Conversación en La Catedral (24 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: Conversación en La Catedral
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—Agricultura descartada, Ingeniería descartada, la Normal descartada y la Católica no sabemos —dijo Washington —. Las universidades de Cuzco y Arequipa ocupadas y Trujillo se echó atrás. Esa es la situación, en resumen. Es casi seguro que en la Federación, esta noche, se proponga levantar la huelga: Nos queda una hora para decidir nuestra posición.

Parecía que no iba a haber discusión, piensa, que todos estaban de acuerdo. Héctor: el movimiento había provocado una toma de conciencia política del estudiantado, ahora convenía replegarse antes de que desapareciera la Federación. Solórzano: levantar la huelga, sí, pero para comenzar de inmediato a preparar un nuevo movimiento, más poderoso y mejor coordinado. Santiago: sí, y de inmediato iniciar una campaña por la liberación de los estudiantes presos. Washington: con la experiencia adquirida y las enseñanzas de estos días de lucha, la Fracción universitaria de Cahuide había pasado su prueba de fuego, él también estaba porque se levantara la huelga para reagrupar las fuerzas.

—Yo quisiera decir algo, camaradas —dijo Llaque, con su delgada voz tímida, pero nada vacilante —. Cuando la Fracción acordó apoyar la huelga de los tranviarios, ya sabíamos todo esto.

¿Qué sabíamos?. Que los sindicatos eran amarillos, pues los verdaderos dirigentes obreros estaban muertos o presos o desterrados, que con la huelga vendría la represión y habría detenciones y que las otras universidades darían la espalda a San Marcos. Lo que no sabíamos, lo que no estaba previsto, camaradas, ¿qué era? Su manita subía y bajaba junto a tu cara, Zavalita, su voz bajita insistía, repetía, convencía. Que la huelga alcanzaría este éxito y obligaría al gobierno a desenmascararse y a mostrar toda su brutalidad a plena luz. ¿Que la situación iba mal? ¿Con tres universidades ocupadas, con lo menos cincuenta estudiantes y dirigentes obreros presos, iba mal? ¿Con las manifestaciones —relámpago en el Jirón de la Unión y la prensa burguesa obligada a informar sobre la represión, mal? Por primera vez un movimiento de esa envergadura contra Odría, camaradas, por primera vez una grieta en tantos años de dictadura monolítica. ¿Mal, mal? ¿No era absurdo retroceder en estos momentos? ¿No era más correcto tratar de extender y de radicalizar el movimiento? Juzgando la situación no desde un punto de vista reformista, sino revolucionario, camaradas. Calló y ellos lo miraban y se miraban, incómodos.

—Si apristas e independientes se han puesto de acuerdo para levantar la huelga, no podemos hacer nada —dijo Solórzano, al fin.

—Podemos dar la batalla, camarada —dijo Llaque.

Y se abrió la puerta, piensa, y entraron. Aída avanzó muy rápido hacia el centro de la habitación, Jacobo se quedó atrás.

—Ya era hora —dijo Washington —. Nos tenían preocupados.

—Jacobo me encerró y no me dejó ir a la Católica —de un tirón, piensa, como si se hubiera aprendido de memoria lo que iba a decir —. Él tampoco fue a ver a los textiles, como le encargó la Fracción. Pido que sea expulsado.

—Ahora entiendo que la lleves en la cabeza tantos años, Zavalita —dijo Carlitos.

Estaba parada entre las dos sillas, bajo el foco de luz, con los puños cerrados, los ojos dilatados y la boca temblando. El cuarto se había encogido, el aire espesado. La miraban inmóviles, tragaban saliva, Héctor sudaba. Ahí estaba la respiración de Aída a tu lado, Zavalita, su sombra oscilando en el suelo. Tenías la garganta seca, te mordías el labio, el corazón acelerado.

—Bueno, vaya, camarada —dijo Washington — Aquí estábamos…

—Además, trató de suicidarse, porque le dije que no quería seguir con él —lívida, piensa, los ojos muy abiertos, escupiendo las palabras como si le quemaran la lengua —. Tuve que engañarlo para que me dejara venir. Pido que sea expulsado.

