Read Conversación en La Catedral Online
Authors: Mario Vargas Llosa
Los primeros días después de esa pelea había sentido un delicado malestar, una quieta nostalgia. ¿El amor, Zavalita? Entonces nunca habías estado enamorado de Aída, piensa. ¿O era el amor ese gusano en las tripas que sentías años atrás? Piensa: entonces nunca de Ana, Zavalita. Volvió a salir con Carlitos y Milton y Solórzano y Norwin; una noche les contó bromeando sus amoríos con Ana y les inventó que se acostaban. Luego, un día, antes de ir al diario se bajó en el paradero del Palacio de Justicia y se presentó en la clínica. Sin premeditarlo, piensa, como de casualidad. Se reconciliaron en el zaguán de la entrada, entre gente que llegaba y salía, sin tocarse ni las manos, hablando en secreto, mirándose a los ojos. Me porté mal Anita, yo me porté mal Santiago, no sabes lo mal que me he Anita, y yo he llorado todas las Santiago. Se reunieron de nuevo al anochecer, en un cafetín de chinos con borrachitos y losetas cubiertas de aserrín, y hablaron horas, sin soltarse las manos, ante dos tazas de café con leche intactas. Pero tú habías debido contarle antes, Santiago, cómo se le iba a ocurrir que te llevabas mal con tu familia, y él le contaba de nuevo, la Universidad, la Fracción,
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, la tirante cordialidad con sus padres y hermanos. Todo menos lo de Aida, Zavalita, menos lo de Ambrosio, lo de la Musa. ¿Por qué le habías contado tu vida? Desde entonces se veían casi a diario y habían hecho el amor una semana o mes después, una noche, en una casa de citas de la Urbanización Las Margaritas. Ahí estaba su cuerpo tan delgado que se contaban sus huesos de la espalda, sus ojos asustados, su vergüenza y tu confusión al saber que era virgen. Nunca más te traería aquí Anita, te quería Anita. Desde entonces habían hecho el amor en la pensión de Barranco, una vez por semana, la tarde que doña Lucía hacía visitas. Ahí esos ansiosos amores sobresaltados de los miércoles, los remordimientos de Ana cada vez y su llanto cuando limpiaba la cama, Zavalita.
Don Fermín iba de nuevo a la oficina mañana y tarde y Santiago almorzaba con ellos los domingos. La señora Zoila había consentido que Popeye y la Teté anunciaran su compromiso y Santiago prometió asistir a la fiesta. Era sábado, tenía su día libre en
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, Ana estaba de guardia. Se hizo planchar el terno más presentable, se lustró él mismo los zapatos, se puso camisa limpia y a las ocho y media un taxi lo llevó a Miraflores. Ruido de voces y música sobrevolaba el muro del jardín y venía hasta la calle, sirvientas con guardapolvos espiaban desde los balcones vecinos el interior de la casa. Había autos estacionados a ambos lados de la pista, algunos montados en las veredas, y avanzabas pegado al muro, alejándote de la puerta, bruscamente indeciso, sin animarte a tocar el timbre ni a partir. A través de la verja del garaje vio sesgado el jardín: una mesita con un mantel blanco, un mayordomo haciendo guardia, parejas conversando alrededor del estanque. Pero el grueso de los invitados estaban en la sala y en el comedor y en los visillos de las ventanas se dibujaban sus siluetas. De adentro salían la música y las voces. Reconoció la cara de esa tía, el perfil de ese primo, y rostros que parecían fantasmales. De pronto apareció el tío Clodomiro y se fue a sentar en la mecedora del jardín, solo. Ahí estaba, las manos y las rodillas juntas, mirando a las muchachas de tacones altos, a los muchachos de corbata que comenzaban a cercar la mesa de mantel blanco. Pasaban delante de él y afanosamente les sonreía. ¿Qué hacías ahí, tío Clodomiro, por qué venías donde nadie te conocía, donde los que te conocían no te querían? ¿Aparentar, a pesar de los desaires que te hacían, que eras de la familia, que tenías familia?, piensa. Piensa: a pesar de todo te importaba la familia, querías a la familia que no te quería? ¿O es que la soledad era todavía peor que la humillación, tío? Estaba ya decidido a no entrar pero no se marchaba. Paró un auto en la puerta y vio bajar a dos muchachas que, sujetándose el peinado, esperaron que el que manejaba estacionara y viniera. A él sí lo conocías, piensa: Tony, el mismo jopo danzarín sobre la frente, la misma risa de lorito. Los tres entraron a la casa riéndose y ahí la absurda impresión que se reían de ti, Zavalita. Ahí esos súbitos salvajes deseos de ver a Ana. Desde la bodega de la esquina explicó a la Teté por teléfono que no podía salir de
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: pasaría un ratito mañana y abrázalo a mi cuñado, Teté. Ay, qué aguado eras, supersabio, cómo les hacías esta perrada. Llamó a Ana por teléfono, fue a verla y conversaron un rato en la puerta de "La Maison de Santé".
