Authors: Álvaro Pombo
Tags: #Fiction, #General, #Gay Studies, #Social Science
Sonia ha llevado a la hija a casa de su madre y se ha venido a Madrid a casa de unas primas de Pacita, que viven en la parte de arriba de la calle Hermosilla, en un piso interior. Una vez en Madrid, todo queda paralizado. Hay ese momento brillante de la ocurrencia de dejar Málaga y dejar a la hija en casa de los abuelos y venirse a Madrid: ya está en Madrid, ¿qué va a hacer ahora? La única conexión de Sonia con Madrid es el número de teléfono del móvil de Durán, que Sonia ha obtenido hablando por teléfono con la madre de Durán, a quien conoce superficialmente desde hace mucho tiempo. En el intervalo comprendido entre las insinuaciones de Pacita y las otras amigas (las lecturas del Código Penal antiguo y moderno, tras el consuelo de reconocerse en los códigos en la figura de la esposa abandonada, del sentir que tiene razón) y estar sentada en el cuarto de huéspedes de las primas de Pacita hay una semana de rutas emprendidas, banderas al viento, redoble de tambores: todas las amigas están con ella en ello: «¡Ahora va a enterarse el hijoputa de lo que vale un peine!» El propio AVE que en Sevilla toma Sonia y que llega a Madrid en dos horas es una expresión de positividad y del proyecto de encontrar al fugado Juanjo: ¡porque claro está que está fugado, huido! ¿O es que no ha abandonado el domicilio conyugal? Todas estas positivas maldades se convierten en impulsos positivos, acelerados tanto como el propio AVE llegando a Madrid en un abrir y cerrar de ojos. El propio taxi desde la estación de Atocha hasta Hermosilla, los telefóneos con las primas de Pacita, todo culmina en Sonia sentada en el cuarto de huéspedes de las primas de Pacita: ahí termina todo, ¿y ahora qué? Llama Sonia a Ramón Durán, pero una voz que por un breve momento confunde con la del propio Ramón Durán le informa: el teléfono marcado no responde: se encuentra apagado o fuera de cobertura.
Por fin Sonia da con Durán algo más tarde. Los móviles son, al fin y al cabo, más vitales que la vida. ¿Y quién no tiene un móvil hoy en día? Durán se acuerda ahora de Sonia jovencísima y tan dulce en la época del colegio, cuando él, Durán, amaba a Juanjo tanto como ella. No puede esto olvidarlo Durán. ¿Es ésta su grandeza? Sí, ésta es la nobleza grande de Durán, que, no obstante todo lo anterior y posterior, recuerde todavía a la dulce Sonia juvenil a la que envidió porque Juanjo la amaba. Porque esta Sonia, ahora perdida en Madrid, en el boscaje de sus calles, tuvo su tiempo maravilloso de hacerle a Juanjo palomitas de maíz. Y Ramón Durán la envidiaba: leve es la vida que espera ya un viento de muerte como una pluma en el envés de la mano. Toda esta fragilidad y levedad, toda esta casi inexistencia que es la nuestra, nos conmueve ahora, ¡oh hipócrita lector!, como una buena acción que precede a la muerte y la ilumina. El recuerdo que Durán tiene de esta Sonia juvenil ahora le oprime, ahora le fuerza a querer verla y dejarse ver, y se reúnen en la cafetería Nebraska, en la calle Goya, a ver qué pasa.
—Mira, no sé qué está pasando, Ramón. Lo que está pasando, no lo sé. Si por favor me lo dices, lo que está pasando, pues bueno, yo te lo agradezco..., o sea, no sé. Yo no tengo nada contra ti ni contra nadie, es más: yo a Juanjo le quería y yo le quiero. No puedo remediar quererle, o sea... no sé.
Sonia rompe a llorar como una Magdalena. Durán sabe o siente que va a ponerse de parte de Sonia pase lo que pase. Pero ¿qué va a decirle a Sonia?
—He recurrido a ti, Ramón, porque no tengo a nadie. Y que cuando Juanjo todavía me llamaba, y hace que no me llama, ¡meses hace!, perdona que yo llore, pero lloro porque no sé lo que hacer. Dime dónde, Ramón, o qué, ¿qué quieres que yo haga? Yo sé que tú le aprecias y le quieres... Tan triste todo, que ahora va y se muere el Papa, que parecía que nos sostenía, viejo y todo, y no: no nos sostenía. Yo qué sé, perdóname, ¿qué hago ahora?
