—Es suficiente —terció Palin—. Discutir no nos hará ningún bien. Ni tampoco la venganza. Pero también creo que es necesario encontrar a Dhamon.
El marinero sonrió satisfecho.
—Necesitamos encontrarlo —prosiguió el hechicero— porque nos hace falta su arma.
—¿Su
arma? -
-inquirió Rig con una mueca.
—Esa alabarda corta el metal como si fuera tela —replicó Palin—. Debe de ser alguna especie de reliquia, a lo mejor tan poderosa como la lanza de Huma. Más poderosa incluso —añadió en voz baja.
—¿Y cómo vamos a hacer las dos cosas a la vez: reunir objetos y encontrar a Dhamon? —quiso saber Ampolla.
—Necesitaré tu ayuda, Ampolla —indicó el hechicero a la kender—. Tú y yo formaremos un equipo y nos dirigiremos a la Torre de Wayreth. Mi esposa Usha me aguarda allí. Usaremos los recursos de la torre para localizar a Dhamon.
—Y, entretanto, nosotros iremos en busca de la Corona —añadió Feril muy excitada.
—Fantástico. ¿Cómo salimos de esta isla sin un barco? ¿Nadando? —El marinero introdujo el cetro en su cinturón y echó una mirada hacia el oeste, aunque estaba demasiado oscuro para distinguir la playa de Schallsea.
—En eso os podemos ayudar —ofreció Gilthanas, y señaló a los dragones—. Os llevaremos hasta los límites del reino de Onysablet. A partir de ese punto...
—Deja que lo adivine. Nos las tendremos que apañar solos —refunfuñó Rig.
Gilthanas asintió. El elfo no necesitaba explicar que los dragones preferirían no aventurarse en el reino de un señor supremo, al menos uno que les era desconocido.
En un extremo de la reunión Fiona Quinti sacó pecho. A pesar de que Groller se alzaba por encima de ella, la mujer seguía resultando alta y formidable, si bien algo ojerosa, ataviada con la plateada armadura de la orden solámnica. Sus manos cubiertas con guantes de malla dibujaban figuras en el aire, mientras hacía todo lo posible por explicar al semiogro lo que iba a acontecer.
El semiogro frunció el entrecejo pensativo; luego alzó la mirada hacia los dragones, asintió y tragó saliva con fuerza.
* * *
Era aquella hora nebulosa que antecede al amanecer, en que el cielo se aclaraba ligeramente y el mundo parecía más silencioso que nunca. Usha observaba por una ventana de la Torre de Wayreth. La mujer se ciñó mejor la túnica alrededor de la delgada figura, temblando de preocupación, no de frío.
Ampolla dormía. También Palin se había quedado dormido a poco de su llegada unas pocas horas antes, y ella esperaba que descansara lo suficiente para recuperar energías.
También ella estaba agotada, pero no podía dormir. Su mente estaba demasiado preocupada por el Puño de E'li del que Palin le había hablado. Usha había viajado al bosque qualinesti con Palin, Jaspe y Feril en busca del Puño; pero no los había acompañado en la parte más peligrosa de la misión. Cuando los capturó una banda de desconfiados elfos que luchaban por su libertad, Usha se había ofrecido a permanecer con los elfos como rehén, a modo de garantía de que su esposo y los otros estaban allí sólo por una razón —el cetro— y como demostración de que no eran espías de la señora suprema Verde.
Había sucedido algo durante su estancia con los elfos. Algo relacionado con la reliquia. Algo que se esforzaba desesperadamente por recordar. Algo que tal vez podría ser útil contra los dragones.
