Read Conversación en La Catedral Online
Authors: Mario Vargas Llosa
—Ni creas, me encantan los locos —dijo Aída —. Estuve dudando entre Derecho y Psiquiatría.
—Lo que pasa es que te consiento demasiado y abusas, flaco —dijo don Fermín —. Anda a tu cuarto de una vez.
—Cuando me castigas, a mí me dejas sin propina, cuando a Santiago sólo lo mandas a acostarse —dijo la Teté —. Qué tal raza, papá.
—Lo que pasa es que nadie está contento con su suerte —dice Ambrosio —. Ni usted, que lo tiene todo. Qué diré yo, imagínese.
—Quítale a él la propina también, papá —dijo el Chispas —. Por qué esas preferencias.
—Me alegro que escogieras Derecho —dijo Santiago —. Fíjate, ahí está Jacobo.
—No metan la cuchara cuando hablo con el flaco —dijo don Fermín —. Si no, se van a quedar sin propina ustedes.
Le dieron guantes de jebe, un guardapolvo, le dijeron eres envasadora. Comenzaban a caer las pastillas y ellas tenían que acomodarlas en los frascos y poner encima pedacitos de algodón. A las que colocaban las tapas les decían taperas, etiqueteras a las que pegaban las etiquetas, y al final de la mesa cuatro mujeres recogían los frascos y los ordenaban en cajas de cartón: les decían embaladoras. Su vecina se llamaba Gertrudis Lama y tenía gran rapidez en los dedos. Amalia comenzaba a las ocho, paraba a las doce, volvía a las dos y salía a las seis. A los quince días de entrar al laboratorio, su tía se mudó de Surquillo a Limoncillo, y al principio Amalia iba a almorzar a la casa, pero resultaba caro tanto ómnibus y el tiempo muy justo. Un día llegó a las dos y cuarto y la inspectora ¿abusas porque eres recomendada del dueño? Tráete la comida como nosotras, le aconsejó Gertrudis Lama, ahorrarás plata y tiempo. Desde entonces se llevaba un sandwich y fruta y se iba a almorzar con Gertrudis a una acequia de la avenida Argentina donde venían vendedores ambulantes a ofrecerles limonadas y raspadillas, y tipos que trabajaban en la vecindad a fastidiarlas. Gano más que antes, pensaba, trabajo menos y tengo una amiga. Extrañaba un poco su cuartito y a la niña Teté, pero del desgraciado ése ni me acuerdo ya, le decía a Gertrudis Lama, y Santiago ¿la Amalia?, y Ambrosio sí ¿se acuerda de ella, niño?
No había cumplido un mes en el laboratorio cuando conoció a Trinidad. Decía vulgaridades con más gracia que los otros, Amalia se acordaba a solas de sus disparates y soltaba la carcajada. Simpático aunque un poquito chiflado ¿no?, le dijo un día Gertrudis, y otro cómo te ríes con él, y otro se nota que el loquito te está gustando. A ti será, dijo Amalia; y pensó ¿me está gustando?, y Santiago ¿Amalia tu mujer, Amalia la que se murió en Pucallpa? Una tarde lo vio en el paradero, esperándola. Lo más fresco se subió al tranvía, se sentó a su lado, negra consentida, y comenzó con sus chistes, cholita engreída, ella estaba seria por afuera y muerta de risa por adentro. Le pagó el pasaje y cuando Amalia se bajó él chaucito amor. Era flaquito, moreno, loquísimo, pelos lacios retintos, buen mozo. Sus ojos se corrían y cuando entraron en confianza Amalia le decía tienes de chino, y él y tú eres una cholita blanca, haremos bonita mezcla, y Ambrosio sí niño, la misma. Otra vez la acompañó hasta el centro en el tranvía y se subió con ella al ómnibus de Limoncillo y también le pagó el pasaje y ella qué ahorros. Trinidad quería invitarla a tomar lonche pero Amalia no, no podía aceptarle. Bajémonos amorcito, bájese usted, qué confianzas eran ésas. Me voy si nos presentamos, dijo él, y le estiró la