Hay, sin embargo, algo que puedo decirte. Estás aquí, en el mundo que te ha tocado. Sería estupendo que hubiera revoluciones por hacer y sueños por alcanzar, cosas que te pusieran caliente y con ganas de echarte a la calle. Pero sabes, o lo intuyes, que todas las revoluciones se hicieron, y una vez hechas se las apropiaron los de siempre. Que los buenos se quedan afuera, bajo la lluvia, y que esta película la ganan siempre los malos. Sé todo eso porque lo he visto, tío. Lo he visto en todas las lenguas y colores. Lo he visto allí y lo veo aquí. Y sé que las grandes aventuras colectivas, la solidaridad, los mecheritos, yupi, yupi, todo eso se fue a tomar por saco hace mucho tiempo.
Pero quedan cosas, te doy mi palabra. Cuando ya no son posibles los héroes solidarios, llega la vez de los héroes solitarios. A lo mejor, ahora que han muerto los dioses y los héroes con mayúscula, la salvación está en el heroísmo con minúscula. En el peón de ajedrez olvidado en un rincón del tablero que mira alrededor y ve al rey corrupto, a la reina hecha una zorra, al caballo de cartón y a la torre inmóvil, haciendo dinero. Pero el peón está allí de pie, en su frágil casilla. Y esa casilla se convierte de pronto en una razón para luchar, en una trinchera para resistir y abrigarse del frío que hace afuera. Esta es mi casilla, aquí estoy, aquí lucho. Aquí muero. Las armas dependen de cada uno. Amigos fieles, una mujer a la que amas, un sueño personal, y una causa, un libro. Cómo reconforta, colega, mirar a un lado y ver en otra casilla a otro peón tan solo y asqueado como tú, pero que se mantiene erguido y, tal vez, tiene un libro en las manos. Hay aventuras maravillosas, vidas riquísimas, sueños increíbles que empezaron de la forma más tonta, con sólo pasar la primera página de un libro.
Ya sé que no es gran cosa, colega. No soluciona nada, y lo único que te permite es comprender. Pero eso no está nada mal. Me refiero a comprender que nacemos, vivimos y morimos en un mundo absurdo, que a lo más que podemos aspirar es a asumirlo mirándolo de frente, con el orgullo de quien se sabe peleando solo, hasta el final, solidario con aquellos otros peones que, como tú, libran su pequeña y pobre batalla en casillas olvidadas. Y al final descubres que no es tan grave. Los hombres vagan perdidos hace miles de años, y siempre fue la misma historia. Lo único que los diferencia es cómo viven y cómo mueren.
El Semanal, 10 Octubre 1999
Llevo mucho tiempo acostándome temprano; pero esta noche vuelvo tarde a mi hotel de Buenos Aires. Mi editor argentino, Fernando Estévez, de quien me hice amigo hace años, en Montevideo, el día que fuimos al lugar exacto donde se hundió el Graf Spee, me ha tenido hasta las tantas de sobremesa en un restaurante; y el asado de tira y el vino tinto me salen por las orejas. Así que decido dar un paseo por esta ciudad que, a veces, según se la mire, aún se parece a la de siempre: la que descubrí en Blasco Ibáñez y después en los libros de Borges y Bioy Casares; la que conocí hace veintidós años cuando vine por primera vez camino de Tierra de Fuego, del cabo de Hornos, de las ballenas azules y de la Antártida, y que luego viví larga e intensamente durante la guerra de las Malvinas. Emilio Attili, el pianista melancólico, ya no toca en el bar del Sheraton, y el Bahía Buen Suceso, según me cuentan, lo hundieron los Harrier británicos en el canal de San Carlos. Por fortuna ya no hay siniestros Ford Falcon con faros apagados junto a las aceras, oliendo a Escuela de Mecánica de la Armada y a picana; pero siguen abiertos buenos bares en las esquinas adecuadas, la calle Corrientes no ha cambiado de nombre, y la pizzería Palermo y la librería anticuaria de Víctor Eizenman siguen en su sitio.