Unos días después ella lo había llamado a
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con voz vacilante: tenía que darte una mala noticia, Santiago. La esperó en el cafetín de los chinos y la vio llegar toda sofocada, con el abrigo sobre el uniforme, la cara larga: se iban a Ica, amor. Su padre había sido nombrado director de una Unidad Escolar, ella trabajaría quizás en el Hospital Obrero de allá. No te había parecido tan grave, Zavalita, y la habías consolado: irías a verla cada semana, ella también podría venir, Ica estaba tan cerca.
El primer día que trabajó de chofer en Transportes Morales, antes de partir a Tingo María, Ambrosio había llevado a Amalia y Amalita Hortensia a sacudirse un rato por las desniveladas calles de Pucallpa en la abollada camioneta azul llena de remiendos, cuyos guardafangos y parachoques estaban sujetos con sogas para no salir despedidos en los baches.
—Comparándola con los carros que había manejado aquí, era para llorar —dice Ambrosio —. Y sin embargo le digo que los meses que tuve “El rayo de la montaña” fueron felices, niño.
"El Rayo de la Montaña" había sido acondicionado con bancas de madera y en ella podían entrar, bien apretados, doce pasajeros. La perezosa vida de las primeras semanas se había vuelto desde entonces una activa rutina: Amalia le preparaba de comer, acomodaba el fiambre en la guantera de la carcocha y Ambrosio, en camiseta, una gorrita con visera, un pantalón en harapos y zapatillas de jebe, partía a Tingo María a las ocho de la mañana. Desde que él había comenzado a viajar, Amalia, después de tantos años, se había vuelto a acordar de la religión, empujada un poco por doña Lupe que le había regalado estampitas para la pared y la había arrastrado a la misa del domingo. Si no había inundaciones ni se malograba la carcocha, Ambrosio llegaba a Tingo María a las seis de la tarde; dormía en un colchón bajo el mostrador de Transportes Morales y al día siguiente regresaba a Pucallpa a las ocho. Pero ese horario se había cumplido rara vez, siempre se quedaba plantado por el camino y había viajes que duraban un día. El motor estaba cansado, Amalia, todo el tiempo se paraba a tomar fuerzas. Llegaba a la casa con tierra de los pies a los pelos y mortalmente extenuado. Se derrumbaba en la cama, y mientras ella le preparaba de comer, él, fumando, un brazo como almohada, tranquilo, exhausto, le contaba sus mañas para reparar las averías, los pasajeros que había tenido, las cuentas que le haría a don Hilario. Y, lo que más lo divertía, Amalia, las apuestas con Pantaleón. Gracias a esas apuestas los viajes se hacían menos pesados, aunque los pasajeros se meaban de miedo. Pantaleón manejaba "El supermán de las pistas", una carcocha que pertenecía a Transportes Pucallpa, la empresa rival de Transportes Morales. Partían a la misma hora e iban haciendo carreras, no sólo para ganarse la media libra que apostaban, sino, sobre todo, para adelantarse a recoger a los pasajeros que iban de un caserío a otro, de una chacra a otra en el camino.
