Corazón enfermo (24 page)

Read Corazón enfermo Online

Authors: Chelsea Cain

Tags: #Policíaco, #Thriller

BOOK: Corazón enfermo
10.59Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Esta casi todo igual —dijo Sarah mientras colocaba los alimentos en un gran frigorífico de acero—. La policía nos dijo que todo sucedió en mi despacho, ¿verdad?. Ella cambio algunos muebles, pero la mayoría están como la última vez que estuvo aquí. —Miró a Archie, comprensiva—. Si quiere echar un vistazo…

—Si —respondió Archie, incluso antes de darse cuenta de haberlo dicho—. Me gustaría.

Ella le hizo un gesto con la cabeza indicando que podía ir solo. Archie se lo agradeció. Dejó a Sarah y a Noah en la cocina y se encaminó hacia la habitación en donde Gretchen Lowell lo había drogado.

Las pesadas cortinas de terciopelo verde estaban echadas, pero el sol entraba como un cuchillo a través de una rendija. Encendió la luz, se puso dos pastillas en la boca y las trago.

La alfombra era diferente. La habían cambiado. Tal vez el personal del laboratorio había cortado la mancha de café o quizás los policías habían recorrido la estancia demasiadas veces con los zapatos embarrados; o, sencillamente, habían decidido redecorar. El gran escritorio de cedro estaba contra la pared, y no frente a las ventanas, donde lo había colocado Gretchen. Por lo demás, todo estaba igual. Las estanterías con libros al fondo; el reloj de pared con las agujas inmóviles, todavía señalando las tres y media; las sillas acolchadas con el tapizado de rayas. Tomó asiento en el mismo lugar que aquel día. Ahora lo recordaba todo. El vestido negro de manga larga que llevaba Gretchen, con una chaqueta de cachemir de color crema. Se acordaba de que había admirado sus piernas cuando se sentaron. Una mirada inocente que ella notó. Después de todo, él era un hombre y ella una hermosa mujer; se le podía perdonar no haber podido disimular.

—Lo he visto otras veces ahí fuera. —Sarah había aparecido a su espalda, junto a la puerta.

—Lo siento —volvió a disculparse Archie—. Este lugar, su casa, es el último lugar en el que recuerdo haberme sentido bien.

—Ha pasado por una experiencia terrible —dijo Sarah—. ¿Está recibiendo algún tipo de terapia?

El detective cerró los ojos y reclinó su cabeza contra el respaldo de la silla.

—Dios —dijo con una sonrisa—. Usted es psiquiatra.

—En realidad, psicóloga —lo corrigió ella, encogiéndose de hombros—. También doy clases en Lewis CU Así fue como Gretchen Lowell nos encontró. Pusimos un anuncio de alquiler en un boletín de la universidad. Pero todavía tengo consulta. —Hizo una pausa—. Si está interesado, me encantaría tenerlo como paciente.

Así que aquélla era la razón por la que lo había invitado a entrar. Un paciente que hubiera pasado por un trauma como el suyo sería extraordinariamente interesante para un psicoanalista.

—Ya estoy viendo a alguien —dijo Archie, mirando hacia el lugar de la alfombra en donde había caído, incapaz de moverse, viendo todo, de repente, tremendamente claro—. Todos los domingos.

—¿Le está ayudando?

Pensó un poco la respuesta.

—Su metodología es un poco heterodoxa —contestó lentamente—. Pero creo que ella le diría que está funcionando.

—Me alegro —replicó Sarah.

Archie echó un último vistazo rápido a la habitación y luego a su reloj..

—Tengo que irme. Gracias por invitarme a entrar. Ha sido muy amable por su parte.

—Siempre me gustó esta habitación —dijo Sarah, mirando a través del gran ventanal—. Con las cortinas abiertas se pueden ver los ciruelos.

—Sí —afirmó Archie, y como si tuvieran un viejo amigo en común, agregó—: A Gretchen también le gustaban.

