vara de marfil, y pronunció un breve discurso, para mí y para mi séquito de siete persas. Respondí en pocas palabras. Luego Varshakara nos condujo hasta el alto trono de marfil en que Bimbisara, rey de Magadha, estaba sentado con las piernas cruzadas. Un dosel de plumas de avestruz cubría su cabeza tocada con un turbante dorado.

La anciana reina estaba sentada en un taburete a la izquierda del rey. Dentro de ciertos límites, las mujeres de la India, al contrario de lo que ocurre en Persia y en Atenas, son libres de ir y venir a su aire. Por ejemplo, la mujer india puede ir a una tienda con una sola dama de compañía. Eso sí, debe ir a la madrugada o al ocaso, para que el tendero no pueda verla bien. Y sin embargo, paradójicamente, se puede mostrar prácticamente desnuda a los hombres de su propia clase.

La vieja reina llevaba un complejo tocado de perlas enhebradas en lo que parecían hebras de plata ingeniosamente entrelazadas con su propio cabello blanco. Tenía un manto de plumas de pavo real. Parecía muy distinguida y hasta inteligente. Por un momento pensé que podía ser el equivalente indio de Atosa. Era, después de todo, la esposa principal de Bimbisara y la hermana de Pasenadi. Pero en una corte donde las mujeres no están totalmente recluidas y donde, lo que es aún más relevante, no hay eunucos, el poder está enteramente, en manos del rey y sus consejeros. El harén carece prácticamente de influencia.

A la derecha del rey se encontraba el príncipe Ajatashatru. El heredero del trono era decidida y admirablemente (para el gusto indio) gordo. Su rostro era el de un niño enorme, cuya suave y triple papada producía, como una cosecha, un fino penacho de barba verde hoja. El príncipe sonreía con frecuencia y dulzura. Los lóbulos de sus orejas estaban cargados de pendientes de diamante; y su dilatada cintura, cinchada por un ancho cinto de eslabones de oro. Sus brazos eran, sorprendentemente, musculosos.

El rey Bimbisara era un anciano de larga barba violeta. Nunca vi el pelo de su cabeza (si lo tenía), porque siempre llevaba puesto el primoroso turbante de hilo de oro que era el equivalente del cidaris persa. Bimbisara era alto y nervudo, y se podía ver que en sus buenos tiempos había sido un hombre físicamente poderoso, e incluso formidable.

Como yo era la sombra, por borrosa que fuera, del Gran Rey, no podía prosternarme. Pero me dejé caer sobre una rodilla. Mientras tanto, mi escolta abría los cofres que contenían los regalos de Darío a Bimbisara. Había cierta cantidad de joyas mediocres y varios exquisitos tapices de Lidia y de Media.

Cuando terminé mi discurso inicial, entregué a Varshakara la carta que el eunuco indio había escrito en nombre de Darío. Con un gesto florido el chambelán dio la carta al rey, quien ni siquiera la miró. Luego supe que el rey no sabia leer. Pero hablaba muy bien, y no empleaba la antigua lengua aria de la corte y los templos, sino el dialecto moderno.

—Te recibimos como a nuestro hermano Darío, cuyas hazañas conocemos a pesar de la gran distancia. —La voz de Bimbisara era tan ruda como la de cualquier comandante de caballería. Hablaba concretamente. Jamás vacilaba buscando una palabra—. Estamos felices de que hayáis recibido nuestra carta. Y de que él haya enviado a nuestra presencia a un santo al par que un guerrero. —En verdad, si yo hubiese sido indio no habría pertenecido a la casta de los guerreros. Habría sido un brahmán. Pero me halagó la distinción de Bimbisara porque los gobernantes de la India son, casi sin excepciones, miembros de la casta de los guerreros, y desafían constantemente a sus superiores nominales, los brahmanes—. Te mostraremos todo lo que desees ver. Cambiaremos nuestro hierro por vuestro oro. Trataremos con vosotros como si fuéramos verdaderamente hermanos, y como sí sólo un río nos separara, y no todo un mundo.

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