—Esos pasajeros que no compran boleto —le había dicho a Amalia —, ésos que no son pasajeros de Transportes Morales sino de Transportes Ambrosio Pardo.
—¿Y si un día te descubre don Hilario? —le había dicho Amalia.
—Los patrones saben cómo son las cosas —le había explicado Pantaleón, Amalia —. Y se hacen los tontos porque se desquitan pagándonos sueldos de hambre. Ladrón que roba a ladrón, hermano, ya sabes qué.
En Tingo María, Pantaleón se había conseguido una viuda que no sabía que él tenía su mujer y tres hijos en Pucallpa, pero a veces no iba a casa de la viuda, sino a comer con Ambrosio a un restaurancito barato, “La luz del día” y a veces, después, a un bulín de esqueletos que cobraban tres soles. Ambrosio lo acompañaba por amistad, no podía entender que a Pantaleón le gustaran esas mujeres, él no se hubiera metido con ellas ni pagado. ¿De veras, Ambrosio? De veras, Amalia: retacas, panzonas, feísimas. Y además, llegaba tan cansado que aunque quisiera engañarte, el cuerpo no me respondería, Amalia.
Los primeros días, Amalia había tomado muy en serio el espionaje de "Ataúdes Limbo". Nada era diferente desde que la funeraria había cambiado de dueño. Don Hilario no venía nunca al local; seguía el empleado de antes, un muchacho de cara enfermiza que se pasaba el día sentado en la baranda mirando estúpidamente los gallinazos que se asoleaban en los techos del Hospital y la Morgue. El único cuartito de la funeraria estaba repleto de ataúdes, la mayoría chiquitos y blancos. Eran toscos, rústicos, sólo uno que otro cepillado y encerado. La primera semana se había vendido un ataúd. Un hombre descalzo y sin saco pero con corbata negra y rostro compungido, entró a "Ataúdes Limbo" y salió al poco rato cargando un cajoncito al hombro. Pasó frente a Amalia y ella se había persignado. La segunda semana no había habido ninguna compra; la tercera un par: uno de niño y otro de adulto. No parecía un gran negocio, Amalia, había comenzado a inquietarse Ambrosio.
Al mes, Amalia había empezado a descuidar la vigilancia. No se iba a pasar la vida en la puerta de la cabaña, con Amalita Hortensia en los brazos, sobre todo contando que se llevaban ataúdes tan rara vez. Se había hecho amiga de doña Lupe, pasaban horas conversando, comían y almorzaban juntas, daban vueltas por la Plaza, por la calle Comercio, por el embarcadero. Los días más calurosos bajaban al río a bañarse en camisón y luego tomaban raspadillas en la Heladería Wong. Ambrosio descansaba los domingos; dormía toda la mañana y después de almorzar salía con Pantaleón a ver los partidos de fútbol en el estadio de la salida a Yarinacocha. En la tarde; dejaban a Amalita Hortensia con la señora Lupe y se iban al cine. Ya los conocían en la calle, la gente los saludaba. Doña Lupe entraba a la cabaña como si fuera la suya; una vez había pescado a Ambrosio desnudo, bañándose a baldazos en la huerta y Amalia se había muerto de risa. Ellos también entraban donde doña Lupe cuando querían, se prestaban cosas. Cuando venía a Pucallpa, el marido de doña Lupe salía a sentarse con ellos a la calle, en las noches, a tomar fresco. Era un viejo que sólo abría la boca para hablar de su chacrita y sus deudas con el Banco Agropecuario.
—Creo que ya estoy contenta —le había dicho un día Amalia a Ambrosio —. Ya me acostumbré aquí. Y a ti ya no se te ve tan antipático como al principio.
—Se nota que te has acostumbrado —había respondido Ambrosio —. Andas sin zapatos y con tu paraguas, ya eres una montañesa. Sí, yo estoy contento también.
—Contenta porque ya pienso poco en Lima —había dicho Amalia —. Ya casi no me sueño con la señora, ya casi nunca pienso en la policía.
