Read Conversación en La Catedral Online
Authors: Mario Vargas Llosa
—Pan con mantequilla ¿ves? —había dicho Ludovico.
—Pan duro y mantequilla rancia, tal vez —dijo Hipólito.
—Nos metemos en medio y las cortamos en dos —había dicho Ludovico —. Nos quedamos con la cabeza y te regalamos la cola.
—Ojalá que los coletazos sean más flojos que los cabezazos —dijo Hipólito, tratando de bromear, don, pero no le salía. Se levantó las solapas y fue a buscar a su grupo. Las mujeres dieron la vuelta a la Plaza y ellos las habían seguido, desde atrás y separados. Cuando estaban frente a la Rueda Chicago se había aparecido otra vez Hipólito: me arrepentí, quiero irme. Yo te estimo pero yo me estimo más, había dicho Ludovico, te advierto que te jodo, mostacero. Ese sacudón le había levantado la moral, don: miró con furia, salió disparado. Habían ido reuniendo a la gente, la habían ido palabreando, y, con disimulo, se pegaron a la manifestación. Estaban aglomeradas junto a la Rueda Chicago, las del cartelón daban la cara a las otras. De repente una de las cabecillas se trepó a un tabladillo y comenzó a discursear. Se había amontonado más gente, estaban ahí apretaditas, habían parado la música de la Rueda, pero ni se oía a la que estaba hablando. Ellos se habían ido metiendo, aplaudiendo, las bobas nos abren cancha decía Ludovico, y por el otro lado la gente de Hipólito se iba metiendo también. Aplaudían, les daban sus abrazos, bien buena bravo, algunas los miraban nomás pero otras pasen pasen, les daban la mano, no estamos solas. Ambrosio y Ludovico se habían mirado como diciendo no nos separemos en esta mescolanza, cumpa. Ya las habían cortado en dos, estaban incrustados como una cuña justo en el medio. Habían sacado las matracas, los silbatos, Hipólito su bocina, ¡abajo esa agitadora!, ¡viva el general Odría!, ¡mueran los enemigos del pueblo!, las cachiporras, las manoplas, ¡viva Odría! Una confusión terrible, don. Provocadores aullaba la del tabladillo, pero el ruido se tragó su voz y alrededor de Ambrosio las mujeres chillaban y empujaban. Váyanse, les decía Ludovico, las engañaron, vuélvanse a sus casas, y en eso una mano lo había agarrado desprevenido y sentí que se llevaba en sus uñas una lonja de mi pescuezo, le había contado Ludovico después a Ambrosio, don. Ahí habían entrado en danza las cachiporras y las cadenas, los sopapos y los puñetazos, y ahí habían comenzado un millón de mujeres a rugir y patalear. Ambrosio y Ludovico estaban juntos, uno se resbalaba y el otro lo sostenía, uno se caía y el otro lo levantaba. Las gallinas resultaron gallos, había dicho Ludovico, el cojudo de Hipólito tuvo razón. Porque se defendían, don. Las tumbaban y ahí se quedaban, como muertas, pero desde el suelo se prendían de los pies y los traían abajo. Había que estar pateando, saltando, se oían mentadas de madre como escopetazos. Somos pocos, había dicho uno, que venga la guardia de asalto, pero Ludovico ¡carajo, no! Se aventaron de nuevo contra ellas y las habían hecho retroceder, la baranda de la Rueda se vino abajo y un montón de locas también. Algunas se escapaban arrastrándose y ahora en vez de viva Odría ellos les gritaban conchesumadres, putas, y por fin la cabeza se había deshecho en grupitos y era botado corretearlas. De a dos, de a tres cogían a una y le llovía, después a otra y le llovía, y Ambrosio y Ludovico hasta se burlaban de sus caras sudadas. En eso había sonado el balazo, don, jijonagrandísima el que disparó, había dicho Ludovico. No era de ahí, sino de atrás. La cola había estado enterita y coleteando, don. Fueron a ayudar y la desbandaron. Había disparado uno que se llamaba Soldevilla, me acorralaron como diez, me iban a sacar los ojos, no había matado a nadie, el disparo fue al aire. Pero Ludovico se calentó igual: ¿quién mierda te dio a ti revólver? Y Soldevilla: esta arma no es del cuerpo sino de mi propiedad. Te jodes idéntico, había dicho Ludovico, pasaré parte y te quedas sin prima. La Feria se había quedado vacía, los tipos que manejaban la Rueda, las sillas voladoras, el Cohete, estaban temblando en sus casetas, y lo mismo las gitanas en sus carpas. Se contaron y faltaba uno, don. Lo habían encontrado soñado junto a una tipa que lloraba. Varios se habían enfurecido, qué le has hecho puta, y le llovieron. Se llamaba Iglesias, era ayacuchano, le habían rajado la boca, se levantó como sonámbulo, qué, qué. Basta, había dicho Ludovico a los que sonaban a la mujer, ya se terminó. Habían tomado el ómnibus en el canchón y nadie hablaba, muertos de cansancio. Al bajar habían empezado a fumar, a mirarse las caras, me duele aquí, a reírse, mi mujer no creerá que este rasguño es accidente de trabajo. Bien, muy bien, había dicho el señor Lozano, cumplieron, vayan a recuperarse. Esos eran los trabajitos más o menos, don.
