Read Conversación en La Catedral Online
Authors: Mario Vargas Llosa
La librería estaba en el interior de una casa de balcones, se cruzaba un trémulo portón y se la veía arrinconada allá al fondo, abarrotada y desierta. Santiago llegó antes de las nueve, recorrió los estantes del zaguán, hojeó los libros averiados por el tiempo, las revistas descoloridas. El viejo de boina y patillas grises lo miró con indiferencia, querido viejo Matías piensa, luego se puso a observarlo con el rabillo del ojo, y por fin se le acercó: ¿buscaba algo? Un libro sobre la revolución francesa. Ah, el viejo sonrió, por aquí. A veces era ¿vive aquí el señor Henri Barbusse o está Don Bruno Bauer?, a veces tocar el portón así, y había confusiones cómicas a veces, Zavalita. Lo guió hasta una habitación invadida por pilas de periódicos, plateadas telarañas y libros arrumados contra negras paredes. Le señaló una mecedora, que se sentara, tenía un ligero acento español, unos ojitos locuaces, una barbita triangular muy blanca: ¿no lo habrían seguido? Cuidarse mucho, de los jóvenes dependía todo.
—Setenta años y era puro, Carlitos —dijo Santiago —. El único que he conocido de esa edad.
El viejo le guiñó afectuosamente un ojo y volvió al patio. Santiago curioseó antiguas revistas limeñas,
Variedades
y
Mundial
piensa, separó las que tenían artículos de Mariátegui o Vallejo.
—Cierto, entonces los peruanos leían en la prensa a Vallejo y a Mariátegui —dijo Carlitos —. Ahora nos leen a nosotros, Zavalita, qué retroceso.
Unos minutos después vio entrar a Jacobo y Aída de la mano. Ya no un gusanito ni una culebra ni un cuchillo, un alfiler que hincaba y se esfumaba. Los vio cuchicheándose junto a los añosos estantes y vio el abandono y la alegría de la cara de Jacobo y los vio soltarse cuando Matías se les acercó y vio que desaparecía la sonrisa de Jacobo y aparecía la concentración ceñuda, la abstracta seriedad, la cara que mostraba al mundo desde hacía algunos meses. Llevaba el terno café que ahora se cambiaba rara vez, la camisa arrugada, la corbata con el nudo flojo. Le ha dado por disfrazarse de proletario bromeaba Washington, piensa, se afeitaba una vez por semana y no se lustraba los zapatos, un día de estos Aída lo va a dejar se reía Solórzano.
—Tanto misterio porque ese día íbamos a dejar de jugar —dijo Santiago —. Iba a empezar la cosa en serio, Carlitos.
¿Había sido al comenzar ese tercer año en San Marcos, Zavalita, entre el descubrimiento de Cahuide y ese día? De las lecturas y discusiones a la distribución de hojitas a mimeógrafo en la Universidad, de la pensión de la sorda a la casita del Rímac a la librería de Matías, de los juegos peligrosos al peligro de verdad: ese día. No habían vuelto a juntarse los dos círculos, sólo veía a Jacobo y a Aída en San Marcos, había otros círculos funcionando pero si se lo preguntaban a Washington respondía en boca cerrada no entran moscas y se reía. Una mañana los llamó: a tal hora, en tal parte, sólo ellos tres. Iban a conocer a uno de Cahuide, que le plantearan las preguntas que quisieran, las dudas que tuvieran, piensa esa noche tampoco dormí. A ratos Matías alzaba la vista desde el patio y les sonreía, en la habitación del fondo ellos fumaban, hojeaban las revistas; miraban constantemente el zaguán y la calle.
—Nos citó a las nueve y son nueve y media —dijo Jacobo —. A lo mejor no vendrá.
—Aída cambió mucho apenas estuvo con Jacobo —dijo Santiago. Bromeaba, se la veía contenta. En cambio él se puso serio y dejó de peinarse y de cambiarse. No se reía con Aída si alguien lo veía, casi no le dirigía la palabra delante de nosotros. Tenía vergüenza de ser feliz, Carlitos.
