Corsarios Americanos (9 page)

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Authors: Alexander Kent

Tags: #Histórico

BOOK: Corsarios Americanos
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—Amigo mío, ¡su padre es socio de una de las compañías más poderosas de la City! Tiene contratos con el ejército, influencias en todas partes! ¡Cuando veo al joven Quinn, me maravilla su audacia al negarse a aceptar ese enorme poder y esa fortuna! Para preferir esto a aquello, o hay que estar loco, o hay que ser un valiente.

Un pez de gran tamaño afloró a la superficie del agua y volvió a sumergirse al instante. Bastó eso para cortar la respiración de Couzens y algunos más.

—¡Alto! ¡Quietos! —Bolitho alzó el brazo para detener a los remeros.

De nuevo, con el alzarse de los remos que goteaban apoyados sobre la regala, notaba la imponente presencia del mar y la soledad en que se hallaban. Oyó el gorgoteo del agua junto al timón, provocado por la inercia del bote que avanzaba todavía contra las olas. Un nuevo chapoteo surgió más allá de la proa. Más cerca sonaba el pesado jadeo de los remeros.

Entonces Quinn susurró a su lado:

—¡Creo que oigo el otro bote, señor!

Bolitho asintió y volteó su cara hacia estribor, de donde procedía un amortiguado chirrido de remos. Sparke se había mantenido navegando al mismo rumbo y a velocidad similar a la suya. Bolitho ordenó:

—¡Todos a bogar!

A su lado Couzens soltó una tos nerviosa y preguntó:

—Se… señor, ¿cuántos cree que pueden ser los enemigos?

—Depende. Si han apresado ya uno o dos buques, habrán dejado tripulantes en cada uno de ellos e irán cortos de gente. Si no, podríamos enfrentarnos al doble de los que somos nosotros, o incluso más.

—Entiendo, señor.

Bolitho se dio la vuelta. Couzens quizá no lo apreciaba, pero lograba hablar del tema manteniendo una frialdad que habría hecho justicia a un veterano.

La niebla que acariciaba su mejilla era como un aliento helado. ¿No avanzaba ahora más rápida que antes? Se imaginó que si el viento arreciaba de nuevo la niebla escamparía; los dos botes perderían el camuflaje y quedarían a merced de los cañones de la goleta. Un solo disparo de cañón giratorio era capaz de diezmar a sus hombres sin darles siquiera tiempo a reaccionar.

Escrutó con calma a los remeros que trabajaban, así como a los que esperaban su turno para relevarles. ¿Cuántos de ellos se pasarían al enemigo en caso de ser derrotados? Eso ocurría con bastante frecuencia. Bastaba con que un buque corsario tomase prisioneros ingleses. También la Armada reclutaba hombres entre las embarcaciones apresadas. En la dotación del
Trojan
figuraba más de un marino apresado en acciones contra el enemigo durante los últimos dos años. Algunos venían de otros barcos; otros, de tierra firme. Todos preferían luchar en el bando de sus antiguos adversarios a enfermar y morir en una mazmorra. Mientras había vida, la esperanza permanecía intacta.

Bolitho alzó la mano para acariciar la cicatriz que latía de nuevo, molesta, como si quisiera taladrarle el cráneo.

Stockdale abrió una rendija en la tapa de la linterna e iluminó durante un instante el rumbo en la aguja.

—Sigamos tal como vamos, señor —dijo, y pareció que eso le hacía gracia.

Palada tras palada, como si no hubiera fin. Los relevos de los remeros, el oído atento a la presencia del bote del señor Sparke, la guardia atenta ante cualquier indicio de peligro.

Bolitho pensó que el patrón de la goleta, hombre del país, conocía la zona y debía de haber mantenido el trapo para avanzar entre la niebla. Estaría ahora a millas de distancia, buscando una costa desconocida de Nueva Inglaterra y se reiría de esos hombres que sufrían tirando de los remos.

Permitió entonces que su mente considerase lo que aparecía cada vez más como una posibilidad real.

En caso de arribar a una costa extraña, podían esconderse hasta hallar un velero del que apropiarse para escapar con él. ¿Y luego qué?

—Señor —avisó Balleine bruscamente—, por ahí creo ver una especie de resplandor.

Bolitho se arrastró de nuevo hasta la proa, olvidando de pronto todas sus elucubraciones.

—Ahí, señor.

Bolitho forzó sus ojos intentando franquear la oscuridad. Una especie de resplandor, había dicho Balleine; la frase describía mejor que nada aquel brillo apenas atisbado, más parecido al de una ventana de una taberna vista a través de la niebla costera. Sin forma alguna, sin ubicación.

—Un fanal o una linterna. —Balleine se remojaba los labios con la lengua—. Colgada de lo alto. No le extrañe que por aquí cerca circule algún cómplice suyo.

Los cálculos de Bunce no podían ser más precisos. Cualquier error en el rumbo les hubiese hecho pasar de largo junto al barco enemigo, sin verlo a pesar de la luz que mostraba. Debía de hallarse a una milla o menos de distancia.

