—Lo siento —dijo Susan, y guardó el libro en su cañera. Se encogió levemente de hombros, sintiéndose tremendamente mal—. Era sólo un complemento para la entrevista.
Él guardó silencio, pasándose la mano por la nuca. Deseó que él se diera la vuelta, para poder ver su rostro y saber qué estaba pensando. No quería quedarse mirando el cabello rizado de su nuca, sino escribir algo en su libreta. «¿Qué es lo que me está ocultando sobre Gretchen Lowell?». Trazó varios círculos en torno a la pregunta, hasta que el bolígrafo dejó una huella sobre el papel. Aquellas palabras quedaron sobre la página, rodeadas de un espacio en blanco.
Oyó que el decía algo, y alzo la vista, mortificada Archíe se había movido hasta la nevera y se encontraba allí, mirándola, con la cerveza en la mano—. Definitivamente, le había dicho algo.
—¿Perdón? —dijo, dando la vuelta a la hoja en la que gestado escribiendo con tanta rapidez que arrancó un pedazo de papel.
—Te he preguntado si crees que ella tuvo piedad de mí.
Susan volvió a retorcerse para poder verlo. Descruzo las piernas, dejando una marca en el sofá con sus recias botas.
—Al final —respondió Susan—, ella mató a todos los había secuestrado. También te mató a ti, pero te devolvió a la vida. Incluso te salvó la vida.
Archie, de pie en la cocina, tomo un trago de cerveza, gano estaba segura de que la hubiera oído. Fue entonces cuando él regresó al salón y se sentó, colocando la cerveza cuidadosamente sobre la mesita delante de él. Todo lo hacía con delicadeza, como si temiera romper las cosas que haya a su alrededor. Se miró las manos, gruesas, surcadas de venas, todavía cruzadas sobre su regazo. Y después miró a Susan.
—Si Gretchen se hubiera sentido compasiva, me habría dejado morir —afirmó sin énfasis—. Yo quería morirme, y estaba preparado para ese paso. Si ella hubiera puesto un bisturí en mi mano, me habría cortado el cuello y me habría desangrado feliz, hasta morirme, allí, en su sótano. No creas que ella me hizo un gran favor dejándome con vida. Gretchen disfruta con el dolor ajeno. Y descubrió un modo de prolongar tu agonía y su placer. Créeme, fue lo más cruel que pudo hacerme. Si a ella se le hubiera ocurrido algo todavía más cruel, lo habría puesto en práctica. Gretchen no se apiada de nadie.
Se encendió la calefacción. Hubo un ligero tembló luego una corriente de aire caliente se extendió por el sédesele algún lugar que Susan no pudo ver. Sintió que se le tocaba la boca. El niño del piso de arriba seguía correteando. Si ella viviera allí, ya habría matado a aquel niño.
—Pero ella terminó en la cárcel. Supongo que eso formaría parte de sus planes.
—Todos necesitamos retirarnos en algún momento.
—Pero ella podría haber sido condenada a muerte —reflexionó Susan.
—Tenía demasiadas cosas que ofrecernos.
—¿Te refieres a cadáveres? —preguntó Susan.
Él tomó otro sorbo de cerveza.
—Sí.
—¿Por qué crees que accedió a hablar sólo contigo?
—Porque sabía que aceptaría —respondió Archie, con sencillez.
—¿Y por qué lo hiciste? Si tu esposa te pidió que eligieras, ¿por qué elegiste a Gretchen?
—Se trata de mi ex esposa. Y lo hice por las familias Porque necesitan que todo concluya de una vez. Y porque es mi trabajo.
—¿Y? —preguntó Susan.
Archie sostuvo la botella de cerveza fría junto a su rostro y apretó los párpados.
—Es complicado.
Susan miró a su bolso abierto, en donde todavía era visible el lomo del libro, junto a unos tampones sueltos, su cartera Paul Frank, una caja de plástico con las pastillas anticonceptivas y unos treinta bolígrafos.
