—¡Bueno, yo diría que estabas en lo cierto si pensabas que intentaba avisar a alguien! —continuó el kender. Extrajo una pequeña daga curva de una funda que llevaba en la cintura y la hincó en la pantorrilla de Dhamon—. ¡Tenemos compañía! —anunció.
El dolor de su pierna compitió con el ardor de las manos, pero el dragón obligó a Dhamon a no hacer caso de ninguno. Este tomó nota rápidamente de los ocupantes —ocho hombres armados— y luego giró en redondo hacia el kender.
—¡Lárgate de aquí! —maldijo apretando los dientes—. ¡El dragón me obligará a matarte!
—¡No veo ningún dragón! —chilló el otro—. ¡Sólo veo un asqueroso Caballero de Takhisis! —El kender, sin apartarse, volvió a atacarlo con el cuchillo.
Dhamon apretó el puño y lo descargó sobre la cabeza del kender con fuerza suficiente para dejarlo sin sentido, si es que no lo mataba. El hombrecillo se desplomó, y el dragón de su interior pareció satisfecho.
—¡Ese bastardo caballero negro ha matado al pequeño Guedejas! —exclamó uno de los hombres del interior, empuñando una lanza—. ¡Démosle su merecido!
Los ocho se abalanzaron al exterior. Cuatro iban armados con toscas lanzas, cuatro con espadas. De estos últimos, dos parecían diferentes. La mente de Dhamon registró su aspecto. Iban vestidos como los otros, pero era en sus ojos donde estaba la diferencia: curiosamente, no mostraban temor y estaban clavados en él.
Percibió cómo el dragón captaba sus pensamientos y sintió cómo lo obligaba a curvar los labios en algo parecido a una sonrisa.
—Te superamos en número, bastardo de Takhisis. ¡Ríndete! —vociferó el más alto de los hombres, a la vez que intentaba que los demás bajaran las armas.
«Caballeroso», pensó Dhamon desde la zona secreta del fondo de su mente.
¡No me obliguéis a matarlos!,
suplicó a los ausentes dioses.
¡Permitid que ellos me maten! ¡Permitid que suelte esta arma maldita!
—¿Rendirme a vosotros? —Se oyó decir. El dragón alzó la alabarda y, al mismo tiempo, Dhamon lanzó una patada y asestó un fuerte golpe a uno de los solámnicos. El hombre cayó, la lanza rodó por el suelo con un ruido metálico, y Dhamon dirigió el arma hacia otro de los hombres que empuñaban una lanza. La hoja hizo pedazos la lanza y arrojó al suelo otra que intentaban clavarle. Se dio cuenta de que Malys disfrutaba con aquella situación.
—¡Dioses! —chilló uno de los aldeanos—. ¡La hoja corta el metal como si fuera mantequilla!
—Igual que hará contigo —escupió el dragón con la voz de Dhamon.
Los reflejos adquiridos en incontables batallas hicieron que éste se agachara y esquivara una lanza que acababan de lanzarle. Giró a la derecha, evitando otra estocada.
¡Dejad que suelte esta alabarda!
Uno de los guerreros arremetió contra él, pasando por debajo de su arma, y atacó con su espadón. Dhamon hizo bajar la alabarda, que partió en dos el acero enemigo. El simpatizante solámnico dio un salto atrás. Los adversarios de Dhamon no podían competir con él —tanto él como el dragón lo sabían—, pues, no obstante su mayor número, no tenían ninguna esperanza de poder derrotarlo.
—¡Huid de mí! —chilló Dhamon, obteniendo algo de control sobre Malys—. ¡Huid antes de que os mate! —Contempló con cierta satisfacción cómo cuatro de los hombres daban media vuelta y corrían hacia la parte trasera del edificio. El resto hizo lo mismo cuando dio unos cuantos pasos amenazadores hacia ellos.
