Le aventura europea de Darío planteó una terrible amenaza para las ciudades griegas situadas al sur de Tracia. Poco tiempo después comenzaron las hostilidades entre Persia y las ciudades griegas. La guerra se prolongó, con intervalos, durante dos siglos.
En esta larga guerra, Bizancio fue considerado siempre como un trofeo sumamente importante. Si las ciudades griegas la controlaban, se aseguraban un ininterrumpido suministro de alimentos y ponían un obstáculo en el camino de Persia.
La crisis de la guerra médica llegó en el 480 a. C., cuando Jerjes I, el hijo de Darío, envió un gran ejército a través de los angostos estrechos. Su contrincante era la flota griega, compuesta en gran medida por navíos de la ciudad de Atenas, y el ejército griego, cuyo contingente más importante estaba formado por los guerreros de la ciudad de Esparta.
Ambas ciudades vencieron. La flota persa fue aplastada en la batalla de Salamina, cerca de Atenas, el mismo año de la invasión. El ejército persa fue aplastado en la batalla de Platea, veinticinco millas al noroeste de Atenas, al año siguiente, el 479 a. C.
Después contraatacaron las ciudades griegas. Los navíos atenienses liberaron a las ciudades griegas de las orillas orientales del mar Egeo. El rey espartano Pausanias dirigió su victorioso ejército hacia el norte. En el 477 a. C. expulsó a la guarnición persa de Bizancio y la ocupó a su vez. Los griegos controlaban de nuevo la encrucijada entre el Este y el Oeste.
La carrera de Pausanias tuvo un brusco declive al adoptar los persas nuevas tácticas. Los persas se dieron cuenta de que les era imposible ganar utilizando la fuerza de las armas, puesto que el armamento y las técnicas militares griegas eran superiores a las suyas. En cambio, podían utilizar el oro. Eran ricos y generosos, mientras los griegos eran pobres y corruptibles.
Pausanias aceptó sobornos persas y empezó a vivir una vida de lujo ostentoso. Luego, también, las ciudades griegas empezaron a pelearse entre sí. Mientras Persia fue una terrible amenaza, Atenas y Esparta cooperaron, pero una vez que consiguieron la victoria, cada cual empezó a maniobrar para conseguir la supremacía.
Atenas se valió de los rumores sobre los sobornos persas para asestar un golpe a Esparta a través de Pausanias. Envió una flota hacia el norte en el 476 a. C., al mando de su almirante Cimón, y echó a Pausanias de Bizancio. Como era imposible negar la fechoría de su rey, los avergonzados espartanos le hicieron volver para juzgarle por traición, y la ciudad quedó en manos de Atenas.
Resulta que Atenas tenía una gran necesidad de Bizancio. Atenas estaba situada en una parte de Grecia particularmente árida y el excedente de su población dependía para su alimentación de las importaciones. Era imprescindible que la ciudad mantuviera una flota fuerte y eficaz y que defendiera el control de Bizancio y de los estrechos. Aquellos estrechos se habían convertido en la línea vital de Atenas, y durante más de un siglo, cada movimiento que hizo esta ciudad tenía algo que ver con la seguridad de la ruta al mar Negro.
Durante cierto tiempo, Atenas dominó Grecia y Esparta fue su rival más importante. Al final, por supuesto, se produjo una guerra. Esta guerra entre las dos ciudades (llamada guerra del Peloponeso) empezó el 431 a. C. y continuó, con intermitencias, durante una generación. A lo largo de todo ese período, Bizancio estuvo firmemente controlada por los atenienses, y sus ocasionales revueltas no tuvieron éxito mientras la flota de Atenas dominó el mar.
No obstante, en el 405 a. C., Atenas no era más que piel, huesos y una última flota. Esta última flota protegía desesperadamente la línea vital ateniense y patrullaba los estrechos. Los espartanos, que tenían un acceso ilimitado al oro persa, por una vez en su historia tenían un jefe naval capaz. Este jefe, Lisandro, se apoderó por sorpresa de los barcos atenienses. Estaban en el Helesponto, varados en la desembocadura del pequeño río Aegospotami, en la orilla europea del estrecho, unas 125 millas al sudoeste de Bizancio y con una guardia insuficiente.
Los espartanos atacaron repentinamente; los atenienses no pudieron lanzar sus barcos al agua a tiempo. De los 180 barcos atenienses, sólo 20 pudieron huir intactos. Perdida la última flota ateniense y con su línea vital rota, Atenas no podía hacer otra cosa más que rendirse. Durante un breve período, Esparta gobernó Grecia, y se instaló una guarnición espartana en Bizancio.
Pero Esparta no fue un gobernante digno de confianza. Buenos en la guerra de una manera más bien mecánica, los espartanos no sabían cómo organizarse en la paz. Dondequiera que los espartanos estuvieran en el poder, eran presas de la corrupción y de una arrogancia que despertaba la hostilidad de los que les estaban sometidos.
