En el 192 a. C. Roma declaró la guerra a la más grande de las monarquías macedonias, el Imperio Seléucida, que dominaba una gran parte del territorio asiático que antaño había sido persa. Roma salió victoriosa, y en el 190 a. C. un ejército romano desembarcó en Asia Menor por primera vez. De nuevo consiguió la victoria y la influencia romana aumentó poderosamente.
En 133 a. C. Atalo III de Pérgamo (una nación que se extendió por la porción centro-occidental de Asia Menor) murió sin herederos. Dejó su reino a Roma, que lo reorganizó como una provincia de Asia. Los restantes reinos de Asia Menor, todos griegos en su idioma y cultura desde los tiempos de Alejandro Magno, dos siglos antes, se convirtieron en títeres romanos en mayor o menor grado. Sólo el Ponto al noreste intentó luchar contra Roma, pero también fracasó finalmente. Al comenzar el año 62 a. C., el general romano Pompeyo había organizado toda Asia Menor y Siria como provincias romanas o como estado-clientes de los romanos con reyes títeres.
Por ese tiempo también Bizancio estaba bajo el dominio romano. En realidad había acudido a Roma casi desde los comienzos de sus problemas, viendo en ella a una protectora contra los estados griegos y macedonios que eran los más interesados en mantener tasas bajas.
Por supuesto, el cambio (como era fácil de pronosticar) no alteró finalmente en absoluto la posición de Bizancio. Tampoco a Roma le interesaba tener que pagar altos peaje. Bizancio continuaba siendo una «ciudad libre» bajo el dominio romano, pero esto sólo significaba que le era permitido vivir bajo sus propias leyes siempre y cuando aquellas leyes no incomodaran seriamente a Roma, y había romanos allí mismo para garantizar que eso no iba a ocurrir. Además, Bizancio pagaba impuestos a Roma y no tenía el derecho de tomar decisiones propias en lo concerniente a sus relaciones con otras partes del reino romano. Por supuesto, Bizancio obtuvo ventajas a cambio. A medida que se extendía el dominio romano por el Mediterráneo, predominaba la paz. Las peleas interminables entre las ciudades y naciones en lucha para resolver la cuestión de quién dominaría desaparecieron, porque por fin se encontró la solución. Era Roma la que iba a predominar.
En realidad hubo un período de cincuenta años de guerra civil durante el primer siglo a. C. que turbó el mundo romano, pero terminó el 31 a. C. Bajo Octavio César, el sobrino nieto de Julio César, las viejas instituciones republicanas de Roma fueron reorganizadas y se estableció lo que se llama el Imperio Romano. Octavio, que adoptó el nombre de Augusto, fue el primer emperador.
A lo largo de los dos siglos posteriores, la cuenca entera del Mediterráneo (incluido Bizancio, por supuesto) vivió una paz profunda y casi inalterada. Nunca antes había experimentado una paz tan larga, ni tampoco la iba a experimentar después. Hubo luchas en las fronteras romanas, una insurrección en Judea y durante un breve tiempo, en el 68 y 69 a. C., una contienda por la sucesión imperial; pero todo esto no representó más que unas cuantas pequeñas ondas sin trascendencia en un estanque tranquilo.
Bizancio, junto con algunas otras áreas del mundo de habla griega, continuó disfrutando de una cierta autonomía local del poder de tener una especie de autogobierno con jefes elegidos al menos durante el primer siglo del imperio. Sin embargo, esté separatismo templado fue debilitándose. Cada vez se hacía más necesario unificar las prácticas económicas y sociales del imperio para hacer frente a los enemigos que seguían más allá de las fronteras romanas.
Por ejemplo, al oeste de Asia Menor y Siria se encontraba la mitad más lejana de lo que una vez había sido el Imperio Persa. Se había hecho fuerte con la decadencia del Imperio Macedonio, Bajo dos dinastías de reyes, los Arsácidas (durante su mandato el reino se llamó Partia) y los Sasánidas (bajo los cuales recuperó el nombre de Persia), esta región continuó siendo un enemigo duro y obstinado de Roma durante varios siglos.
A medida que Roma, con su empuje expansivo en decadencia, intentaba armarse para resistir a los partos, descubrió que la existencia de las ciudades libres orientales, por nominal que fuera su libertad, representaban un punto débil. El emperador Vespasiano, que gobernó desde el año 69 hasta el 79, terminó con este problema. En interés de la eficacia militar convirtió todos esos islotes de autogobierno en partes integrantes del Estado romano. Entre esas ciudades estaba Bizancio. «Habéis olvidado cómo ser libres», dijo Vespasiano con cierto desprecio, al anunciar a la ciudad la pérdida de su libertad.
Tenía bastante razón, aunque no era por entero culpa de la ciudad. Durante dos siglos, la ciudad sólo había disfrutado de una libertad nominal que no significaba nada y que no tenía nada de estimulante. Cuando Vespasiano la eliminó, no eliminó nada sustancial: sólo un barniz tenue y descompuesto.