Con la poderosa visión que le concedía el dragón, observó cómo los hombres arrancaban unas cuantas tablas sueltas para abrir una abertura en la parte posterior. Luego empezaron a introducirse por ella. Un guerrero que todavía empuñaba su espada protegía la retirada. Dhamon estudió los ojos del hombre; eran desafiantes e indicaban que aquél estaba dispuesto a morir para mantener a los otros a salvo.
—¡Huye! —le gritó Dhamon. Desvió la mirada del solámnico a sus propios dedos; los nudillos estaban blancos y le ardían.
¡Permitid que suelte la alabarda!
Concentró todos sus esfuerzos en aquella idea:
soltar la...
El guerrero se agachó y avanzó, empuñando la espada y balanceándola ante Dhamon. Con un grácil movimiento, éste dejó caer la alabarda, que rebanó músculo y hueso y cortó el brazo del hombre que empuñaba el arma. El herido se sujetó el muñón, negándose a gritar, y cayó de rodillas. Dhamon retrocedió unos pasos para evitar el chorro de sangre.
En el exterior, detrás de él, escuchó murmullos, las voces de aldeanos curiosos que se apelotonaban. Distinguió la severa voz de la comandante Jalan.
—¡Sucio Caballero de la Oscuridad! —chilló el herido—. ¡Acaba conmigo!
—Ya lo has oído —indicó la comandante Jalan, de pie a su espalda—. Acaba con él.
Perspectivas sombrías
—¿Quieres matarlo, ¿verdad?
—Fiona, en ocasiones es en lo único que pienso —respondió Rig, encogiéndose de hombros—. Parte de mí lo considera responsable de la muerte de Shaon. El dragón que la mató... Bueno, el dragón y Dhamon habían formado equipo en una ocasión. Y Goldmoon. ¿Cómo no voy a querer buscar venganza?
—¿Qué es lo que quiere la otra parte de ti? —La joven Dama de Solamnia clavó la mirada en los oscuros ojos del marinero.
La pareja conversaba en voz queda mientras permanecía sentada en el tronco de sauce y montaba guardia sobre sus dormidos compañeros. El marinero había rechazado la oferta del enano para alternarse con él en la vigilancia, porque deseaba que Jaspe descansara todo lo posible. Y, tras el relato de Groller sobre Feril y la serpiente, Rig prefirió que la kalanesti no vigilara sola; temía que echara a andar y decidiera quedarse a vivir en el pantano. O que confundiera un caimán hambriento con uno amistoso debido a aquella sonrisa suya tan peculiar. Groller y el lobo se harían cargo de la vigilancia justo antes del amanecer, dentro de unas pocas horas. Aquello dejaba libre a Fiona, que había decidido hacer compañía al marinero.
—¿La otra parte? —Rig lanzó una risita ahogada—. La otra parte se limita a querer retorcerle el pescuezo a Dhamon... después de que nos explique por qué nos atacó y mató a Goldmoon. Quizá Palin tenga razón y la escama sea la responsable. Pero Palin también puede equivocarse. Los hechiceros no siempre tienen razón. ¿Sabes?, casi me caía bien Dhamon. A veces incluso lo admiraba. E imagino que...,
tal vez,
una pequeña parte de mí quiere que resulte inocente.
El Custodio se había puesto en contacto con ellos poco después del anochecer, apareciendo mágicamente como un espectro en el centro de su campamento para anunciar que habían localizado a Dhamon Fierolobo y su alabarda. El antiguo caballero iba de camino a unas ruinas de un poblado ogro llamado Brukt. Gilthanas y Silvara estaban ya en camino para alcanzarlo; pero, teniendo en cuenta el extenso territorio que tenían que atravesar, Rig y los otros podrían llegar allí antes que el Dragón Plateado sin que para ello se desviaran demasiado de su ruta original.
