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Authors: Gore Vidal

Tags: #Historico, relato

Creación (24 page)

BOOK: Creación
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Luego, Darío se volvió hacia mí. Me sorprendió comprobar que tenía mi estatura. Yo había pensado siempre que era un gigante. El Gran Rey me miró a los ojos, y yo perdí por completo el ánimo. No está permitido, recuerdo que pensé, mientras esos ojos azul oscuro me miraban fijamente por debajo de sus párpados levemente enrojecidos.

—No debes fallarme, Ciro Espitama. Te doy un año. A lo sumo, dos. En ese tiempo, quiero saber todo lo necesario para preparar la invasión de la India. Quiero ir hasta el fin del mundo, o a Catay, sea cual sea el que esté primero.

—Oír es obedecer, señor.

—Pienso en la India como en mi último regalo a mi pueblo. Por esto debes ser observador, inteligente, inquisitivo. Predicarás el camino de la Verdad, pero no amenazarás a los seguidores de la Mentira.

Con toda razón, Darío temía el celo del verdadero zoroastriano. No deseaba perder dieciséis reinos en la India por el fanatismo religioso de su embajador.

—Haré lo que ordena el Aqueménida. —Llamar por su verdadero nombre al Gran Rey es casi equivalente a jurar por el Sabio Señor.

—Está bien. —Darío me tendió su mano, que besé.

De ese modo fui ennoblecido. Podía ahora comer en su mesa, si era invitado. Como se vio más tarde, jamás fui invitado. Pero mi rango estaba asegurado. Era un noble persa; y si sobrevivía a mi embajada, mi fortuna estaba hecha.

L I B R O
C U A T R O

La India

1

Desde Susa, la embajada a los dieciséis reinos de la India, como nos llamaba, burlonamente, la segunda sala de la cancillería, se dirigió hacia el río Tigris. Descendimos el río hasta el delta en barcas de fondo plano. Allí encontramos a Escílax, con dos trirremes que habían sobrevivido al desastroso sitio de Naxos. Supongo que hubiese debido considerar aquello como un augurio, pero mi humor era demasiado bueno.

Debido al material de aluvión constantemente transportado por las aguas, nunca ha existido un verdadero puerto en el delta, donde el Tigris y el Éufrates se unen para formar una especie de feo lago de escasa profundidad. Los persas, los babilonios, los asirios, han tratado de crear un puerto en esa estratégica confluencia, pero el fango que fluye incesantemente desde la parte alta hasta la parte baja del mundo ha sepultado finalmente cada tentativa. En el reino de Darío se construyó un puerto provisional al borde de una marisma que sólo se podía atravesar por una serie de balsas que se extendían a lo largo de casi una milla sobre el fango y las arenas movedizas. En una oportunidad, vi desvanecerse a un camello y a su conductor antes de que éste pudiera gritar.

Escílax había pensado utilizar aquellas naves para circunnavegar el África. Pero la India adquirió prioridad, y no creo que él se sintiese muy decepcionado, aunque rodear el África era el sueño de su vida, algo que ningún hombre ha hecho, ni hará, probablemente, a pesar de las pretensiones de los fenicios. A juzgar por lo que ellos mismos dicen, han trazado mapas de cada pie del océano que circunda el mundo.

Cada trirreme llevaba ciento veinte remeros y unos treinta marineros, carpinteros, cocineros. Como estas naves han sido construidas para la guerra, y no para el comercio, no hay mucho espacio para los viajeros, a diferencia de lo que ocurre con los soldados. Además de cien soldados, me acompañaba un grupo de doce hombres que tenían fama de conocer bien la India, así como un valioso regalo de la reina Atosa: un esclavo indio llamado Caraka.

—Servirá a nuestros fines —dijo la reina. Y no agregó una sola palabra.

Por otra parte, llevábamos innumerables presentes para los dos reyes. Y transportábamos alimentos para todos, y ocho caballos con sus mozos. Los barcos estaban muy sobrecargados.

Para mi fastidio, Escílax demoró casi toda una semana en acomodarnos a bordo. Pero tenía razón. En los viajes largos, es importantísimo el puesto que inicialmente se asigna a cada hombre. Si hay alguna duda acerca de quién debe hacer qué tarea y dónde, estallan disputas y se deteriora la disciplina. Afortunadamente, como debíamos navegar a lo largo de la costa persa hasta el río Indo, todas las noches los marinos subían las naves a la playa y todo el mundo podía dormir cómodamente bajo las estrellas. Aunque hice lo posible por desempeñar el papel de comandante, Escílax, para mi satisfacción, asumió el mando en mi nombre.

