Conversación en La Catedral (33 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: Conversación en La Catedral
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—La lealtad de ese señorón nunca me ha convencido —dijo el mayor Paredes —. Esta con el régimen para hacer negocios. Por pura conveniencia.

—Todos estamos con el régimen por conveniencia; lo importante es que la conveniencia de tipos como Zavala sea estar con el régimen —sonrié él —. Podemos echar un vistazo a lo de Cajamarca?

El mayor Paredes asintió. Descolgó uno de los tres teléfonos y dio una orden. Quedó un momento pensativo.

—Al principio creí que posabas de cínico —dijo luego —. Ahora estoy seguro que lo eres. No crees en nada ni en nadie, Cayo.

—No me pagan para creer, sino para hacer un trabajo —sonrió él, de nuevo —. Y lo hago bien ¿no?

—Si sólo estas en este cargo por conveniencia, por qué no has aceptado otras ofertas mil veces mejores que te ha hecho el Presidente —se rio el mayor Paredes —. Ya ves, eres cínico, pero no tanto como quisieras.

Él dejó de sonreír y miro al mayor Paredes abúlicamente.

—Tal vez porque tu tío me dio una oportunidad que nadie me había dado —dijo, encogiendo los hombros —. Tal vez porque no he encontrado a nadie que pueda servir a tu tío en este cargo como lo hago yo. O tal vez porque este trabajo me gusta. No sé.

—El Presidente esta preocupado por tu salud y yo también —dijo el mayor Paredes —. En tres años has envejecido diez. ¿Como va la ulcera?

—Cicatrizada —dijo él —. Ya no tengo que tomar leche, felizmente.

Alargó la mano hacia los cigarrillos del escritorio, encendió uno y tuvo un acceso de tos.

— ¿Cuantos te fumas al día? —dijo el mayor Paredes.

—Dos o tres cajetillas —dijo él —. Pero negros, no esa porquería que fumas tú.

—No sé quién va a acabar contigo primero —se rió el mayor Paredes —. Si el tabaco, la ulcera, las anfetaminas, los apristas, o algún militar resentido, como el Serrano. O tu harén.

Él sonrió apenas. Tocaron la puerta, entro el capitán de bigotitos con un cartapacio: las fotostáticas estaban listas, mi mayor. Paredes extendió el plano sobre el escritorio: marcas rojas y azules en ciertas encrucijadas, una espesa linea negra que zigzagueaba por muchas calles y moría en una plaza. Estuvieron inclinados sobre el plano un buen rato. Puntos álgidos, decía el mayor Paredes, sitios de acantonamiento, curso del desplazamiento, el puente que va a inaugurar. Él anotaba en una libreta, fumaba, preguntaba con su voz monótona. Volvieron a los sillones.

—Mañana viajaré a Cajamarca con el capitán Ríos para echar un ultimo vistazo al dispositivo de seguridad —dijo el mayor Paredes —. Por nuestro lado, no hay problema, la seguridad funcionará como un reloj. ¿Y tu gente?

—Por la seguridad estoy tranquilo —dijo él —. Me preocupa otra cosa.

—¿El recibimiento? —dijo el mayor Paredes —. ¿Crees que le harán algún desaire?

—El senador y los diputados han prometido llenar la plaza —dijo él —. Pero esas promesas, ya se sabe. Esta tarde veré al Comité de Recepción. Los he hecho venir a Lima.

—Estos serranos serían unos ingratos de mierda si no lo reciben con los brazos abiertos —dijo el mayor Paredes —. Les está haciendo una carretera, un puente. Quién se había acordado antes que Cajamarca existía.

—Cajamarca ha sido foco aprista —dijo él —. Hemos hecho una limpieza, pero siempre puede ocurrir algo imprevisto.

—El Presidente cree que el viaje será un éxito —dijo el mayor Paredes —. Dice que le has asegurado que habrá cuarenta mil personas en la manifestación y ningún lío.

—Habrá, y no habrá lío —dijo él —. Pero éstas son las cosas que me andan envejeciendo. No la úlcera, no el tabaco.