—¡Alto todos! —ordenó Bolitho. Luego regresó a su lugar junto al timonel y explicó—: Muchachos, el enemigo está ahí, en proa. Por nuestra deriva, calculo que le alcanzaremos por la proa o por la popa. Saltaremos a bordo por el extremo en que lleguemos.

Quinn hizo oír su voz queda:

—¿El señor Sparke viene con nosotros, señor?

Al mismo tiempo se oyó un grito de Sparke:

—¿Está listo, señor Bolitho? —Sonaba impaciente y provocador, como si hubiese ya olvidado las dudas que mostraba antes.

—Sí, señor.

—Atacaremos por uno de los extremos. —El bote mandado por Sparke surgió de la niebla; el blanco de la camisa y los calzones del teniente contribuían a darle un aspecto fantasmagórico—. De esa forma les dividiremos en dos flancos.

Bolitho no respondió, pero sintió que su corazón se encogía. Al atacar por los extremos, el grupo que tuviese que desplazarse hasta el punto más lejano corría más peligro de ser visto antes de lanzar sus ganchos de abordaje.

Los remeros de Sparke se pusieron en marcha de nuevo mientras el teniente avisaba:

—Yo atacaré por la popa.

Bolitho esperó a que el bote se apartase para dar orden a sus hombres de reanudar la marcha.

—¿Todo el mundo sabe lo que tiene que hacer?

Couzens asintió de un gesto, su semblante tenso y concentrado.

—Yo me quedaré a bordo del bote, señor.

—Yo le reforzaré a usted, señor… Dick —explicó Quinn con voz agitada—, y me haré con el control de la cubierta de proa.

Bolitho asintió:

—Balleine debe retrasar a sus hombres hasta que estén listos para disparar sus mosquetes.

Cairns había dado instrucciones muy concretas sobre ese particular. Si las armas estaban cargadas desde el principio, cualquier torpe podía dar la alarma con un disparo accidental.

Bolitho empuñó su sable curvado y separó del cinto la funda donde reposaba, que acabó cayendo en el fondo del bote. Allí esperaría hasta que hiciera falta de nuevo. De llevarla colgada en un ataque como el que preparaban corría el riesgo de tropezar y caer bajo la hoja de un machete enemigo.

Resiguiendo el filo del arma con el dedo, mantuvo la mirada fija en el resplandor que parpadeaba más allá de la proa. A medida que se acercaban a él se volvía más pequeño, pues se reducía el efecto distorsionador de la niebla.

Le pareció que por el rabillo del ojo veía el chapoteo de los remos de Sparke, que debía de haber ordenado avanzar a toda velocidad para lanzarse ya al ataque.

En un instante, Bolitho vio cómo los mástiles y botavaras de la goleta que iba a la deriva brotaban del cielo lechoso; parecían negrísimas barras metálicas. La luz misteriosa se transformó de pronto en un fanal que relucía sin temblor alguno.

Stockdale agarró el brazo del joven Couzens. El pobre chico saltó asustado como si hubiera recibido un sablazo.

—Tome, señor, coloque el puño sobre la caña del timón —le guió como si Couzens fuese ciego—. Usted me releva al timón en cuanto yo dé la orden. —Con la otra mano, Stockdale recogió el viejo machete que usaba, casi dos veces más pesado que los de fabricación más moderna.

Bolitho alzó el brazo. Los remos quedaron suspendidos en el aire, sujetos por las manos de los remeros y los escálamos del barco, parecidos a un ala de un pájaro que hubiese perdido sus plumas.

Esperó y observó conteniendo la respiración; notaba bajo sus pies el empuje de la corriente y la presión que ejercía la pala del timón. Con un poco de suerte, la arrancada les llevaría hasta chocar con la curvada amura de la goleta, en algún lugar bajo el bauprés.

—¡Remos a bordo! —Las órdenes surgían en un feroz susurro, aunque le parecía que los latidos de su corazón, que empujaba contra sus costillas, podían oírse más allá de Boston. Sus labios permanecían contraídos en una mueca que no podía dominar. Locura, desesperación, terror. Todo se mezclaba.

—¡Ganchos listos!

Observó que el airoso bauprés se deslizaba por su costado a toda velocidad, como si la goleta avanzase a toda vela con intención de hundirles bajo la amura de su proa. Enseguida vio a Balleine erguido sobre sus pies, estudiando la distancia con el gancho en la mano. Su cabeza se encogió entre los hombros para librar el barbiquejo que parecía querer arrancársela.

Sonó una explosión seguida de un grito largo y profundo. Bolitho vio y oyó que todo sucedía en un segundo. El resplandor que parecía surgir de la superficie del mar, la respuesta que mandaba el barco desde lo alto, los gritos y los gestos asustados, justo antes de que nuevas explosiones rompieran el agua en dirección a los gritos.

Se alzó sobre sus pies:

—¡Listos, muchachos!

Decidió no contar para nada con Sparke, el muy imprudente había permitido que alguien sostuviese un mosquete cargado. El arma, al dispararse, alcanzó a uno de sus propios hombres. Ahora ya era demasiado tarde. Tanto para unos como para otros.