Jamás olvidaré la emoción de la partida. Al despuntar el sol, cuando empezó a soplar el viento del oeste, Escílax ordenó que se alzaran los mástiles. Los remeros iniciaron su tarea y, por vez primera, oí sus rítmicas canciones al compás de la flauta. Cuando esta canción coincide con la de la pulsación interna de un hombre, es posible convertirse en una parte del barco, el cielo y el mar, como en un acto de amor.

A cierta distancia de tierra, se desplegaron las velas cuadradas. Cuando cogieron viento, las naves empezaron a avanzar dando bordadas, y los remeros descansaron. A la izquierda, el desierto brillaba al sol. El cálido viento del oeste olla a mar, a sal, a peces podridos. En toda aquella parte de la costa los nativos habían construido toscas salinas. Cuando el sol evaporaba el agua, los nativos recogían el residuo de sal pura para venderla a las caravanas. Y también hacían conservas de pescado. Esa extraña gente vivía en curiosas tiendas, cuyos armazones eran esqueletos de ballena.

Sólo llevábamos una hora de navegación cuando se presentó Caraka, en apariencia para mi lección diaria de lengua india, pero en verdad con otras preocupaciones en su mente.

—Señor embajador —dijo Caraka. Me pareció muy satisfactorio recibir ese tratamiento, aun cuando mi nueva dignidad sólo fuera la sombra premonitoria de Darío sobre la India—. He estado examinando la nave —dijo Caraka, bajando la voz, como si temiera que Escílax pudiera oírle. Pero el almirante se encontraba a proa, conversando con el piloto.

—Es una magnífica nave —dije, como si la hubiera construido yo.

Desde el principio amé el mar; y si algo lamento ahora es no volver a oír el canto de los remeros, sentir la espuma salada en el rostro, ver salir y ponerse el sol sobre la curva del mar, inmutable y siempre cambiante.

—Sí, señor. Pero el casco está lleno de clavos.

Esto me sorprendió.

—¿Y de qué otra manera se pueden unir las partes de un barco? —pregunté, sin saber a ciencia cierta cómo. Excepto en mi breve visita a Halicarnaso, jamás había observado el trabajo en un astillero.

—Pero los clavos son de metal, señor. —Caraka temblaba de miedo.

—Las clavijas de madera no son buenas para el mar. —Me mostré conocedor. Por lo que sabia, las clavijas de madera bien podían ser superiores a los clavos de metal. Mientras hablaba, me mantuve con las piernas separadas, a imitación de los marinos experimentados.

—Señor, ya he hecho este viaje. Pero en naves indias, en las que no se usan clavos. No nos atrevemos. Es fatal.

—¿Por qué?

—A causa de las rocas magnéticas. —La redonda cara negra me miró con auténtico espanto. Caraka tenía la nariz chata y los gruesos labios de la raza original de la India, los nagas, a veces llamados dravidianos.

Este pueblo de piel oscura domina todavía el sur de la India. Es muy diferente, por el lenguaje y las costumbres, de las tribus de piel blanca y alta estatura que hace mucho conquistaron sus reinos y repúblicas del norte.

—¿Y qué es una roca magnética? —pregunté, verdaderamente curioso, sí no alarmado.

—Eso. —Caraka señaló los desnudos promontorios de la costa—. Esas sierras están hechas de unas rocas que tienen el poder de atraer los metales. Si el barco se acerca mucho, los clavos vuelan a las rocas, los maderos se separan y todos nos ahogamos.

Como no tenía motivos para dudar de sus palabras, llamé a Escílax y le pregunté si había algún riesgo. Escílax se mostró tranquilizador.

—Existen ciertas rocas que atraen el metal; pero si el metal está cubierto de brea, el poder magnético se anula. Como todos nuestros clavos están cuidadosamente protegidos, nada debemos temer. Después de todo, éste es mi tercer viaje por esta región, y te prometo que llegaremos a la India con todos nuestros clavos en su lugar.

Pregunté entonces a Escílax si lo que Caraka había dicho era verdad. Escílax se encogió de hombros.

—¿Quién puede saberlo? Quizá sea cierto con determinadas rocas de algunas costas, pero no en esta costa. Lo sé.

—Entonces, ¿por qué están cubiertos de brea los clavos?

—No lo están. Pero siempre aseguro a los indios que es así. De otro modo, huyen del barco. He observado, por otra parte, una cosa extraña. Nadie ha mirado nunca si los clavos están embreados o no.

Hasta hoy, siento curiosidad por saber si esas rocas magnéticas existen. Por cierto, todos los marinos indios que he conocido, sin excepción alguna, están convencidos de que si se emplea un sólo trocito de metal en la construcción de una nave, será extraído por una fuerza diabólica y la nave se hundirá. En la India, las naves están sujetas con cuerdas.

