Después se alejó entre la gente, con su bolso lleno de libros apretado contra el pecho, y yo me quedé con mi ejemplar dedicado entre las manos. Al lado, el gringo de la cerveza seguía mirando la calle con la mirada inteligente de un buey paciendo en Arkansas. Intenté tirarle otra vez con el codo la cerveza, disimuladamente, pero fallé por segunda vez, y me miró un poco mosqueado. Se le veía incómodo entre tanta cosa vieja. Sin duda echaba de menos un televisor y una hamburguesa.
El Semanal, 16 Mayo 1999
Leo me ha dado un disgusto. Leo es tranquilo, de modales impecables. Las clientas maduras y las que no lo son tanto suelen mirarlo de reojo, y le sonríen al dejar propina. Leo vino la otra noche a traerme una Bols con hielo y un poco de tónica, y luego se demoró un poco junto a mí, bajo la cúpula del bar de mi hotel de Buenos Aires. Siempre charlamos un poco: le regalo libros y él se niega a cobrarme el último café. Tal vez la próxima vez que usted venga yo no siga aquí, dijo. Después se encogió de hombros. Quizá intente otra cosa, añadió. Otro trabajo. No quiero ser camarero toda la vida. Respondí que nada tiene de malo ser camarero cuando eres un buen camarero. Sonrió. A mi edad todavía puedo intentar algo mejor y equivocarme, dijo. Nunca le había preguntado su edad, y esta vez lo hice. Veinticuatro años. Le deseé buena suerte, tripliqué la propina habitual y le di la mano. El bar no será el mismo, dije.
Bares y camareros. Resulta curioso, pensaba al despedirme de Leo, hasta qué punto uno asocia los unos con los otros, al extremo de que nada es lo mismo cuando faltan. En la vida nómada que llevé durante años, cuando los bares se convertían en refugio, oficina y vivienda, eran los camareros quienes terminaban decidiéndome a adoptar éste o aquel. O quizás eran ellos, los camareros, quienes decidían adoptarme a mí. No conocí nunca a un camarero profesional que no estableciera sutiles lazos y barreras con unos clientes y otros, o que no practicase un silencioso juego crítico con la fauna variopinta que desfila al otro lado de la barra; sacando conclusiones que sólo se confían, a veces, a unos pocos iniciados tras larga y rigurosa selección. A veces, con una simple palabra dicha en voz baja, con la imperturbabilidad de un croupier flemático.
De cualquier modo, ni los lugares ni los recuerdos serian los mismos sin ellos. Sin Mustafá, el bar del Holiday Inn de Sarajevo sólo habría sido un bar más de una ciudad en guerra más; y dudo encontrar nunca a otro capaz de quitarle el polvo a una botella, después de que una bomba estalle encima del hotel llenándolo todo de tierra y escombros, para servir una copa con la misma elegancia y sangre fría que él. Sin Silvia, mi bar favorito de contrabandistas de Gibraltar sería más aburrido que un chiste de leperos contado por Abel Matutes. Sin Pepe Bárcena, el camarero poeta contagiado del virus de la literatura, el Café Gijón seria infinitamente menos literario de lo que todavía es. Sin Claudio, el tiro que pegó Pancho Villa en el techo de la cantina de la Ópera el día que entró a caballo y borracho, pasaría inadvertido para quien entra a beber un tequila en el corazón de Méjico D.F. Incluso bares o cafés que