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Authors: Gore Vidal

Tags: #Historico, relato

Creación (22 page)

BOOK: Creación
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—No. —La respuesta era breve, pero no concluyente. Como Atosa controlaba en gran parte la administración del imperio por medio de los eunucos del harén, con frecuencia podía influir sobre Darío a una distancia potencial.

—Iré a verla —dije.

Cuando hables con ella, me habré marchado. Estaré conquistando Babilonia. —Jerjes intentaba bromear sin éxito. De repente dijo—: Ciro hizo rey de Babel a su hijo antes de morir.

No contesté. No me atreví.

Mientras arrojábamos la jabalina le conté a Jerjes el sitio de Mileto y la quema de Sardis. Pero estaba mucho más interesado en el romance de Mardonio con Artemisia.

—Lo envidio —dijo Jerjes. Con tristeza, no con envidia.

5

Lais tenía numerosas quejas respecto de Abdera, de su viaje por mar, de los recientes acontecimientos en la corte. Había engordado.

—La cocina tracia. Todo nada en grasa de cerdo. Se ha restablecido, ¿sabes? Mi padre, tu abuelo. Lamento que no lo conozcas. Nos llevamos muy bien. Lo curé, ¿sabes? Pero ¡qué lugar! Nuestros parientes son ahora más tracios que griegos. He llegado a ver a mis primos con gorros de piel de zorro.

Se me dio una descripción completa de las posesiones de la familia de mi padre en Abdera y, además, una serie de inspirados retratos de familiares a quienes aún no conocía.

Como era característico en ella, Lais, después de una separación de tres años, no me preguntó una sola vez por mí mismo. En verdad, jamás ha demostrado el menor interés por mis asuntos cuando estamos juntos y a solas. Cuando hay extraños presentes, o cuando yo no estoy, alaba constantemente mis poderes místicos y mi fervor religioso. Pero si no hubiera sido por mí, Lais no habría tenido lugar en la corte. Debo decir que el hecho de no haber interesado jamás a mí madre no me ha causado ningún dolor. Comprendo demasiado bien su carácter. Y también comprendí desde muy joven que cuando se ponía en primer plano, también yo me beneficiaba. Éramos como un par de viajeros unidos por la casualidad que llegan a ser aliados ante una sucesión de peligros comunes.

Por mi parte, hallé siempre fascinante a Lais. Es, con mucho, la mejor mentirosa que he conocido; y eso que he pasado mi vida en las cortes y entre griegos.

Le dije a Lais que había pedido audiencia a la reina Atosa, pero que aún no me la había concedido. Hizo unos extraños gestos, seguramente para apresurar la hora de mi encuentro con la reina.

Luego, confirmó las sospechas de Jerjes. Desde que Artobazanes comenzó a mostrarse un eficaz comandante en el campo de batalla, Darío había empezado a hablar de un posible cambio en la sucesión.

El hecho de que Mardonio hubiese conquistado Chipre aumentaba también la gloria de la familia de Gobryas.

Mientras tanto, la reina Atosa se había retirado a las cámaras interiores de la tercera casa del harén. Aunque nadie sabía qué estaba planeando, Lais era optimista.

—Atosa hallará la manera de apoyar a su hijo. Sencillamente, es más inteligente que nadie en la corte, sin excluir a —Lais bajó dramáticamente la voz, como si alguien pudiera espiarnos, lo cual no era cierto: no éramos lo bastante importantes— Darío.

—¿Y por qué no le da él a Jerjes la misma oportunidad que a los demás?

—Porque Darío teme la combinación de Atosa y Jerjes. Darío reina en Persia, pero quien gobierna es Atosa. Si Jerjes estuviera a la cabeza de un ejército victorioso en las llanuras de… Caria, o un lugar semejante, y Atosa se encontrara en Susa, y las estrellas mostrasen cierta conjunción…

—¿Traición?

—¿Por qué no? Esas cosas han ocurrido antes. Y Darío lo sabe. Por eso mantiene en casa a Jerjes. Por eso envía a sus demás hijos y sobrinos a ganar toda clase de victorias. Pero Atosa compensa la diferencia.