Bolitho alargó su brazo para agarrarse al cabo que aseguraba el gancho de abordaje. Éste acababa de alcanzar el bauprés de la goleta y sujetaba el bote, que se mecía entre los cables del bauprés y las tablas de la amura.

—¡A por ellos, muchachos!

Un instante después se arrastraba ya sobre pies y manos, incomodado por el sable colgado de su muñeca que le impedía escalar la pared vertical del casco.

El otro extremo del barco aparecía iluminado por los disparos de mosquete. A medida que los hombres de Bolitho gateaban por encima del castillo de proa, sorteando herrajes que no conocían, nuevos disparos sonaron sobre el puente y a su alrededor. Los fogonazos que volaban alrededor del bote y sus sombras parecían llenar la oscuridad de espíritus enloquecidos.

A su lado oyó a Quinn, jadeante, que tropezaba. Pocos pasos más adelante se adivinaba la forma inmensa de Stockdale, cuyo machete oscilaba de un lado a otro como si husmease en busca del enemigo.

Algo voló en la oscuridad y un hombre cayó entre aullidos con una lanza que le atravesaba el pecho. Aumentaron las explosiones. Otros dos hombres del bando de Bolitho fueron abatidos sobre la cubierta.

Pero habían logrado avanzar. Bolitho empuñó con fuerza el mango de su sable y gritó:

—¡Rendíos en nombre de Su Majestad!

Eso trajo una oleada de maldiciones y voces de desprecio, como él ya esperaba. Pero logró unos segundos de respiro en la acometida del enemigo, vitales para establecer su posición a bordo. De un sablazo logró arrancar el arma que alguien avanzaba hacia él. En el instante en que el hombre intentaba retroceder, Bolitho oyó el golpe del machete de Stockdale que le hendía el cráneo, y luego el gruñido del fornido luchador al arrancar el arma de entre los huesos.

A partir de ahí la lucha fue cuerpo a cuerpo y sable contra sable. Bolitho oía tras él las maldiciones y aullidos de Balleine y las detonaciones de sus disparos, con los que intentaba abatir a los tiradores que se habían aupado a los obenques para apuntar mejor hacia el grupo invasor.

De entre los defensores, destacó una cara barbuda que miró fijamente a Bolitho. Éste notó enseguida el choque de aceros que las hojas de los dos sables transmitían al frotarse. Ambos hombres se apartaron de la conmoción general buscando espacio donde pelear. Las sombras que les rodeaban parecían tambalearse como borrachos enloquecidos. El choque de los machetes y las armas hacía saltar chispas en la oscuridad, y las voces sonaban deformadas por el odio salvaje, el miedo y la furia.

Bolitho se agachó para embestir por bajo el pecho del adversario y, aprovechando que éste se echaba atrás, le clavó la punta del sable en el cuello con tanta rabia que se lastimó la muñeca.

A pesar de ello, los defensores conseguían hacerles retroceder hacia el castillo de proa. Bolitho oyó un disparo de cañón que le pareció lejano, a cien millas de distancia. Su mente obcecada le hizo creer que se trataba de un navío amigo en las cercanías, que avisaba de su proximidad y de la prontitud de sus refuerzos.

Perdió el equilibrio cuando sus zapatos resbalaron sobre una mancha de sangre. Un marinero agonizante, al que la masa de hombres en lucha pateaba y magullaba sin piedad, intentó agarrar uno de sus tobillos.

Otro hombre lanzó un aullido y se precipitó desde la jarcia a la cubierta, donde llegó cadáver ya a causa de una bala de mosquete. Su cuerpo, sostenido entre la masa de marineros que se enfrentaban en apretujada multitud, pareció bailar durante un rato la danza de los borrachos, como si se resistiera a morir.

Bolitho vio dos piernas cubiertas de blancos calzones acorraladas contra la borda. Tenía que ser Quinn. Le atacaban dos hombres al mismo tiempo y, aunque Bolitho llegó a tiempo para atizar un sablazo sobre el hombro del primero y hacerle a un lado, ya Quinn se llevaba las manos al pecho, herido y jadeante, cayendo de rodillas tras perder la espada.

Su atacante, llevado por la pasión del combate, pareció no apercibirse de la llegada de Bolitho. Erguido ante el teniente, levantó el brazo y tomó balance con su arma para asestar el golpe fatal. Bolitho le agarró de la manga y le hizo girar sobre sí mismo usando su misma inercia para desequilibrarle. Luego le golpeó la mandíbula con el mango de su sable, y de nuevo su muñeca se resintió con dolor.

El hombre se alzó dando un cabezazo y se preparó para atacar de nuevo; su boca parecía escupir los dientes que el golpe le había fracturado. Pero su acometida se paralizó de repente; sus ojos blancos, destacados en la oscuridad, sobresalían como guijarros; dio una pirueta, giró sobre sí mismo y cayó. Balleine saltó hacia adelante, agarró el mango del hacha que acababa de hundir en la espalda del hombre y tiró de ella como si se tratase de un utensilio de cocina.

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