Al cruzar el vestíbulo del hotel me sorprende la música de un tango. Así que voy hasta la rotonda y allí, frente al bar, un pianista y un acompañante tocan "Sus ojos se cerraron", mientras una pareja de bailarines profesionales baila con esa perfección sublime que sólo dos argentinos son capaces de lograr. Él es joven, apuesto, de perfil latino, y viste de guapo porteño, con chaqueta estrecha, pañuelo blanco al cuello y sombrero ladeado. Sonríe todo el tiempo, mostrando una dentadura perfecta, resplandeciente, a lo canalla. Ella, delgada, más interesante que atractiva, con la falda del vestido abierta hasta el arranque del muslo, evoluciona precisa, impecable, alrededor de esa sonrisa.
Me siento a mirarlos y pido una ginebra con tónica. En las otras mesas hay gente: un par de turistas gringos, tipo Arkansas, que muestran su felicidad por presenciar, al fin, un genuino espectáculo flamenco; también algunos clientes del hotel y algunas parejas, matrimonios de cierta edad que parecen argentinos. Uno de esos matrimonios está sentado cerca de mí. Él, sesentón, tiene el pelo gris, va enchaquetado y encorbatado con mucha corrección; y ella lleva un vestido negro, discreto, que le sienta muy bien a sus cincuenta y tantos años muy largos. En ese momento termina la melodía y empieza otra nueva: "Por una cabeza". Y la pareja de bailarines se desenlaza; y ella por un lado y él por otro, se acercan a mis vecinos y los sacan a la pista. El hombre se mueve con elegancia, grave y serio, en brazos de la bailarina. Se nota que en sus tiempos tuvo, y retuvo. Pero lo que me llama la atención es la mujer: El bailarín se ha quitado el sombrero chulesco y mantiene la sonrisa blanca bajo el pelo negro, reluciente y engominado, mientras evoluciona con ella por la pista, al compás del tango, con una sincronía maravillosa. Es la primera vez que bailan juntos en su vida, por supuesto. Y resulta asombroso el modo en que la señora del vestido negro se adapta a la música y al movimiento de su acompañante; se pega a él y oscila de un lado a otro, manteniendo siempre una dignidad, un señorío admirable. Consciente de eso, el bailarín se ciñe a ella, respetando su manera de estar. Es alta, todavía hermosa de aspecto, y se nota que fue muy guapa y que aún lo sabe ser. Pero su atractivo proviene del modo de bailar, de la gracia madura e insinuante con que se mueve por la pista; con que evoluciona al compás de la música, lenta y majestuosa, segura de sí. Desafiante sin estridencias, ni necesidad de pregonarlo a los cuatro vientos. He aquí, dice toda ella, una señora y una hembra.
Al fin cesa la música, y el público aplaude. Y mientras el caballero se despide muy correcto de la bailarina y enciende un cigarrillo, el bailarín, con su pelo engominado y la sonrisa canalla, acompaña a la señora hasta su silla e, inclinándose, le besa la mano. Y ella sonríe calladamente, sin mirarnos a ninguno de los que tenemos los ojos fijos en ella, y que en ese instante daríamos el alma por ser capaces de bailar un tango con sus cincuenta y tantos años largos de clase y de silencio. Un silencio viejo y sabio, de mujer eterna. Uno de esos silencios que poseen la clave de todo cuanto el hombre ignora.
El Semanal, 17 Octubre 1999
No, no digan nada. Ya sé que los meapilas del qué dirán y el no vayan a creer ustedes, o sea, toda esa panda de soplagaitas de la puntita nada más, aconseja escribir africanos de color, magrebíes, colectivo de raza romaní, y trabajadores inmigrantes, para no herir la sensibilidad de los capullos políticamente correctos. Pero resulta que no me sale de los higadillos; así que lo escribo como me da la gana. Y pongo negros, moros, gitanos y esclavos, porque hoy he recibido noticias de un amigo que me cuenta cosas. Y vengo a la tecla algo caliente.