—¿Estás segura?

—Lo estoy. Pero no será fácil. Todos debemos ayudar. Tú puedes hacerlo ocupando tu legitimo puesto como jefe zoroastriano. Tu tío es un tonto. Puedes reemplazarlo de inmediato.

Luego Lais esbozó su estrategia. Yo seria el jefe de nuestra orden.

No le dije que antes habría preferido la picadura de una de las serpientes de Cibeles. No había nacido para ser sacerdote; y, sin embargo, al mismo tiempo, no sabía con certeza dónde estaba mi futuro. No había demostrado verdaderas aptitudes para la guerra. Siempre podía convertirme en un consejero de estado o en un chambelán de la corte; infortunadamente, los eunucos cumplen estas funciones mejor que nosotros. En el fondo del corazón, sólo quería servir a mi amigo Jerjes, y ver lugares lejanos.

Una semana después de la partida del sombrío Jerjes a Babilonia, la reina Atosa me concedió audiencia. Como siempre, la puerta de sus habitaciones estaba guardada por imponentes eunucos vestidos como reyes. Nunca pude verla en sus habitaciones sin recordar al niño aterrorizado que yo había sido, reptando por la alfombra roja y negra. La alfombra estaba ahora muy deshilachada, pero Atosa jamás reemplazaba nada (ni a nadie) que le gustara.

No encontré cambiada a Atosa. Pero ¿cómo podía cambiar una máscara de esmalte blanco? La acompañaba un sordomudo, lo cual era buena señal. Podríamos hablar libremente.

Se me concedió el privilegio de sentarme a sus pies.

Atosa fue de inmediato a la cuestión.

—Sospecho que Gobryas emplea la magia. Creo que Darío ha sido hechizado. Hago lo que puedo, naturalmente. Pero no puedo deshacer conjuros que no conozco. De modo que ahora apelo al Sabio Señor.

—¿Por mediación mía?

—Sí. Se supone que estás en comunicación con el único dios, el que es distinto de todos los dioses del cielo y de la tierra. Pues bien, quiero que invoques al Sabio Señor. Jerjes debe ser Gran Rey.

—Haré lo que pueda.

—Eso no será suficiente. Quiero que tengas autoridad, que seas el jefe zoroastriano. Por eso estás aquí. Sí. Yo soy quien ha ordenado tu regreso a Susa. En el nombre del Gran Rey, por supuesto.

—No lo sabía.

—No tenias por qué saberlo. A nadie se lo he dicho. Ni siquiera a Lais, que me dio la idea, debo reconocerlo. Lais no ha hablado de otra cosa desde que la conozco. De todos modos, he hablado con los Magos, los tuyos tanto como los míos. Quiero decir, los nuestros. Si aceptas, tu tío se apartará. Todos tienen miedo de ti y hasta es posible que un poco de mí.

Los labios de Atosa estaban pintados de un rosa coral algo llamativo. Por un instante, una sonrisa resquebrajó el esmalte blanco.

—Y yo temo al Gran Rey.

—A Darío le gustas. No pondría objeciones a que fueras el jefe zoroastriano. Ya lo hemos discutido. Además, no perderá un gran general. —La crueldad de Atosa nunca estaba totalmente refrenada.

—Cumplo con mi deber…

—Tu deber está aquí, en la corte. Como jefe zoroastriano, el Gran Rey te escuchará. Como pretende seguir a Zoroastro, tendrá que escucharte. Eso significa que podrás influir sobre él contra el enemigo.

—Gobryas.

—Y su nieto Artobazanes y su hijo Mardonio; todos ellos. Darío está hechizado y debemos exorcizar todos los demonios que lo controlan. —Atosa abría y cerraba las manos. Observé que la estatuilla de Anahita estaba cargada de cadenas y objetos extraños. Era evidente que la reina sitiaba vigorosamente el cielo. Ahora era el turno de importunar al propio Sabio Señor.