ya no existen, como el Fuyma de Callao o el Mastia de Cartagena, quedaron en mi memoria vinculados a camareros como Antonio, alto, bigotudo, solemne con su chaqueta blanca y su pajarita, que convertía el acto de servir un café en algo trascendente por lo que valía la pena pagar, y disfrutarlo. En Beirut, en Luanda, en Sevilla, siempre deseé tenerlos de mi parte. Quería leer en sus ojos su aprobación, y escuchar sus confidencias. Intuía que tras su calma profesional, tras su mirada atenta a los deseos y caprichos de los clientes, latía a veces una especial lucidez; un conocimiento profundo de los hombres y de la vida. Recuerdo al teniente Castillo —no era su nombre auténtico, por supuesto, sino un apodo que yo le puse—, camarero de cierto club náutico mediterráneo, que albergaba un profundo rencor social hacia sus clientes: un odio republicano, profundo, brutal, absolutamente revolucionario, que sólo dejaba traslucir en nuestras conversaciones en voz baja, acodados en la barra. Para el teniente Castillo, el lugar natural donde había que conducir a todos aquellos propietarios de yates y a todas aquellas damas del pijerío local, era el paredón del cementerio, al amanecer, ante los faros de un camión y con un piquete de buenos máuser apuntando. Luego lo veía servir un coñac, una cocacola, y mirar a sus clientes en silencio, con ojos de venganza; como si estuviera contando para sus adentros el tiempo que le quedaba a cada uno. Disfruta, mala zorra —debía de pensar— que te quedan tres días. Un día desapareció, y supongo que lo echaron, porque la verdad es que al final se le notaba mucho. Lo imagino en alguna parte, con su pitillo humeante en la boca, afilando un machete en una piedra mientras cuenta impaciente los días del calendario. Espero que, llegado el momento, todavía me reconozca.
El Semanal, 23 Mayo 1999
Pues eso. Que estaba el arriba firmante sentado el otro día en una terraza de la plaza de San Francisco de Cádiz, mirando la vida. Y en la mesa contigua había un matrimonio joven con dos zagales, dos enanos rubios de entre siete y nueve años, y el mapa desplegado, y la cámara de fotos. Y yo, que tenía más hambre que un caracol en la vela de un barco, desayunaba un mollete untado de aceite; y entre mordisco y mordisco al pan caliente miraba la plaza, y las palomas revoloteando frente a la puerta de la iglesia. También miraba a los dos niños, a quienes sus papis acababan de comprar dos tirachinas de esos que antes los críos fabricábamos en plan artesanal, con un trozo de madera en V, tiras de neumáticos, un retal de cuero y un palmo de alambre, y que ahora se venden en las tiendas y en las jugueterías, y valen una pasta. Que por cierto tiene tela, tanta capullez sobre los juguetes bélicos y las armas y las navajas de Albacete, y resulta que cualquier parvulito puede comprar un tirachinas de precisión para saltarle un ojo al vecino, o un huelguista de la Bazán ponerle un tornillo dentro y perforarle la visera del casco a un antidisturbios. Que no tengo yo nada contra el hecho en sí, y cada cual perfora lo que cree conveniente; pero extraña que por un lado el personal se lleve las manos a la cabeza, y por el otro ponga las cosas tan a huevo.