Vuelve Sonia a llorar como una Magdalena, y vuelve Ramón Durán ahora a sentir que tiene que ponerse de parte de Sonia pase lo que pase. Así que va y le dice:
—Voy a decirte, Sonia, la verdad. Y la verdad es que sí sé dónde está, pero más vale que tú por ahora no lo sepas, más vale.
Ramón ahora se siente angustiado y se levanta y sale de Nebraska y sale Sonia corriendo tras él mucho, hasta que se paran los dos en la boca del metro de Velázquez y se abrazan, ¿y ahora qué?
—Dime, por favor, la verdad, Ramón, Ramonín. Todo lo puedo soportar menos lo que no es. La verdad la puedo yo, por amarga que sea, yo tragar. Lo que no puedo es lo que no, eso no puedo, Ramonín.
—Pues la verdad, Sonia, es que más vale que del todo no sepas la verdad. Si quieres, yo te digo la verdad, pero es mejor dejarlo, Sonia, ¿para qué? Hazte cuenta de que no existe Juanjo, ni yo, ni nadie. Y búscate otro tío, Sonia, no sé, un chico bueno que te quiera, un chico noble, no un puto hijo de puta como Juanjo o como yo. ¿Me ves a mí, Sonia? Pues Juanjo igual. ¿Por qué no te vuelves a Málaga y nos olvidas? Somos unas personas imposibles. Yo el peor. Toda la culpa yo la tengo, Sonia, de lo que ha pasado. Por mi culpa Juanjo no te quiere.
Y ahora llora también Ramón Durán como una Magdalena, y ella también de nuevo llora: es el don de lágrimas, que de poco sirve pero mucho purifica: in haec lacrimarum valle. Se da cuenta Ramón Durán de que lo que está pasando es muy triste y muy tonto a la vez: carece de significación y de entidad y de realidad: cuando la muerte advenga, no quedará de esto ni los rabos, pero ahora mismo esto hace sufrir. ¿Qué viene luego, después del sufrimiento de cada insignificante criatura singular?, ¿qué es lo que hay? Lo que ocurre, sin embargo, sigue: no cesan las historias de las gentes, ni nosotros tampoco dejamos de contarlas, por muy insignificantes que pensemos que son.
Sonia, que llora, se separa bruscamente de Durán, que llora, y exige que le diga dónde está Juanjo:
—Dime por favor, te lo pido por favor y por la Virgen, dónde está Juanjo, dónde le puedo yo llamar o lo que sea, verle.
—Pues llámale por teléfono a este número: 91 543... Y si él no está, alguien está, y no me pidas ya más nada, Sonia, porque no tengo ni derecho ni ganas de decirte más. Y ahora me voy.
Ramón Durán desaparece, boca del metro de Veláz quez abajo. Y Sonia ha sacado del bolso un boli y se ha apuntado el número de teléfono en la palma de la mano: 91 543...
Esta misma tarde, esta noche, están los tres en casa de Salazar y han vuelto a lo mismo: Salazar se sienta en su butaca, vestido, y ellos dos se desnudan delante de Salazar y se acarician y chupan y soban hasta que se corren. Y luego Salazar se corre solo y Juanjo le ayuda acariciándole entre las piernas. Esta última parte es realmente terrible. Durán no cree que Salazar pueda soportar esto muchas más veces: le parece a Durán que tener que correrse delante de los chicos con ayuda de Juanjo tiene que ser más un suplicio que un deleite. Pero quién sabe. Durán, que ahora sabe que Sonia está en Madrid, está persuadido de que el final se acerca, y se alegra: semejante situación no puede continuar: como una gordura viene a ser, como quien sobrepasa los ciento treinta o ciento cuarenta kilos y ya no hay vuelta atrás, no hay régimen que valga ni ejercicio que valga: sólo echarse a morir. Así, también ahora Durán no cree que haya nada que pueda detenerlos a los tres. Aunque, en el fondo, sabe que el final de estas cosas nunca llega demasiado pronto: que se retrasa todo esto hasta su cruel final. Durán está asustado: está asustado y está asqueado y está tan envuelto en todo ello, que no puede librarse del deseo de volver mañana a empezar todo este ritual burlesco y cruel: este ritual de la tercera edad de Salazar, que les contagia a ellos dos, que les envisca en una ambigua figuración deleitable, vivible, cruda, y al final dolorosa. ¡Ojalá pudiera —rumia Durán— dejarlo todo, toda esta mierda, ahora mismo, esta misma tarde, y largarme! Pero no puedo.
