Contra el viento del Norte (17 page)

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Authors: Daniel Glattauer

BOOK: Contra el viento del Norte
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«No me obligues a hojear mi álbum familiar, Leo», le escribió una vez mi mujer. Pues, en lugar de ella, ahora soy yo quien se ve obligado a hacerlo. Cuando nos conocimos, Emma tenía 23, yo era su profesor de piano en el conservatorio, catorce años mayor que ella, bien casado, padre de dos hijos encantadores. Un accidente de tráfico redujo nuestra familia a un montón de escombros: el pequeño de 3 años, traumatizado; la mayor, gravemente herida; yo, con daños permanentes; la madre de los niños, Johanna, mi mujer, muerta. Sin el piano me habría hundido. Pero la música es vida, mientras suene nada muere para siempre. Cuando se es músico y se toca un instrumento, los recuerdos se viven como si fueran hechos inmediatos. Eso me levantaba la moral. También estaban mis alumnos y mis alumnas, tenía una distracción, una tarea, un sentido. Pues sí, y de repente estaba... Emma. Aquella joven vivaz, dinámica, descarada, preciosa, empezó a recoger nuestras ruinas por sí misma, sin esperar nada a cambio. Esas personas excepcionales vienen al mundo para combatir la tristeza. Son muy pocas. No sé qué habré hecho para merecerla, pero de pronto la tenía a mi lado. Los niños la recibieron con los brazos abiertos, sí, y yo me enamoré perdidamente de ella.

¿Y ella? Ahora, señor Leike, se preguntará usted: pues bien, ¿y Emma? ¿Es posible que esa estudiante de 23 años también se haya enamorado del caballero de la triste figura que frisaba los 40 y por aquel entonces sólo vivía de teclas y tonos? Ésa es una pregunta que no puedo responder, ni a usted ni a mí mismo. ¿Hasta qué punto fue sólo la admiración por mi música (en aquel tiempo yo tenía mucho éxito, era un concertista de piano muy aplaudido)? ¿Cuánto había de compasión, simpatía, deseos de ayudar, capacidad de estar ahí en los momentos difíciles? ¿Cuánto le recordaba yo a su padre, muerto prematuramente? ¿Cuánto se había encariñado con la dulce Fiona y el adorable Jonás? ¿En qué medida era mi propia euforia la que en ella se reflejaba?, ¿en qué medida amaba solamente mi inagotable amor por ella y no a mí? ¿Hasta qué punto disfrutaba con la seguridad de que yo jamás la decepcionaría a causa de otra mujer, con la lealtad de por vida, con mi eterna fidelidad, de la que podía estar segura? Créame, señor Leike, nunca me habría atrevido a acercarme a ella si no hubiese notado que me demostraba un cúmulo de sentimientos tan intensos como yo a ella. De manera patente se sintió atraída por mí y por los niños, quiso formar parte de nuestro mundo, llegó a formar parte de nuestro mundo, una parte fundamental, decisiva, el centro mismo. Dos años más tarde nos casamos. De eso hace ya ocho años. (Perdón, acabo de estropear su jueguecito, he desvelado uno de los tantos secretos: la «Emmi» que usted conoce tiene 34 años.) No había día que no me asombrara de tener a mi lado a aquella belleza joven y vital. Y todos los días temía que «ocurriera», que viniese uno más joven, uno de sus muchos pretendientes y admiradores. Y Emma diría: «Bernhard, me he enamorado de otro. ¿Qué hacemos?». Ese problema no apareció. Llegó uno mucho peor. Usted, señor Leike, el silencioso «mundo exterior». Ilusiones de amor por correo electrónico, sentimientos que se intensifican sin cesar, ansia creciente, pasión insatisfecha, todo encaminado a un objetivo que sólo es real en apariencia, un objetivo supremo que se aplaza una y otra vez, la cita de las citas que nunca tendrá lugar, porque superaría la dimensión de la dicha terrenal, la satisfacción absoluta, sin punto final, sin fecha de caducidad, que tan sólo puede vivirse en la mente. Contra eso no puedo hacer nada.