Habían pagado al chino, salido, y cuando llegaron al patio ya había comenzado la reunión, don. El señor Lozano les puso mala cara y les señaló el reloj. Había unos cincuenta ahí, todos vestidos de civil, algunos se reían como idiotas y qué tufo. Ése del escalafón, ése cachuelero como yo, ése del escalafón, se los iba señalando Ludovico, y estaba hablando un Mayor de Policía, medio panzón, medio tartamudo, a cada rato repetía o sea que. O sea que había guardia de asalto en los alrededores, o sea que también patrulleros, o sea que la caballería escondida en unos garajes y cccanchones. Ludovico y Ambrosio se miraban como diciendo cccomiquísimo, don, pero Hipólito seguía con cara de velorio. Y ahí se adelantó el señor Lozano, qué silencio para oírlo.

—Pero la idea es que la policía no tenga que intervenir —había dicho —. Es algo que ha pedido el señor Bermúdez de manera especial. Y también que no haya tiros.

—Está sobando al jefazo porque aquí estás tú —había dicho Ludovico a Ambrosio —. Para que vayas y se lo cuentes.

—O sea que por eso no se repartirán pistolas sino sólo cccachiporras y otras armas cccontundentes.

Se había levantado un ruido de estómagos, de gargantas, de pies, todos protestaban pero sin abrir la boca, don. Silencio, dijo el Mayor, pero el que había arreglado la cosa con inteligencia fue el señor Lozano.

—Ustedes son de primera y no necesitan balas para dispersar a un puñado de locas, si las cosas se ponen feas entrará en acción la guardia de asalto —Sabidísimo, había hecho una broma —. Que levante la mano el que tiene miedo. —Nadie. Y él —. Menos mal, porque hubiera tenido que devolver el trago. —Risas. y él —. Siga explicándoles, Mayor.

—O sea qqque entendido, y antes de pasar por la armería, mírense bien las cccaras, no se vayan a agarrar a palazos entre ustedes por eqqquivocación.

Se habían reído, por educación, no porque su chiste fuera chiste, y en la armería habían tenido que firmar un recibito. Les dieron cachiporras, manoplas y cadenas de bicicleta. Regresaron al patio, se mezclaron con los otros, algunos estaban tan jalados que apenas podían hablar. Ambrosio les metía conversación, de dónde eran, si los habían sorteado. No, don, todos eran voluntarios. Contentos de sacarse unos soles extras pero algunos asustados de lo que pudiera pasarles. Fumaban, se bromeaban, jugando se pegaban con las cachiporras. Así estuvieron hasta eso de las seis en que vino el Mayor a decir ahí está el ómnibus. En la plaza del Porvenir la mitad se habían quedado con Ludovico y Ambrosio, en el centro, entre los columpios. Hipólito se había llevado a los otros hacia el lado del cine. Repartidos en grupitos de tres, de cuatro, se habían metido a la Feria. Ambrosio y Ludovico miraban las sillas voladoras, ¿cojonudo cómo se les levantaba la falda a las mujeres? No, don, ni se veía, había poquita luz. Los otros se compraban raspadillas, camotillos, un par se habían traído su botellita y tomaban traguitos junto a la Rueda Chicago. Huele como si le hubieran dado un dato falso a Lozano, había dicho Ludovico. Llevaban ya media hora ahí y ni sombra de nada.

En el tranvía, se sentaron juntos y Ambrosio le pagó el pasaje. Ella estaba tan furiosa por haber venido que ni lo miraba. Cómo puedes ser tan rencorosa, decía Ambrosio. La cara pegada a la ventanilla, Amalia miraba la avenida Brasil, los autos, el cine Beverly. Las mujeres tiene buen corazón y mala memoria, decía Ambrosio, pero tú eres al revés, Amalia. ¿Ese día que se encontraron en la calle y él le dijo sé un sitio en San Miguel donde buscan muchacha no habían conversado acaso de lo más bien? Ella el hospital de Policía, el óvalo de Magdalena Vieja. ¿Y el otro día en la puerta de servicio no habían hablado de lo más bien? El Colegio Salesiano, la plaza Bolognesi. ¿Había otro hombre en tu vida ahora, Amalia? Y en eso subieron dos mujeres, se sentaron frente a ellos, parecían malas, y empezaron a mirar a Ambrosio con un descaro. ¿Qué tenía que salieran juntos una vez, como buenos amigos? Pura risa con él, miraditas y coqueterías, y de pronto, sin darse cuenta, su boca dijo fuerte, mirando a las dos mujeres, no a él: está bien ¿dónde vamos a ir? Ambrosio la miró asombrado, se rascó la cabeza y se rió: qué mujer ésta. Fueron al Rímac, porque Ambrosio tenía que ver a un amigo. Lo encontraron en un restaurancito de la calle Chiclayo, comiéndose un arroz con pollo.