Vuelve a posponer no sólo el viaje a Marbella para visitar a su madre, sino incluso, por unos días, las llamadas telefónicas. Su madre le ha llamado al móvil una vez y le ha dejado un recado con voz ronca: «Por favor..., que me llames.» Esto fue hace dos tardes. Durán no volvió a llamar. Ahora Durán recuerda, con intensa nostalgia, el tiempo que precedió a los encuentros con Juanjo en las duchas: el tiempo anterior a su iniciación sexual con Juanjo, que no fue un tiempo asexuado, pero que tuvo un componente afectivo y sentimental muy claro: recuerda Durán ahora la claridad de aquel tiempo: la nostalgia se vuelve ahora claridad, dulce e inútil: ahí, en ese ámbito claro e irrecuperable, hay dos o tres nombres, y sobre todo uno, el nombre de un compañero de clase a quien Durán amó durante todo un curso en secreto. ¿Cuántas veces ha sucedido esto mismo? ¿Quién no tiene —homo o hetero— recuerdos así?
Durán recuerda, pues, ahora, sus delicados enamoramientos adolescentes que precedieron a Juanjo. En aquellos amores, el cuerpo de Durán y el cuerpo del chaval que Durán observaba desde la ventana, a quien saludaba al pasar, a quien nunca se atrevió a decir nada, resplandecen como en un paraíso perdido que —Durán sospecha— sólo es paraíso por ser perdido, porque nunca existió salvo en su conciencia. Y que ahora funciona como un astringente, como una posibilidad no explorada de ternura: la nostalgia le alivia de la gruesa facticidad del mundo real, y especialmente de este mundo tachado, recorrido por los celos, la inquietud, la frustración, del cual cree que no puede liberarse. Así que saca Durán energía de lo infirme, de lo leve, de su experiencia del amor irrealizado, y —apoyándose en esta nostalgia insignificante, como quien toma una ducha tibia o sale a correr cinco kilómetros por la desierta universidad madrileña un domingo por la tarde— llama por fin una y otra vez por teléfono a la casa de su madre y al móvil de su madre. Nadie contesta. Decide que no puede posponer el viaje más y, sin dar explicaciones, toma el AVE a Sevilla y de Sevilla a Málaga, y de Málaga en taxi a Marbella. Se ha quedado sin dinero, pero piensa que eso tiene arreglo: su madre le dejará dinero una vez que se vean. La decisión de hacer este viaje es ya, por sí misma, liberadora. Ahora va a ponerse todo en claro.
Su madre no está en casa. No sabe Durán tampoco cómo ponerse en contacto con Araceli, la amiga dominicana de su madre. El piso de su madre se le viene encima. Anochece y Durán sale a la calle y va en busca de la comisaría del barrio de su madre, cercano a la playa. El comisario de guardia parece no entenderle bien al principio, y cuando entiende lo que Durán pregunta, le mira fijamente y dice:
—Dice usted que su madre no se ha presentado en casa la última noche. ¿Desde cuándo no está su madre en casa?
Durán explica que acaba de llegar a Marbella desde Madrid esta misma tarde. Ahora le embarga la angustia. Sentado en un banco del pasillo de la comisaría, Durán reza en vano una oración que no sabe cómo articular a un Dios inexistente: la forma gramatical de esa oración es muy sencilla: «¡Señor, que aparezca mi madre, que no le haya pasado nada!»
—No tenemos noticia ninguna de nadie con ese nombre —dice el comisario. Durán inspira simpatía a los policías nacionales de esta comisaría, especialmente a una mujer policía, rubia, que le saca un café con leche de la máquina y le recomienda que se vuelva a casa y espere noticias. La policía rubia se sienta con Durán en el banco. Es una chica de treinta y tantos, una joven fuerte, de hombros anchos, con el pelo recogido atrás. Es fraternal. Así era también Chipri de joven, fraternal también, maternal también, una persona práctica que llamaba a las cosas por su nombre.