Desde que usted «existe», señor Leike, Emma parece otra. Está ausente y distante conmigo. Se pasa horas y horas en su habitación con los ojos clavados en el ordenador, en el cosmos de sus sueños dorados. Vive en su «mundo exterior», vive con usted. Desde hace tiempo, cuando sonríe radiante, ya no es a mí a quien sonríe. A duras penas consigue ocultar su distracción ante los niños. Me doy cuenta de lo mucho que se esfuerza por quedarse más tiempo conmigo. ¿Sabe cómo duele eso? He intentado superar esta fase con mucha tolerancia. Siempre he procurado que Emma no se sintiese encerrada. Entre nosotros nunca hubo celos. Pero de repente ya no supe qué pensar. Pues no había nada ni nadie, ninguna persona real, ningún problema real, ningún cuerpo extraño evidente... hasta que descubrí la causa. Se me cae la cara de vergüenza por haber tenido que llegar a tal extremo: registré la habitación de Emma. Y, finalmente, en un cajón oculto encontré una carpeta, una gruesa carpeta repleta de papeles: su correspondencia completa con un tal Leo Leike, impresa con mucho esmero, página por página, mensaje por mensaje. Fotocopié esos textos con las manos temblorosas y durante unas semanas logré mantenerlos lejos de mí. Pasamos unas vacaciones espantosas en Portugal. El pequeño enfermó y la mayor se enamoró locamente de un profesor de surf. Mi mujer y yo estuvimos los dos callando sobre el tema, pero cada uno procuraba hacerle creer al otro que todo estaba perfectamente, como siempre, como debía ser, como nos mandaba la costumbre. Entonces no aguanté más. Me llevé conmigo la carpeta a las vacaciones en la montaña... y en un ataque autodestructivo y masoquista leí todos los mensajes en una noche. Desde la muerte de mi primera mujer no sufría un tormento semejante, créame. Tras concluir la lectura, no volví a levantarme de la cama. Mi hija avisó al servicio de socorro. Me llevaron al hospital, de donde mi mujer me recogió anteayer. Ahora ya conoce usted la historia completa.

¡Por favor, señor Leike, encuéntrese con Emma! Aquí llego al máximo de mi miserable humillación: ¡sí, encuéntrese usted con ella, pase una noche con ella, haga el amor con ella! Sé que querrá hacerlo. Se lo «permito». Le doy carta blanca, por la presente le libro de todos los escrúpulos, no lo consideraré infidelidad. Sé que Emma no sólo busca la intimidad espiritual con usted, sino también la física, ella pretende «saberlo», cree que lo necesita, lo anhela. Ése es el deseo irresistible, la novedad, la variación que yo no puedo darle. Con todos los hombres que han admirado y deseado a Emma, no me habría llamado la atención que se sintiera sexualmente atraída por alguno de ellos. Luego veo los mensajes que le escribe a usted. Y de repente comprendo lo intenso que puede ser su deseo si es despertado por el hombre «indicado». Usted, señor Leike, es su elegido. Y yo casi desearía que hiciera el amor con ella alguna vez. ¡UNA VEZ (se lo pido con insistentes mayúsculas, como lo hace mi mujer), UNA VEZ, TAN SÓLO UNA! Deje que se cumpla el objetivo de su pasión escrita. Póngale el punto final. Corone su correspondencia... y después interrúmpala. ¡Devuélvame a mi mujer, hombre del exterior, hombre intangible! Libérela. Tráigala de vuelta a la realidad. Deje que nuestra familia siga existiendo. No lo haga por mí ni por mis hijos. Hágalo por Emma. ¡Se lo ruego!

Así llego al final de mi bochornoso y mortificante grito de socorro, de mi atroz petición de gracia. Un último favor, señor Leike. No me delate. Déjeme fuera de la historia de ustedes dos. He abusado de la confianza de Emma, la he engañado, he leído su correo privado, íntimo. Ya he pagado por ello. No podría mirarla más a los ojos si ella supiera de mi espionaje. Y ella no podría volver a mirarme nunca a los ojos si supiera lo que he leído. Se odiaría a sí misma y también me odiaría a mí. Por favor, señor Leike, ahórrenos eso. Ocúltele este mensaje. Una vez más: ¡se lo ruego!

Ahora le envío a usted la carta más espantosa que he escrito en mi vida.