—Que sea comunista no quiere decir que deje de ser peruano —se rió Aída —. Llegará a las diez, ya verán.
Era un cuarto para las diez: una cara de pajarito en el zaguán, un andar saltarín, una piel como papel amarillo, un terno que le bailaba, una corbatita granate. Vieron que hablaba a Matías, que miraba alrededor, que se acercaba. Entró a la habitación, les sonrió, perdón por llegar tarde, una mano delgadita, se había malogrado el ómnibus en que venía, y quedaron observándose, embarazados.
—Gracias por esperarme —su voz, como su cara y su mano, era también finita, piensa —. Un saludo fraternal de Cahuide, camaradas.
—La primera vez que oía camaradas y Carlitos, ya te figuras el corazón del sentimental de Zavalita —dijo Santiago —. Sólo conocí su nombre de guerra, Llaque, sólo lo vi unas cuantas veces. Él trabajaba en la Fracción Obrera de Cahuide, yo no pasé de la Fracción Universitaria. Te figuras, un puro de ésos.
Esa mañana no sabíamos que Llaque era estudiante de Derecho cuando la revolución de Odría, piensa, no que había caído en el asalto de la policía a San Marcos, no que lo habían torturado y desterrado a Bolivia y que en La Paz estuvo preso seis meses, no que había vuelto clandestinamente al Perú: sólo que parecía un pajarito, esa mañana, mientras su vocecita les resumía a historia del Partido y lo veían mover su delgada mano amarilla en un movimiento rotativo e idéntico, como si tuviera calambre en la mano, y mirar de soslayo al patio y la calle. Había sido fundado por José Carlos Mariátegui y apenas nació, creció y formó cuadros y conquistó sectores obreros, quería demostrarnos que éramos de confianza, piensa, y no nos ocultó que había sido siempre minúsculo ni su debilidad frente al Apra, y ésa había sido la época de oro del Partido, la época de la revista
Amauta
y del periódico
Labor
y de la organización de sindicatos y del envío de estudiantes a las comunidades indígenas. Al morir Mariátegui en 1930 el Partido había caído en manos de aventureros y de oportunistas, el viejo Matías se murió y demolieron la casa de Chota y construyeron un cubo con ventanas piensa, que le habían dado una línea claudicante de repliegue ante las masas que por lo mismo cayeron bajo la influencia aprista, ¿qué habría sido del camarada Llaque, Zavalita? Aventureros como Ravines que se volvió agente imperialista y ayudó a Odría a tumbar a Bustamante, ¿renegaría, se cansaría de la militancia difícil y asfixiante y tendría mujer, hijos y trabajaría en un Ministerio?, y oportunistas como Terreros que se volvió beato y todos los años se ponía hábito morado y arrastraba una cruz en la Procesión del Señor de los Milagros, ¿o seguiría y hablaría todavía con su voz de pajarito en círculos de estudiantes cuando no andaba en la cárcel? Traiciones y represiones casi habían liquidado al Partido, ¿y si seguía sería prosoviético o prochino o uno de esos castristas que habían muerto en las guerrillas o se habría vuelto trotskista?, y al subir Bustamante en 1945 el Partido había vuelto a la legalidad y comenzó a reestructurarse y a combatir en la clase obrera el reformismo del Apra, ¿habría viajado a Moscú o a Pekín o a la Habana?, pero con el golpe militar de Odría el Partido había sido desmantelado de nuevo, ¿lo acusarían de stalinista o de revisionista o de aventurerista?, todo el Comité Central y decenas de dirigentes y militantes y simpatizantes encarcelados y desterrados y algunos asesinados, ¿se acordaría de ti, Zavalita, de esa mañana donde Matías, de esa noche en el Hotel Mogollón?, y las células sobrevivientes de ese gran naufragio habían lentamente, trabajosamente constituido la Organización Cahuide, que sacaba esa hojita y se dividía en la Fracción Universitaria y la Fracción Obrera, camaradas.