mano, Trinidad López tanto gusto, y ella se la estiró, tanto gusto Amalia Cerda. Al día siguiente Trinidad se sentó a su lado en la acequia y comenzó a decirle a Gertrudis qué amiguita más consentida tiene, Amalia me quita el sueño. Gertrudis le seguía la cuerda y se hicieron amigos y después Gertrudis a Amalia hazle caso al loquito, te olvidarás del tal Ambrosio, y Amalia de ése ni me acuerdo ya, y Gertrudis ¿de veras?, y Santiago ¿tenías tus cosas con Amalia desde que trabajaba ella en la casa? A Amalia le chocaban los disparates que decía Trinidad, pero le gustaba su boca y que no tratara de aprovecharse. La primera vez que trató fue en el ómnibus de Limoncillo. Estaba repleto, iban aplastados uno contra el otro, y ahí notó que comenzaba a frotarse. No podía retroceder, tienes que hacerte la tonta. Trinidad la miraba serio, le acercaba la cara, y de repente yo te quiero y la besó. Sintió calor, que alguien se reía. Abusivo, cuando bajaron se puso furiosa, la había avergonzado delante de todos, aprovechador. Era la mujer que andaba buscando, le decía Trinidad, te tengo metida en el corazón. Ni loca para creer lo que dicen los hombres, decía Amalia, sólo piensas en aprovecharte. Fueron hacia la casa, antes de llegar ven un ratito a esa esquinita, y ahí de nuevo la besó, qué rica eres, la abrazaba y se le aflojaba la voz, yo te quiero, siente, siente cómo me pones. Ella le atajaba las manos, no se dejó abrir la blusa, levantar la falda: ya en esa época se habían enamorado, niño, pero las cosas en serio vinieron después.
Trinidad trabajaba cerca del laboratorio, en una fábrica textil, y le contó a Amalia nací en Pacasmayo y trabajé en Trujillo en un garaje. Pero que había estado preso por aprista sólo se lo dijo después, un día que pasaban por la avenida Arequipa. Había una casa con jardines y árboles, alrededor zanjas, patrulleros, policías, y Trinidad levantó la mano izquierda y le dijo a Amalia al oído Víctor Raúl el pueblo aprista te saluda, y ella ¿te has vuelto loco? Esa es la embajada de Colombia, le dijo Trinidad, y que adentro estaba asilado Haya de la Torre, y que Odría no quería dejarlo salir del país y que por eso había tantos cachacos. Se echó a reír y le contó: una noche con un compañero pasamos por aquí haciendo la maquinita aprista con el claxon, y los patrulleros los persiguieron y encanaron. ¿Trinidad era aprista?, y él hasta la muerte, ¿y había estado preso?, y él sí, para que veas la confianza que te tengo. Se había hecho aprista hacía diez años, le contó, porque en ese garaje de Trujillo todos estaban en el partido, y le explicó Víctor Raúl Haya de la Torre es un sabio y el Apra el partido de los pobres y cholos del Perú. Había estado preso por primera vez en Trujillo, porque la policía lo pescó pintando en las calles Viva el Apra. Cuando salió de la Comisaría no lo recibieron en el garaje y por eso se vino a Lima, y aquí el partido me consiguió trabajo en una fábrica de Vitarte, le contó, y que durante el gobierno de Bustamante había sido defensista; iba con los compañeros a romper las manifestaciones de los oligarcas o de los rabanitos y siempre salía golpeado. No por cobarde, el físico no lo ayudaba, y ella claro, eres tan flaquito, y él pero macho, la segunda vez que estuvo preso los soplones le habían volado dos dientes y ni por ésas denuncié. Cuando vino el levantamiento del 3 de Octubre en el Callao y Bustamante puso fuera de la ley al Apra, los compañeros de Vitarte le dijeron escóndete, pero él no tengo miedo, no había hecho nada. Siguió yendo al trabajo y después, el 27 de Octubre, vino la revolución de Odría y le dijeron ¿tampoco ahora te vas a esconder?, y él tampoco. La primera semana de noviembre, una tarde al salir de la fábrica, un tipo se le acercó, ¿usted es Trinidad López?, en ese carro lo espera su primo. El se echó a correr porque no tenía primos, pero lo alcanzaron. En la Prefectura querían que denunciara los planes terroristas de la secta, y él ¿qué planes, cuál secta?, y dijera dónde y quiénes editaban