—Te presento a mi novia, Ludovico —dijo Ambrosio.

—No le crea —dijo Amalia —. Amigos nomás.

—Siéntense —dijo Ludovico —. Tómense una cerveza conmigo.

—Ludovico y yo trabajamos juntos con don Cayo, Amalia —dijo Ambrosio —. Yo le manejaba el auto y él lo cuidaba. Qué malas noches ¿no, Ludovico?

Sólo había hombres en el restaurant, algunos con qué pintas, y Amalia se sentía incómoda. Qué haces aquí pensaba, por qué eres tan bruta. La espiaban de reojo pero no le decían nada. Tendrían miedo a los dos hombrones que estaban con ella, porque Ludovico era tan alto y tan fuerte como Ambrosio. Sólo que tan feo, la cara picada de viruela y los dientes partidos. Entre los dos se contaban cosas, se preguntaban por amigos y ella se aburría. Pero de repente, Ludovico dio un golpecito en la mesa: ya está, se iban a Acho, los haría entrar. Los hizo pasar, no por donde el público, sino por un callejón y los policías lo saludaban a Ludovico como a un íntimo. Se sentaron en Sombra, arriba, pero como había poca gente, en el segundo toro se bajaron hasta la cuarta fila. Toreaban tres, pero la estrella era Santa Cruz, llamaba la atención ver a un negro en traje de luces. Le haces barra porque es tu hermano de raza, le bromeaba Ludovico a Ambrosio, y él, sin enojarse; sí y además porque es valiente. Era: se hacía revolcar, se arrodillaba, citaba al toro de espaldas. Ella sólo había visto corridas en el cine y cerraba los ojos, chillaba cuando el toro derribaba a un peón, qué salvajes los picadores decía, pero en el último toro de Santa Cruz también sacó su pañuelito, como Ambrosio, y pidió oreja. Salió de Acho contenta, por lo menos había visto algo nuevo, Era tan tonto desperdiciar la salida ayudando a la señora Rosario a tender ropa, oyendo a su tía quejarse de sus pensionistas o dando vueltas y vueltas con Anduvia y María sin saber dónde ir. Tomaron una chicha morada en la puerta de Acho y Ludovico se despidió. Caminaron hasta el Paseo de Aguas.

—¿Te gustaron los toros? —dijo Ambrosio.

—Sí —dijo Amalia —. Pero qué crueldad con los animales ¿no?

—Si te gustaron volveremos —dijo Ambrosio.

Iba a contestarle ni te lo sueñes pero se arrepintió y cerró la boca y pensó bruta. Se le ocurrió que hacía más de tres años ya, casi cuatro, que no salía con Ambrosio, y de pronto se sintió apenada. ¿Qué quieres hacer ahora?, dijo Ambrosio. Ir donde su tía, a Limoncillo. ¿Qué habría hecho él, todos estos años? Irás otro día, dijo Ambrosio, vámonos al cine más bien. Fueron a uno del Rímac a ver una de piratas, y en la oscuridad ella sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas. ¿Te estabas acordando de cuando ibas al cine con Trinidad, bruta? ¿De cuando vivías en Mirones y te pasabas los días, los meses sin hacer nada, sin hablar, casi sin pensar? No, se estaba acordando de antes, de los domingos que se veían en Surquillo, y las noches que se juntaban a escondidas en el cuartito junto al garaje y de lo que pasó. Sintió rabia otra vez, si me toca lo rasguñaba, lo mataba. Pero Ambrosio no trató siquiera, y al salir le invitó un lonche. Fueron andando hasta la plaza de Armas, conversando de todo menos de antes. Sólo cuando estaban esperando el tranvía él la cogió del brazo: yo no soy lo que tú crees, Amalia. Ni tampoco eres lo que tú crees, dijo Queta, tú eres lo que haces, esa pobre Amalia me da compasión. Suéltame o grito, dijo Amalia, y Ambrosio la soltó. Si no estaban peleando, Amalia, si sólo te estoy pidiendo que te olvides de lo que pasó. Hacía tanto tiempo ya, Amalia. Llegó el tranvía, viajaron mudos hasta San Miguel. Bajaron en el paradero del Colegio de las Canonesas y había oscurecido. Tú tuviste otro hombre, el textil ése, dijo Ambrosio, yo no he tenido ninguna mujer. Y un poco después, ya llegando a la esquina de la casa, con la voz resentida: me has hecho sufrir mucho, Amalia. No le respondió, se echó a correr. En la puerta de la casa, se volvió a mirar: se había quedado en la esquina, medio oculto entre la sombra de los arbolitos sin ramas. Entró a la casa luchando por no dejarse conmover, furiosa por sentirse conmovida.

