—No —murmuró el Azul en tono quedo—. El duende no es ninguna amenaza.
* * *
El terreno estaba agrietado como el lecho seco de un río: llano, desolado y cálido bajo las garras de los cinco dragones reunidos en un círculo sobre él.
Gellidus, el señor supremo Blanco, hacía todo lo posible por disimular su incomodidad ante el calor que lo envolvía y mantenía la vista fija en la lejana montaña, el Pico de Malys, circundado por incandescentes volcanes. Conocido como Escarcha por los humanos, el señor del territorio helado de Ergoth del Sur ofrecía un tremendo contraste con Malystryx. Las escamas de Escarcha eran pequeñas y relucientes, blancas como la nieve; su cresta parecía una aureola de carámbanos invertidos, y la cola era corta y gruesa comparada con la de los otros dragones.
La hembra Roja doblaba en tamaño al Blanco, y sus escamas en forma de escudo tenían el color de la sangre recién derramada. Dos imponentes cuernos retorcidos se alzaban sobre su cabeza, y dos chorros de vapor ascendían en espiral desde los cavernosos ollares. Dirigió una ojeada a Escarcha, y luego sus oscuros ojos se levantaron hacia el cielo, siguiendo a Khellendros. A su derecha se encontraba un enjuto dragón Rojo, que, hecho un ovillo como un gato, resultaba algo más pequeño que el señor supremo Blanco.
Khellendros aterrizó casi a dos kilómetros del círculo y fijó la mirada en los otros dos dragones mientras se aproximaba. Beryllinthranox, la Muerte Verde, estaba sentada frente a Malys, y su piel era del color del bosque que gobernaba: las tierras ocupadas antiguamente por los orgullosos qualinestis. Los ojos entrecerrados de Beryl estaban muy atentos, como si quisiera calibrar la reacción de los otros ante Khellendros. La serpentina cola, extendida a su espalda, se agitó lentamente, y la hembra Verde dedicó al señor supremo Azul un leve saludo con la cabeza, antes de volverse hacia el Dragón Negro.
Entre Beryl y Gellidus estaba tumbada Onysablet. Hilillos de ácido goteaban de las curtidas fauces de aspecto equino de la hembra Negra y formaban un charco borboteante entre sus garras. Sus ojos inmóviles, que brillaban como dos charcas de aceite y tan oscuros que no se distinguía el iris de las pupilas, estaban fijos en Malys. Sobre la estrecha testa, dos gruesos cuernos relucientes se inclinaban al frente.
Beryl obsequiaba a la hembra Negra con relatos de su supremacía sobre los elfos, pero Sable apenas si demostraba interés, pues era Malys quien atraía casi toda su atención.
Khellendros fue a colocarse entre Beryl y el Rojo más pequeño, el lugarteniente de Malys, Ferno, y se recostó sobre los cuartos traseros. La hembra Roja era el único dragón que lo superaba en tamaño, y tuvo buen cuidado, por una cuestión de decoro, de mantener la testa más baja que la de ella. Además, mantuvo la garra herida apretada contra el suelo, pues no deseaba que los otros dragones lo interrogaran sobre la lesión. Saludó a Malys con un movimiento de cabeza. Era el consorte reconocido de la Roja, al que ésta favorecía públicamente; pero las continuas miradas que la hembra dirigía a Escarcha daban a entender que Malys repartía sus ambiciosos afectos.
—Podemos empezar ahora —dijo Malystryx devolviendo el saludo de Khellendros, y su voz retumbó en el árido territorio. El sonido alcanzó el Pico de Malys y resonó persistente—. Somos los dragones más poderosos, y nadie osa enfrentarse a nosotros.
—Aplastamos toda oposición —siseó Beryl—. Dominamos la tierra... y a aquellos que viven en ella.
—Nadie nos desafía —intervino Sable. Pasó una zarpa por el charco de ácido situado frente a ella, y fue dejando un reguero de líquido que chisporroteó y estalló sobre el yermo suelo—. Nadie se atreve, porque nadie puede hacerlo.