—O sea que Cahuide tiene pocos estudiantes, pocos obreros —dijo Aída.
—Se trabaja en condiciones difíciles, a veces por un camarada que cae se echan a perder meses de esfuerzos —sujetaba el cigarrillo con las uñas del índice y del pulgar, piensa, sonreía con mucha timidez —. Pero a pesar de la represión estamos creciendo.
—Y por supuesto que te convenció, Zavalita —dijo Carlitos.
—Me convenció de que creía en lo que nos decía —dijo Santiago —. Y, además, se notaba que le gustaba lo que hacía.
—¿Cuál es la posición del Partido sobre la unidad de acción con las otras organizaciones fuera de la ley? —dijo Jacobo —. El Apra, los trotskistas.
—No vacilaba, tenía fe —dijo Santiago —. Yo ya envidiaba a la gente que creía ciegamente en algo, Carlitos.
—Estaríamos dispuestos a trabajar con el Apra contra la dictadura —dijo Llaque —. Pero los apristas no quieren que la derecha los siga acusando de extremistas y hacen todo por demostrar su anticomunismo. Y los trotskistas no son más de diez, y seguramente agentes de la policía.
—Es lo mejor que le puede ocurrir a un tipo, Ambrosio —dice Santiago —. Creer en lo que dice, gustarle lo que hace.
—¿Por qué el Apra que se ha vuelto proimperialista sigue teniendo respaldo en el pueblo? —dijo Aída.
—Por el peso de la costumbre y por su demagogia y por los mártires apristas —dijo Llaque —. Sobre todo, por la derecha peruana. No entiende que el Apra ya no es su enemiga sino su aliada, y la sigue persiguiendo y así la prestigia ante el pueblo.
—Es verdad, la estupidez de la derecha ha convertido al Apra en un gran partido —dijo Carlitos —. Pero si la izquierda no ha pasado de una masonería no ha sido por el Apra, sino por falta de gente capaz.
—Es que los capaces como tú y yo no nos metemos a la candela —dijo Santiago —. Nos contentamos con criticar a los incapaces que sí se meten. ¿Te parece justo, Carlitos?
—Me parece que no y por eso no hablo nunca de política —dijo Carlitos —. Tú me obligas con tus masoquismos asquerosos de cada noche, Zavalita.
—Ahora me toca preguntar a mí, camaradas —sonrió Llaque, como avergonzado —. ¿Quieren entrar a Cahuide? Pueden trabajar como simpatizantes, no necesitan inscribirse en el Partido todavía.
—Yo quiero entrar al Partido ahora mismo. —dijo Aída.
—No hay apuro, pueden tomarse tiempo para reflexionar —dijo Llaque.
—En el círculo hemos tenido de sobra para eso —dijo Jacobo —. Yo también quiero inscribirme.
—Yo prefiero seguir como simpatizante —el gusanito, el cuchillo, la culebra —. Tengo algunas dudas, me gustaría estudiar un poco más antes de inscribirme.
—Muy bien, camarada, no te inscribas hasta que superes todas las dudas —dijo Llaque —. Como simpatizante se puede desarrollar también un trabajo muy útil:
—Ahí quedó demostrado que Zavalita ya no era puro, Ambrosio —dice Santiago —. Que Jacobo y Aída eran más puros que Zavalita.