No me atreví a decir que no. Atosa era una amiga peligrosa, pero una enemiga letal. Le dije que vería a mi tío.

—No estoy seguro de lo que dirá. Le encanta ser jefe…

Atosa dio una palmada. Se abrió una puerta y entró el jefe de la orden. Parecía aterrorizado, como debía estar. Se inclinó ante la reina, que permaneció de pie, por respeto al Sabio Señor.

Mi tío empezó a canturrear entonces uno de los más famosos himnos de Zoroastro:

—¿Hacia qué tierra he de huir? ¿Adónde conduciré mis pasos? Me alejan de la tribu y la familia…

Así se había dirigido Zoroastro al Sabio Señor al comienzo de su misión. Dejé que mi tío continuara adentrándose largamente en el texto a pesar de la inquietud de Atosa, que prefería las afirmaciones inequívocas de los dioses a las preguntas de los profetas.

Entonces interrumpí con la gozosa promesa, la respuesta suprema, las palabras del profeta mismo:

—A aquel que me sea fiel, le prometo con mente sincera aquello que yo mismo más deseo. Y opresión a quien busca oprimirnos, Oh, Sabio, intento cumplir tu voluntad a través de la justicia. Ésta es la decisión de mi voluntad y de mi mente.

No creo que mi tío se lo tomase muy bien. Era el hijo del profeta. Yo, el nieto. Él estaba en primer término, yo en segundo. Pero sólo dos hombres que caminan por la tierra han oído la voz del Sabio Señor. El primero fue asesinado en Bactra, en el altar. Yo soy el segundo. ¿Habrá alguna vez un tercero?

Cuando terminé el himno, Atosa se volvió hacia mi tío.

—¿Sabes qué se espera de ti?

El jefe de la orden de Zoroastro estaba nervioso.

—Sí. Sí. Volveré a Bactra. Me ocuparé allí del altar del fuego. Y también me ocuparé de transcribir las palabras verdaderas de mí padre. Sobre pergamino. El mejor pergamino. Es aquel que se obtiene cuando la vaca ha sido adecuadamente sacrificada, cuando se bebe haoma exactamente como Zoroastro ha prescrito que se ha de beber, ni una gota de más, en ese lugar sin sol…

—Muy bien. —La voz de Atosa interrumpió la tendencia de mi tío al balbuceo. Le dijo que yo debía ser inmediatamente instalado en mi puesto.

—Todas las ceremonias necesarias se realizarán en el altar del fuego, aquí, en Susa.

Luego, el jefe zoroastriano fue despedido.

—Debemos… rodear al Gran Rey —dijo Atosa.

Pero, como siempre había oídos atentos en las paredes de Atosa, era Darío quien nos rodeaba. El día antes de mi investidura como jefe de la orden, recibí la orden de visitar al Gran Rey.

Me espanté. Siempre ocurre. ¿Sería ejecutado, mutilado, aprisionado? ¿O recibiría honrosas cadenas de oro? La corte aqueménida ha sido siempre un lugar de sorpresas, por lo general desagradables.

Me vestí con ropas de sacerdote. Fue idea de Lais.

—Darío debe respetar a Zoroastro. Y a su heredero.

Pero también Lais estaba preocupada.

Silenciosamente, maldijo a Atosa. Yo pude leer sus labios:

—Es arrogante, peligrosa, senil.

Aunque la vieja reina de ningún modo era senil, había sido descuidada. Nuestra conversación había sido comunicada al Gran Rey.

6

El Gran Rey me recibió en la habitación en que trabajaba. Esta cámara se conserva aún como estaba cuando él vivía. Es una habitación cuadrada, de cielo raso elevado. Los únicos muebles son una mesa de pórfido macizo y un banco alto de madera, un poco incongruente, en el que a Darío le agradaba encaramarse cuando no estaba caminando, para dictar a los secretarios, sentados con las piernas cruzadas al otro lado de la mesa. Si no dictaba, los funcionarios le leían informes de sátrapas, ojos de rey, consejeros de estado, embajadores. Estos documentos que sólo Darío debía leer estaban escritos en un lenguaje especial, de sintaxis simplificada. Era considerable el arte invertido en escribir para sus ojos. Pero, como he dicho, estaba aún más en su terreno con las cifras. Podía restar, sumar y hasta dividir mentalmente, sin utilizar de modo visible los dedos.