CAPÍTULO 29

Archie sabía que Debbie lo llamaría cuando viera el segundo artículo de Susan. Poco le importaba aún no fueran las siete de la mañana del domingo. Sabia que él estaría despierto. Había un asesino suelto y el reloj continuaba su marcha inexorable, aunque no pudieran hacer mucho más que esperar a que algo sucediera. Dormir significaba reconocer la derrota. Se había sentado en su sofá leer una copia de los correos electrónicos de Lee Robinsón. No había nada como revisar los pensamientos íntimos de una adolescente muerta para sentirse un voyeur degenerado. Había desayunado café y dos huevos pasados por agua, únicamente para no tener el estómago vacío y poder tomar algunas vicodinas. Siempre se concedía algunas píldoras suplementarias los domingos.

—¿Lo has visto? —preguntó Debbie.

Archie se recostó y cerró los ojos.

—No. Cuéntame.

—Habla sobre Gretchen, y de lo que te hizo.

«No saben ni la mitad de lo que me hizo», pensó Archie.

—Bien. ¿Hay fotos?

—Una tuya y otra de Gretchen.

Abrió los ojos. Tenía las vicodinas sobre la mesa. Las alineó en fila, como si fueran dientes.

—¿Cuál de Gretchen?

—La foto de la ficha policial.

Archie sabía cuál era. Era la primera vez que Gretchen había sido detenida. Había intentado pasar un cheque sin fondos en Salt Lake City en 1992. Tenía diecinueve años, el cabello largo hasta los hombros y rizado, una expresión de sorpresa y rostro demacrado.

Archie esbozó una sonrisa.

—Bien. Ella odia esa foto. Estará enfadada. ¿ Alguna otra cosa?

Tomó una pastilla y la hizo girar entre sus dedos.

—Susan Ward sugiere que habrá sórdidos detalles, que ella revelará, sobre tu muy discutido cautiverio.

—Bien. —Se puso la Vicodina en la boca, saboreando Jurante un segundo el amargo gusto a tiza antes de tragarla con un sorbo de café frío.

—La estás utilizando. —La voz de Debbie era grave, y Archie casi podía sentir su calor en el cuello—. No es justo por tu parte.

—Me estoy utilizando a mí mismo. Ella es sólo un vehículo.

—¿Y los chicos?

Los efectos del opiáceo hacían que su cráneo se sintiera blando, como el de un bebé. Levantó una mano y se tocó la nuca, notando el cabello debajo de sus dedos. Cuando tenía diez meses, Ben se había caído de la mesa mientras lo cambiaban y se había roto el cráneo. Habían pasado la noche entera en la sala de urgencias. No. Para ser justos, Debbie se había pasado allí la noche entera. Archie se había marchado del hospital por la mañana temprano, tras recibir una llamada Habían encontrado otro cadáver de la Belleza Asesina. Sólo había sido una más entre la multitud de veces que Archie había abandonado a Debbie por Gretchen. Podía recordar da una de las escenas de los crímenes. Cada detalle. Pero incapaz de acordarse de cuánto tiempo había pasado Ben en el hospital, o de en qué sitio de su cabeza se había hecho exactamente aquella fractura.

—¿Estás ahí? —Oyó la débil voz de Debbie a través del auricular—. Di algo, Archie.

—Léeles los artículos. Les ayudará a entender.

—Se asustarán muchísimo. —Hizo una pausa—, pareces muy drogado.

Sentía la cabeza como agua tibia, algodón y sangre.

—Estoy bien. —Tomó otra Vicodina y la frotó entre sus dedos.

—Es domingo. No querrás estar drogado cuando la veas.

Le sonrió a la pastilla.

—A ella le gusta verme drogado.

Lamentó aquellas palabras tan pronto como salieron de su boca.

La línea quedó en silencio, y Archie pudo sentir cómo Debbie dejaba que se alejara un poco más.

—Voy a colgar —dijo ella.

—Lo siento —respondió. Pero ella ya se había ido.