¿Y si te inscribías ese día, Zavalita, piensa? ¿La militancia te habría arrastrado, comprometido cada vez más, habría barrido las dudas y en unos meses o años te habría vuelto un hombre de fe, un optimista, un oscuro puro heroico más? Habrías vivido mal, Zavalita, como habrán Jacobo y Aída piensa, entrado a y salido de la cárcel unas veces, sido aceptado en y despedido de sórdidos empleos, y en vez de editoriales en
La Crónica
contra los perros rabiosos escribirías en las paginitas mal impresas de “Unidad”, cuando hubiera dinero y no lo impidiera la policía piensa, sobre los avances científicos de la patria del socialismo y la victoria en el sindicato de panificadores de Lurín de la lista revolucionaria sobre la entreguista aprista propatronal, o en las peor impresas de “Bandera Roja”, contra el revisionismo soviético y los traidores de “Unidad” piensa, o habrías sido más generoso y entrado a un grupo insurreccional y soñado y actuado y fracasado en las guerrillas y estarías en la cárcel, como Héctor piensa, o muerto y fermentando en la selva, como el cholo Martínez piensa, y hecho viajes semiclandestinos a Congresos de la Juventud, piensa Moscú, llevado saludos fraternales a Encuentros de Periodistas, piensa Budapest, o recibido adiestramiento militar, piensa la Habana o Pekín. ¿Te habrías recibido de abogado, casado, sido asesor de un sindicato, diputado, más desgraciado o lo mismo o más feliz? Piensa: ay, Zavalita.
—No fue horror al dogma, fue un reflejo de niñito anarquista que no quiere recibir órdenes — dijo Carlitos —. Fue que en el fondo tenías miedo de romper con la gente que come y se viste y huele bien.
—Pero si yo detestaba esa gente, si la sigo detestando —dijo Santiago —. Si eso es de lo único que estoy seguro, Carlitos.
—Entonces fue espíritu de contradicción, afán de buscarle tres pies al gato sabiendo que tiene cuatro —dijo Carlitos —. Debiste dedicarte a la literatura y no a la revolución, Zavalita.
—Yo sabía que si todos se dedicaran a ser inteligentes y a dudar, el Perú andaría siempre jodido —dijo Santiago —. Yo sabía que hacían falta dogmáticos, Carlitos.
—Con dogmáticos o con inteligentes, el Perú estará siempre jodido —dijo Carlitos —. Este país empezó mal y acabará mal. Como nosotros, Zavalita.
—¿Nosotros los capitalistas? —dijo Santiago.
—Nosotros los cacógrafos —dijo Carlitos —. Todos reventaremos echando espuma, como Becerrita. A tu salud, Zavalita.
—Meses, años soñando con inscribirme en el Partido, y cuando se presenta la ocasión me echo atrás —dijo Santiago —. No lo voy a entender nunca, Carlitos.
—Doctor, doctor, tengo algo que se me sube y se me baja y no sé lo que es —dijo Carlitos —. Es un pedito loco, señora, usted tiene carita de poto y el pobre pedito no sabe por donde salir. Lo que te friega la vida es un pedito loco, Zavalita.
¿Juran consagrar su vida a la causa del socialismo y de la clase obrera?, había preguntado Llaque, y Aída y Jacobo sí juro, mientras Santiago observaba; después eligieron sus seudónimos.
—No te sientas disminuido —le dijo Llaque a Santiago —. En la Fracción Universitaria, simpatizantes y militantes son iguales.
Les dio la mano, adiós camaradas, que salieran diez minutos después que él. La mañana estaba nublada y húmeda cuando dejaron atrás la librería de Matías y entraron al "Bransa" de la Colmena y pidieron cafés con leche.
—¿Te puedo hacer una pregunta? —dijo Aída —. ¿Por qué no te inscribiste? ¿Qué dudas tienes?
—Ya te hablé una vez —dijo Santiago —. Todavía no estoy convencido de algunas cosas. Quisiera…
—¿Todavía no estás convencido de que Dios no existe? —se rió Aída.
—Nadie tiene por qué discutir su decisión —dijo Jacobo —. Déjalo que se tome su tiempo.
—No se la discuto, pero te voy a decir una cosa —dijo Aída, riéndose —. Nunca te inscribirás, y cuando termines San Marcos te olvidarás de la revolución, y serás abogado de la International Petroleum y socio del Club Nacional.
—Consuélate, la profecía no se cumplió —dijo Carlitos —. Ni abogado ni socio del Club Nacional, ni proletario ni burgués, Zavalita. Sólo una pobre mierdecita entre los dos.
—¿Qué ha sido del tal Jacobo, de la tal Aída? —dice Ambrosio.