—Cuando recién llegaste pensé cómo puede vivir con él —había dicho doña Lupe, un día —. Ahora te digo que tuviste suerte de conseguírtelo. Todas las vecinas se lo quisieran de marido, negro y todo.
Amalia se había reído: era cierto, se estaba portando muy bien con ella, muchísimo mejor que en Lima y hasta a Amalita Hortensia le hacía sus cariños. Se le había alegrado tanto el espíritu últimamente y hasta ahora nunca se había peleado con él en Pucallpa.
—Felices pero hasta por ahí nomás —dice Ambrosio —. Lo que fallaba era la cuestión plata, niño.
Ambrosio había creído que gracias a los extras que sacaba sin que supiera don Hilario redondearían el mes. Pero no, en primer lugar había pocos pasajeros, y en segundo a don Hilario se le había ocurrido que las reparaciones las pagaran a medias la empresa y el chofer. Don Hilario se había vuelto loco, Amalia, si le aceptaba esto se quedaría sin sueldo. Habían discutido y quedado en que Ambrosio pagaría el diez por ciento de las reparaciones. Pero el segundo mes don Hilario le había descontado el quince, y cuando se robaron la llanta de repuesto había querido que Ambrosio pagara la nueva. Pero qué barbaridad, don Hilario, cómo se le ocurre. Don Hilario lo había mirado fijo: mejor no protestes, se le podían sacar muchos trapitos, ¿no se estaba ganando unos soles a sus espaldas? Ambrosio se había quedado sin saber qué decir, pero don Hilario le había tendido la mano: amigos de nuevo. Habían comenzado a redondear el mes con préstamos y adelantos que le hacía a regañadientes el propio don Hilario. Pantaleón, viéndolos en apuros; les había aconsejado déjense de pagar alquiler y vénganse a la barriada y háganse una cabañita junto a la mía.
—No, Amalia —había dicho Ambrosio —. No quiero que te quedes sola cuando esté de viaje, con tanto vago que hay en la barriada. Además, allá no podrías vigilar "Ataúdes Limbo".
—La sabiduría de las mujeres —dijo Carlitos —. Si Ana lo hubiera pensado no le habría salido tan bien. Pero no lo pensó, las mujeres nunca premeditan estas cosas. Se dejan guiar por el instinto y nunca les falla, Zavalita.
¿Era ese benigno, intermitente malestar que reapareció cuando Ana se fue a vivir a Ica, Zavalita, ese blando desasosiego que te sorprendía en los colectivos calculando cuánto falta para el domingo? Tuvo que cambiar al día sábado el almuerzo en casa de sus padres. Los domingos partía muy temprano en un colectivo que venía a recogerlo a la pensión. Dormía todo el viaje, estaba con Ana hasta el anochecer y regresaba. Andabas en bancarrota con esos viajes semanales, piensa, las cervezas del "Negro-Negro" ahora las pagaba siempre Carlitos. ¿Eso es amor, Zavalita?
—Allá tú, allá tú —dijo Carlitos —. Allá ustedes dos, Zavalita.
Había conocido por fin a los padres de Ana. Él era un huancaíno gordo locuaz que se había pasado la vida dando clases de Historia y Castellano en los Colegios Nacionales, y la madre una mulata agresivamente amable. Tenían una casa vecina a los desportillados patios de la Unidad Escolar y lo recibían con una hospitalidad ruidosa y relamida. Ahí estaban los abundantes almuerzos que te infligían los domingos, ahí las angustiosas miradas que cambiaban con Ana pensando a qué hora acaba el desfile de platos. Cuando acababan, él y Ana salían a pasear por las calles rectas y siempre soleadas, entraban a algún cine a acariciarse, tomaban refrescos en la Plaza, volvían a la casa a charlar y besarse de prisa en un saloncito atestado de huacos. A veces Ana venía a pasar el fin de semana donde unos parientes y podían acostarse juntos unas horas en algún hotelito del centro.