Minutos después, cuando el teléfono volvió a sonar, Archie pensó que era Debbie llamándole de nuevo. Lo cogió de inmediato, sin dejar que sonara dos veces. Pero no era ella.

—Soy Ken, de Salem. Tengo un mensaje para usted de Gretchen Lowell.

«Que caigan bombas», pensó Archie.

CAPÍTULO 30

Casi dos horas más tarde, Susan se despertó con un fuerte dolor de cabeza y el estómago revuelto. Se había tomado toda la botella de Pinot con el estómago vacío ¿Por qué hacía esas cosas? Se levantó con cuidado, y se dirigió con precaución hacia el baño, donde se sirvió un gran vaso de agua, tomó tres comprimidos de ibuprofeno y se cepilló los dientes. El aposito de su dedo se había caído durante la noche y sobre la pequeña herida se había formado una costra como una desagradable media luna. Se chupó el dedo durante un minuto, sintiendo el gusto metílico de la sangre en la boca, hasta que el corte fue casi invisible.

Después se encaminó desnuda hasta la cocina, donde se preparó una taza de café y se sentó en el sofá azul del Gran Escritor. Era demasiado temprano para que la luz entrara ¡ través de las ventanas que daban al norte, pero ella podía ver el cielo azul más allá del edificio de la acera de enfrente. Las largas sombras se extendían sobre la calle. A Susan, la luz del sol siempre le había parecido amenazadora. Había terminado su segunda taza de café, cuando sonó el timbre.

Susan se puso el quimono y cuando abrió la puerta se encontró con el detective Henry Sobol. Su cráneo calvo recién afeitado, brillaba bajo las luces del pasillo.

—Señorita Ward —dijo—, ¿está usted libre?

—¿Para qué?

—Archie se lo explicará. Está abajo, en el coche. No he podido encontrar un maldito sitio para aparcar. Su vecindario está inundado de yuppies que llevan el coche a todas partes.

—Sí, son terribles. ¿Me puede dar unos minutos para vestirme?

Él asintió.

—Esperaré aquí.

Susan cerró la puerta y volvió al dormitorio a cambiarse. Se dio cuenta de que estaba sonriendo. Aquello sólo podía significar que había novedades en el caso, y eso suponía más material. Se puso un par de vaqueros ajustados, con un desgarrón en la rodilla, muy a la moda, y una camisa de manga larga, de rayas negras y blancas, que le gustaba mucho y le daba un aspecto muy francés, o al menos eso creía, y luego se cepilló enérgicamente el cabello rosa.

Se calzó un par de botas camperas, guardó la grabadora digital, la libreta y el tubo de ibuprofeno en el bolso, y se dirigió a la puerta.

El Crown Victoria de Henry, sin identificación policial, estaba esperando frente al edificio de Susan, con Archie en el asiento del acompañante mirando algunos documentos en su regazo. El sol invernal, casi blanco, apenas destacaba en el pálido y claro cielo y el coche brillaba resplandeciente bajo la luz. Susan levantó la vista al cielo, con aire desolado, al subir al asiento trasero del coche. Otro hermoso día de mierda.

—Buenos días —suspiró, colocándose unas enormes de sol—. ¿Que sucede?

—Le has escrito a Gretchen Lowell —afirmó Archie.

—Sí.

—Te pedí que no lo hicieras.

—Soy periodista —le recordó Susan—. Estaba intenso recopilar información.

—Bueno, tu carta y tus artículos la han dejado intrigado y hora le gustaría conocerte.

El dolor de cabeza de Susan desapareció de inmediato.

—¿De verdad?

—¿Estás preparada?

Se inclinó hacia delante, entre los dos asientos, con sus ojos brillando de entusiasmo.

—¿Estás bromeando? ¿Cuándo? ¿Ahora?

—Nos dirigimos hacia allí.

—Vale, adelante asintió. Tal vez pueda escribir un libro sobre todo aquello después de todo.