Una concentración de maldad
Tormenta sobre Krynn se tumbó frente a la entrada de su guarida y dejó que el sol de la tarde lo acariciara mientras contemplaba distraídamente su garra. La Dragonlance había dejado una profunda roncha roja sobre las gruesas escamas, y la herida le producía punzadas, aunque el bendito sol aliviaba en cierta medida el dolor. Habían transcurrido semanas desde la batalla librada para obtener las reliquias, tiempo suficiente para que la herida curara, si es que se curaba algún día. Se había visto obligado a transportar la odiosa lanza durante kilómetros y más kilómetros hasta llegar a los Eriales del Septentrión, y tal vez lo hubiera marcado para siempre.
Khellendros sabía que podía vivir con el dolor; era un pequeño precio que pagar en su búsqueda de una forma de resucitar el espíritu de Kitiara, y un continuo recordatorio de su fácil triunfo sobre el gran Palin Majere. Sonrió para sí. Resultaría agradable contar a Kitiara su victoria, aunque habría resultado más agradable si ella hubiera estado allí para compartirla con él.
—Ya no falta mucho. Volveremos a ser compañeros —gruñó por lo bajo—. Y no dejaré que mueras una segunda vez.
Las cuatro reliquias estaban ocultas en su cueva subterránea, junto con numerosos tesoros mágicos de menor calibre. Había excavado esta cueva recientemente mientras volvía a esculpir su estropeada guarida. Las paredes de la sección situada en la zona más profunda estaban llenas de marcas dejadas por los violentos estallidos de las docenas de dracs moribundos que quedaron atrapados allí cuando Majere y sus compañeros hicieron desplomarse la guarida. Durante la reparación, el dragón había añadido nuevas salas, para dar cabida a los nuevos dracs que estaba creando, y, lo que era más importante, a Kitiara.
Su antigua compañera aprobaría ese refugio, decidió, al tiempo que hundía la garra herida en la arena y fijaba la mirada en la interminable superficie blanca, interrumpida sólo por los pocos cactos que había permitido que crecieran allí. «Ella lo aprobará —se dijo—, y juntos haremos...»
Una sombra se proyectó sobre la arena, tapando momentáneamente el sol. Khellendros dejó de pensar en Kitiara y alzó los ojos para saludar la llegada de Ciclón, su lugarteniente. El dragón más pequeño se deslizó hasta aterrizar a unos doce metros de su señor supremo, olfateó el aire para localizar la posición exacta de Tormenta, y luego avanzó despacio.
—Deseabas mi ayuda —siseó Ciclón. El macho Azul de menor tamaño bajó la testa hasta el suelo en señal de respeto.
Khellendros clavó la mirada en los ojos de su lugarteniente, ciegos a causa de un combate con Dhamon Fierolobo, y aguardó varios segundos antes de responder.
—Sígueme, Ciclón. Hablaremos dentro.
Las sombras del cubil del señor supremo engulleron a los inmensos dragones. La enorme sala, apenas lo bastante amplia para dar cabida a ambos, quedaba ligeramente iluminada por la luz que llegaba desde la superficie a través del túnel.
—¡Fisura! —La voz del Azul retumbó en la cueva e hizo que las paredes vibraran. A través de las grietas del techo se filtró una lluvia de arena que espolvoreó los cuatro objetos dispuestos en el centro de la estancia y cubrió al huldre, que estaba contemplando con fijeza los antiguos objetos mágicos. El duende retrocedió unos pasos.
»
Estos tesoros no son para que tú andes jugando con ellos —rugió el enorme dragón.
—Ni siquiera los toqué, Amo del Portal —respondió el huldre. Su figura relució, y la arena desapareció de sus facciones—. Pero sí los estuve mirando con mucha atención. Deberíamos usarlos, Khellendros. Ahora. No deberíamos esperar y arriesgarnos a que Malys pueda descubrir tus fabulosos trofeos y decida apoderarse de ellos. Ciclón ya está aquí, y puede cuidar de tu reino en tanto que tú y yo estamos en El Gríseo. Deberíamos sacarlos fuera a la arena esta misma noche. Juntos podemos...
Un rugido de Khellendros acalló a la criatura.