—Mira, hijo, no te tienes que preocupar. Tu madre estaba sola, vive sola, tiene amigos aquí, ¿no es verdad? Tú vives en Madrid. Ha podido hacer mil cosas. Ha podido irse a Gibraltar de compras y a lo mejor se queda a dormir allí. Vas a hacer una cosa: vas a volver a casa, te vas a acostar. Nosotros vamos a ocuparnos de preguntar en los hospitales. Seguramente mañana por la mañana, o por la tarde, aparecerá en casa diciendo que se fue a dar una vuelta por Sevilla o por Málaga o a Puerto Banús. ¿Por qué vas a ponerte en lo peor? A la gente de tu edad siempre les parece que los de la edad de tu madre son unos carrozas que sólo quieren estarse en casa, pero eso no es así. Tu madre puede haberse ido a cualquier parte.
Durán se deja convencer. Se vuelve a casa y se tumba a dormir en el sofá vestido. Amanece. Se queda dormido hasta las diez de la mañana. Le despierta el teléfono.
—Soy Marisa, de la comisaría donde estuviste anoche. Tienes que venir. ¿Estás bien? ¿Estás tranquilo?
Durán dice que está tranquilo, pero que quiere saber qué está pasando. Nota la voz titubeante de Marisa.
—Vamos a buscarte ahora mismo. Espéranos en la calle.
Y así es. Durán baja y encuentra frente al portal un coche de la Policía Nacional. Marisa le está esperando fuera del coche y se monta con él en la parte de atrás.
—Tienes que estar tranquilo. Hemos encontrado a tu madre.
Durán quiere saber dónde. Tiembla como una hoja, le sudan las manos, da diente con diente. Marisa le pasa el brazo por el hombro. En un abrir y cerrar de ojos pasa Durán de la experiencia de la vida a la experiencia de la muerte ajena.
El cuerpo de Chipri ha aparecido esta mañana temprano en la playa, enfrente de los elefantes y las duchas que se colocaron allí en los tiempos en que Jesús Gil era alcalde. La encontró el chico de las hamacas, que avisó a la patrulla de la Policía Local que circula por el paseo marítimo. No llevaba documentación encima, iba vestida con un traje de cóctel y zapatos. Al principio pensaron que se había ahogado, pero inmediatamente se descubrió que tenía el cuello roto. Tardaron en identificarla y en levantar el cadáver. La reconoció al final un camarero del restaurante de enfrente: Chipri era una persona relativamente conocida en Marbella. Marisa, la joven policía rubia, se temió lo peor de inmediato: por la edad y por la descripción que hizo Durán la noche anterior, y ayudada por las explicaciones del camarero del restaurante, descubrieron quién era. Se procedió a levantar el cadáver y ahora estaba en el depósito esperando que le hicieran la autopsia. Allí, al depósito, llevan a Durán, a quien han cubierto los hombros con una manta, temblando debajo de ella. Reconoce de inmediato a su madre, paralizado, temblando, durante una hora o más apenas puede articular palabra. A lo largo de la mañana Durán sigue aún en la comisaría envuelto en la manta como alguien que ha perdido la conciencia. Toma café caliente alrededor del mediodía acompañado siempre por Marisa. En el despacho del comisario-jefe comienza un interrogatorio que tiene por objeto reconstruir lo ocurrido esa noche. Durán consigue recordar el nombre de la amiga dominicana: Araceli, que aparece por comisaría a la hora de comer. Con grandes aspavientos, admite que conoce a la difunta. Admite que conoce al hijo de la difunta, este chico bandera. Admite que, la pasada noche, Chipri y ella estuvieron las dos tomando copas en The Royals, un bar de la segunda línea de playa, que Araceli y Chipri solían frecuentar: es éste un bar de la mediana edad, un bar de gentes solas, de hombres y mujeres solos. ¿Con quién estuvo Chipri las últimas horas? Un coche de policía se traslada a The Royals y trae al dueño del local: aparece en la comisaría el dueño del local, un personaje conocido en la zona, de un pasado dudoso, de nombre Leonardo, de sobrenombre el «Manguis». Hace años que regenta ese local: es un hombre de mediana edad, tripón, con el pelo teñido de rubio que ya le clarea, y que dice no saber nada. Este Leonardo no quiere saber nada.