—Y se abrió la tierra —dijo Santiago —. No porque hubiera soltado eso, ahí, delante de todos. Sino porque una pelea así, Carlitos, un lío así, con encierros y amenazas de suicidio y todo eso.

—¿Has terminado? —dijo, por fin, Washington.

—Hasta entonces no se te había ocurrido que se acostaban —se rió Carlitos —. Creías que se miraban a los ojos y se cogían la mano y se recitaban poemas de Maiakovsky y de Nazim Himet, Zavalita.

Ahora todos se movían en sus sitios, Héctor se secaba la cara, Solórzano exploraba el techo, por qué no se adelantaba y decía algo él, qué hacía mudo ahí atrás él. Aída seguía de pie a tu lado, Zavalita, las manos ya no cerradas sino abiertas, un anillo plateado con sus iniciales en el dedo meñique, las uñas cortadas como hombre. Santiago alzó la mano y Washington con un gesto le indicó que hablara.

—Falta una hora para que se reúna la Federación y no hemos tomado ningún acuerdo —pensando aterrado se me va a cortar la voz, piensa —. ¿Vamos a perder el tiempo discutiendo problemas personales ahora?

Se calló, encendió un cigarrillo, el fósforo rodó encendido al suelo y lo pisó. Vio que las caras de los otros comenzaban a reponerse de la sorpresa, a enfurecerse. Ansiosa, difícil, la respiración de Aída seguía siempre ahí.

—Claro que no nos interesan los asuntos personales —murmuró Washington, con un disgusto que rebalsaba su voz —. Pero lo que acaba de plantear Aída es muy grave.

Un silencio con púas, piensa, un súbito calor que embrutecía y ahogaba.

—A mí no me importa que dos camaradas se peleen o se encierren o se suiciden —dijo Héctor, el pañuelo contra la boca —. Sí me importa saber qué pasó con los textiles, con la Católica. Si los camaradas que debían ir no fueron, que expliquen por qué.

—La camarada ya explicó —susurró la voz de pajarito —. Que el otro camarada dé su versión y acabemos de una vez con esto.

Ojos que giraban hacia la puerta, los pasos lentos de Jacobo, la silueta de Jacobo junto a la de Aída. Su terno azul claro arrugado, su camisa medio salida, el saco sin abotonar, su corbata caída.

—Lo que dijo Aída es cierto, perdí el control de los nervios —atorándose con cada palabra, piensa, balanceándose como borracho —. Estaba ofuscado, fue una debilidad de un momento de crisis. Quizá todos estos días sin dormir camaradas. Yo me someto a cualquier decisión de la Fracción, camaradas.

—¿No dejaste ir a Aída a la Católica? —dijo Solórzano —. ¿Cierto que no fuiste a la cita con los textiles, que trataste de impedir que Aída viniera a la reunión?

—No sé qué me pasó, no sé qué me pasó —los ojos acobardados, piensa, atormentados, y su mirada de loco —. Les pido disculpas a todos. Quiero superar esta crisis, ayúdenme a superarme, camaradas. Lo que la camarada, lo que Aída es cierto. Acepto cualquier decisión, camaradas.

Calló retrocedió hacia la puerta y Santiago dejó de verlo. Aída sola de nuevo su mano amoratada de puro tensa. Solórzano tenía la frente surcada, se había puesto de pie.

—Voy a decir francamente lo que pienso —su cara descompuesta de ira, piensa, su voz desilusionada —. Yo voté a favor de esta huelga porque me convencieron los argumentos de Jacobo. Él fue el más entusiasta, por eso lo elegimos a la Federación y al Comité de huelga. Yo tengo que recordar que mientras el camarada Jacobo actuaba como un egoísta, detenían a Martínez. Creo que debemos sancionar de alguna forma una falta así. Los contactos con los textiles, con la Católica, en estos momentos, en fin, para qué voy a decir lo que todos sabemos. Una cosa así no es posible, camaradas.

—Claro que es grave, claro que ha cometido una falta —dijo Héctor —. Pero ahora no hay tiempo, Solórzano. La Federación se reúne dentro de media hora.

—Es una locura seguir perdiendo así el tiempo, camaradas —la voz de pajarito, perpleja, impaciente, su manita levantada —. Hay que postergar este asunto y volver al tema en debate.