Archie se giró para mirar a Susan. Su rostro estaba tan serio y ojeroso que consiguió eliminar el entusiasmo de ella en un instante.

—Gretchen está loca. Siente curiosidad por ti, pero sólo en la medida en que pueda manipularte. Si vienes, vas a tener que seguir mis indicaciones y contenerte.

Susan trató de que en su rostro apareciera una expresión de honestidad profesional.

—Soy famosa por mi moderación.

—Esto es algo que voy a lamentar —le dijo Archie a Henry.

Henry sonrió, se puso un par gafas de espejo que tenía colocadas sobre su cabeza y encendió el motor.

—¿Cómo sabías dónde vivo? —preguntó Susan mientras se dirigían hacia la autopista sur.

—Lo averigüé —respondió Archie.

Susan se alegró de que lan no hubiera estado allí—. Su apartamento no tenía muchos sitios donde esconderse, y si Henry lo hubiera visto, sin duda se lo habría dicho a Archie. Que Archie supiera que ella se acostaba con lan no significaba que quisiera recordárselo. De hecho, esperaba que olvidara semejante confidencia.

—Menos mal que estaba sola —dijo—. Por eso he podido dejarlo todo tan pronto.

Le pareció ver que Henry sonreía.

La mirada de Archie no se apartó del que estaba examinando.

Susan enrojeció.

El viaje a la prisión duraría una hora. Ella se cruzó d brazos, se reclinó y se esforzó en mirar por la ventanilla. Pero no se mantuvo callada mucho tiempo.

—¿Sabíais que Portland estuvo a punto de llamarse Boston? Dos de los fundadores tiraron una moneda al aire para decidir. Uno de ellos era de Portland, en Maine. El otro era de Boston. ¿Adivináis quién ganó? —Nadie respondió, Susan jugueteó con los hilos blancos de uno de los desgarrones de sus vaqueros—. No deja de resultar irónico —continuó—, porque suele describirse a Portland como el Boston de la costa oeste. —Archie siguió leyendo. «¿Por qué no puedo dejar de hablar?». Se prometió que no iba a decir otra palabra a menos que uno de ellos le hablara primero.

El viaje transcurrió en el más completo silencio.

A un lado de la autopista, se alzaba la penitenciaría del estado de Oregón, formada por un conjunto de edificios de diferentes estilos, de color arena, encerrados tras un muro coronado por alambre de espino. Se trataba de una prisión de máxima seguridad, pero también albergaba presos comunes, tanto hombres como mujeres, y tenía el único pabellón de condenados a muerte del estado. Susan había pasado junto a ella docenas de veces, cuando volvía a casa de la universidad pero nunca había tenido oportunidad de visitarla. Henry aparco el coche en el espacio reservado para vehículos policiales, cerca de la entrada principal. Un hombre de mediana edad, con pantalones caqui planchados impecablemente y una casa blanca, les esperaba ante la escalera de uno de los edificios principales, reclinado contra la barandilla, con los brazos cruzados. Tema facciones suaves, una calvicie incipiente y una panza prominente que tensaba peligrosamente su camisa. En su cinturón, llevaba un estuche de cuero con el móvil. Un abogado, pensó Susan, amargamente. Se dirigió hacia ellos cuando Archie, Henry y Susan bajaron del coche.

—¿Cómo se encuentra hoy? —le preguntó Archie.

—Irritada —contestó el abogado. Le goteaba la nariz «se la ha secado con un pañuelo de tela blanco—. Como todos los domingos. ¿Es la periodista?

—Sí.

Tendió una mano enfermiza hacia Susan, que la estrechó indecisa. Él le dio un apretón firme y decidido.

Other books

The Borrowers Afloat by Mary Norton
Pirates of the Thunder by Jack L. Chalker
The Winter of the Robots by Kurtis Scaletta
Bound in Moonlight by Louisa Burton
Wolf Totem: A Novel by Rong, Jiang
The Fifth Codex by J. A. Ginegaw
Ritos de muerte by Alica Giménez Bartlett