La Tribuna
clandestina. Ahí le volaron ese par de dientes, y Amalia ¿cuáles?, y él ¿cómo cuales?, y ella si tienes todos los dientes completitos, y él se había puesto postizos y no se notaban. Estuvo preso ocho meses, la Prefectura, la Penitenciaría, el Frontón, y cuando lo soltaron había perdido diez kilos. Estuvo tres meses de vago antes de entrar a la textil de la avenida Argentina. Ahora le iba bien, ya era especializado. La noche que lo llevaron a la Comisaría por lo de la embajada de Colombia pensó me fregué de nuevo, pero le creyeron que había sido cosa de borrachera y lo dejaron libre al día siguiente. Ahora tenía que cuidarse de dos cosas, Amalia: de la política, porque lo tenían fichado, y de las mujeres, unas cascabeles de picadura mortal, a ésas las tenía fichadas él. ¿En serio?, le dijo Amalia, y él pero apareciste y caí de nuevo, en la casa nadie sabía que tú tenías tus cosas con Amalia, dice Santiago, ni mis hermanos ni los viejos, y Trinidad a besarla, y ella suéltame, mano larga, y Ambrosio no sabían porque las teníamos a escondidas, niño, y Trinidad te quiero, pégate, que te sienta, y Santiago ¿por qué a escondidas?
Amalia se quedó tan asustada al saber que Trinidad había estado en la cárcel y que podían meterlo preso de nuevo, que ni se lo contó a Gertrudis. Pero pronto descubrió que a Trinidad le interesaba el deporte más que la política, y del deporte el fútbol, y del fútbol el equipo de "Municipal". La arrastraba al Estadio tempranito para pescar buen sitio, en el partido se ponía ronco de tanto gritar, decía lisuras si le metían un gol al flaco Suárez. Trinidad había jugado por el juvenil de "Municipal" cuando trabajaba en Vitarte, y ahora había formado un cuadrito en la textil de la avenida Argentina, y todos los sábados en la tarde tenía partido. Tú y los deportes son mi vicio, le decía a Amalia, y ella ha de ser cierto, toma poco y no parecía mujeriego. Además del fútbol, le gustaba el box, el cachascán. La llevaba al Luna Park y le explicaba ese pintón que sube al ring con capa de torero es el español Vicente García, y que le hacía barra al Yanqui no porque fuera bueno sino porque al menos era peruano. A Amalia le gustaba el Peta, tan elegante, estaba luchando y de repente le decía al réferi alto y se peinaba la montaña, y odiaba al Toro, que ganaba metiendo los dedos a los ojos y tirando tacles al estómago. Pero en el Luna Park casi no se veían mujeres, había borrachos atrevidos y en las tribunas se armaban peleas peores que en el ring. Te doy gusto con el fútbol pero basta de deporte, le decía a Trinidad, llévame más bien al cine. Lo que tú digas, amorcito, pero siempre andaba con mañas para ir al Luna Park. Le enseñaba el aviso del cachascán de
La Crónica
, se ponía a hablar de llaves y contrasuelazos, esta noche se quita el antifaz el Médico si le gana al Mongol ¿no crees que eso estaría de candela? No creo, le decía Amalia, será como siempre nomás. Pero ya estaba encariñada con él y a veces bueno, esta noche al Luna Park, y él feliz.