—¿Has leído
La última víctima
?
—Por Dios, no —exclamó Archie con un gruñido.
Susan se sonrojó.
No es malo, para ser una historia de crimen verídica. No tiene mucho que ver con el periodismo de verdad. He contactado con la autora. Me dijo que te negaste a hablar ella y tampoco quisieron hacerlo tu ex mujer ni tu médico. Basó su relato en los artículos periodísticos, los archivos públicos y su propia imaginación desbordante. Hay una escena final en donde convences a Gretchen Lowell para que se entregue. La convences de que puede ser mejor perra ella acepta, claudicando ante tu gracia y bondad. Archie se rió con ganas—. ¿No fue así como sucedió?
—No.
—¿Qué es lo que recuerdas? —preguntó Susan. Archie un gesto como de dolor—. ¿Estás bien?
—Me duele la cabeza —explicó. Buscó en el bolsillo sacó un pastillero de metal, extrajo tres pastillas blancas, ovales y las tragó con un poco de cerveza.
—¿Qué son? —quiso saber Susan.
—Pastillas para el dolor de cabeza.
Susan le lanzó una mirada dubitativa.
—¿De verdad no recuerdas nada de esos diez días?
Archie parpadeó lentamente, mirando a Susan fijamente durante toda una eternidad. Después su mirada se posó en un reloj digital apoyado sobre un estante. La hora estaba mal, pero Archie no pareció sorprenderse.
—Recuerdo esos diez días con más detalles que cuando nacieron mis hijos.
La calefacción se apagó y el salón quedó en silencio.
—Dime lo que recuerdas —pidió Susan. Su voz se quebró como la de una adolescente. Podía sentir cómo Archie la estaba juzgando, y le ofreció su mejor sonrisa, que había aprendido a utilizar hacía ya tiempo y que quería inspirar confianza a los hombres, sin importar cuáles fueran sus problemas. Pero Archie no estaba convencido.
—Todavía no —replicó el detective al cabo de un instante—. Todavía te quedan tres artículos más, ¿verdad?. No querrás desvelarlo todo en el primero y arruinar el suspense.
Susan no quiso darse por vencida.
—¿Qué hay de la teoría de un segundo hombre? Algunos de los informes decían que había otra persona, alguien que nunca fue atrapado. ¿Lo recuerdas?
Archie cerró los ojos.
—Gretchen siempre lo negó, y yo nunca lo vi. Fue mas una impresión que tuve. Pero, después de todo, no estaba en un estado mental demasiado lúcido. —Se frotó la nuca con la mano y miró a Susan—. Estoy cansado. Continuaremos con esto en otro momento. —Susan dejó caer su cabeza con un gesto de fingida frustración—. Tendremos más oportunidades —la animó Archie—. Te lo prometo.
Ella apagó la grabadora.
—¿Puedo usar el baño?
—Está al final del pasillo.
Se levantó y se dirigió hacia donde le había indicado. El baño era tan impersonal como el resto del apartamento. Una bañera y una ducha de fibra de vidrio con una mampara corredera de cristal ahumado. Un lavabo barato con grifos de plástico sobre un armarito de madera. Dos toallas grises de escasa calidad colgaban de unas barras de madera. Otras dos, limpias y dobladas, sobre la cisterna. El baño estaba limpio, pero no de una forma obsesiva. Se colocó frente al lavabo, mirándose fijamente al espejo. Mierda, mierda, mierda, Estaba a punto de realizar el reportaje más grande de su carrera. ¿Por qué se sentía, entonces, tan desanimada? ¿Y en qué estaba pensando cuándo se le ocurrió peinarse de aquella manera? Se desató las coletas, se peinó el pelo con las manos y se lo ató a la nuca. La luz del baño hacía que su piel pareciera la de un pollo crudo. Se preguntó cómo hacía Archie Sheridan Para mirarse al espejo cada mañana, pálido Lacada una de sus arrugas resaluda. Con razón era un caso clínico. Buscó en su bolsillo, sacó el lápiz de labios y se lo aplicó generosamente. ¿Quería que lo obligaran a pedir la baja médica? ¿De eso se trataba?
