Read Conversación en La Catedral Online
Authors: Mario Vargas Llosa
—Las diez —dijo Santiago —. La Federación debe estar reuniéndose.
—Si todos los otros delegados no están también aquí —dijo Héctor.
¿Saldría mañana la noticia, se enteraría el viejo por los periódicos? Imaginabas la noche desvelada de la casa, Zavalita, el llanto de la mamá, el revoloteo y las carreras al teléfono y las visitas y los chismes de la Teté en el barrio y los comentarios del Chispas. Sí, esa noche la casa se había vuelto un loquerío, niño, dice Ambrosio. Y Carlitos: te sentirías un Lenin. Y de repente un mestizo retaco tomaba impulso y pateaba: sobre todo miedoso, Carlitos. Sacó cigarrillos, alcanzó para los tres. Fumaron sin hablar, chupando y botando el humo al mismo tiempo. Habían pisoteado los puchos cuando escucharon el ruidito de la llave:
—¿Quién es Santiago Zavala? —dijo desde la puerta una cara nueva. Santiago se paró —. Está bien, siéntese nomás.
La cara se hundió, el ruidito otra vez.
—Quiere decir que estás fichado —susurró Héctor.
—Quiere decir que te van a soltar primero —susurró Solórzano —. Vuela a la Federación. Que hagan bulla. Por Llaque y por Washington, ellos son los más jodidos.
—¿Estás loco? —dijo Santiago —. ¿Por qué me van a soltar primero?
—Por tu familia —dijo Solórzano, con una risita —. Que protesten, que hagan bulla.
—Mi familia no va a mover un dedo —dijo Santiago —. Más bien, cuando sepan que ando metido en esto…
—No andas metido en nada —dijo Héctor —. No te olvides de eso.
—Tal vez ahora, con esta redada, las otras universidades hagan algo —dijo Solórzano.
Se habían sentado en la banca, hablaban mirando la pared del frente o el techo. Héctor se paró, comenzó a andar de un extremo a otro, dijo que se le habían dormido las piernas. Solórzano se subió las solapas y metió las manos a los bolsillos: ¿friecito, no?
—También traerían aquí a Aída? —dijo Santiago.
—Se la llevarían a Chorrillos, a la cárcel de mujeres —dijo Solórzano —. Nuevecita, con cuartos individuales.
—Perdimos tontamente el tiempo con esa historia de los novios —dijo Héctor —. Es para reírse.
—Para llorar —dijo Solórzano —. Para mandarlos a los dos a hacer radioteatros, a trabajar en películas mexicanas. Que te encierro, que me suicido, que lo boten de la Fracción, que ya no lo boten. Para bajarles los calzones y darles azotes a esos niñitos burgueses, carajo.
—Yo creía que se llevaban bien —dijo Héctor —. ¿Tú sabías que se peleaban?
—No sabía nada —dijo Santiago —. Los veía poco últimamente.
—Mi mujer se pelea y la huelga y el partido se van al diablo, yo me suicido —dijo Solórzano —. A hacer radioteatros, carajo.
—Los camaradas también tienen su corazoncito —sonrió Héctor.
—A lo mejor lo hicieron hablar a Martínez —dijo Santiago —. A lo mejor le pegaron y…
—Trata de disimular que tienes miedo —dijo Solórzano —. Porque es peor.
—Miedo tendrás tú —dijo Santiago.
—Claro que sí —dijo Solórzano —. Pero no lo demuestro poniéndome pálido.
—Porque aunque te pongas no se te nota —dijo Santiago.
—Las ventajas de ser cholo —se rió Solórzano — No te calientes, hombre.
Héctor sé sentó; tenía un cigarrillo y lo fumaron entre los tres, una pitada cada uno.
—Cómo sabían mi nombre —dijo Santiago —. A qué vendría ese tipo.
—Como eres de buena familia, te van a preparar unos riñoncitos al vino, para que no te sientas desambientado —dijo Solórzano, bostezando —. Bueno, ya me cansé.