Más allá de Brukt se extendía el Yelmo de Blode, y el viejo poblado ogro se encontraba cerca de la quebrada de Pashin. Tras encargarse de Dhamon —de un modo u otro— podían atravesar las montañas hasta Khur, alquilar un barco en algún lugar de la costa, y zarpar en dirección a Dimernesti. El Custodio explicó que intentaba averiguar la posición exacta del reino submarino de los elfos.
—Espero que lo hayas localizado ya cuando lleguemos a Khur —le había contestado Rig—. No quiero que este viaje por el pantano resulte inútil.
—Nos espera un largo día, mañana —dijo Fiona—. Y el siguiente. Y el siguiente. —Se limpió el barro del peto—. Hemos de recorrer más terreno del que hemos recorrido, si queremos tener una posibilidad de atraparlo. ¿Crees que maese Fireforge podrá resistirlo?
—Jaspe es fuerte. Lo conseguirá. Pero tú... deberías pensar en dejar esa armadura aquí —aconsejó él. Señaló el saco de lona que guardaba el resto de su metálica vestimenta—. Es pesada, y arrastando todo eso durante dos horas más cada día sólo conseguirás agotarte con mayor rapidez. No podemos permitir que unos pedazos de metal nos retrasen.
—Hasta ahora me las he apañado. Unas cuantas horas más al día no importarán.
—Si tú lo dices.
—Además, la armadura es parte de lo que soy. La parte más importante.
Rig fue a decir algo más, pero un ruido sordo en dirección sur lo interrumpió. Se parecía al resoplido de un caballo de gran tamaño, y lo que fuera que lo había producido se acercaba. Se llevó un dedo a los labios, desenvainó la espada, e hizo una seña a Fiona para que no se moviera; luego desapareció entre el follaje sin darse cuenta de que ella lo había seguido.
La vegetación era tan espesa que apenas podían ver a más de un metro de distancia; aun así, el sonido se tornó más nítido con cada metro que avanzaban. El marinero se movía despacio, comprobando el suelo que tenía delante antes de apoyar un pie.
Se encontraban a unos cien metros de distancia del campamento cuando descubrieron un claro ante ellos. La única luna blanquecina de Krynn brillaba sobre un pequeño estanque cubierto de musgo, bordeado por media docena de seres grotescos.
—Dracs —susurró Rig a Fiona—. Dracs negros.
La joven solámnica los contempló con mirada de asombro. Había oído hablar de ellos en los relatos de Rig y Feril sobre su combate con los dracs con los que habían tropezado inopinadamente en la guarida de Khellendros meses atrás en los Eriales del Septentrión. Pero sus descripciones no habían hecho justicia a las criaturas. La luna de Krynn las mostraba en todo su monstruoso horror.
La mitad de aquellos seres tenían una figura vagamente humana con amplias alas parecidas a las de un murciélago, cuyas puntas rozaban la parte superior de los helechos lenguas de ciervo. El hocico, de aspecto equino, estaba cubierto de diminutas escamas negras, escamas que eran mayores en el resto del cuerpo y centelleaban siniestras a la luz de la luna. Los ojos eran de un amarillo opaco, al igual que los colmillos; las garras, largas, curvadas y afiladas. Una fina cresta de escamas se iniciaba en la parte posterior de la cabeza y finalizaba en la base de la delgada cola serpentina.
La luz era demasiado débil para comprobar si los otros tenían el mismo aspecto de estos tres. Los sonidos que emitían carecían de toda pauta que pudiera insinuar una especie de lenguaje; más bien recordaban los gruñidos de una piara de cerdos.
Cuando el resto quedó iluminado por la luz lunar, Rig y Fiona descubrieron que estos tres eran diferentes de sus compañeros. Uno poseía alas, pero eran cortas, festoneadas e irregulares, y se extendían desde los omóplatos de la criatura hasta encima de la cintura. La cabeza era más humana que equina, y largos cuernos crecían hacia arriba desde la base de la mandíbula. Los brazos eran cortos, terminados en garras deformes en el punto donde debieran haber estado los codos, y la cola era bífida y gruesa.
