Simeón quería algo más. Consiguió la promesa de que el emperador-niño, cuando llegara el momento, se casaría con una hija suya. Posiblemente, el monarca búlgaro creyó que, como suegro del emperador bizantino bien podía llegar a ser regente y emperador-asociado. El patriarca Nicolás se hubiera doblegado ante este deseo, pero en aquel momento la madre del emperador, Zoe, volvió de nuevo a la escena.
Alejandro había dejado una regencia compuesta por seis hombres, cuyos intereses principales parecían ser intrigar unos contra otros para conseguir el poder. Zoe, que había vuelto del destierro, se aprovechó de las rivalidades de los regentes para que la admitieran en la camarilla de notables. Gracias al prestigio de su posición como reina madre y a su enérgica personalidad, consiguió fortalecer la ciudad para que se enfrentara resueltamente con el enemigo. También pudo intimidar a Nicolás para que se callara, aunque no intentó quitarle su cargo de patriarca. No era necesario, su pusilanimidad frente a los búlgaros había destruido su prestigio en la ciudad.
En realidad, el ejército bizantino combatió muy mal y fue derrotado por Simeón en el 917; pero Zoe disponía de sus armas secretas. Sus agentes agitaron a los pechenegos que, desde su derrota por los magiares, se habían convertido en los vecinos al noreste de los búlgaros. Los agentes bizantinos incitaron también a los servios, unas tribus eslavas que ocupaban el territorio al oeste de la Bulgaria propiamente dicha, pero que estaban sometidos a los búlgaros.
El empuje de Simeón contra Constantinopla se debilitó por su continua necesidad de defenderse de los pechenegos y de acabar con la rebelión de los servios. Llegó ante Constantinopla cuatro veces en los diez años posteriores al 913; pero si tenemos en cuenta las murallas de la ciudad, la carencia de una flota y los disturbios interminables en su retaguardia, ni siquiera existió la más remota posibilidad de que pudiera tomar la ciudad.
La tenacidad bizantina, la característica más notable de la larga historia imperial, se demostró con toda claridad. Ni siquiera mientras el imperio luchaba desesperadamente contra Simeón, año tras año, abandonó el sur de Italia, pese a grandes dificultades. Las fuerzas islámicas, con base en Sicilia, llevaban ya ochenta años haciendo incursiones y saqueando Italia. Roma misma había sentido la punzada del acero islámico y tenía que pagar tributo. El papado estaba en decadencia en ese siglo, y la mayoría de los papas eran poco más que títeres de la disoluta aristocracia romana. Sin embargo, uno de ellos, Juan X, consiguió reunir a varios nobles romanos a su lado y actuó. Por primera vez en la historia, un papa llevó a un ejército a la batalla.
Una vez más un enemigo exterior obligó a Oriente y Occidente a unirse. Las tropas bizantinas del sur se unieron al papa y un ejército cristiano se encontró con las fuerzas islámicas en el 916 en las orillas del río Garigliano, a unas cien millas al sureste de Roma. Los cristianos consiguieron una victoria total, y el dominio islámico en Italia desapareció para siempre. Es cierto que Sicilia continuó siendo islámica durante otro siglo y cuarto, pero las provincias bizantinas en Italia pudieron respirar con más libertad durante algún tiempo, y también los papas.
Pero la victoria en Italia no fue de ningún modo suficiente para contrarrestar la triste situación interior. Era más evidente que nunca que el gobierno de Zoe y el consejo de regentes era insuficiente para hacer algo más que mantener a raya a los búlgaros, y eso a duras penas. Se gastaba demasiado tiempo en disputas internas cuando lo que hacía falta eran decisiones rápidas. Los bizantinos estaban deseando recibir a cualquier hombre fuerte que pudiera ofrecer al gobierno una dirección unificada y un control estable.
El hombre del momento fue Romano Lecapeno, que había nacido en una familia armenia de campesinos. Se había alistado en la marina bizantina como marinero, e hizo méritos hasta llegar a almirante de la flota. En el 919 decidió que el estado de opinión era más que favorable para permitir un golpe de estado. Partió con sus naves desde la desembocadura del Danubio (donde estaban ancladas para luchar contra los búlgaros) hacia Constantinopla. La ciudad le recibió con un alegre alivio y los regentes dimitieron. Romano asumió el mando y la primera cosa que hizo fue enviar a la reina madre Zoe a un convento.
Luego se cuidó de su propia posición. Hizo que Constantino VII (todavía tenía sólo doce años) se casara con Helena, su hija. Esta boda convirtió al almirante en suegro del emperador. Esperó un año para que el pueblo bizantino se acostumbrara a su poder junto al del emperador, y luego se proclamó emperador-asociado. Se inició así un período que duraría más de medio siglo, durante el cual los emperadores legítimos fueron títeres que permanecían en segundo término, mientras los militares convertidos en emperadores asociados eran quienes gobernaban realmente. Afortunadamente, los militares eran hombres capaces.