Muy atentamente,

Bernhard Rothner

Cuatro horas después

Fw:

Distinguido señor Rothner:

He recibido su mensaje. No sé qué decirle. Ni siquiera sé si decir algo. Estoy desconcertado. No sólo se ha humillado usted a sí mismo, nos ha avergonzado a los tres. Tengo que pensar. Voy a retirarme por un tiempo. No puedo prometerle nada, nada en absoluto.

Un cordial saludo,

Leo Leike

Al día siguiente

Asunto: ¿Dónde estás, Leo?

Oigo tu voz sin parar. Siempre las mismas palabras: «¿Así ha estado hablando conmigo este tío todo el tiempo?». Sé muy bien cómo habla este tío..., sólo que lleva días sin hablar. ¿No beberías demasiado vino francés aquella noche? ¿Lo recuerdas? Me invitaste a Hochleitnergasse 17, ático 15. «Olerte tan sólo una vez», escribiste. Ni te imaginas lo poco que faltó para que fuera. Menos que nunca. Pienso en ti las veinticuatro horas del día. ¿Por qué no escribes? ¿Debería preocuparme?

Al día siguiente

Asunto: Leo

¿Qué pasa, Leo? ¡Escríbeme, por favor!

Emmi

Media hora después

Asunto: Para el señor Rothner

Apreciado señor Rothner:

Le propongo un trato. Usted me promete una cosa. Y yo a cambio le prometeré otra. Pues bien: prometo no decirle nada a su mujer acerca de su mensaje ni de sus causas. Usted tiene que prometerme que NUNCA VOLVERÁ A LEER NI UN SOLO MENSAJE de los que su mujer me envíe a mí o yo a su mujer. Confío en que, si me da su palabra, la cumplirá. Usted, por su parte, puede estar seguro de que mantendré mi promesa. Si está de acuerdo, escriba: sí. De lo contrario le diré a su mujer la cruda verdad, la suya, la que usted tuvo la bondad de contarme a mí.

Un cordial saludo,

Leo Leike

Dos horas después

Re:

Sí, señor Leike, se lo prometo. No volveré a leer mensajes que no sean para mí. Ya he leído demasiadas cosas prohibidas. Si me permite la pregunta: ¿se encontrará usted con mi mujer?

Diez minutos después

Fw:

Eso no puedo decírselo, señor Rothner. Y aunque pudiera, no lo haría. En mi opinión, al enviarme usted aquella carta ha cometido un error garrafal, sintomático de una grave omisión que probablemente lleve años en su matrimonio. Se ha dirigido usted a la dirección equivocada. Todo lo que me contó a mí debería habérselo contado a su mujer, y hace mucho tiempo, desde el principio. Yo le recomendaría seriamente que lo hiciera. ¡Póngale remedio!

Por lo demás, le pido que no me envíe más mensajes. Creo que ya ha dicho usted todo lo que creía que debía decirme. Y ha sido demasiado.

Reciba un cordial saludo,

Leo Leike

15 minutos después

Fw:

Hola, Emmi:

Acabo de volver de un viaje de trabajo a Colonia. Lo siento, fueron unos días muy movidos, no tuve ni un momento de calma para escribirte. Espero que en tu familia ya estén todos mejor de salud. Yo aprovecharé este período de buen tiempo para marcharme unos días al sur, a algún sitio donde nadie pueda localizarme. Creo que lo necesito, me siento bastante cansado. A la vuelta te escribo. Te deseo unos felices días de verano (y la menor cantidad posible de niños con brazos dislocados).

Saludos muy, muy cariñosos,

Leo

Cinco minutos después

Re:

¿Cómo se llama?

Diez minutos después

Fw:

¿Cómo se llama quién?

Cuatro minutos después

Re:

¡Por favor, Leo! No insultes mi inteligencia y mi instinto para asuntos de Leo. Si sueltas peroratas sobre agitados viajes de trabajo y períodos de buen tiempo para aprovechar, te quejas de que estás cansado, anuncias que será imposible localizarte y me amenazas con deseos de felices días de verano, para mí sólo puede tratarse de una cosa: ¡UNA MUJER! ¿Cómo se llama? No será Marlene, ¿no?