Un domingo estaban comiendo un apanado después del cachascán y Amalia vio que Trinidad la miraba raro: ¿qué te pasa? Déjala a tu tía, que se viniera con él. Se hizo la enojada, discutieron, me porfió tanto que al final me convenció, le contó después Amalia a Gertrudis Lama. Se fueron donde Trinidad, a Mirones, y esa noche tuvieron la gran pelea. Estuvo muy cariñoso al principio, besándola y abrazándola, diciéndole amorcito con una voz de moribundo, pero al amanecer lo vio pálido, ojeroso, despeinado, la boca temblándole: ahora cuéntame cuántos pasaron ya por aquí. Amalia sólo uno (tonta, requetetonta le dijo Gertrudis Lama), sólo el chofer de la casa en que trabajé, nadie más la había tocado, y Ambrosio: para que no los chaparan sus papás, pues, niño ¿acaso les hubiera gustado? Trinidad comenzó a insultarla y a insultarse por haberla respetado, y de un manotazo la aventó al suelo. Alguien tocó y abrió la puerta, Amalia vio a un viejo que decía Trinidad qué pasa, y Trinidad también lo insultó y ella se vistió y salió corriendo. Esa mañana en el laboratorio las pastillas se le escapaban de los dedos y apenas podía hablar de la pena que sentía. Los hombres tienen su orgullo, le dijo Gertrudis, quién te mandó contarle, debiste negarle, tonta, negarle. Pero te perdonará, la consoló, volverá a buscarte, y ella lo odio, ni muerta se amistaría, y Ambrosio pero después se habían peleado, niño, Amalia se fue por su lado y hasta tuvo sus amores por ahí, y Santiago claro, con un aprista, y Ambrosio sólo mucho después y de casualidad se habían visto de nuevo. Esa tarde, al regresar a Limoncillo, su tía la llamó mala y desconsiderada, no le creyó que había dormido donde una amiga, serás una perdida y la próxima vez que faltara a dormir te botaré. Pasó unos días sin apetito y abatida, unas noches desveladas que no amanecían nunca, y una tarde al salir del laboratorio vio a Trinidad en el paradero. Subió con ella, y Amalia no lo miraba pero sentía calor oyéndolo hablar. Bruta, pensaba, lo quieres. Él le pedía perdón y ella nunca te voy a perdonar, todavía que le había dado gusto yendo a su casa, y él olvidemos el pasado, amorcito, no seas soberbia. En Limoncillo quiso abrazarla y ella lo empujó y amenazó con la policía. Hablaron, forcejearon, Amalia se ablandó y en la esquinita de siempre él, suspirando, me emborraché todas las noches desde esa noche, Amalia, el amor había sido más fuerte que el orgullo, Amalia. Sacó sus cosas a escondidas de su tía, llegaron a Mirones al anochecer, de la mano. En el callejón, Amalia vio al viejo que se había metido al cuarto y Trinidad le presentó a Amalia: mi compañera, don Atanasio. Esa misma noche quiso que Amalia dejara el trabajo: ¿acaso estaba manco, acaso no podía ganar para los dos? Ella le cocinaría, le lavaría la ropa y después cuidaría a los hijos. Te felicito, le dijo a Amalia el ingeniero Carrillo, le diré a don Fermín que te vas a casar. Gertrudis la abrazó con los ojos aguados, me da pena que te vayas pero me alegro por ti. ¿Y cómo sabía que ése con el que vivió Amalia era aprista, niño? Te tendrá bien, le pronosticó Gertrudis, no te engañará. Porque Amalia había ido a la casa dos veces a pedirle al viejo que sacara al aprista de la cárcel, Ambrosio.