En cuanto a Constantino VII, no tenemos indicios de que le molestara en absoluto permanecer en segundo término. Era un individuo aficionado a los libros, que durante un largo reinado de casi medio siglo tuvo oportunidad de disfrutar de todas las ceremonias que rodeaban al emperador (que le gustaban mucho) sin ninguna de las responsabilidades de éste.
Heredó el interés de su padre por la literatura y el arte. Fomentó el estudio, y él mismo escribió libros, entre ellos una geografía y una historia del imperio, una biografía de su abuelo Basilio I, y un pequeño libro sobre política exterior para su hijo. También escribió, con gran esmero, una monografía sobre las costumbres y los ceremoniales de la Iglesia y la Corte. Esta preocupación por el ritual fue el mayor interés de su vida.
Entretanto, Romano Lecapeno (o Romano I, para emplear el título imperial), a pesar de tener cincuenta años cuando se hizo con el gobierno, abordó los problemas del Estado con vigor. En el 924, se resolvió un gran problema cuando la flota bizantina consiguió por fin derrotar a León de Trípoli. Las incursiones piratas, aunque no desaparecieron por completo, disminuyeron bastante.
Mucho más insólita fue la acción que emprendió Romano con respecto a los búlgaros. Convocó lo que hoy llamamos una reunión en la cumbre, y se entrevistó él mismo con Simeón para hablar de la paz. Simeón llevaba treinta y un años gobernando a los búlgaros. Era un hombre viejo y cansado. En todas sus guerras contra los bizantinos, había salido victorioso, porque casi siempre derrotaba a sus ejércitos y se paseaba a su gusto por sus territorios; pero de una forma u otra, nunca podía vencer realmente, puesto que Constantinopla continuaba siendo inconquistable. Escuchó a Romano y decidió que ya había tenido suficiente. En el 924, los búlgaros firmaron la paz.
No obstante, el año siguiente Simeón dejó bien claro que, si no podía ser emperador de Bizancio, de todas formas iba a hacerse emperador de algo. Adoptó el título imperial de césar que, en el idioma eslavo se convirtió en zar. Por razones de formas, Romano I protestó por esta usurpación de un título imperial, pero podemos sospechar que había dado su consentimiento el año anterior como precio de la paz. Por su parte, el papa aceptó inmediatamente el título búlgaro, sin duda para molestar a los bizantinos.
En el 927 murió Simeón, y su hijo Pedro asumió el gobierno de Bulgaria. Era más apacible y más débil que su padre, y Romano no tuvo dificultades para dominarle. Romano le reconoció como zar y se mostró de acuerdo en dejar a la Iglesia búlgara bajo el gobierno de un patriarca propio. Además, propició acuerdos para que una de sus nietas se casara con Pedro. El resultado fue que durante el largo reinado de cuarenta y dos años de Pedro, hubo paz con los bizantinos; fue una paz tanto más fácil de mantener porque los búlgaros, de todos modos, tuvieron que enfrentarse con incursiones constantes de los magiares y los pechenegos en el norte. De hecho, durante las décadas centrales del siglo X, la existencia de Bulgaria resultó beneficiosa para los bizantinos, porque funcionó como un escudo contra los bárbaros.
Desde luego, los rusos dieron algunos problemas. Después de los acuerdos comerciales con Oleg, los rusos desempeñaron un papel cada vez mayor. Siempre hubo presiones para hacer más favorables los acuerdos comerciales, y por fin un intento para convertirlos en más favorables por la fuerza. El motor de esta política fue Igor, el gran príncipe de Kiev, que había sucedido a Oleg. Tiene un relevante papel en las antiguas crónicas rusas, porque siempre estaba dispuesto a ir a la guerra, cosa que, según parece, tenía más importancia que el hecho de que no triunfara nunca en las guerras provocadas por él.
En el 941, una gran flota rusa cruzó el mar Negro por primera vez para atacar a Constantinopla. Era la flota más grande de todas las llegadas hasta entonces (algunas crónicas dan la cifra de 10.000 naves), y sufrió una derrota formidable. Con el empleo del fuego griego, los bizantinos destruyeron completamente aquellas naves.
Romano I, que había hecho las paces con Bulgaria y que consiguió victorias en el mar y en Asia Menor, se esforzó por conseguir también la tranquilidad interna. Pudo suavizar el malestar de la Iglesia por el cuarto matrimonio de León VI. Se convocó una conferencia de la Iglesia, y se llegó al acuerdo de que a partir de entonces se prohibían los matrimonios tercero y cuarto; sin embargo, el caso de León VI fue aceptado como excepción.
Romano también trabajó para atenuar la intensidad de la disputa con Roma, y una vez más se vivió un período de relativa paz entre los dos centros principales de la cristiandad. En último lugar, hizo que se promulgaran leyes para proteger a los pequeños granjeros contra la apropiación de sus tierras por parte de los grandes terratenientes, después de una serie de malas cosechas que llevaron al Imperio a un estado de verdadera hambruna en el 927.