—Los pocos que lo intentan —añadió Escarcha— no tardan en morir.
Khellendros permaneció en silencio, escuchando las baladronadas de los señores supremos, y observó cómo Gellidus se retorcía de modo casi imperceptible bajo el fuerte calor.
—Sin embargo, nuestro poder no es nada —interrumpió Malys. Estiró el cuello hacia el cielo para alzarse por encima de todos ellos, que escucharon su comentario con expresión sorprendida—. Nuestro poder no es nada comparado con lo que será cuando Takhisis regrese.
—¡Sí, Takhisis va a regresar! —exclamó Escarcha.
—Pero ¿cuándo? —Era Sable quien preguntaba.
—Antes de que termine el año —respondió Malys. Bajó la cabeza, asegurándose de que Khellendros mantenía la suya aun más baja.
—¿Y cómo lo sabes? —La voz de Beryl rezumaba veneno—. ¿Qué sabes tú de los dioses?
Las enormes fauces de Malys se torcieron hacia arriba en un remedo de sonrisa. Ferno abandonó su posición enroscada para incorporarse, y perforó con la mirada al Dragón Verde que había osado hacer tal pregunta.
—Malys lo sabe —manifestó Escarcha—. Malys nos explicó cómo obtener poder, antes de la Purga de Dragones. Ella nos indicó que nos apoderáramos de territorios. Es gracias a ella que somos señores supremos. Si alguien de entre nosotros puede saber si Takhisis regresa, ésa es Malystryx.
—Yo soy señora suprema debido a mi propia ambición y poder —replicó la Verde ladeando la cabeza—. ¿Qué poder posees tú, Malystryx, que yo no posea? ¿Qué poder te permite saber que Takhisis va a regresar?
Malys contempló a la Verde en silencio durante unos instantes.
—Tal vez renacimiento sería una expresión más apropiada —ronroneó la Roja.
Khellendros permaneció en silencio; advirtió que Escarcha y Ferno se acercaban más a la enorme Roja y que Sable contemplaba con suma atención a Beryl.
—¿Renacimiento? —siseó la Verde.
De los ollares de Malys surgieron diminutas llamaradas.
—Es una nueva Takhisis la que aparecerá en Krynn, Beryllinthranox. Esa Takhisis seré yo.
—¡Es una blasfemia! —gritó Beryl.
—No existe blasfemia cuando no hay dioses —le replicó con dureza la Roja.
—Y, sin los dioses, no nos inclinamos ante nadie, no servimos a nadie. —La Verde arqueó el lomo—. Somos nuestros propios amos..., los amos de Krynn. Sólo los dioses son dignos de nuestro respeto. Y tú, Malystryx, no eres ninguna diosa.
—Tus dioses abandonaron este mundo. Incluso Takhisis desapareció. —El aire se tornó más caliente a medida que Malys continuaba, y las llamaradas que surgían de sus ollares aumentaron de tamaño—. Como bien dices, Beryl, ahora somos los amos. Somos los seres más poderosos de Krynn... y yo soy la primera entre nosotros.
—Eres poderosa, eso te lo concedo. Solo, ninguno de nosotros podría enfrentarse a ti. Pero no eres una diosa.
—No lo soy... todavía
—Ni nunca lo serás.
—¿No, Beryl?
Sable se aproximó más a Escarcha. Los dos habían roto el círculo, formado una línea junto a Malys y su lugarteniente, y todos miraban a Beryl, que contemplaba a Khellendros por el rabillo de un ojo entrecerrado.
«Beryl quiere saber de qué lado estoy —caviló Tormenta—. La Verde reconoce mi fuerza y busca apoyo. También aguarda Malys, que se ha pasado el tiempo formando alianzas con el Blanco y la Negra. Es más lista y calculadora de lo que creía. Emparejada con los otros, resulta invencible.»