Apretó el botón de la cisterna y aprovechó el ruido momentáneo para abrir la puerta del armario. Crema de afeitar, maquinilla, pasta y cepillo de dientes, desodorante y dos estantes con botes de plástico color ámbar, con medicamentos. Los giro para poder leer los nombres. Vicodina, Colace, Percocet, Zantac, Ambien, Xanax, Prozac. Frascos grandes y pequeños. «Nada de lo que toma puede interferir en su capacidad para desarrollar su trabajo. Seguro». Allí había suficientes pastillas para medicar a un elefante. Todas a nombre de Archie Sheridan. Mierda. Si necesitaba todo eso para poder funcionar, estaba mucho peor de lo que ella pensaba, y era un actor estupendo.
Memorizó los nombres, volvió a acomodar con cuidado los frascos en su ubicación original, cerró el armarito y volvió al salón.
Archie ni siquiera levantó la vista.
—Si hubiera querido que no vieras las pastillas, las hubiera escondido.
Susan intentó decir algo. «¿Qué pastillas?». Pero por alguna razón no se sintió con ánimos de mentir.
—Estás tomando muchos medicamentos.
Sus ojos la siguieron por la habitación, pero permaneció inmóvil como un cadáver.
—No estoy bien.
Susan tuvo la repentina e incómoda sensación de que todo lo que había averiguado hasta ese momento sobre Archie Sheridan era exactamente lo que él quería que encontrara. Cada entrevista. Cada pista. ¿Con qué propósito? Tal vez estaba cansado de mentir y quería que todos conocieran sus secretos, y así no tener que molestarse tanto en ocultarlos. Los subterfugios pueden resultar agotadores.
Guardó la grabadora y la libreta en su bolso y saco un paquete de cigarrillos.
—Me estoy follando a mi jefe, que está casado— le dijo a Archie.
Archie se quedó sorprendido, con la boca ligeramente entreabierta.
—No estoy seguro de que necesite saber eso.
Susan encendió un cigarrillo y le dio una calada.
—Lo sé, pero ya que estamos haciéndonos confidencias…
—Vale.
Anne Boyd se comió todo lo que había en el minibar del hotel. Comenzó con los M M, después el Toblerone y siguió con las chocolatinas rellenas. Cuando terminó, alisó los envoltorios y los colocó junto a las fotografías de las chicas muertas, esparcidas sobre la cama. El dulce la ayudaba a pensar. Ya tendría tiempo de hacer dieta cuando la gente dejara de matarse entre sí.
Había memorizado los rostros de las chicas, antes y después de morir, pero también resultaba útil verlas todas juntas. Las fotos del instituto, las de los escenarios de los crímenes. Fotos familiares. Había trazado el perfil de cada víctima en el informe que le había entregado a Archie. El asesino elegía a un tipo: chicas blancas de cabello oscuro, al final de la pubertad. Oda una de un instituto distinto. «¿Cuál es tu fantasía?». Mataba a la misma chica una y otra vez, después de violarla del modo más controlado posible. ¿A quién estaba, entonces, matando? ¿A una novia de la adolescencia? ¿A su madre? ¿A una chica que le rompió el corazón sin saberlo? En cualquier caso, se trataba de alguien a quien no había sido capaz de controlar. Anne se sentía cada vez más segura de que este hecho era clave para identificar a la persona que estaban persiguiendo.
Se levantó de la cama, abrió el minibar y encontró una Coca-Cola light. Era la última. Sus hijos ya le habían preguntado cuándo volvería a casa, aunque, en realidad, lo que querían eran los regalos que les había prometido que les varía de las tiendas Nike. No sabía cuándo tendría tiempo para ir de compras.