En el 944, fueran cuales fueran los éxitos de Romano I, ya era un hombre de cerca de 75 años, y sus hijos se habían hartado de esperar que el viejo se muriera para poder llegar a ser emperadores (no consideraban que el emperador legítimo, Constantino, fuera algo más que una nulidad). En consecuencia, los hijos llevaron a cabo un golpe de palacio una noche, penetrando en el dormitorio de su anciano padre con algunos hombres armados. Le llevaron por la fuerza a una isla no muy lejos de Constantinopla, donde vivió en una comunidad religiosa. Allí Romano I se convirtió, más bien contra su voluntad, en monje, después de haber sido emperador durante veinticuatro años.
Pero de poco les sirvió a los hijos. Su colérica hermana Elena, la mujer de Constantino VII, acusó a sus hermanos de proyectar también el asesinato del emperador legítimo. Fuera o no verdad, tuvo el efecto deseado. La horrorizada corte apresó a los hijos, y con gran prisa, les envió a la misma isla donde ellos habían recluido a su padre. Allí estaba Romano para recibirles con un amargo placer. Pero el viejo no recuperó el trono. Continuó viviendo en la isla y murió siendo todavía monje en el 948. Constantino VII fue entonces emperador solo y bastante maduro, ya que tenía treinta y nueve años. Pero continuó en la sombra: fueron su mujer Elena, y los favoritos de ésta, los que gobernaron realmente.
En los últimos años del reinado de Constantino se produjo un interesante presagio del futuro. El príncipe Igor de Kiev rusa había muerto y fue sucedido por su joven hijo, Sviatoslav. La viuda de Igor, Olga, ya reina madre y regente, visitó Constantinopla con gran pompa en el 955.
Quedó profundamente impresionada por el espléndido ritual que Constantino VII había elaborado con tanto cariño. Formaba parte de la política del Estado utilizar la magnificencia como un instrumento con el que deslumbrar e intimidar a los inexpertos bárbaros, y en este caso funcionó de maravilla. Olga pidió el bautismo y según la leyenda, fue bautizada por el propio patriarca (quizá esto sea una elaboración posterior; existen algunas pruebas de que su conversión ocurrió en Kiev, donde ya había una colonia de cristianos, y que su visita a Constantinopla fue una especie de peregrinación cristiana).
Pese a que Olga fue una gobernante dura y despiadada (no era la primera, ni tampoco la última de esta clase que Rusia iba a sufrir), la leyenda de su conversión la rodeó de una especie de aureola, y más tarde fue canonizada, convirtiéndose así en la primera santa de la rama rusa de la Iglesia oriental. No obstante, su conversión no dio resultados inmediatos, puesto que su hijo, el rey, siguió siendo pagano al igual que la nación.
Constantino VII murió en el 959, y le sucedió su apuesto hijo de veintiún años, quien, como le habían puesto el nombre de su abuelo, gobernó como Romano II. Reinó con él su segunda mujer, Teófano, que procedía de una familia humilde, pero era muy hermosa, y de la que se contaban toda clase de chismes escandalosos.
Siempre resulta difícil saber hasta qué punto se puede uno fiar de estos chismes. Un monarca de cuna humilde es siempre impopular con la aristocracia, y cuando una emperatriz es la hija de un recaudador de impuestos, se puede dar por seguro que circularán historias resentidas sobre ella, algunas de las cuales pueden ser ciertas, sin duda. Algunos de los relatos sobre el recuerdo histórico de Teófano dicen que ella incitó a su marido a que envenenara a su padre, y que cuando a su vez murió Romano II, cuatro años más tarde, en el 963, también fue ella la culpable del envenenamiento.
Durante sus cuatro años como emperador, Romano II no se distinguió esencialmente, pero fue afortunado en dos aspectos. Consiguió engendrar a dos hijos, cuyo destino sería gobernar el Imperio en la cima de su prosperidad, y durante su reinado se reveló un general muy capaz.
El general era Nicéforo Focas, que procedía de una distinguida familia militar y que, bajo el gobierno de Constantino VII, había servido en la frontera oriental. Con Romano II, Nicéforo Focas dirigió a las fuerzas imperiales en una nueva ofensiva.
La flota bizantina, tras conseguir la victoria frente a los piratas islámicos y frente a la grande, pero ineficaz flota del príncipe ruso Igor, tenía ánimos para ir más allá, y el blanco obvio era la isla de Creta. Había sido base de apoyo de los piratas, y era una especie de llaga supurante que mantenía infectada todas las costas del Imperio.
En el 960, Nicéforo Focas dirigió una expedición a Creta, y después de una difícil campaña que duró un año, consiguió echar a las fuerzas islámicas de la isla y obligó a los que quedaron a aceptar el cristianismo. Tuvieron que pasar siete siglos antes de que el Islam volviera a establecerse en la isla, y nunca con fuerza suficiente como para alterar básicamente la religión de sus habitantes. Creta sigue siendo cristiana hasta hoy (y forma parte del Estado moderno de Grecia).