—Todavía quedan algunas cosas de las que ocuparse, duende, antes de que osemos abrir el Portal.
—Mmm, sí. Elegir un drac para Kitiara. —El diminuto hombrecillo gris se rascó la tersa cabeza—. Ciclón puede ocuparse de ellos, mientras nosotros visitamos El Gríseo. Le enseñaste cómo entrenar dracs. Él puede elegir uno. Hay más de una docena entre los que escoger.
—Me aseguraré de que un drac perfecto esté listo antes de que partamos hacia El Gríseo. Y seré yo quien seleccione el recipiente.
—Estupendo. ¿Y cuánto tardarás en realizar esta elección? —se atrevió a insistir el huldre.
—Ciclón entrenará a los pocos dracs de abajo. También tiene que encontrar más hembras humanas para crear más dracs. Cuando llegue el momento, yo elegiré al más apropiado de entre todos ellos.
El Azul de menor tamaño se aproximó con cautela al duende y dilató los ollares vibrando para percibir el olor de Fisura. Ladeó la testa y volvió a olfatear, a la vez que escuchaba con oídos que poco a poco eran un sustituto más agudo de la visión perdida. De las profundidades de la cueva surgió un repiqueteo, al principio no más fuerte que los latidos del corazón del huldre, un claro castañeteo contra el suelo de piedra; pero en cuestión de segundos el sonido aumentó lo suficiente para interrumpir a Khellendros y al huldre.
Dos grandes escorpiones, negros como la noche, salieron correteando de entre las sombras. Sus inmóviles ojos amarillos relucían malévolos, y sus pinzas se abrían y cerraban entre chasquidos.
—¿Dessseasss alguna cosssa? —dijeron al unísono; las extrañas voces siseaban como la arena en movimiento. Desde las patas en forma de pinza hasta las puntas de las curvas colas venenosas, resultaban algo más altos que un hombre; sus recios cuerpos segmentados eran largos y gruesos, y brillaban como la piedra húmeda bajo la exigua luz.
—Vigilaréis mi guarida mientras estoy fuera —ordenó Khellendros a la pareja—. Y os aseguraréis de que ninguno de los dracs toque estas cosas. —Señaló en dirección a la lanza, los medallones y las llaves de cristal—. ¿Comprendido?
—Ssssí, Amo —respondieron y pasaron corriendo junto a los dragones, en dirección a su puesto en la entrada de la cueva.
—¿Fuera? —inquirió Fisura—. ¿Vas a alguna parte? ¿Adonde?
—A donde yo vaya no es cosa tuya, duende —replicó Khellendros entrecerrando los ojos; luego se volvió hacia Ciclón—. Malys desea mi presencia, y no pienso darle motivos para que sospeche lo que planeo negándome a acudir. Estaré fuera durante algún tiempo. Cuánto, no estoy seguro. Pero durante ese tiempo...
—Adiestraré a tus dracs —terminó el dragón más pequeño.
Khellendros giró en redondo y enfiló el túnel que ascendía hasta el desierto. Ciclón lo siguió a prudente distancia.
—Hay poblados bárbaros por el este —le informó el señor supremo cuando estuvieron de vuelta sobre la arena—. Los ataqué y capturé a sus guerreros más valerosos. Fue a partir de ellos como creé a los dracs de mi guarida. Ten cuidado, porque los guerreros que aún quedan en los poblados podrían venir en busca de los suyos.
—Será un placer eliminar a todo aquel que venga sin ser invitado. No serán ninguna amenaza.
—Procura no subestimarlos —le indicó Tormenta—. Malystryx, que es quien me ha llamado, no teme a los humanos. Ni tampoco les temen, al parecer, los otros señores supremos. Pero yo los conozco mejor.
—Igual que yo —el Azul de menor tamaño cerró sus ciegos ojos—. Uno me hizo esto. Uno al que en una ocasión llamé mi amigo y compañero. Nunca subestimaré a los humanos.
