—Entonces, ¿por qué Darío ha esperado tanto?
Escílax se encogió de hombros.
—Tal vez le ocurra lo mismo que a los faraones con sus tumbas. Quizá piense que si domina la India morirá, pues ya nada más habrá en el mundo para conquistar.
—¿Y Catay?
—¿Es realmente una parte del mundo? —Escílax era a veces poco curioso, teniendo en cuenta que era un marino profesional. Pero es preciso reconocer que fue el primero en trazar un mapa sistemático del océano de la India hasta la isla de Ceilán. Digo el primero, y no es del todo verdad. Algunos años más tarde, cuando entregué al Gran Rey un mapa aceptablemente preciso de la India, él me mostró uno similar que acababa de encontrarse en los archivos del templo de Bel-Marduk en Babilonia. En apariencia, los babilonios y los indios tenían relaciones regulares mucho antes de Escílax y Darío. En este viejo mundo, no hay nada nuevo excepto nosotros mismos.
En el extenso delta del Indo, se entrecruzan toda clase de ríos y riachos. En parte de las buenas tierras negras se cultiva arroz, pero hay marismas que solamente son útiles para aves como el pato de la india, un plato delicioso si está lo bastante cocido. Aquí y allá, se veían las bellas formas de los sauces contra el cielo plomizo. Aquel año, las lluvias se habían retrasado un mes, y los indios no hablaban de otra cosa. Sin esas lluvias, medio país muere. Pero en esa ocasión no había motivos de preocupación. El mismo día en que desembarcamos, río arriba, en el puerto de Patalene, empezó a llover a torrentes y no logramos secarnos por completo durante los tres meses siguientes. Mi primera impresión de la India fue determinada por la lluvia. La teoría de la creación del griego Tales resulta apetecible para quien haya soportado los monzones de la India.
Durante el viaje a Patalene, Escílax me mostró con un gesto el paisaje.
—Las dos márgenes del río son persas —dijo, con cierta satisfacción.
—Gracias a ti —respondí cortésmente.
—Sí —dijo, sin la menor vanagloria—. Me llevó trece meses. Afortunadamente, la gente de aquí prefiere tener un amo a mil millas que uno cerca. Prefieren ser gobernados por el Gran Rey Aqueménida de Susa a serlo por un rey local.
—Pero hay un sátrapa.
Escílax asintió, el ceño fruncido.
—Yo mismo elegí al primero. Era un ario del Punjab. Murió y ahora le ha sucedido su hijo.
—¿Es leal?
—Lo dudo. Pero, al menos, es siempre puntual con el tributo. Nunca has visto tanto polvo de oro como hay en esta parte del mundo.
Un banco de delfines, salidos de la nada, describían brillantes arcos en torno de la nave. Uno saltó por encima de la proa. Suspendido un instante en el aire quieto, nos dedicó una mirada jocosa.
—Señal de buena suerte —dijo Escílax.
—¿Delfines de agua dulce? —Ignoraba que existieran.
—Sí. Pero sólo se encuentran en la India, por lo que sé.
Escílax era un severo explorador que no aceptaba nada porque sí. Era siempre escéptico respecto de lo que oía decir. Si no había visto algo con sus ojos, no informaba de su existencia como un hecho. Nada parecido a ciertos dorios que escriben lo que llaman historia.
Desembarcamos en Patalene, un puerto grande, pero sin relieve. El aire era sofocante, a causa de toda la lluvia que aún no había caído del cielo opresivamente bajo.
Debo señalar aquí que en la India hay tres estaciones. Desde el comienzo de la primavera hasta el inicio del verano el sol brilla despiadadamente; si no fuese por los grandes ríos y los elaborados sistemas de riego, la tierra no tardaría en convertirse en polvo y la gente moriría. Apenas comienza el verano, los monzones soplan y llueve una tercera parte del año, desbordando los ríos. A esta estación le sigue un invierno demasiado breve: días perfectamente frescos se suceden. El cielo es de un azul vívido, y crecen las flores en tal profusión que las rosaledas de Ecbatana parecen áridas en comparación.
Apenas puse el pie en el muelle de Patalene, una violenta ráfaga de aire golpeó rudamente la trirreme contra el embarcadero, y dos de nuestros caballos cayeron al río. Luego, el cielo se abrió en dos y cayó una densa cortina de agua. Completamente empapados, fuimos recibidos por el ojo del rey, que nos dijo:
—El sátrapa está en Taxila. Os envía sus excusas.
Fuimos escoltados hasta la casa de gobierno, una destartalada construcción de madera con un techo sumamente imperfecto. Nunca había sentido antes simultáneamente humedad y calor, desagradables características de la estación lluviosa en esa parte del mundo.
Al día siguiente, Escílax y yo nos separamos. Él continuó río arriba hacia Taxila, mientras yo iniciaba mi viaje por tierra hacia los reinos de Koshala y Magadha. Estaba feliz de encontrarme en camino, y solo. No sentía ningún temor. Era estúpido. Era joven. Demócrito cree que debería invertir estúpido y joven, por ser lo último causa de lo primero. Pero yo no puedo ser tan descortés como para establecer un nexo semejante. El ojo del rey nos proporcionó camellos, provisiones, guías; y Caraka conocía, aproximadamente, la ruta.