Khellendros dirigió una mirada de soslayo a Beryl y luego fue a unirse a la hilera; se colocó junto a Ferno, con lo que empequeñeció al menudo dragón Rojo.
—Ascenderé a la categoría de diosa antes de que finalice el año —siseó Malys a la Verde—. Y los cielos y mis aliados serán mis testigos. ¿De qué lado estás?
Beryl clavó las garras en la requemada tierra y contempló por unos instantes las innumerables grietas que había añadido al suelo; luego inclinó la cabeza para mirar a la Roja a los ojos.
—Estoy de tu parte —anunció por fin.
—En ese caso puedes seguir viviendo —repuso Malys.
Un territorio siniestro
—Aquí vivía gente honrada —comentó Rig, que se dejó caer pesadamente sobre un tronco podrido de sauce y se dedicó a aplastar los mosquitos que se arremolinaban alrededor de su rostro. Su oscura piel relucía empapada de sudor.
—¿Cómo lo sabes? —inquirió Jaspe.
—Hace años Shaon y yo pasamos aquí unos días. —Sonrió melancólico al recordarlo e hizo un gesto con la mano para indicar el pequeño claro que habían elegido como lugar de acampada—. Aquí había una ciudad, en las orillas del río Toranth. Es gracioso. No recuerdo el nombre del lugar, pero los habitantes eran bastante amables, gente realmente trabajadora. Las provisiones eran baratas. La comida estaba caliente... y era buena. —Aspiró con fuerza y dejó escapar el aire despacio—. Shaon y yo pasamos una velada en los muelles, que debían de estar más o menos donde se ven esos cipreses. Había un anciano; creo que pasaba por ser el encargado de las gabarras. Estuvimos hablando con él toda la noche y vimos salir el sol. Compartió con nosotros su jarra de cerveza Rosa Pétrea. Jamás había probado nada igual. Puede que jamás lo vuelva a hacer.
El marinero hizo una mueca de disgusto mientras paseaba la mirada por lo que quedaba del lugar. Había restos de madera desperdigados aquí y allá, que sobresalían por debajo de redondeadas y frondosas matas y entre los resquicios de las tupidas juncias. Un letrero, tan descolorido que las únicas palabras legibles eran «ostras coci...», estaba encajado en una blanquecina higuera trepadora.
El pantano de Onysablet había engullido la población, como había engullido todo lo demás hasta donde alcanzaba la vista. Partes de lo que había sido Nuevo Mar se habían convertido en marismas taponadas, que se extendían hacia el norte. El agua estaba tan llena de vegetación que parecía una planicie aceitunada, y en muchos lugares resultaba casi imposible saber dónde terminaba la tierra y empezaba el agua.
Varios días antes Silvara y Alba habían depositado a los viajeros en las orillas de Nueva Ciénaga, tras volar sobre la parte navegable de Nuevo Mar. Aunque el viaje había sido angustioso, el marinero deseó que los dragones los hubieran transportado más al interior; pero el Plateado y el Dorado no deseaban invadir el reino de Sable. Así pues, Silvara y Alba habían partido para conducir a Gilthanas y a Ulin a la Torre de Wayreth. Rig esperaba que los dos hechiceros pudieran unir su ingenio con el de Palin para descubrir el paradero de Dhamon.
—Estoy hambriento. —Jaspe se sentó junto al marinero y depositó con sumo cuidado una bolsa de piel entre sus piernas. La bolsa contenía el Puño de E'li, que él se había ofrecido a cuidar. El enano seguía resintiéndose del costado y respiraba con dificultad. Dio unas palmadas sobre su estómago y dedicó a Rig una débil sonrisa; luego apartó de un manotazo un insecto negro del tamaño de un pulgar que se estaba aproximando demasiado. Con un dedo gordezuelo señaló lo que podía distinguir del sol a través de resquicios entre los troncos de los árboles—. Se acerca la hora de cenar.