—No es un mal método para construir barcos —concedió Escílax—. Por violentos que sean las olas o el viento, no es posible hundirse, puesto que el agua no hace otra cosa que pasar por entre los maderos.

Desde el delta del Tigris y el Éufrates hasta el delta del Indo hay unas novecientas millas. La franja desértica que se extiende entre el mar y las tierras altas de Persia debe ser la más árida de la tierra. Como el agua dulce es muy escasa, la costa apenas puede alimentar a un puñado de pescadores, salineros, pescadores de perlas y piratas.

Al tercer día, al ocaso, justamente detrás de un grupo de islas de coral, vi el altar del fuego en Bactra, vi a mi abuelo, vi el ataque de los turanios, vi la masacre. Aunque esa aparición mágica o espejismo duró apenas un instante, entendí, maravillado, que era un mensaje de Zoroastro. Él, en persona, me recordaba que todos los hombres deben seguir a la Verdad, y me sentí culpable, puesto que mi viaje no recorría el camino de la Verdad, sino el del águila dorada de los Aqueménidas. Posteriormente, en la India, me sentiría aún más desleal a mi abuelo. Aunque jamás perdí la fe en las enseñanzas de Zoroastro, los sabios de la India me dieron la incómoda conciencia de que hay tantas teorías de la creación como dioses en Babilonia. Algunas de estas teorías me parecen fascinantes, si es que no responden a la verdad o a la Verdad.

Demócrito quiere saber cuál es la más extraña. Puedo responder que ésta: nunca hubo una creación; no existimos; todo es un sueño. ¿Quién es el que sueña? El que despierta… y recuerda.

Durante las semanas que nos llevó alcanzar el río Indo encontramos calmas, y fue preciso recurrir a los remeros, que se debilitaban cada vez más bajo el sol ardiente, o fuimos impulsados hacia el noreste por los vientos. Con las velas desplegadas, estábamos siempre en peligro, porque nunca nos veíamos lo bastante lejos de los puntiagudos corales como para que una súbita ráfaga no pudiera provocar el naufragio. Pero Escílax era un avezado marino que jamás había perdido un barco. Quienes no han sufrido desastres menores, están normalmente reservados para los mayores.

Sin embargo, pude utilizar ventajosamente aquellas semanas. En mi juventud aprendía rápidamente cosas nuevas, y Caraka era un excelente maestro. Cuando avistamos el fango azul-negro del delta del Indo, ya dominaba los fundamentos de la lengua india, o así lo creía. Como luego descubrí, Caraka me había enseñado un dialecto dravidiano, casi tan ininteligible como el persa para los arios de los dieciséis reinos.

Afortunadamente, Caraka conocía las suficientes palabras arias para ayudarme a empezar a comprender no sólo una nueva lengua, sino también un nuevo mundo. La lengua de un pueblo es la que mejor explica los dioses que adora y la clase de hombres que sus miembros son o querrían ser. Aunque la lengua de los indo-arios no se parece al dravidiano, es similar al persa; esto demuestra la antigua teoría de que en un tiempo todos éramos parte de una misma tribu del norte y compartíamos, hasta Zoroastro, los mismos dioses. Ahora, los dioses arios se han convertido en nuestros demonios.

Escílax me habló mucho de su primer viaje por el Indo.

—Al principio, Darío deseaba toda la India. Aún la desea, por supuesto; pero, entre nosotros, es demasiado viejo para una larga campaña. Debía haber marchado hacia el este apenas conquisté para él el valle del Indo.

—Pero no podía. Había una rebelión en Babilonia. Había…

—Siempre hay alguna otra cosa que hacer. Pero si se quiere el mundo, hay que olvidar los lugares insignificantes, como Babilonia.

Reí. Siempre es un alivio no estar en la corte. Como Escílax, sólo llevaba un trozo de tela pasado por entre las piernas y arrollado a la cintura, y un chal de algodón de la India, para protegerme del sol. En nada nos diferenciábamos de los remeros. Aunque Escílax debía de tener más de cincuenta años en aquel momento, su cuerpo era duro y delgado como el de un joven. La sal conserva a los hombres tanto como al pescado. Los marinos siempre parecen más jóvenes de lo que son.

—Babilonia es la mayor ciudad del mundo —dije.

Escílax no estaba de acuerdo.

—Tal vez en un tiempo lo fuera. Pero las ciudades de la India son mucho más grandes y más ricas.

—¿Has visto realmente alguna de ellas?

—Solamente Taxila. Es mayor que Sardis, y su riqueza no tiene comparación. Pero los hindúes aseguran que no es más que una ciudad de frontera.

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