—Pido que se aplace la discusión de esto hasta la próxima sesión —dijo Santiago.

—No quiero ofender a nadie, pero Jacobo no debe asistir a esta reunión —dijo Washington; vaciló un segundo y añadió —. Ya no creo que sea de confianza.

—Pon al voto mi moción —dijo Santiago —. Ahora nos estás haciendo perder tiempo tú, Washington. ¿Vamos a olvidarnos de la huelga, de la Federación para seguir discutiendo toda la noche sobre Jacobo?

—Los minutos se están pasando —insistió, imploró Llaque —. Dense cuenta, camaradas.

—Está bien, vamos a votar —dijo Washington —. ¿Tienes algo que añadir, Jacobo?

Los pasos, la silueta, se había sacado las manos de los bolsillos y se las estrujaba. Unas mechas rubias le tapaban las orejas, sus ojos no eran suficientes y sarcásticos, como en los debates piensa, toda su actitud revelaba derrota y humildad.

—Yo creía que para él sólo existían la Fracción, la revolución —dijo Santiago —. Y de repente mentira, Carlitos. De carne y hueso también, como tú, como yo.

—Comprendo que duden, que ya no tengan confianza en mí —balbuceó —. Estoy dispuesto a hacer mi autocrítica, me someto a cualquier decisión. Denme otra oportunidad para demostrarles, a pesar de todo, camaradas.

—Mejor sales del cuarto hasta que votemos —dijo Washington.

Santiago no lo oyó abrir la puerta; supo que había salido cuando el foco osciló y las sombras de las paredes se movieron. Se paró, cogió del brazo a Aída y le señaló la silla. Ella se sentó. Sus manos sobre sus rodillas, piensa, sus pestañas negras mojadas, el pelo revuelto sobre su cuello, y las orejas como con frío. Que tu mano se alzara, piensa, y bajara y tocara ese cuello y lo acariciara y alisara esos mechones y tus dedos se enredaran en esos pelos y los tironearan despacito y los soltaran y los tironearan: ay, Zavalita.

—Vamos a votar el pedido de Aída, primero —dijo Washington —. Levanten la mano los que estén de acuerdo que se expulse a Jacobo de la Fracción.

—Yo presenté una cuestión previa —dijo Santiago —. Pon primero al voto mi pedido.

Pero Washington y Solórzano ya habían alzado la mano. Todos se volvieron a mirar a Aída: estaba cabizbaja, las manos quietas sobre las rodillas.

—¿Tú no votas por lo que pediste? —dijo Solórzano, casi gritando.

—He cambiado de opinión —sollozó Aída —. El camarada Llaque tiene razón. Hay que aplazar la discusión de este asunto.

—Esto es increíble —dijo la voz de pajarito —. Qué es esto, qué es esto.

—¿Te estás burlando de nosotros? —dijo Solórzano —. ¿A qué estas jugando tú, Aída?

—He cambiado de opinión —susurró Aída, sin alzar la cabeza.

—Carajo —dijo la voz de pajarito —. Dónde estamos, a qué jugamos.

—Acabemos con esta broma —dijo Washington —. Los que están de acuerdo con que se aplace la discusión de esto.

Llaque, Héctor y Santiago levantaron la mano, unos segundos después lo hizo Aída. Héctor se estaba riendo, Solórzano se tocaba el estómago como si tuviera vómitos, qué es esto repetía la voz de pajarito.

—Las mujeres son formidables —dijo Carlitos —. Rumberas, comunistas, burguesas, cholas, todas tienen algo que no tenemos nosotros. ¿No sería mejor ser marica, Zavalita? Entenderse con algo que conoces, y no con esos animales extraños.

—Llámenlo a Jacobo, entonces, se acabó el circo —dijo Washington —. Volvamos a las cosas serias.

Santiago giró: la puerta abierta, la cara atolondrada de Jacobo irrumpiendo en la habitación.

—Hay tres patrulleros en la puerta —susurró, había cogido a Santiago del brazo —. Muchos soplones, un oficial.

—Cierren esa puerta, carajo —dijo la voz de pajarito.

Todos se habían parado de golpe, Jacobo había cerrado la puerta y la sujetaba con su cuerpo.