Partimos en dirección noreste hacia Mathura, una ciudad situada sobre el río Yamuna. A cien millas al este de Yamuna se encuentra el Ganges. Los dos ríos corren paralelamente de norte a sur hasta que llegan al centro de lo que se denomina la llanura del Ganges. Luego, el Ganges tuerce bruscamente al este, y sobre esa rama del río, que corre de oeste a este, están situados los reinos y repúblicas principales, así como las ciudades importantes de la India moderna.
Me lancé a la lluvia, acompañado por Caraka; me sentía un poco como un Gran Rey. Mi comitiva estaba formada por trescientos hombres, cinco concubinas y ningún eunuco. En Susa, Caraka me había advertido que a los indios les disgusta tan intensamente la castración que ni siquiera la practican en animales. A causa de esa excentricidad, los harenes de la India están guardados por hombres y mujeres muy viejos. Aunque esto no parece conveniente, las personas ancianas vigorosas de ambos sexos tienden a ser no sólo vigilantes, sino incorruptibles. Después de todo, no tienen que ocuparse de su futuro, como nuestros jóvenes y ambiciosos eunucos.
Yo iba a caballo, como Caraka y mi guardia personal. Todos los demás montaban en camellos o caminaban por el sendero, que la lluvia había convertido en una larga ciénaga de barro amarillento y denso. Avanzábamos lentamente, con las armas preparadas. Sin embargo, aunque la India está plagada de bandas de ladrones, no es común que salgan durante la estación de los monzones. En verdad, sólo un embajador celoso e ignorante podía intentar un viaje de mil millas por tierra con ese tiempo.
Éramos detenidos por soldados armados cada vez que llegábamos a una frontera, lo que ocurría al menos una vez por día. No sólo había en esa parte de la India numerosos principados, sino que, además, cada uno se subdividía en una cantidad de estados semiautónomos cuyo ingreso fundamental era el impuesto a las caravanas. Como embajador del Gran Rey, estaba exento de ese impuesto. Pero, en la práctica, me preocupaba de pagar siempre algo. Y como resultado muchas veces me ofrecían una guardia de honor que nos acompañaba hasta la frontera siguiente. Es presumible que tales escoltas intimidaran a los ladrones.
Sólo un rey poderoso puede hacer que los caminos del interior sean seguros para los viajeros, y en ese momento sólo había un rey poderoso en toda la India. Era Bimbisara, ante cuya corte, establecida en Magadha, yo estaba acreditado. Aunque Pasenadi de Koshala gobernaba un reino más grande, más antiguo y más rico que Magadha, era un gobernante débil y Koshala era un lugar peligroso para los viajeros.
Atravesábamos junglas en las que chillaban loros de colores brillantes, y leones sin melena huían cuando nos acercábamos. En una oportunidad alcé la vista y vi un tigre agazapado en las ramas de un árbol. Cuando miré sus pupilas, amarillas como el sol, me devolvió una fija mirada. Me espanté. El tigre también, y se esfumó en la oscuridad húmeda y verde como un espejismo o un ensueño al despertar.
El más peligroso de todos los animales de la India es el perro salvaje. Se mueven en manadas. Son mudos. Son irresistibles. Aun los animales más rápidos caen finalmente, porque la manada no cesa de perseguir día tras día al ciervo, al tigre, incluso al león, hasta que se fatiga y vacila. Y entonces, en absoluto silencio, los perros atacan.
En las afueras de la ciudad desierta de Gandhai, observé una serie de surcos pequeños que formaban un ordenado semicírculo a un lado del sendero del barro. Cuando pregunté a Caraka qué era eso, dijo:
—Cada perro cava un hoyo; luego se mete adentro y duerme. O vigila. ¿Ves? Esos ojos brillantes.
A través de la lluvia, alcancé a ver los ojos de los perros salvajes. Observaban todos nuestros movimientos.
Aquella noche, con cierta brusquedad, nuestra escolta nos abandonó ante las puertas de Gandhai.
—Creen —dijo Caraka— que la ciudad está encantada.
—¿Lo está? —pregunté.
—Si lo está —respondió con una sonrisa—, los espíritus son de mi pueblo. Así que no corremos peligro.
Cabalgamos por la ancha avenida central hasta la plaza principal de una ciudad construida por sus primeros habitantes miles de años antes de que llegaran los arios. La ciudad era muy parecida a Babilonia, con casas de ladrillo cocido y avenidas rectas. Al oeste de la ciudad había una ciudadela en ruinas, derrumbada por los arios. Éstos expulsaron luego a la población nativa, por alguna razón, y la ciudad ha estado abandonada desde entonces.
—El pueblo de los harapas construyó esta ciudad. Supongo que quienes no murieron se marcharon al sur. —Caraka hablaba con amargura.
—Pero eso fue hace mucho tiempo.
—Treinta y cinco generaciones no es mucho tiempo para nosotros —repuso.