En fin. El caso es que allí, imagínense, están los dos niños con sus tirachinas recién comprados, y yo sigo con mi desayuno mirando cómo se pasean las palomas, y cómo un palomo muy seguro de sí y muy flamenco hincha el buche sacando pecho y se contonea entre las marujillas plumíferas, que hacen corros y lo miran de reojo, bucheando, o zureando, lo que sea que hacen las palomas en voz baja cuando el cuerpo les pide marcha. Y estoy en ésas, pendiente de a cuál se liga el Travolta del palomo, cuando de pronto se me atraganta medio mollete porque oigo al niño rubio mayor decirle a su hermano rubio menor: “Vamos a espantar palomas”. Miro al padre, suponiendo que ha oído lo mismo que yo, y compruebo que el padre sigue leyendo con mucha calma el periódico. Miro a la madre, rubia, muy bien vestida, y compruebo que desliza su mirada lánguida por la plaza, apática e impasible, mientras sus dos criaturas se ponen en pie y, lanzando gozosos gritos de guerra, cogen guijarros de las jardineras municipales y empiezan a sacudir chinazos a diestro y siniestro. A Travolta lo pillan descuidado, metiendo barriga y sacando pecho, y de una pedrada le cortan el rollo y la digestión de las miguitas que acababa de jalarse al pie de mi mesa. Luego los tiernos infantes se ponen al dispararles a las palomas con precisión letal de francotiradores serbios, y la plaza se vuelve revoloteo de palomas acojonadas y plumas que flotan en el aire. Alucino. Miro al padre, que sigue pendiente de su periódico. Miro a la madre, que observa silenciosa la almogavaría de sus pequeños gamberros. Miro las dos cabecitas rubias que van y vienen gozosas desde hace cinco minutos largos, disfrutando del momento inolvidable que sin duda, dentro de cuarenta años, cuando se reúnan a cenar por Navidad, ambos evocarán con lágrimas en los ojos, por aquello de que la infancia es el paraíso perdido, etcétera. La madre me mira. Ha debido leerme el pensamiento, porque desvía los ojos hacia sus niños y luego vuelve a mirarme. Entonces, saliendo de su apatía con un esfuerzo casi físico, llama al mayor. Paquito, le dice. Paquito, ven inmediatamente y trae a tu hermano. Paquito no le hace ni puto caso y sigue a lo suyo. La madre deja transcurrir otro minuto, me mira de nuevo e insiste. Paquito. A esas horas, la paloma más cercana está en lo alto del campanario, y Paquito regresa con su hermano, sudoroso, vencedor cual César tras darse una vuelta por las Galias. Con los tirachinas traen, como trofeo, sendas plumas blancas de la cola del pobre Travolta, que a estas horas debe volar a ciento ochenta por hora camino de Ciudad El Cabo. Con mucho alarde, la madre les confisca por fin el armamento. Paquito me mira con ojos de odio, intuyéndome culpable. Se parece, me digo, a aquel soldado que quiso matar a un prisionero en KuKunjevac, Croacia, septiembre del 91, y no lo hizo porque la cámara de Márquez lo estaba filmando. Y es que algunos hijos de puta ya prometen desde su más tierna infancia. Uno se los tropieza lo mismo en Cádiz que en Kosovo, con tirachinas o con fusil de asalto Kalashnikov, y sospecha que no siempre Herodes o Javier Solana degollaron inocentes.
El Semanal, 13 Junio 1999
Pues sucede que paso por la puerta de un cine y miro el cartel. Anda tú, me digo. Una de espadachines. Y además francesa, que las hacen estupendas, y son ahora al buen cine histórico y de aventuras europeo lo que Hollywood era a mediados de siglo. Total, que miro las carteleras y el titulo. ¡En guardia!, se llama. Hay algo más pequeño escrito debajo, entre paréntesis, pero estoy lejos y no alcanzo a leerlo bien. Así que me acerco, y mientras lo hago compruebo que los actores son Daniel Auteuil, aquel formidable Enrique el Bearnés de La reina Margot, y Vincent Pérez, el caballero de La Móle que se liga a Margarita de Valois en esa misma película, y que también hace, por cierto, del Cristian rival de Depardieu en Cyrano. Ésta no sé de qué va, me digo. Eso de En garde! no me suena en gabacho para nada: ni a película, ni a novela. Pero da igual. Tiene buena pinta, y se me hace la boca agua. Lo mismo encima la peli es de Chereau, o de Tavernier, y me compro una bolsa de palomitas y me pongo hasta arriba de estocadas. Seguro que al menos éstos no tienen la intención de contármelo todo sobre su madre.