La semana siguiente Ambrosio no apareció por San Miguel, pero a la siguiente Amalia lo encontró un día esperándola en el chino de la esquina. Se había escapado sólo un momentito para verte, Amalia. No se pelearon, conversaron de lo más bien. Quedaron en salir juntos el domingo. Cómo has cambiado, le dijo él al despedirse, cómo te has puesto.
¿De veras habría mejorado tanto? Carlota le decía tienes todo para gustarles a los hombres, la señora también le hacía bromas así, los policías de la cuadra eran pura sonrisita, los choferes del señor pura miradita, hasta el jardinero, el repartidor de la bodega y el mocoso de los periódicos se la pasaban piropeándola: a lo mejor era verdad. En la casa, fue a mirarse a los espejos de la señora, con un brillo pícaro en los ojos: sí, era. Había engordado, se vestía mejor y eso se lo debía a la señora, tan buena. Le regalaba todo lo que ya no se ponía, pero no como diciendo líbrame de esto, sino con cariño. Este vestido ya no me entra, pruébatelo, y la señora venía hay que subirle aquí, meterle un poco aquí, estos flequitos a ti no te quedan. Siempre le andaba diciendo no andes con las uñas sucias, péinate, lava tu mandil una mujer que no cuida de su persona está frita. No como a su sirvienta, pensaba Amalia, me da consejos como a su igual. La señora había hecho que se cortara el pelo con una melenita de hombre, una vez que le salieron granitos ella misma le puso una de sus pomadas y a la semana la cara limpiecita, otra vez tuvo dolor de muelas y ella misma la llevó donde un dentista de Magdalena, la hizo curar y no le descontó del sueldo. Cuándo la iba a tratar así la señora Zoila, cuándo a preocuparse así. Nadie era como la señora Hortensia. A ella lo que más le importaba en el mundo era que todo estuviera limpio, que las mujeres fueran bonitas y los hombres buenos mozos. Era lo primero que quería saber de alguien, ¿era guapa fulanita, y él qué tal era? Y, eso sí, no perdonaba que alguien fuera feo. Cómo se burlaba de la señorita Maclovia por sus dientes de conejo, del señor Gumucio por su panza, de ésa que le decían Paqueta por sus pestañas y uñas y senos postizos, y de lo vieja que era la señora Ivonne. ¡Cómo la rajaban con la señorita Queta a la señora Ivonne!. Que de tanto pintarse el pelo se estaba quedando calva, que se le salió la dentadura en un almuerzo, que las inyecciones que se puso en vez de rejuvenecerla la arrugaron más. Hablaban tanto de ella que Amalia tenía curiosidad y un día Carlota le dijo ahí está, es ésa que ha venido con la señorita Queta. Salió a mirarla. Estaban tomándose un traguito en la sala. La señora Ivonne no era tan vieja ni tan fea, qué injustas. Y qué elegancia, qué joyas, brillaba todita. Cuando se fue, la señora entró a la cocina: olvídense que la vieja vino aquí. Las amenazó con su dedo riéndose: si Cayo sabe que estuvo aquí las mato a las tres.