Mi amigo vive allí donde la tierra seca que Dios maldijo -y ojalá haya Dios, para pedirle responsabilidades- anda en los últimos años cubierta de plásticos con tomateras, y frutas tempranas o como se llamen, y cosas así. Una tierra de cuarenta grados bajo un sol asesino, donde nadie que esté en su sano juicio se atreve a arrimar el hombro; de modo que los patronos tienen que buscar mano de obra entre los parias de la vida, porque el resto dice que para ellos verdes las han segado, y que vaya a la tomatera la madre que te alumbré. Pero desde el otro lado del Estrecho, o sea, desde el culo del mundo, miles de desgraciados miran hacia arriba y ven la tele y dicen, anda tú, allí atan los rottweiler con longaniza, y quiero tener un coche blanco, y una casa blanca, y un sueño blanco. Más que nada para comer caliente. Incluso para comer, aunque sea frío. Y los que no se ahogan por el camino les llegan a los mentados patronos como agua de mayo; así que los amontonan en barracones y les exprimen el tuétano. Bueno, bonito y, sobre todo, barato. Mano de obra extranjera, se llama el eufemismo. Y entonces a todos los que se benefician del asunto se les llena la boca con la solidaridad, y lo buenos chicos que son, y lo mucho que se les estima y se les quiere. Pero en cuando protestan, piden justicia, o sacan los pies del tiesto poniéndose en huelga para sacar dos duros más, entonces les sacuden hasta en el cielo de la boca. Se fumiga a los indóciles y se renuevan las existencias.
Mi amigo tiene una teoría, que comparto. No es un problema de racismo, sino de esclavitud. A casi nadie le importa que sean moros o negros, porque eso está asumido gracias —algo bueno habían de tener— a los telefilmes norteamericanos. La cuestión, como siempre, se basa en esa unidad monetaria todavía llamada peseta. Un español con DNI gana setecientas a la hora recolectando lechugas. Una mujer con el mismo DNI gana veinte duros menos. En cuanto a los gitanos, ellos sí son considerados una raza inferior; pero están censados y votan, y además les va el acople y se reproducen como conejos pariendo futuros votantes; así que el alcalde del pueblo los compensa regalándoles el agua y la luz, y en vísperas de las elecciones municipales les construye unas viviendas a unos, los decentes, y les hace la vista gorda a los otros, los que trapichean con polvillos blancos o marrones en determinadas chabolas y no quieren mudarse ni a La Moraleja. Así que esa gitana marchosa que se levanta a las siete de la mañana con su flor en el pelo para recoger tomates, que por la tarde va al almacén a arreglarlos, y que por la noche toca palmas y canta, y en el Seat 1430 le echa un alegre casquete a su gitano -que a menudo no curra, porque es un faraón y para algo está ella-, cobra quinientas pesetas.
Debajo de la pirámide están los ucranianos, y los sudacas. Y los moros. A veces ser rubio o hablar español significa veinte o cuarenta duros más que las doscientas pesetas que cobra el moro por echar una hora en la tomatera; que hasta en la miseria hay clases. Al moro, que es la chusma de esa galera, lo alojan usureros que cobran un huevo de la cara por barracones infectos, y lo dejan pudrirse en los descampados; y después, cuando ya están viejos y no rinden, o cuando protestan, siempre hay alguien que manda a su sobrino y unos amiguetes a romperles la crisma, o de pronto se acuerda de que son ilegales y convence a los picoletos de que los quiten de en medio. Y luego, cuando van a la panadería o al supermercado, se niegan a dejarlos entrar porque ofenden la sensibilidad de la señora del Range Rover o porque, dicen, son peligrosos y a veces venden hachís. Y a ver cómo puñeta no van a ser peligrosos, mis primos. Denles media hora y unos cócteles molotov, y podrán comprobar lo peligrosos que pueden llegar a ser ellos, cualquiera, usted, yo mismo, cuando te explotan miserablemente y te mantienen sujeto a la esclavitud y el desprecio.