Entonces llego por fin más cerca del cartel, y miro los fotogramas de la película y compruebo, algo mosqueado, que me traen un aire familiar. Y luego alcanzo lo que pone entre paréntesis debajo de ¡En guardia! y entonces sí que me quedo patedefuá. Le Bossu, leo, mirando hacia arriba con la boca abierta y cara de lelo. Le Bossu, tal cual, en francés. Y al que no parle, que le den. Eso es lo que se habrán dicho los distribuidores españoles, capaces de todo menos de llamar a una cosa por su buen y viejo nombre de toda la vida. Qué más da. Al fin y al cabo la historia original sólo es un puñetero libro. Aunque, conociendo como conozco en persona a algunos distribuidores locales de cinematógrafo, dudo que muchos hayan oído hablar nunca de la historia original. Ni de ésa ni de ninguna otra que venga en letra impresa. Así que, bueno. Allí, en la puerta del cine, reacciono y alzo un puño indignado clamando al cielo. Después blasfemo en arameo. Imbéciles, farfullo. Hay que ser imbéciles y cantamañanas para estrenar en España El Jorobado, y no llamarlo por su nombre.
Cualquier lector de pata negra sabe a qué me refiero. O cualquier cinéfilo que recuerde a Pierre Blanchard, a Jorge Negrete o a Jean Marais —mi favorito era este último— interpretando en la pantalla al intrépido Enrique de Lagardére, el Parisién, el antiguo alumno de los maestros de armas Cocardasse y Passepoil oculto bajo la deforme apariencia de El Jorobado, el espadachín que rescata del pasado la famosa estocada de Felipe de Nevers —«yo soy, yo soy»—, su amigo de una trágica noche en los fosos del castillo de Caylus, para proteger a la huérfana Aurora de las maquinaciones del malvado Gonzaga. Cualquier lector que haya disfrutado con el soberbio folletín de Paul Feval —hay una edición estupenda en la editorial Anaya— no puede menos que sentirse personal y directamente agraviado al descubrir, bajo el camuflaje del título ¡En guardia!, una de las raras y felices conexiones que a veces se dan entre cine y literatura, donde obra literaria y resultado cinematográfico se encuentran a la altura una de otra. Donde el espectador o el lector avisados pueden buscar el complemento en el libro o en la pantalla, enriqueciendo así más su percepción de la historia que leen, o que escuchan y miran. Es una lástima que la estupidez, la ignorancia, la moda, la dictadura del mercado norteamericano, facilitada por una Administración española analfabeta y servil, hagan imposible todo eso. Si la historia original es un libro —dicen aquí— por famoso que sea, no merece la pena indicar el título. A fin de cuentas los libros no los lee nadie; así que mejor un titulo de acción. Algo espectacular, que suene a Hollywood. Y eso de El Jorobado suena fatal. Un jorobado no tiene cuerpo danone, ni se viste de rapero. Además, la palabra joroba es políticamente incorrecta, en estos tiempos de gente guapa. A ver qué quinceañero irá al cine si le hablas de tipos encogidos y de pepinillos en vinagre. Si fuera de terror, todavía. Pero ni siquiera salen Freddy Krüger o el muñequito Chucky. Así que no jorobes: el subtítulo en francés, para que no se entienda. Y en cuanto al Lagardére ese, puede irse dando con un canto en los dientes. Porque, en vez de ¡En guardia!, podíamos haberla titulado Estocator IV.
El Semanal, 20 Junio 1999
Tengo unos vecinos que se llaman Luisa y Pepe. Son unos viejecitos encantadores, sin hijos, cerca ya de los ochenta. Luisa es una castellana de pelo blanco, menuda, siempre sonriente, educadísima, a la que uno se encuentra
por el campo paseando a su perra —una salchicha de pelo duro andarina y apacible—, o muy precavida al volante del coche, yendo a hacer la compra o a buscar los periódicos. Porque Pepe, el marido, no conduce. Está hecho polvo, y los años se le notan. Es un gallego muy flaco, alto, de cabello abundante y canoso, que sale con zuecos de madera a tomar el sol. Como pareja, es una de las más insólitas que conozco. Porque Luisa es catedrática jubilada de Filología, y Pepe es teniente jubilado de la Guardia Civil.