Mientras durase la paz romana, Bizancio sacaría beneficio con o sin libertad. Era una próspera ciudad comercial que se olvidó de la misma palabra guerra. Es probable que sus escolares estudiaran el gran sitio de Filipo de Macedonia y cómo fue rechazado, pero eso había ocurrido hacía cinco siglos y posteriormente hubo poco heroísmo.
Luego llegó el año fatal de 192. En aquel año, el emperador romano Cómodo fue asesinado, y sus sucesores rivales hicieron estremecerse a Roma. Pronto la opción quedó reducida a tres generales (uno en el Occidente, otro en el centro, y otro en el Oriente) peligrosamente igualados en fuerzas. El occidental era Clodio Albino; el del centro, Septimio Severo; el oriental, Pescenio Niger.
Severo era el más vigoroso de los tres, y además el más cercano a Roma. Entró en la ciudad en el 193 y obligó a que le aceptaran como emperador. Niger y Albino, sin embargo, no lo aceptaron. Niger era el más peligroso. Fue un general popular que ejercía el control del tercio oriental del imperio, el más rico. Bajo su dominio estaba Egipto, la región desde la cual Roma importaba la mayoría de sus productos alimenticios. Si Niger jugaba hábilmente su baza, probablemente terminaría siendo el amo.
Sin embargo, Niger no prosperó. Tal vez confió demasiado en la baza que tenía. El enérgico Severo avanzó hacia el este sólo treinta días después de haber entrado en Roma y fue directo hacia Bizancio, porque era allí donde Niger se había establecido con mayor fuerza.
Severo dejó una parte de su ejército para que sitiara a Bizancio y llevó el resto a Asia Menor, abrigando la esperanza de destruir al ejército de Niger. A lo largo del año 194, Severo dio tres importantes batallas y las ganó todas. Finalmente, capturó a Niger y mandó que le decapitaran. Pero eso no terminó con Bizancio. Byzas no se había equivocado siglos antes. La ciudad situada en el Cuerno Dorado tenía una fuerza natural gracias a la cual su captura era realmente difícil cuando sus ciudadano decidían defenderse. Era una ciudad sola contra todo un imperio, pero resistió dos años más.
Hubiera sido mejor que se rindiera al principio, pera sus dirigentes sabían que no podían esperar otra cosa sino la muerte del siniestro Severo, y siempre cabía la esperanza de que los problemas en otros lugares distraerían al emperador (después de todo, Albino todavía tenía el control de los ejércitos contrarios a Severo en el oeste) y le forzarían a ofrecer a Bizancio una capitulación liberal.
Las esperanzas de Bizancio se vieron frustradas. Severo perseveró en el cerco, y no permitió que Albino le estorbara, y en el 196 la ciudad tuvo que rendirse. Irritado Severo mandó saquearla, masacró a sus ciudadanos importantes, arrasó sus murallas y la redujo a la categoría de aldea. Al año siguiente, se dedicó a Albino y terminó con él.
Bizancio realmente no se recuperó de este desastre durante largo tiempo. Arrepentido, Severo la reconstruyó parcialmente, pero su lento retorno a la prosperidad fue interrumpido por el hecho de que el imperio entero sufrió un período de cincuenta años de anarquía después del asesinato, en el año 235, del sobrino nieto de Severo, Alejandro Severo.
El caos del imperio posibilitó la invasión y la destrucción casi impune de éste por parte de las tribus bárbaras y reinos civilizados exteriores. Los Balcanes sufrieron las incursiones de un grupo de tribus germánicas (los godos) y Asia Menor fue víctima de los persas.
La recuperación llegó cuando Diocleciano se convirtió en emperador en el 284. Reorganizó lo que quedaba de la economía romana y concentró sus esfuerzos en la mitad oriental del imperio, que era la más rica y urbanizada, dejando la mitad occidental en manos de un asociado.
Ello se debía en parte al hecho de que el mismo Diocleciano procedía del Oriente. Había nacido en una aldea llamada Dioclea, de la que procede su nombre, que estaba situada en lo que hoy es la parte sur de Yugoslavia. Roma no le atraía, y la única vez que la visitó le desagradó. Por esta razón, prefería vivir en el este. Y también era el rico Oriente quien corría más peligro, porque sus opulentas ciudades eran el objetivo de godos y persas. Las provincias del oeste, más pobres y con menos población, no ofrecían tantos atractivos para las tribus bárbaras de la frontera.
Teniendo esto presente, Diocleciano reconstruyó con la misma solidez que habían tenido un siglo antes, en los días anteriores al saqueo llevado a cabo por Severo, las murallas de Bizancio. Por supuesto, no lo hizo por razones filantrópicas, sino porque eran necesarias unas fortalezas sólidas contra los godos invasores, y Bizancio, bien defendida, era una de las más resistentes. Tanto Filipo de Macedonia como el emperador Séptimo Severo lo sabían.
Con Diocleciano el centro del imperio se fue hacia el este, ya que estableció su capital y su corte en Asia Menor. La ciudad que eligió por capital era Nicomedia, en el extremo más oriental de Propontia, a unas cincuenta millas al este de Bizancio.