Ocho minutos después

Fw:

No, Emmi, te equivocas. No se trata de Marlene ni de nadie. Simplemente tengo que retirarme un poco. Las últimas semanas y meses me han agotado. Necesito descansar.

Un minuto después

Re:

¿Descansar de mí?

Cinco minutos después

Fw:

¡Descansar de mí! Volveré a escribirte dentro de unos días. Lo prometo.

Tres días después

Asunto: ¡Falta Leo!

Hola, Leo:

Soy Yo. Ya sé que no estás, que estás descansando de ti mismo. Dime, ¿cómo se hace? Ya me gustaría poder hacer lo mismo. Necesito urgentemente descansar de mí. En cambio, me dedico a mí y me agoto. Leo, debo confesarte algo. Mejor dicho: no es que deba hacerlo, desde luego, tampoco está bien que lo haga, pero siento la necesidad de hacerlo. Para empezar, no soy nada feliz, Leo. ¿Y sabes por qué? (Probablemente no quieras saberlo, pero no tienes opción, lo siento.) No soy feliz... sin ti. Para ser feliz necesito mensajes de Leo. Ahora no soy feliz, porque echo mucho en falta los mensajes que necesito para ser feliz. Desde que conozco tu voz, los echo en falta el triple.

Anoche estuve con Mia. Fue el primer encuentro bueno con ella en muchos años. ¿Y sabes por qué? (Es muy desagradable, lo sé, pero tendrás que escucharlo.) El encuentro fue bueno porque por fin me sentía desdichada. Mia dice que en el fondo yo estaba igual que siempre, sólo que esta vez lo admitía, ante mí misma y ante ella. Y me lo agradece. Qué triste, ¿no?

Mia cree que me he enamorado de ti de una manera extraña, esto es, por escrito. Piensa que en cierto sentido no puedo vivir sin ti, o por lo menos no puedo ser feliz. Es más, dice que lo comprende. ¿No es terrible? El caso es que amo a mi marido, Leo. De veras. Yo lo escogí, a él y a sus hijos, a él y a mis hijos. Quería esa familia y ninguna otra, hasta ahora. Mediaron circunstancias trágicas, algún día te lo contaré. (Te llamará la atención que hable voluntariamente de mi familia...) Bernhard nunca me ha decepcionado y no me decepcionaría jamás. Jamás, jamás, jamás. Me da todas las libertades, complace todos mis deseos. Es un hombre tan culto, desinteresado, tranquilo, simpático... Por supuesto, con el tiempo a uno lo ahoga la rutina. Los procesos se repiten, faltan las sorpresas. Nos conocemos al dedillo, ya no hay misterios. «Quizá sólo te falte el misterio. Quizá te has enamorado de un excitante misterio», dice Mia. ¿Qué voy a hacer?, digo yo, no puedo convertir de repente a Bernhard en un misterio excitante. ¿Tú qué dices, Leo? ¿Puedo hacer que Bernhard se vuelva un misterio excitante? ¿Es posible hacer que ocho años de vida familiar se conviertan en un misterio excitante?

¡Ah ..., Leo, Leo, Leo! De momento me cuesta tanto todo... No estoy de buenas. No tengo incentivos. No tengo ganas de nada. No tengo al único e inigualable Leo. No sé adónde irá a parar esto. Ni quiero saberlo. Me da igual. Lo principal es que vuelvas a escribirme pronto. Haz el favor de darte prisa con tu descanso de ti mismo. Quiero volver a tomar vino contigo. Quiero que vuelvas a querer besarme. (¿Es gramaticalmente correcta esa frase?) No necesito besos reales. Necesito al hombre que en algunas situaciones tiene tanta urgencia por besarme que no puede hacer otra cosa que escribirme. Necesito a Leo. Me siento muy sola con mi botella de whisky. He bebido mucho whisky, Leo. ¿Lo notas? ¿Cómo sería todo contigo, cómo sería la vida? ¿Cuánto tiempo tendrías urgencia por besarme? ¿Semanas, meses, años, siempre? Ya sé que no debo pensar esas cosas. Estoy felizmente casada. Pero no soy feliz. Creo que eso es contradictorio. La contradicción eres tú, Leo. Gracias por haberme escuchado. Me beberé otro whisky. Buenas noches, Leo. Te echo tanto de menos...

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