Desde el umbral vio el pequeño rostro constreñido del doctor Arbeláez, sus pómulos huesudos y chaposos, los anteojos caídos sobre la nariz.
—Siento llegar tarde, doctor —el escritorio te queda grande, pobre diablo —. Tuve un almuerzo de trabajo, discúlpeme.
—Está usted a la hora, don Cayo —el doctor Arbeláez le sonrió sin afecto —. Siéntese, por favor.
—Encontré ayer su memorándum, pero no pude venir antes —arrastró una silla, puso el maletín sobre sus rodillas —. El viaje del Presidente a Cajamarca me tiene absorbido estos días.
Detrás de los anteojos, los ojos miopes y hostiles del doctor Arbeláez asintieron.
—Es otro asunto del que me gustaría que habláramos, don Cayo —fruncía la boca, no disimulaba su contrariedad —. Anteayer le pedí informes a Lozano sobre los preparativos y me dijo que usted había dado instrucciones de que no se comunicaran a nadie.
—Pobre Lozano —dijo él, compasivamente —. Le echaría usted un sermón, por supuesto.
—No, ningún sermón —dijo el doctor Arbeláez —. Me quedé tan sorprendido que no atiné ni a eso.
—El pobre Lozano es útil, pero muy tonto —sonrió él —. Los preparativos de la seguridad están todavía en estudio, doctor, no valía la pena que lo molestara con eso. Yo le informaré de todo, apenas hayamos completado los detalles.
Encendió un cigarrillo, el doctor Arbeláez le alcanzó un cenicero. Lo miraba muy serio, sus brazos cruzados entre una agenda y una fotografía de una mujer canosa y tres jóvenes risueños.
—¿Tuvo tiempo de echar un vistazo al memorándum, don Cayo?
—Desde luego, doctor. Lo leí con todo cuidado.
—Estará usted de acuerdo conmigo, entonces —dijo el doctor Arbeláez, con sequedad.
—Siento decirle que no, doctor —tosió, murmuró perdón, y dio una nueva pitada —. El fondo de seguridad es sagrado. No puedo aceptar que me quite esos millones. Créame que lo lamento.
El doctor Arbeláez se puso de pie, muy rápido. Dio unos pasos frente al escritorio, los anteojos bailando en sus manos.
—Me lo esperaba, por supuesto —su voz no era impaciente ni furiosa, pero había palidecido ligeramente —. Sin embargo, el memorándum es claro, don Cayo. Hay que renovar esos patrulleros que se caen de viejos, hay que iniciar los trabajos en las Comisarías de Tacna y de Moquegua porque cualquier día se vienen abajo. Hay mil cosas paralizadas y los prefectos y subprefectos me vuelven loco con sus telefonazos y telegramas. ¿De dónde quiere usted que saque los millones que hacen falta? No soy brujo, don Cayo, no sé hacer milagros.
Él asintió, muy serio. El doctor Arbeláez se pasaba los anteojos de una mano a otra, parado frente a él.
—¿No hay manera de utilizar otras partidas del Presupuesto? —dijo él —. El Ministro de Hacienda…
—No quiere darnos un medio más y usted lo sabe de sobra —el doctor Arbeláez alzó la voz —. En cada reunión de gabinete dice que los gastos de Gobierno son exorbitantes, y si usted se acapara la mitad de nuestra partida para…
—No acaparo nada, doctor —sonrió él —. La seguridad exige dinero, qué quiere usted. Yo no puedo cumplir con mi trabajo si me reducen en un centavo el fondo de seguridad. Lo siento muchísimo, doctor.