Trinidad era chistoso, cariñoso, Amalia pensaba lo que me dijo Gertrudis se está cumpliendo. Con sólo lo que él ganaba ya no podían ir las dos al Estadio así que Trinidad iba solo, pero el domingo en la noche salían juntos al cine. Amalia se hizo amiga de la señora Rosario, una lavandera con muchos hijos que vivía en el callejón y era buenísima. La ayudaba a hacer los atados, y a veces venía a conversar con ellas don Atanasio, vendedor de loterías, borrachito y conocedor de la vida y milagros de la vecindad. Trinidad volvía a Mirones a eso de las siete, ella le tenía la comida lista, un día creo que ando encinta, amor. Me echaste la soga al cuello y ahora me clavas la puntilla, decía Trinidad, ojalá sea hombre, van a creer que es tu hermano, qué mamacita tan joven tendrá. Esos meses, pensaría Amalia después, fueron los mejores de la vida. Siempre recordaría las películas que vieron y los paseos que dieron por el centro y por los balnearios, las veces que comieron chicharrones en el Rímac, y la Fiesta de Amancaes a la que fueron con la señora Rosario. Pronto habrá aumento, decía Trinidad, nos caerá bien, y Ambrosio el textil ése también se murió: ¿se había muerto, ah sí? Sí, medio loco, Amalia creía que de unas palizas que le habían dado en tiempo de Odría. Pero no hubo aumento, decían que había crisis, Trinidad venía a la casa malhumorado porque esos carajos hablaban ahora de huelga. Esos carajos del sindicato, requintaba, esos amarillos que reciben sueldo del gobierno. Se habían hecho elegir con ayuda de los soplones y ahora hablaban de huelga. A ésos no les pasaría nada, pero él estaba fichado y dirían el aprista es el agitador. Y efectivamente hubo huelga y al día siguiente don Atanasio entró corriendo a la casa: un patrullero paró en la puerta y se llevó a Trinidad. Amalia fue con la señora Rosario a la Prefectura. Pregunte allá, pregunte acá, no conocían a Trinidad López. Pidió prestado para el ómnibus a la señora Rosario y fue a Miraflores. Cuando llegó a la casa no se atrevía a tocar, va a salir él. Estuvo caminando frente a la puerta y de repente lo vio. Cara de asombro, de felicidad, y al verla encinta, de furia. Ajá, ajá, le señalaba la barriga, ajá, ajá. No he venido a verte a ti, se puso a llorar Amalia, déjame entrar. ¿Cierto que te juntaste con uno de la textil, dijo Ambrosio, el hijo que esperas es de él? Ella se entró a la casa y lo dejó hablando solo. Se quedó esperando en el jardín, mirando el cerco de geranios, la pileta de azulejos, su cuartito del fondo, sintió tristeza, le temblaban las rodillas. Con los ojos nublados vio salir a alguien, cómo está niño Santiago, hola Amalia. Estaba más alto, más hombre, siempre tan flaquito. Aquí venía a visitarlos, pues, niño, qué le había pasado en la cabeza. Él se sacó la boina, tenía una pelusa chiquita y se veía feísimo. Le habían cortado el pelo a coco, así bautizaban a los que acababan de entrar a la Universidad, sólo que a él le estaba demorando en crecer. Y entonces Amalia se echó a llorar, que don Fermín tan bueno me ayude de nuevo, su marido no había hecho nada, lo habían metido preso por gusto, se lo pagaría Dios niño. Salió don Fermín en bata, cálmate hija, qué te pasa. El niño Santiago le contó y ella nada hizo, don Fermín, no era aprista, le gusta el fútbol, hasta que don Fermín se rió: espera, espera, veremos. Fue a telefonear, se demoró, Amalia se sentía emocionada de estar de nuevo en la casa, de haber visto a Ambrosio, de lo que le pasaba a Trinidad. Ya está, dijo don Fermín, dile que no se meta más en líos. Ya, quería besarle la mano y don Fermín quieta hija, todo tenía arreglo menos la muerte. Amalia pasó la tarde con la señora Zoila y la niña Teté. Qué linda estaba, qué ojazos, y la señora la hizo quedarse a almorzar y al despedirse, para que le compres algo a tu hijo, le dio dos libras.