Lo cierto es que ya no viajaba tanto por razones de trabajo. Pero había pedido que la asignaran a este caso. Había barajado la posibilidad de dimitir, después del caso de la Belleza Asesina. Su perfil había sido completamente erróneo, y casi le había costado la vida a Archie Sheridan. Siempre estuvo convencida de que el asesino era un hombre que actuaba solo. Las pistas habían sido de manual. Porque Gretchen Lowell había leído los manuales. Anne había sido engañada de una forma espectacular, y sólo podía culparse a sí misma. Era una buena psicóloga policial, una de las mejores del FBI, que contaba con los mejores psicólogos forenses del mundo. Pero su confianza se había visto duramente afectada gracias a Gretchen Lowell. La confianza era clave para trazar un perfil. Uno tenía que creer en su propia capacidad para poder realizar saltos mentales.
Y tenía que encontrar ese salto. El asesino estaba actuando a partir de una fantasía concreta, que había comenzado hacía muchos años. ¿ Qué había desencadenado la acción? Había toda clase de detonantes: problemas económicos, la pareja, asuntos con los padres; problemas en el trabajo, una muerte, un nacimiento, un supuesto rechazo. Él iniciaba el contacto con las víctimas, las elegía. Los crímenes estaban cuidadosamente organizados. Se tomaba el trabajo de destruir toda evidencia, pero aun así devolvía los cuerpos. ¿Por qué lo hada? Esta vez, ella no iba a estropearlo todo. No podía deshacerlo que le había sucedido a Archie Sheridan. Pero podía ayudarlo. Y él necesitaba esa ayuda. De eso estaba segura.
Había pasado suficiente tiempo en aquel trabajo como para saber que el único modo de sobrevivir era hacer oídos sordos a la violencia Pero uno tenía que tener alguna cosa que lo distrajera, alguna otra pasión. Si no era así, y uno estaba solo, era más difícil desconectar de todo aquel horror. Se daba cuenta de que Archie se estaba aislando de la gente que podía ayudarlo; y ella no sabía qué podía hacer.
Se levanto de la cama, se dirigió a la ventana, abrió la miró hacia la calle Broadway. El tráfico del viernes era denso y una oleada de peatones vestidos a la última moda ocupaba las aceras tras salir del espectáculo de un teatro próximo. Si había alguna persona de color entre ellos no pudo distinguirla.
Dejo caer la cortina y volvió a sentarse en la cama para echar una última ojeada a las fotos de las chicas muertas. Luego les dio la vuelta, una por una. El cadáver de Lee Robinsón, el cuerpo amarillo y negro sobre el barro de Dana Stamp, rostro cubierto de algas sobre la arena de Kristy Mathers, con su cuerpo retorcido de un modo imposible. Las fotos de la escuela Y de las fiestas de cumpleaños. Cuando todas las imágenes estuvieron boca abajo, sacó su cartera y extrajo otra fotografía, en la que un apuesto hombre negro apoyaba las manos en los hombros de dos guapos muchachos negros. No pudo evitar una amplia sonrisa ante aquellos rostros felices. Cogió el teléfono y llamó a su casa.
—Mamá —respondió su hijo mayor, Anthony—, no necesitas llamar todos los días.
—Ya lo sé, querido —dijo Anne. El trabajo siempre era más difícil por la noche, cuando estaba sola—. Ya lo sé.
—¿Ya has comprado las Nike?
Anne se rió.
—Está en mi lista de tareas que todavía tengo que hacer.
—¿En qué puesto de la lista? —preguntó su hijo.
Anne miró las fotos que se extendían sobre su cama y luego dirigió la mirada a su alrededor hasta la ventana desde la que acababa de ver la bulliciosa actividad nocturna en el centro de la ciudad. El asesino estaba allí fuera.