—Pareces un babilonio —dije, y él lo interpretó como un cumplido.
Poco antes del ocaso, llegamos a un edificio enorme que había sido un granero. Aunque el viejo techado de tejas estaba en mejores condiciones que el techado nuevo de la casa de gobierno de Patalene, sus vigas estaban peligrosamente combadas. Cuando conseguimos expulsar a una colonia de monos furiosos, ordené que levantaran mi tienda en un ángulo del salón. Luego se encendieron fuegos y se preparó la comida.
Caraka me estaba iniciando en la comida india. Un proceso lento, porque me alimento cautelosamente. Aunque mi primera experiencia con los mangos fue desagradable, la piña fue un deleite inmediato. Y también las gallinas de la India, unas aves de carne blanca y tan útiles que los indios las crían no sólo por sus huevos y su carne, sino también por sus plumas, que se usan para hacer cojines. Estas aves están emparentadas con las que los griegos llaman aves persas, actualmente una novedad en Atenas.
Por lo general, yo cenaba a solas con Caraka. En primer lugar, los oficiales persas preferían su propia compañía; en segundo lugar, en cierto modo, yo estaba reemplazando al Gran Rey. Por lo tanto, debía rodearme de alguna parte de su dignidad.
—Verás que nuestra cultura ha sido eminente. —Caraka describió con un gesto el inmenso salón. Yo sólo pensaba en las vigas debilitadas.
—Imponente —dije.
—Construimos esta ciudad mil años antes de que llegaran los arios. —Caraka hablaba como si él mismo hubiese sido el arquitecto—. Éramos artesanos, comerciantes, hacedores de cosas. Ellos vivían en tiendas, eran pastores de ganado, nómadas, destructores.
Si preguntaba a Caraka, o a cualquier otra persona, quiénes y qué habían sido los harapas, jamás obtenía una respuesta coherente. Aunque sus príncipes y mercaderes solían hacer rodar sellos cilíndricos sobre arcilla húmeda para obtener una bella escritura pictográfica, nadie ha sido capaz de leerla.
—Adoran a la madre de todos los dioses —agregó Caraka, con cierta vaguedad—. Y al dios con cuernos.
Pero no logré saber más que eso por él. Años más tarde supe algo más acerca de algunos dioses harapas, como el dragón Naga, el toro Nandi, el mono Honuman, y varios otros dioses árboles y animales. Aparentemente, el más poderoso es el dios serpiente, y su más siniestra deidad de aspecto humano tiene una serpiente que brota de cada uno de sus hombros, como Arimán.
Sin gran ayuda de Caraka, pronto aprendí a hablar el indo-ario de los gobernantes. Me sorprendió descubrir que tanto los persas como los indo-arios utilizan el mismo término para su común hogar ario, del que proceden también los dorios y los aqueos de Grecia. Ese hogar se halla en alguna parte del mundo situada al norte, y por esto la estrella del norte es sagrada para todos los arios. Debo decir que siempre he encontrado difícil creer que estemos tan estrechamente emparentados con esas tribus bravías, de rubios pastores de ganado, que todavía hoy bajan al sur y atacan a la gente oscura y no muy alta, y queman y saquean sus ciudades, como hicieron los turanios con Bactra.
Hace mil años, por motivos olvidados hace mucho, ciertas tribus arias decidieron no destruir las ciudades del sur, sino habitarlas. Cuando esto sucedió, en Media, en el Ática, en Magadha, los hombres de las tribus fueron civilizados por sus esclavos. Y a pesar de todos los tabúes, se mezclaron por matrimonio. Cuando esto ocurre, el peor salvaje se torna igual al pueblo civilizado que ha conquistado. Se puede ver cómo todavía hoy ocurre esto en las fronteras de Persia, constantemente asediadas por los pueblos salvajes de las estepas, que son ahora como nosotros hemos sido antes, y que querrían ser como somos ahora. Civilizados.
A propósito: Ciro tenía perfecta conciencia del peligro de que sus montañeses persas se asimilaran a la lujuriosa gente de pelo negro a la que habían conquistado. Para defenderse, Ciro insistió en la dura educación militar de todos los jóvenes persas. Nunca debíamos olvidar nuestra herencia aria. Pero cuando Jerjes llegó a la melancólica conclusión de que los persas no difieren de los pueblos a los que gobiernan, abandonó en gran medida el sistema educativo de Ciro. Le dije que era un error. Pero él era el Aqueménida.
Aunque los arios estaban establecidos en el norte de la India mucho antes de Ciro, creo que los antepasados comunes de los medos y los persas llegaron a lo que hoy es Persia aproximadamente al mismo tiempo. Pero mientras los arios persas se establecían en las montañas, los arios medos se apropiaban de las civilizaciones asiria y elamita. Finalmente, los medos fueron tan completamente absorbidos por las antiguas razas oscuras que habían conquistado que, en tiempos de Ciro, el rey ario de Media podría haber sido igualmente un rey asirio o elamita. Debido a un accidente geográfico, los clanes persas lograron conservar su bravo espíritu ario hasta que Ciro se convirtió en monarca universal, como dicen en la India.