Anunció mi entrada el jefe de chambelanes, una reliquia del tiempo de Ciro. Mientras hacía una reverencia ante el Gran Rey, dos secretarios se deslizaron a mi lado, veloces como serpientes. Tendría una cosa única: una audiencia privada. Los latidos de mi corazón eran tan sonoros que apenas oí la orden de Darío:

—De pie, Ciro Espitama.

Con la sensación de estar a punto de desvanecerme, me enderecé. Aunque desvié respetuosamente la vista, observé que Darío había envejecido bastante durante los años que yo había pasado en Sardis. Como ese día no se había molestado en tener el cabello bien peinado, unos rizos grises escapaban de la cinta azul y blanca que usaba, única enseña de su rango. La barba era una maraña gris.

Darío me miró fijamente un largo momento. Inadvertidamente, mí pierna izquierda empezó a temblar. Esperé que mi hábito sacerdotal ocultara ese signo externo de un terror interior absolutamente real.

—Nos has servido bien en Sardis —dijo brevemente. ¿Acaso ese cuasi cumplido era el prefacio de un ominoso «pero»?

—Sirvo en todas las formas al Gran Rey, cuya luz…

—Sí, Sí. —Darío interrumpió mi respuesta ceremonial. Hizo a un lado una pila de rollos de papiro de la satrapía de Egipto. Reconocí los jeroglíficos. Luego hurgó entre una segunda pila de documentos hasta que halló un rectángulo de seda roja donde se había pintado un mensaje con una laminilla de oro, una forma de escribir cartas lujosa pero poco práctica.

Yo no conocía el lenguaje. No era, por cierto; griego ni persa. Darío me ilustró.

—Esto viene de la India. Procede del rey de algún país del que jamás he oído hablar. Desea comerciar con nosotros. Siempre he deseado regresar a la India. Allí está nuestro futuro. En el oriente. Siempre lo he dicho. Ciertamente, nada hay en occidente que valga la pena poseer. —Y agregó, en el mismo tono de voz—: No serás el jefe de la orden de Zoroastro. Lo he decidido.

—Sí, Señor de todas las tierras.

—Sospecho que estarás aliviado. —Darío sonrió, y de repente me sentí casi tranquilo.

—Siempre he deseado servir solamente al Gran Rey.

—¿Y las dos cosas no son la misma?

—Sólo pueden coincidir, señor.

En apariencia, no sería ése el día de mi ejecución.

—Hystaspes no habría estado de acuerdo contigo. —Y entonces, para mi asombro, Darío echó a reír como un guerrero montañés. Nunca recurría en privado a la refinada tos de la corte—. Mi padre te tenía en muy buen concepto. Deseaba que fueras el jefe zoroastriano, como también, naturalmente, la reina.

La tensión retornó. Darío conocía cada palabra cambiada entre la reina Atosa y yo. Ociosamente, el Gran Rey jugueteaba con las letras de oro del cuadrado de seda roja.

—Pero yo he decidido otra cosa. No tienes vocación para eso. Esto ha sido siempre tan claro para mí como para el Sabio Señor, el primero de todos los dioses. —Darío se interrumpió, como si esperara que yo le denunciase por blasfemia.

—Reconozco, señor, lo que siempre ha sido claro para ti. —Era lo mejor que podía decir.

—Tienes tacto, lo cual es bueno. Contrariamente a tu abuelo. Ciro le habría cortado la cabeza a Zoroastro si le hubiese hablado como me hablaba a mí. Pero yo soy… indulgente. —Los dedos de soldado de Darío jugaban con la seda roja y dorada—. En asuntos religiosos. En otros asuntos… —Se interrumpió. Pude ver que trataba de resolver hasta qué punto podía ser franco conmigo.

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