»
El duende —añadió Ciclón, olfateando el aire y volviéndose hacia el este—. Mientras adiestro a los dracs, ¿se le puede confiar tu tesoro, las reliquias?
—No —respondió Tormenta—. Tampoco lo subestimo a él. Puede resultar más formidable que un humano, pero en este caso no es una amenaza porque he tomado medidas para proteger las reliquias.
El señor supremo Azul se elevó por los aires, y las alas levantaron una lluvia de arena que cayó sobre Ciclón y salpicó a los inmóviles escorpiones que montaban guardia ante la cueva.
En el interior, Fisura se acercó arrastrando los pies hasta las reliquias.
—Khellendros, Tormenta sobre Krynn. Khellendros, el Amo del Portal. Khellendros, el Indeciso, debería llamarse a sí mismo. Se empeña en esperar para abrir el Portal a El Gríseo. Esperar..., esperar..., esperar —farfulló el huldre—. El tiempo para un dragón es... Bueno, el poderoso Khellendros descubrirá el precio de haber esperado. He estado ausente de El Gríseo durante demasiados años; y no deseo esperar más. Creía que necesitaría su ayuda para abrir el Portal, estaba seguro de que era así. Pero la lanza de Huma... Hay tanto poder en su interior. Puede que no necesite la ayuda del Indeciso al fin y al cabo.
Sostuvo las pequeñas manos a unos treinta centímetros por encima de los medallones y percibió la magia que latía en ellos. Era una sensación agradable.
—No; es posible que ya no necesite a Khellendros, ahora que tengo estos objetos a mi alcance. —Pasó los dedos sobre las llaves, sintió la fría suavidad del cristal, el hormigueo del hechizo. Sus dedos se detuvieron a pocos centímetros por encima de la llave más pequeña, una que había sido diseñada para abrir cualquier cerradura, y cerró los ojos para dejarse acariciar por la arcana aura.
»
No; desde luego no pienso esperar más. Debo intentar volver a casa. Destruiré estos objetos yo mismo y abriré el Portal a El Gríseo con la energía liberada. Si no puedo hacerlo yo mismo, a lo mejor puedo embaucar a Gellidus el Blanco o al gran Dragón Verde para que me ayuden. Tormenta sobre Krynn se enfurecerá, pero no podrá seguirme; ya no tiene más reliquias que destruir, nada para facultar sus planes. Estaré a salvo, a salvo en casa. Y él se habrá quedado en la estacada. Sin poder hacer nada y muy lejos de su pobre y perdida Kitiara que flota en El Gríseo.
El hombrecillo gris lanzó una risita y extendió los dedos en dirección a la lanza de Huma. Sintió las intensas vibraciones de energía que el arma lanzaba al aire.
—Vi cómo la lanza quemaba a Khellendros —musitó—, pero a mí no me quemará; no soy tan malvado como el señor supremo. No, no soy malvado. En absoluto. Sólo quiero regresar a casa. Es una lástima que el humano que en una ocasión empuñó esta magnífica arma no pudiera percibir este poder. —Acercó las manos con cautela a la empuñadura de la lanza—. Una lástima. Una... ¡aaah! —El chorro de poder lo escaldó como si hubiera introducido las manos en aceite hirviendo. Oleadas de energía se estrellaron contra su diminuto cuerpo y, tras sacudirlo violentamente, lo arrojaron dando tumbos contra el suelo de la caverna.
Totalmente aturdido, el oscuro huldre se estremeció sin poderlo evitar y contempló su carne abrasada.
—Khellendros... hechizó los objetos..., los protegió. No confiaba en mí. —Hizo un esfuerzo por tomar aliento; luego misericordiosamente se desmayó.
En el cielo, Khellendros giró al sudeste, en dirección al reino de Malystryx. Los primeros rayos del agonizante sol pintaban su desierto de un pálido tono rojo.