El Semanal, 24 Octubre 1999
Qué cosas. Te pasas la vida evitando cuidadosamente volar en Iberia, por aquello de no caer en la emboscada. Antes de viajar bajo el dudoso amparo de esa compañía de pabellón nacional, te aseguras de que no hay autovías para ir en automóvil, ni trenes que solventen la papeleta, ni tampoco vuelos de otras compañías, la Thai, o la Air Camerun, o la que sea. Cualquier cosa, le ruegas a la encargada de la agencia de viajes. Búsqueme cualquier cosa menos Iberia. Se lo ruego por su madre. Y así te vas escapando, más o menos, mientras la tarjeta Iberia Plus, que te sacaste un día de locura temporal transitoria, cría óxido en la banda magnética. Pero al final te pillan. Tarde o temprano te sale un viaje inevitable, y zaca. Palmas.
Iberia no es una compañía, es una vergüenza. El otro día, de nuevo, caí en sus manos y todavía me tiemblan las carnes. Volaba —mis editores me cuidan, y yo tampoco soy gilipollas— en clase preferente, que como ustedes saben es más cara que la turista, y a cambio ofrece algunas mejoras en el servicio, más espacio en los asientos, etc. Pero eso era antes. Ahora, en vuelos nacionales viaja más gente en esa clase que en turista. Para empezar había más pasajeros que plazas asignadas, y la cabina era un esparrame de equipajes que no cabían, de gente que protestaba, de azafatas desbordadas, ante la pasiva guasa de un piloto, o comandante, o general de brigada, o como se llamen esos fulanos de las gafas de sol y el Rolex y la gomina y los trescientos kilos al mes y la huelga de celo de Semana Santa y de Navidad, que estaba apoyado en la puerta y pasando por completo del asunto. Yo llevaba una bolsa de mano de dimensiones reglamentarias para cabina y una maleta facturada; pero como faltaba sitio, una azafata me pidió que también metiera la bolsa en la bodega. Lejos de irse a hacer puñetas como sugerí cortésmente, optó por dejarme en paz, obligando a una anciana osteoporósica a incrustarse entre dos pasajeros. Clac, hacía la pobre señora. Y cuando después corrió la cortina separándonos de la clase turista, yo pensé: ahí va. Si esto es lo que nos hacen a los de preferente, no quiero ni pensar lo que van a hacerles a ésos de atrás. Cómo será la cosa que hasta corren la cortina para que no haya testigos.
Total. Que cierran las puertas para que no se escape nadie, y mientras una azafata pretende sobornarnos con una copa de champaña catalán, otra se pone a hacer publicidad por la megafonía. Publicidad por todo el morro. Nada de el chaleco se pone así y la puerta está allí y el comandante Ortiz de la Minglanilla-Salcedo les da la bienvenida, sino publicidad pura y dura. Algo así como Iberia les recomienda la tarjeta Bobo Word o algo por el estilo, que es una tarjeta cojonuda y con ella los vamos a tratar como se merecen. A todo esto, emparedado entre dos pasajeros en asientos idénticos a los de clase turista; intento abrir el periódico, y como no hay sitio le vuelco a uno de mis vecinos el champaña catalán en los pantalones. El hombre se hace cargo de la situación y se abstiene de pegarme una hostia. Secamos la cosa como podemos -la azafata sigue hablándonos de la Bobo Word y de su puta madre-, y acto seguido, ya sobre las nubes, el piloto nos suministra el apasionante dato de que estamos volando sobre la vertical de Palencia -imagínense: todos luchamos a brazo partido en las ventanillas para asomarnos y ver Palencia- y luego nos pregunta si tenemos ya la tarjeta Bobo Word. A mí las apreturas de ir comprimido en el asiento me han dado un calambre en la pierna derecha, así que me pongo a golpear el pie en el suelo para que se me pase, pensando que más que la Bobo Word lo que debía ofrecer Iberia es la tarjeta de Sanitas. Mi vecino de los pantalones manchados, que es guiri, debe de estar pensando que lo del zapateado es una forma de protesta típica, porque me acompaña con palmas y mucho arte.