—¿Qué hay de esa logia de oficiales en el Cuzco? —dijo él.

—Ahora que se presenten los ascensos al Congreso, van a ascender al coronel Idiáquez —dijo el mayor Paredes —. De General ya no puede seguir en el Cuzco, y sin él la argollita se va a deshacer. No hacen nada todavía; se reúnen, hablan.

—No basta con que salga de ahí Idiáquez —dijo él —. ¿Y el Comandante, y los capitancitos? No entiendo por qué no los han separado ya. El Ministro de Guerra aseguró que esta semana comenzarían los traslados.

—He hablado diez veces con él, le he mostrado diez veces los informes —dijo el mayor Paredes —. Como se trata de oficiales de prestigio, quiere ir con pies de plomo.

—Tiene que intervenir el Presidente, entonces —dijo él —. Después del viaje a Cajamarca, lo primero es romper esa argollita. ¿Están bien vigilados?

—Te imaginas —dijo el mayor Paredes —. Sé hasta lo que comen.

—El día menos pensado les ponen un millón de soles sobre la mesa y tenemos revolución a la vista —dijo él —. Hay que desbandarlos a guarniciones bien alejadas cuanto antes.

—Idiáquez debe muchos favores al régimen —dijo el mayor Paredes —. El Presidente se está llevando a cada rato decepciones tremendas con la gente. Le va a doler cuando sepa que Idiáquez anda amotinando oficiales contra él.

—Le dolería más saber que se ha levantado —dijo él; se puso de pie, sacó unos papeles de su maletín y se los entregó al mayor Paredes —. échales una ojeada, a ver si esta gente tiene ficha aquí.

Paredes lo acompañó hasta la puerta, lo retuvo del brazo cuando él iba a salir:

—¿Y esa noticia de la Argentina, esta mañana? ¿Cómo se te pasó?

—No se me pasó —dijo él —: Los apristas apedreando una embajada peruana es una buena noticia. Le consulté al Presidente y estuvo de acuerdo en que se publicara:

—Bueno, sí —dijo el mayor Paredes —. Los oficiales que la leyeron aquí, estaban indignados.

—Ya ves que pienso en todo —dijo él —. Hasta mañana.

Pero al poco rato se les había acercado Hipólito, la cara tristísima, don: ahí estaban, con sus cartelones y todo. Habían entrado por una de las esquinas de la Plaza, y ellos se les arrimaron, como curiosos. Cuatro llevaban un cartel con letras rojas, detrás venía un grupito, las cabecillas había dicho Ludovico, que hacían gritar a las demás y las demás serían media cuadra. La gente de la Feria también se había acercado a mirarlas. Gritaban, sobre todo las de adelante, ni se entendía qué, y había viejas, jóvenes y criaturas pero ningún hombre, tal como dijo el señor Lozano había dicho Hipólito. Muchas trenzas, muchas polleras, muchos sombreros. Esas se crecen en la Procesión, había dicho Ludovico: eran tres que tenían las manos como rezando, don. Unas doscientas o trescientas o cuatrocientas, y por fin acabaron de entrar a la Plaza.

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