Se acurrucó contra la pared y cerró los ojos. Su cuerpo fortachón, su piel color ceniza, su nariz muy abierta, piensa, sus pelos tiesos, y era la primera vez que lo metían preso.
—¿Nos pondrán con los presos comunes? —dijo Santiago.
—Ojalá que no —dijo Héctor —. No tengo ganas de que me violen los rateros. Mira cómo duerme el camarada. Tiene razón, vamos a acomodarnos a ver si descansamos un poco.
Apoyaron las cabezas contra la pared, cerraron los ojos. Un momento después Santiago oyó pasos y miró la puerta; Héctor se había enderezado también. El ruidito, la cara de antes:
—Zavala, venga conmigo. Sí, usted solito.
El retaco tomaba impulso y, al salir de la habitación, vio los ojos de Solórzano que se abrían, enrojecidos. Un corredor lleno de puertas, gradas, un pasillo de losetas que se revolvía, subía y bajaba, un guardia con fusil frente a una ventana. El tipo caminaba con las manos en los bolsillos, a su lado; placas de metal que no alcanzaba a leer. Entre ahí, oyó, y se quedó solo. Un cuarto grande, casi a oscuras: un escritorio con una lamparita sin pantalla, paredes desnudas, una fotografía de Odría envuelto en la banda presidencial como un bebé en un pañal. Retrocedió, miró su reloj, las doce y media, tomaba impulso y, las piernas blandas, ganas de orinar. Un momento después se abrió la puerta, ¿Santiago Zavala? dijo una voz sin cara. Sí: aquí estaba el sujeto, señor. Pasos, voces, el perfil de don Fermín atravesando el cono de luz de la lámpara, sus brazos abriéndose, su cara contra mi cara, piensa.
—¿Estás bien, flaco? ¿No te han hecho nada, flaco?
—Nada, papá. No sé por qué me han traído, no he hecho nada, papá.
Don Fermín lo miró a los ojos, lo abrazó otra vez, lo soltó, sonrió a medias y se volvió hacia el escritorio, donde el otro se había sentado ya.
—Ya ve, don Fermín —se le veía apenas la cara, Carlitos, una vocecita desganada, servil —. Ahí tiene al heredero, sano y salvo.
—Este joven no se cansa de darme dolores de cabeza —el pobre quería ser natural y era teatral y hacía cómico, Carlitos —. Lo envidio por no tener hijos, don Cayo.
—Cuando uno se va poniendo viejo —Sí, Carlitos, Cayo Bermúdez en persona — le gustaría tener quien lo represente en el mundo cuando ya no esté.
Don Fermín soltó una risita incómoda, se sentó en una esquina del escritorio, y Cayo Bermúdez se puso de pie: ése era pues, ahí estaba pues. Una cara seca, apergaminada, insípida. ¿No quería sentarse, don Fermín? No, don Cayo, aquí estaba bien.
—Vea en qué lío se ha metido, joven —con amabilidad, Carlitos, como si lo lamentara —. Por dedicarse a la política en vez de los estudios.
—Yo no hago política —dijo Santiago —. Estaba con unos compañeros, no hacíamos nada.
Pero Bermúdez se había inclinado a ofrecer cigarrillos a don Fermín que, inmediatamente, con una sonrisita postiza sacó un Inca, él que sólo podía fumar Chesterfield y odiaba el tabaco negro Carlitos, y se lo puso en la boca. Aspiraba con avidez y tosía, contento de hacer algo que disimulara su malestar, Carlitos, su terrible incomodidad. Bermúdez miraba los remolinos de humo, aburrido, y de pronto sus ojos encontraron a Santiago:
—Está bien que un joven sea rebelde, impulsivo —como si estuviera diciendo tonterías en una reunión social, Carlitos, como si le importara un comino lo que decía —. Pero conspirar con los comunistas ya es otra cosa. ¿No sabe qué el comunismo está fuera de la ley? Figúrese si se le aplicara la Ley de Seguridad Interior.
—La Ley de Seguridad Interior no es para mocosos que no saben dónde están parados, don Cayo —con una furia frenada, Carlitos, sin alzar la voz, aguantándose las ganas de decirle perro, sirviente.