También había trabajitos de otro tipo, don, pero que hacían ellos, no Ambrosio. Esta noche salimos, dijo el señor Lozano, avísale a Hipólito, y Ludovico ¿en el auto oficial señor? No en el Forcito viejo. Ellos le contaban después, don, y por eso se enteraba Ambrosio: seguir a tipos, apuntar quién entraba a una casa, hacerles confesar lo que sabían a los apristas presos, ahí es donde Hipólito se ponía como Ambrosio le había contado, don, o serían inventos de Ludovico. Al anochecer, Ludovico fue a casa del señor Lozano, sacó el Forcito, buscó a Hipólito, se metieron a una policial en el Rialto y a las nueve y media estaban esperando al señor Lozano en la avenida España. Y el primer lunes de cada mes, acompañaban al señor Lozano a cobrar la mensualidad, don, dicen que así le decía él. Por supuesto, salió con anteojos oscuros y se acurrucó en el asiento de atrás. Les convidó cigarrillos, les hizo una broma, qué buen humor se gasta cuando trabaja para él comentó después Hipólito, y Ludovico dirás cuando nos hace trabajar para él. La mensualidad, la platita que les sacaba a todos los bulines y jabes de Lima ¿qué vivo, no, don? Comenzaron por la salida a Chosica, la casita escondida detrás del restaurant donde vendían pollos. Bájate tú, dijo el señor Lozano a Ludovico, si no Pereda me demorará una hora con sus cuentos, y a Hipólito demos una vuelta mientras. Hacía eso a escondidas, don, creería que don Cayo no sabía nada, después cuando Ludovico pasó a trabajar con Ambrosio se lo contó a don Cayo para congraciarse con él y resulta que don Cayo lo sabía demás. El Forcito partió, Ludovico esperó que desapareciera y empujó la tranquera. Había muchos autos haciendo cola, todos con luz baja, y dándose encontrones contra guardafangos y parachoques y tratando de ver las caras de las parejas, fue hasta la puerta donde estaba el cartelito. Porque qué no sabría don Cayo, don. Salió un mozo que lo reconoció, espérese un segundito, y al rato vino Pereda, ¿cómo, y el señor Lozano? Está afuera, pero apuradísimo, dijo Ludovico, por eso no entró. Tengo que hablarle, dijo Pereda, es importantísimo. Con eso de acompañar al señor Lozano a cobrar la mensualidad, Ludovico e Hipólito conocían la Lima noctámbula aquí, somos los reyes del veinte decían, figúrese cómo se aprovecharían, don. Caminaron hasta la tranquera, esperaron al Forcito, Ludovico tomó el volante de nuevo y Pereda subió atrás: arranca, dijo el señor Lozano, no nos quedemos aquí. Pero el jaranista de verdad había sido Hipólito, don, Ludovico era sobre todo ambicioso: quería trepar, mejor dicho que algún día lo metieran al escalafón. Ludovico se fue por la carretera y a ratos miraba a Hipólito e Hipólito lo miraba, como diciéndose qué sobón este Pereda, los cuentos que le contaba. Rápido, no tengo tiempo, decía el señor Lozano, qué es lo importantísimo. ¿Que por qué le aguantaban los sablazos, don? Fulano que se apareció por aquí esta semana, señor, mengano que trajo a sutana, y el señor Lozano ya sé que conoces a todo el Perú ¿qué es lo importantísimo? Porque ¿no veía que jabes y bulines sacaban el permiso en la Prefectura, don? Pereda cambió de voz y Ludovico e Hipólito se miraron, ahora empezaría el llanto. El ingeniero había estado muy recargado de gastos, señor Lozano, pagos, letras, estaban sin efectivo este mes. Así que o le chancaban o les quitaba el permiso o los multaba: no tenían más remedio, don. El señor Lozano gruñó y Pereda parecía de mermelada: pero el ingeniero no se había olvidado de su compromiso, señor Lozano, le había dejado este chequecito con la fecha adelantada, ¿no le importaría, no, señor Lozano? Y Ludovico e Hipólito como diciéndose ahora viene la puteada. Me importa porque no acepto cheques, dijo el señor Lozano, el ingeniero tiene veinticuatro horas para rematar el negocio porque se lo van a cerrar; vamos a dejar a Pereda, Ludovico. Y Ludovico e Hipólito decían que hasta para renovarles los carnets a las polillas les pedía sus tajadas, don. Todo el regreso Pereda explicaba, se disculpaba, y el señor Lozano mudo. Veinticuatro horas, Pereda, ni un minuto más, dijo al llegar. Y después: estas tacañerías me hinchan los huevos. Y Ludovico e Hipólito como diciéndose Pereda malogró la noche, se nos calentó. Por eso don Cayo diría si algún día Lozano sale de la policía, se hará cafiche, don: ésa es su verdadera vocación.