Durante casi medio siglo, Nicomedia fue uno de los centros más importantes del imperio. Continuaban las dificultades, pero no eran tan desastrosas como lo habían sido durante el período de anarquía. Después de la abdicación de Diocleciano en el 305, por ejemplo, se produjo un período de feroz rivalidad entre los contendientes a la corona; uno de ellos, Constantino I, aumentaba continuamente su poder.
En el 312 Constantino, que gobernaba desde Milán, una ciudad en el norte de Italia, fue reconocido como emperador de la porción occidental del imperio. En la mitad oriental estaba Licinio, que gobernaba desde Nicomedia. Los dos emperadores mantuvieron una tregua precaria, resultado de una «reunión en la cumbre» en Milán, en el curso de la cual Licinio accedió a casarse con la hermana de Constantino. La tregua se rompía de vez en cuando, y hubo roces incidentales e incluso pequeñas guerras entre los dos emperadores. En el 324 se produjo la ruptura cuando cada uno decidió intentar ser el único soberano.
Constantino avanzó decididamente hacia el este y los dos ejércitos se encontraron en Adrianópolis, unas 130 millas al oeste de Bizancio. Licinio tenía la ventaja de una flota muy superior y de una posición bien fortificada. No obstante, desaprovechó la flota y dejó que Constantino con sus maniobras le obligara a salir de sus posiciones Un grupo de 5.000 arqueros rodeó la retaguardia del ejército, y en la batalla que se produjo fue derrotado el día 3 de julio de 323.
Licinio se retiró con la parte del ejército que consiguió salvar, y se refugió tras las murallas de Bizancio. De nuevo, un emperador romano avanzó para poner sitio a la ciudad, al igual que había hecho Severo un siglo y medio antes.
Incluso entonces, si Licinio hubiera utilizado su flota, posiblemente habría vencido; pero Constantino, que sabía la importancia de dominar los mares, reforzó la flota que su hijo mayor dirigía con decisión contra el enemigo. Las naves de Constantino pasaron, abriendo las rutas comerciales hacia el mar Negro, lo cual permitió a Constantino aprovisionar a su ejército y cortar el abastecimiento de Bizancio.
Licinio consiguió escaparse de la ciudad con unos cuantos hombres y huyó a Asia Menor, donde reunió otro ejército. Constantino mantuvo Bizancio cercado y envió un destacamento para capturar a Licinio. Se libró la batalla final en Crisópolis, una ciudad al otro lado del Bósforo frente a Bizancio y justamente al norte de Calcedonia, el 18 de septiembre, y de nuevo Constantino salió vencedor. Aquella vez la vida de Licinio le fue perdonada, pero lo ejecutaron un año más tarde.
Constantino era ya el soberano único de todo el Imperio Romano, y Bizancio capituló ante él. Pero esta vez no fue destruida la ciudad. Más bien lo contrario! Constantino abrigaba ciertas ideas, y una increíble transformación esperaba a Bizancio.
Constantino había tenido ideas insólitas antes, ideas que dieron resultados. Pongamos por caso el asunto de la religión. Tres siglos antes de los tiempos de Constantino, un predicador llamado Josué (o para emplear la forma griega del nombre, Jesús) había aparecido en Judea. Algunos judíos le aclamaron como el Mesías (o, en griego. Cristo), el rey y cuyo advenimiento habían vaticinado numerosas profecías místicas. Las autoridades romanas le crucificaron, pero sus seguidores, que continuaban creyendo en su divinidad, empezaron a ser conocidos con el nombre de cristianos.
Bajo la dirección de uno de sus primeros jefes, Pablo, hicieron un intenso proselitismo, no sólo entre los judíos, sino también entre los gentiles, y entre estos últimos, consiguieron sus mayores éxitos. La nueva secta se difundió gradualmente y creció en importancia pese a las rachas de persecución del gobierno romano. La última y más dura persecución se produjo con Diocleciano, pero no consiguió tampoco disminuir mucho el número de sus partidarios y únicamente sirvió para fortalecer sus creencias. Antes del año 300 formaban una numerosa minoría de la población romana y se les podía encontrar en todas las ciudades.
Constantino reconoció que aunque no eran más que una minoría, los cristianos tenían peso donde importaba tenerlo y eran fanáticos en sus creencias. Los paganos solían ser pasivos; formaban la «mayoría silenciosa», y en su mayoría vivían dispersos por el campo desde donde no ejercían influencia. Constantino decidió apostar por los cristianos y aprovecharse de su apoyo.
Por consiguiente, cuando celebró su reunión en la cumbre con Licinio en el 313, insistió en promulgar un decreto conjunto de tolerancia, revocando todos los impedimentos a los cristianos y permitiéndoles libertad total de culto. Sin embargo, Licinio seguía simpatizando con el paganismo, y sus acciones anticristianas a partir de entonces fueron aprovechadas por Constantino como pretexto para la guerra final. Fue el primer emperador cristiano (aunque fue bautizado en su lecho de muerte), y los reverentes historiadores de la Iglesia le llamaron posteriormente Constantino el Grande.