—Por favor, don Fermín —como escandalizado, Carlitos, de que no le entendieran las bromas —. Ni para los mocosos ni mucho menos para el hijo de un amigo del régimen como usted.
—Santiago es un muchacho difícil, lo sé de sobra —sonriendo y poniéndose serio, Carlitos, cambiando a cada palabra de tono —. Pero no exagere, don Cayo. Mi hijo no conspira, y menos con comunistas.
—Que él mismo le cuente, don Fermín —amistosa, obsequiosamente, Carlitos —. Qué hacía en ese hotelito del Rímac, qué es la Fracción, qué es Cahuide. Que le explique todos esos nombrecitos.
Arrojó una bocanada de humo, contempló las volutas melancólicamente.
—En este país los comunistas ni siquiera existen, don Cayo —atragantándose con la tos y la cólera, Carlitos, pisoteando con odio el cigarrillo.
—Son poquitos, pero fastidian —como si yo me hubiera ido, Carlitos, o nunca hubiera estado ahí —. Sacan un periodiquito a mimeógrafo,
Cahuide
. Pestes de Estados Unidos, del Presidente, de mí. Tengo la colección completa y se la enseñaré, alguna vez.
—No tengo nada que ver —dijo Santiago —. No conozco a ningún comunista en San Marcos.
—Los dejamos que jueguen a la revolución, a lo que quieran, con tal que no se excedan —como si todo lo que él mismo decía lo aburriera, Carlitos —. Pero una huelga política, de apoyo a los tranviarios, imagínese qué tendrá que ver San Marcos con los tranviarios, eso ya no.
—La huelga no es política —dijo Santiago —. La decretó la Federación. Todos los alumnos.
—Este joven es delegado de año, delegado de la Federación, delegado al Comité de huelga —sin oírme ni mirarme, Carlitos, sonriéndole al viejo como si le estuviera contando un chiste —. Y miembro de Cahuide, así se llama la organización comunista, desde hace años. Dos de los que fueron detenidos con él tienen un prontuario cargado, son terroristas conocidos. No había más remedio, don Fermín.
—Mi hijo no puede seguir detenido, no es un delincuente —ya sin contenerse, Carlitos, golpeando la mesa, alzando la voz —. Yo soy amigo del régimen, y no de ayer, de la primera hora, y se me deben muchos favores. Voy a hablar con el Presidente ahora mismo.
—Don Fermín, por favor como herido, Carlitos, como traicionado por su mejor amigo —. Lo he llamado para arreglar esto entre nosotros, yo sé mejor que nadie que usted es un buen amigo del régimen. Quería informarle de las andanzas de este joven, nada más. Por supuesto que no está detenido. Puede usted llevárselo ahora mismo, don Fermín.
—Se lo agradezco mucho, don Cayo —confundido otra vez, Carlitos, pasándose el pañuelo por la boca, tratando de sonreír —. No se preocupe por Santiago, yo me encargo de ponerlo en el buen camino. Ahora, si no le importa, preferiría irme. Ya se imagina cómo estará su madre.
—Por supuesto, vaya a tranquilizar a la señora —compungido, Carlitos, queriendo reivindicarse, congraciarse —. Ah, y claro, el nombre del joven no aparecerá para nada. No hay ficha de él, le aseguro que no quedará rastro de este incidente.
—Sí, eso hubiera perjudicado al muchacho más tarde —sonriéndole, asintiendo, Carlitos, tratando de demostrarle que ya se había reconciliado con él —. Gracias, don Cayo.
Salieron. Iban adelante don Fermín y la figurita pequeña y angosta de Bermúdez, su terno gris a rayas, sus pasitos cortos y rápidos. No contestaba los saludos de los guardias, las buenas noches de los soplones. El patio, la fachada de la Prefectura, las rejas, aire puro, la avenida. El auto estaba al pie de las gradas. Ambrosio se quitó la gorra, abrió la puerta, sonrió a Santiago, buenas noches niño. Bermúdez hizo una venia y desapareció en la puerta principal. Don Fermín entró al auto: rápido a la casa, Ambrosio. Partieron y el auto enfiló hacia Wilson, dobló hacia Arequipa, aumentando en cada esquina la velocidad, y por la ventanilla entraba cuánto aire, Zavalita, para respirar, para no pensar.