Paulatinamente, Atenas se fue recuperando de su derrota. Aunque nunca volvió a ser la gran fuerza dominante que había sido antes de los desastres de la guerra del Peloponeso, consiguió una vez más construir una poderosa flota y combatir para recuperar su línea vital. En el 389 a. C., un general ateniense, Trasíbulo, condujo a cuarenta navíos hacia el norte, derrotó a los espartanos y les expulsó de la región de los estrechos. Una vez más, Bizancio estaba bajo el dominio ateniense.
Pero también este poder fue temporal. Parece una maldición de los griegos que no supieran unirse. No les era posible seguir organizados como ciudades independientes, libres e iguales frente a unos reinos vecinos de grandes dimensiones y a poblaciones que eran cada vez más aptas para el arte de la guerra. Y todavía menos si malgastaban sus energías en constantes contiendas mezquinas entre ellos.
Sin embargo, eso fue lo que hicieron. Les faltaba la abnegación o el espíritu de sacrificio necesarios para renunciar a un poco de soberanía local en favor del bien común. Tampoco había una ciudad lo suficientemente poderosa como para imponer su voluntad a las otras mediante la fuerza. En realidad, a medida que pasaba el tiempo, las fuerzas tendentes a la fragmentación crecieron y las uniones parciales que se habían creado entraron en quiebra. En el 456 a. C., Bizancio fue una de las ciudades que rompió con la laxa liga que se había formado bajo la dirección ateniense. Atenas reconoció la independencia de Bizancio al año siguiente, y por primera vez en más de un siglo y medio la ciudad de los estrechos fue verdaderamente libre.
No duró mucho tiempo. Al mismo tiempo que Bizancio conseguía su independencia, el reino de Macedonia (justo al norte de Grecia) empezaba a sentir los estimulantes efectos del genio de su nuevo rey, Filipo II.
Filipo reorganizó el reino, creó y entrenó a un espléndido ejército, dentro del cual se encuadraba un apretado núcleo de infantería armado con largas lanzas llamado «falange» y un eficaz cuerpo de caballería entrenado para apoyar a esa falange. En el país se descubrieron minas de oro que proporcionaron dinero con el cual sobornar a los políticos de las ciudades griegas.
Mediante las astutas intrigas de Filipo, su hábil empleo del oro y su bien organizado ejército, Macedonia se convirtió en dominante en el norte. Sin embargo, tenía enfrente al tenaz ejército de la ciudad griega de Tebas. Tebas había sorprendido al mundo griego con su resonante victoria sobre los espartanos en el 371 a. C., y desde entonces dominaba Grecia. Y estaban también los atenienses, los cuales nunca recuperaron realmente su moral después de su terrible derrota, pero todavía conservaban el prestigio de su pasada grandeza.
Filipo puso en marcha un hábil juego, cuidando de que ningún movimiento provocara una enérgica reacción. Avanzaba un poco, aplacaba a Atenas y a Tebas, y luego avanzaba de nuevo. Los perplejos atenienses se percataron de que de una manera u otra, Filipo dominaba una porción cada vez mayor del norte sin que pudieran tener una oportunidad de emprender una acción decisiva. Tan sólo el orador ateniense Demóstenes vio el peligro, pero no consiguió conmover a sus paisanos.
En 342 a. C., Filipo se sintió suficientemente fuerte como para hacer un gran movimiento hacia el este. Hacia el este se encontraba Tracia, una tierra de tribus incivilizadas que tal vez darían maravillosos soldados bajo el firme gobierno de Filipo, y más allá de Tracia, unas 350 millas al este de la capital macedonia, Pellas, estaban Bizancio y los estrechos. Si Filipo conseguía apoderarse de Bizancio (poco importaba si lo hacía a través de la intriga o mediante la guerra), podía cortar la línea vital de Atenas y quizá toda Grecia caería en sus manos sin problemas. Y había otra cosa: si dominaba Bizancio, podía hacer lo que había hecho el viejo Darío III medio siglo antes. Podía limpiar el camino entre los continentes e invadir Asia, como Darío había invadido Europa. Como se ve, Filipo tenía una gran ambición. Quería invadir Persia y apoderarse de todo lo que pudiera de aquel imperio grande, pero en decadencia.
La campaña oriental de Filipo empezó con gran éxito. Conquistó Tracia, tomó las ciudades griegas al norte de la costa del Egeo, y en el 340 a. C. su ejército llegó a los alrededores de Bizancio.
Los bizantinos hicieron un llamamiento inmediato a sus antiguos señores de Atenas, con quienes habían roto hacía sólo quince años. Atenas respondió enseguida. Atenas podía muy bien pensar que los bizantinos merecían pagar por el entusiasmo con que habían repudiado la confederación ateniense, pero sus ciudadanos no podían permitirse el lujo de dejarse llevar por este sentimiento. Bizancio dominaba las rutas de los cereales, y por esa razón Atenas tuvo que luchar. Envió su flota hacia el norte y la utilizó para aprovisionar a la ciudad. Filipo no tenía ningún poder naval, y sin esto le era imposible tomar Bizancio. Falló en su intento de un ataque nocturno por sorpresa al descubrirle la luna. Tuvo que retirarse. Se quedó con Tracia, pero perdió la oportunidad de conquistar los estrechos.