—Sujétala —dijo Washington, mirando a todos, atropellándose —. Los papeles, las cartas. Sujeten la puerta, no tiene llave.

Héctor, Solórzano y Llaque vinieron a ayudar a Jacobo y a Santiago que contenían la puerta, y todos se rebuscaban los bolsillos. Inclinado sobre el velador, Washington rompía papeles y los metía en una bacinica. Aída le iba pasando las libretas, las hojas sueltas que le entregaban los otros, iba y venía corriendo en puntas de pie de la puerta a la cama. La bacinica ya estaba ardiendo. Afuera no se oía ningún ruido; todos tenían las orejas aplastadas contra la puerta. Llaque se separó de ellos, apagó la luz, y en la oscuridad Santiago sintió la voz de Solórzano: ¿no sería falsa alarma? La llamita de la bacinica crecía y decrecía, a intervalos idénticos Santiago veía aparecer la cara de Washington soplando. Alguien tosió y la voz de pajarito murmuró silencio, y comenzaron a toser dos a la vez.

—Mucho humo —susurró Héctor —. Hay que abrir esa ventana.

Una silueta se apartó de la puerta y se empinó hacia el tragaluz pero su mano sólo tocaba el borde. Washington lo tomó de la cintura, lo izó, y al abrirse el tragaluz entró una bocanada de aire fresco al cuarto. La llamita se había apagado, y ahora Aída le alcanzaba la bacinica a Jacobo, que, izado de nuevo por Washington, sacaba la bacinica por el tragaluz. Washington encendió la luz: caras crispadas. ojos hundidos, bocas resecas. Con gestos, Llaque indicó que se apartaran de la puerta, que se sentaran. tenía el rostro ajado, se le veían los dientes, en un instante se había avejentado.

—Hay mucho humo todavía —dijo Llaque —. Fumen, fumen.

—Falsa alarma —murmuró Solórzano —. No se oye nada.

Santiago y Héctor repartieron cigarrillos, hasta Aída que no fumaba encendió uno. Washington se había instalado junto a la puerta y espiaba por el hueco de la cerradura.

—¿No saben que hay que traer siempre libros de estudio? —dijo Llaque; su manita accionaba, histérica —. Nos reunimos para conversar de problemas universitarios. No somos políticos, no hacemos política. Cahuide no existe, la Fracción no existe. No saben nada de nada.

—Ahí suben —dijo Washington, y se apartó de la puerta.

Se oyó un murmullo, un silencio, de nuevo el murmullo, y dos golpecitos en la puerta.

—Lo buscan, señor —dijo una voz carrasposa —. Es urgente, dicen.

Aída y Jacobo estaban juntos, piensa, él la tenía del hombro. Washington dio un paso hacia la puerta pero ésta se abrió antes y un bólido se lo llevó de encuentro: una figura tropezando, trastabillando, otras figuras saltando, gritando, revólveres que los apuntaban, alguien decía lisuras, alguien jadeaba.

—Qué desean —dijo Washington —. Por qué entran así a…

—El que esté armado tire el arma al suelo, —dijo un hombre bajito, de sombrero y corbata azul —. manos arriba. Regístrenlos.

—Somos estudiantes —dijo Washington —. Estamos…

Pero un guardia lo empujó y se calló. Los palmotearon de pies a cabeza, los hicieron salir en fila, con las manos en alto. En la calle había dos guardias con metralletas y un grupo de mirones. Los dividieron, a Santiago lo empujaron a un patrullero junto con Héctor y Solórzano. Estaban muy apretados en el asiento, olía a sobaco, el que manejaba estaba hablando por un pequeño micrófono. El auto arrancó: el Puente de Piedra, Tacna, Wilson, la avenida España. Paró ante las rejas de la Prefectura, un soplón cuchicheó con los centinelas, y les ordenaron bajar. Un corredor con puertecitas abiertas, escritorios, policías y tipos de civil, en mangas de camisa, una escalera, otro corredor que parecía baldeado, una puerta que se abría, entren ahí, se cerraba y el ruidito de la llave. Un cuarto pequeño, que parecía una antesala de notario, con una sola banca apoyada contra la pared. Estuvieron callados, observando las paredes cuarteadas, el suelo brilloso, el foco de luz fluorescente.

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