Los otros dos eran los de mayor tamaño, de dos metros y medio de altura por lo menos. La piel parecía correosa, sin rastro de escamas o alas, aunque había unas protuberancias deformes en los omóplatos. Eran de un negro mate, sin nada que brillara en el cuerpo, y la cabeza parecía demasiado grande para el cuerpo. El largo hocico lucía dientes curvos de longitudes muy desiguales que impedían que la boca se cerrara por completo. Un hilo de baba descendía del que poseía el hocico más largo y desaparecía entre los helechos con un chisporroteo. «Ácido», se dijo Rig. Los brazos eran más largos de lo que correspondía al cuerpo, y recordaban al marinero los babuinos que había visto en su juventud en la isla de las Brumas.
—Sssí, bebed —siseó el cabecilla de los dracs—. Bebed, pero deprisa. Tenemos un trabajo importante esta noche.
Los dos dracs con aspecto de primates se acercaron a la poco profunda agua, y los ojos de Rig se abrieron de par en par. Los brazos no terminaban en garras: eran como serpientes terminadas en cabezas con colmillos, que lamían ansiosas el agua estancada.
Los dedos del marinero se cerraron alrededor de la empuñadura de la espada. Sin duda los seres eran malignos, como el drac azul al que se había enfrentado. Sabía que su obligación era atacarlos y eliminarlos, para impedir que infligieran daño a otros. Lo sabía... pero aflojó la mano e hizo una seña a Fiona para que retrocediera.
Desde una distancia más segura, observaron cómo los tres dracs y las tres criaturas grotescas bebían hasta hartarse y luego se encaminaban al oeste.
—Podríamos haberlos sorprendido —le musitó ella cuando estuvo segura de que los seres estaban lo bastante lejos—. Son criaturas horrorosas.
—Tal vez podríamos haberlo hecho —respondió Rig con calma. «Quizá debiéramos haberlo hecho», se dijo mentalmente; luego siguió en voz alta:— Pero allí atrás hay otras tres personas en el claro, y soy responsable de ellas. Y tenemos otras prioridades: Dhamon, la alabarda, la corona de Dimernesti. No podía arriesgarme a poner en peligro nuestra misión. —Interiormente añadió: «Rig Mer-Krel, has cambiado. Y no estoy seguro de que sea para mejorar».
* * *
Era bien entrado el mediodía cuando los pelos del lomo de
Furia
se erizaron. El lobo pegó las orejas contra la cabeza, y sus labios se crisparon; arañó el suelo nerviosamente con una pata.
Groller fue el primero en observar el desasosiego de su compañero del reino animal. Hizo señas a Rig, e indicó al lobo. El semiogro ahuecó la mano y recogió aire, que luego se llevó a la nariz, e inhaló profundamente.
—El lobo huele algo —anunció Rig.
—También yo huelo algo —susurró Feril—. Algo no huele bien.
—Nunca creí que algo oliera bien en este lugar —añadió Jaspe.
Fiona sacó su espada y se colocó junto a Rig. Éste había estado conduciendo al pequeño grupo en la dirección en que, según el Custodio, encontrarían las ruinas del poblado ogro, pero éstas debían de estar aún a un día de distancia.
—Voy a explorar —informó Rig con voz queda—. Puedes acompañarme si dejas ese saco con la armadura.
La mujer lo dejó caer en el lugar más seco que encontró.
—Yo también iré —ofreció Feril.
—La próxima vez —respondió Rig con una mueca.
Groller miró al marinero y se llevó ambas manos a la boca; las puntas de los dedos tocaron y cubrieron los labios. Luego las dejó caer a los costados, como si desechara algo.
El marinero asintió. «No te preocupes —indicó sacudiendo la cabeza y haciendo girar las manos ante la frente—. No haré ningún ruido.» Sacó su alfanje, indicó con un gesto a Fiona que lo siguiera, y desapareció en un santiamén.