El éxito de su resistencia frente a Filipo provocó un enorme alborozo en los triunfantes bizantinos. Lo atribuyeron a su diosa patrona de la luna, Hécate, cuya luz les había ayudado tanto. Acuñaron monedas conmemorativas que llevaban el símbolo de la noche como devotos de una diosa lunar, la luna creciente y una estrella. La luna creciente y la estrella han seguido siendo el símbolo de la ciudad hasta los tiempos modernos.
Sin embargo, la derrota de Filipo no fue en absoluto decisiva. Su fracasado intento de apoderarse de los estrechos significaba que había perdido la oportunidad de conquistar Grecia sin lucha. Así que tendría que luchar, pero si hacía las cosas bien sólo necesitaría librar una batalla. Aquella batalla llegó en 338 a. C. en Queronea. Allí la falange macedonia, que luchaba a las puertas de Tebas, destruyó al cuerpo de élite del ejército tebano hasta el último hombre y provocó la frenética huida de los atenienses.
Filipo fundó a continuación una liga de ciudades griegas encabezada por él y preparó la invasión de Persia Fue asesinado justo cuando iba a comenzar la invasión, pero su aún más extraordinario hijo, Alejandro III (Magno) siguió adelante. Alejandro invadió Persia, la conquistó
por completo
e hizo que la cultura griega dominara en Asia occidental; un dominio que perduró durante más de mil años.
Después de la muerte de Alejandro en el 322 a. C., su imperio fue hecho pedazos por los generales rivales, y Bizancio cayó bajo el dominio de uno o de otro. Pero no todo era tan malo como parecía. Las luchas de los generales fueron ruinosas e inútiles, pero bajo el dominio macedonio (fuera cual fuera el nombre del general o, más tarde, del rey) las ciudades griegas conservaron un cierto nivel de autogobierno. En general, prosperaron más que cuando eran independientes. Bizancio, en particular, había conservado su condición de «ciudad libre» y disfrutó de una singular prosperidad durante un período que fue calamitoso para una gran parte del resto del mundo griego.
En el 280 a. C. unas tribus celtas, los galos, entraron en tropel en Grecia desde el norte. Asolaron Macedonia, mataron a un general que acababa de ser nombrado rey y desencadenaron un par de años de destrucción y anarquía en el país. Pasaron a Asia Menor en el 278 a. C., y costó casi cincuenta años conseguir su total domesticación.
Durante este terrible período, Bizancio evitó su destrucción mediante el expediente caro de dar dinero a los galos. Varias veces lo entregó todo para que consintieran en volverse atrás. Se recuperaba de sus pérdidas cobrando a los comerciantes que utilizaban los estrechos unas altísimas tasas, justificadas por el peligro de los galos.
Se pueden entender los terribles apuros de los bizantinos, pero los comerciantes cuyo comercio resultó perjudicado y los consumidores que sufrieron el alza del precio del pan difícilmente podían considerar esta situación con buenos ojos. Fue Rodas la ciudad griega que sufrió de modo especial la acción de Bizancio. Esa ciudad estaba situada en una isla en el sureste del mar Egeo, unas 350 millas al sur de Bizancio. Debido a su situación insular y a su fuerte flota, había rechazado a los generales macedonios en los años que siguieron a la muerte de Alejandro Magno, y había continuado siendo una ciudad griega verdaderamente libre. Rodas vivía del comercio, y en interés de la libertad de los mares había luchado contra la piratería y contra cualquier potencia terrestre que gravara el comercio mediante tasas o restricciones injustas. Los peajes de los bizantinos eran, sin duda, injustos, porque aunque la amenaza de los galos retrocedió, y finalmente terminó en el 232 a. C., los peajes continuaron siendo altos.
Los rodios decidieron hacer entrar en razón a Bizancio utilizando su poder naval superior. En el 219 a. C. la flota de Rodas derrotó a los bizantinos. Luego Rodas fue más allá de la reducción de las tasas: exigió que fueran abolidas por completo, cosa que se hizo. No obstante, los bizantinos no quedaron en la penuria. Podían conseguir bastante dinero como centro comercial.
Otra potencia empezaba a hacerse notar en el Mediterráneo. En la península italiana, la ciudad de Roma iba haciéndose cada vez más fuerte, aunque al principio pasara casi inadvertida. Antes del 202 a. C. había derrotado con gran esfuerzo a la gran ciudad comercial, Cartago, y tenía la supremacía absoluta en la zona occidental del Mediterráneo. Las monarquías macedonias podían haber frenado a Roma y evitado su expansión si se hubieran unido. Pero, al igual que las ciudades griegas del período anterior, parecía que les gustaba más luchar entre sí y hundirse poco a poco.