—El hijo de puta éste me las va a pagar —el fastidio de su cara, piensa, el cansancio de sus ojos que miraban adelante —. El cholo de mierda éste no me va a humillar así. Yo voy a enseñarle cuál es su sitio.
—La primera vez que le oía decir palabrotas, Carlitos —dijo Santiago —. Insultar a alguien así.
—Me las va a pagar —su frente comida de arrugas, piensa, su cólera helada —. Yo le voy a enseñar a tratar a sus señores.
—Siento mucho haberte hecho pasar ese mal rato, papá, te juro que —y su cara girando de golpe, piensa, y el manotón que te cerraba la boca, Zavalita —La primera, la única vez que me pegó —dice Santiago —. ¿Te acuerdas, Ambrosio?
—Tú también tienes que arreglar cuentas conmigo, mocoso —su voz convertida en un gruñido, piensa —.¿No sabes que para conspirar hay que ser vivo? ¿Que era imbécil conspirar desde tu casa por teléfono? ¿Que la policía podía escuchar? El teléfono estaba intervenido, imbécil.
—Habían grabado lo menos diez conversaciones mías con los de Cahuide, Carlitos —dijo Santiago —. Bermúdez se las había hecho escuchar. Se sentía humillado, eso es lo que le dolía más.
A la altura del colegio Raimondi el tráfico estaba interrumpido; Ambrosio desvió el auto hacia Arenales, y no hablaron hasta el cruce de Javier Prado.
—No se trataba de ti, además —su voz deprimida, preocupada, piensa, ronca —. Me estaba siguiendo los pasos a mí. Aprovechó esta ocasión para hacérmelo saber sin decírmelo de frente.
—Creo que nunca me sentí tan amargado, hasta esa vez del burdel —dijo Santiago —. Porque los habían metido presos por mí, por lo de Jacobo y Aída, porque me habían soltado y a ellos no, por ver al viejo en ese estado.
De nuevo la avenida Arequipa casi desierta, los faros del auto y las rápidas palmeras, y los jardines y las casas a oscuras.
—Así que eres comunista, así que tal como te lo anticipé no entraste a San Marcos a estudiar sino a politiquear —su tonito amargado, piensa, áspero, burlón —. A dejarte embaucar por los vagos y los resentidos.
—He aprobado los exámenes, papá. Siempre he sacado buenas notas, papá.
—A mí qué carajo que seas comunista, aprista, anarquista o existencialista —furioso de nuevo, piensa, manoteándose la rodilla, sin mirarme —. Que tires bombas, robes o mates. Pero después de cumplir veintiún años. Hasta entonces vas a estudiar, y sólo a estudiar. A obedecer, sólo a obedecer.
Piensa: ahí. ¿No se te ocurrió que ibas a destrozarle los nervios a tu madre? Piensa no. ¿Que ibas a meter en un lío a tu padre? No, Zavalita, no se te ocurrió. La avenida Angamos, la Diagonal, la Quebrada, Ambrosio agazapado sobre el volante: no pensaste, no se te ocurrió. ¿Porque era muy cómodo, muy bonito, no? El papito te daba de comer, el papito te vestía y te pagaba los estudios y te regalaba propinas, y tú a jugar al comunismo, y tú a conspirar contra la gente que daba trabajo al papito, carajo eso no. No el manotazo papá, piensa, eso es lo que me dolió. La avenida 28 de Julio, sus árboles, la avenida Larco, el gusanito, la culebra, los cuchillos.
—Cuando produzcas y te mantengas, cuando ya no dependas del bolsillo del papito, entonces sí —suavemente, piensa, salvajemente —. Comunista, anarquista, bombas, allá tú. Mientras tanto a estudiar, a obedecer.
Piensa: lo que no te perdoné, papá. El garaje de la casa, las ventanas iluminadas, en una de ellas el perfil de la Teté, ¡ahí está el supersabio, mamá!