—No tardarás en llenar la panza —respondió Rig—. Feril ya no puede tardar en regresar. Y espero que esta vez traiga algo que no sea un lagarto rechoncho. Odio la carne de lagarto.
El enano lanzó una risita al tiempo que volvía a palmearse el estómago.
—Groller y
Furia
fueron con ella. A lo mejor el lobo espantará un jabalí. Groller adora el cerdo asado, y yo también.
—No deberíais ser tan exigentes, Rig Mer-Krel y maese Fireforge —les gritó Fiona—. Deberíais agradecer cualquier clase de carne fresca. —La Dama de Solamnia estaba atareada examinando los restos más intactos de la ciudad. Apartó las hojas de un enorme arbusto, levantó del suelo un respaldo de silla medio podrido y sacudió la cabeza; luego recogió una muñeca mohosa, contempló sus ojos inexpresivos, y la volvió a depositar con cuidado sobre el suelo.
El rostro y los brazos de Fiona resplandecían por causa del sudor. Los rojos rizos estaban pegados a la amplia frente, y el resto se lo sujetaba en lo alto de la cabeza con una peineta de marfil que le había prestado Usha. El día anterior se había sacado las corazas de brazos y piernas al igual que el casco, y lo arrastraba todo consigo dentro de un saco de tela, pues, aunque resultaban voluminosos y pesados, se negaba a desprenderse de ellos. Tampoco consentía en rendirse por completo al calor y quitarse el peto de plata con su emblema de la Orden de la Corona.
—Incluso el lagarto es más nutritivo que las raciones habituales —comentó—. Debemos conservar las fuerzas.
—En lo que a mí respecta, las raciones resultan algo más sabrosas —masculló Rig casi para sí—, aunque no demasiado. Lagarto. Puaff. —Mantuvo la mirada fija en la solámnica mientras ésta seguía revolviendo cosas, alejándose cada vez más de ellos—. A propósito, es sólo Rig, ¿recuerdas?
—Y Jaspe —añadió el enano—. Nadie me llama maese Fireforge. Ni siquiera creo que nadie llamara así a mi tío Flint.
Fiona les dedicó una mirada por encima del hombro, sonrió y reanudó su registro.
—Rebusca todo lo que quieras, pero no vas a encontrar nada que valga la pena —le indicó Rig—. Cuando el Dragón Negro se instaló aquí, casi toda la gente sensata cogió lo que pudo, sus hijos, las cosas de valor, los recuerdos, y se marchó.
—Me limito a mirar mientras esperamos la cena. He de hacer algo, no me puedo quedar sentada sin más.
—Te gusta, ¿verdad? —Jaspe guiñó un ojo a Rig, manteniendo la voz queda—. La has estado vigilando como un halcón desde Schallsea.
El marinero lanzó un gruñido por respuesta.
—Mmm, aquí hay algo —anunció Fiona—. Algo sólido bajo este barro.
—Tiene agallas. —El enano dio un codazo a su compañero—. Es bella para ser humana, educada, y valiente también, según Ulin. Dijo que no huyó cuando Escarcha los atacó en Ergoth del Sur, que se mantuvo firme y dispuesta a combatir, a pesar de que parecía que no tenían escapatoria. Sabe cómo manejar esa espada que acarrea y...
—Y pertenece a una orden de caballería —lo interrumpió Rig en un tono de voz tan bajo que el enano tuvo que hacer un gran esfuerzo por oír—. Dhamon era un caballero, mejor dicho, es un caballero de Takhisis. Estoy harto de caballeros. Toda esa cháchara suya sobre el honor. No es más que palabrería superficial.
—Apuesto a que no hay nada superficial en ella.
—¡Mirad esto! —Fiona tenía los brazos hundidos hasta los codos en el lodo y tiraba de un pequeño cofre de madera, que el suelo soltó finalmente de mala gana con un sonoro chasquido. La mujer sonrió satisfecha y lo levantó para que lo vieran. Una nube de mosquitos se formó de inmediato a su alrededor.