Con ánimo de ofender (21 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Comunicación, Periodismo

BOOK: Con ánimo de ofender
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Desde entonces he repetido alguna vez. No sé si controlo bien el argumento, porque me faltan antecedentes y contexto. Todavía ignoro si Paco es primo de Pochola o sólo se la está trajinando, y si Javier es drogodependiente o se lo hace para fastidiar al profesor de química. Pero el asunto es que hay un colegio donde van chicos y chicas que son buenos, o que son malos porque la sociedad los traumatizó cuando se divorciaron sus padres. Y se relacionan entre ellos con la naturalidad de los jóvenes, o sea, contándose sus problemas y ayudándose porque en el fondo, a pesar de las tensiones normales en la convivencia, se quieren y se respetan y se sienten solidarios. La prueba es que se van a hacer puenting todos juntos, y cuando el rata de la clase se acojona, los líderes viriles lo abrazan y le dicen vale, colega, puedes hacerlo, sabemos que puedes. Y el rata de mierda respira hondo y dice gracias a vosotros podré, compañeros, y mira de reojo a la chica que no le hace ni puñetero caso porque se la está cepillando el cachas de Jaime, o como se llame, y entonces va el rata y se tira por el puente, el imbécil, y todos aplauden y esa noche se beben unos calimochos para celebrarlo.

También hay un guapo que era drogata porque era huérfano pero se salió a tiempo, me parece, y vive en casa de otro que tiene un trauma porque su hermano se murió y sus padres no lo comprenden. Y varias chicas en la clase que se cuentan unas a otras los graves problemas de la existencia, como el hecho de que Mariano no las mire o de que Lucas esté muy raro últimamente o que la ropa de Zara sea genial. También sale una tal Sonia, creo, que es un putón desorejado, y se mete por medio en la relación angelical que mantienen Luis y Pepa sólo para fastidiar a Pepa porque una vez no la dejó copiar los apuntes. Y Luli, que está colgada de Manolo pero a quien ama es a Héctor; lo que pasa es que Héctor es gay y lo ha dicho públicamente en clase, tras pensárselo mucho, y los compañeros que al principio se descojonaban de él y lo llamaban maricón, ahora, avergonzados, lo respetan por su gallardo gesto. No falta la profesora que quiere ayudar a los chicos, y que en realidad lucha con las ganas que tiene de tirarse a uno de los alumnos, un tal Pepe, y de suspender a su novia Marcela para vengarse de ella, porque Marcela es tonta del culo y se pasa el tiempo hablando de Ricky Martin. Pero con todo y con eso, la cosa se va arreglando poco a poco gracias a la buena voluntad y al compañerismo. Y el drogata se hace monitor de ski, el gay encuentra su media naranja en otro chico gay que resulta ser hijo del conserje, la profesora comprende que en realidad quien la pone a cien es el profe de Religión, la chocholoco se queda preñada pero decide no abortar gracias al apoyo de toda la clase, etcétera.

Y yo, con el mando a distancia en la mano, pensaba: tiene huevos. Vaya mundo de jujana se están marcando los astutos guionistas. El truco es leer el periódico cada día y meterlo en la serie, con la diferencia de que ahí adentro todo tiene arreglo y la vida puede ser asumida y resuelta con dos frivolidades y un lugar común. Lo malo es que todo eso rebota afuera, y en vez de ser la serie la que refleja la realidad de los jóvenes, al final resultan los jóvenes de afuera los que terminan adaptando sus conversaciones, sus ideas, su vida, a lo que la serie muestra. Ese es el círculo infernal que garantiza el éxito: un discurso plano y vacío, facilón, asumible sin esfuerzo. Los diálogos, elementales, como el mecanismo de un sonajero, pero revestidos de grave trascendencia. .Toda esa moralina idiota y superficialidad inaudita. Y me aterra que semejantes personajes irreales, embusteros en su pretendida naturalidad, tan planos como el público que los reclama e imita, se consagren como referencias y ejemplos. Pero ésa es la maldición de esta absurda España virtual y protésica de silicona, más falsa que un duro de plomo, tiranizada por la puta tele.

El Semanal, 28 Noviembre 1999

Fuego de invierno

Ocurrió hace un par de días, de la forma más tonta. Era muy temprano, una de estas mañanas en que el frío parte las piedras en la sierra de Madrid, con el suelo cubierto de una costra de escarcha helada. Me había puesto un chaquetón y una bufanda e iba a comprar el pan y los periódicos a la tienda, que es la única que hay cerca y tiene un poco de todo, desde pan Bimbo hasta el Diez Minutos o tabaco. Está junto a la iglesia, que es pequeña y de granito. Don José, el párroco, pasa por la tienda cada mañana después de misa de ocho, a comprar el ABC. Siempre charlamos un poco sobre la vida, sobre las ovejas de su rebaño, y sobre la mies, que es mucha y cada vez más perra. Por lo general la gente llega a la tienda, compra lo suyo y se va; yo mismo suelo quedarme el tiempo justo para pedir lo mío y pagar. Pero el otro día era tanto el frío, que el tendero había hecho una hoguera en la calle con algunos troncos y ramas, y estaba allí el hombre, calentándose. También estaban don José con su boina puesta y un par de viejos albañiles que trabajan en una obra cercana. Y los pocos clientes que íbamos llegando a esa hora nos demorábamos junto a las llamas, extendiendo las manos ateridas. Y se estaba en la gloria.

Parece mentira lo que hace un buen fuego. Nadie tenía prisa en irse. Algún cliente de los que aparecen a llevarse el pan y no dicen ni buenos días, se quedaba por allí, charlando. El páter se puso a evocar los tiempos en que él era cura jovencito y rural en un pueblo perdido de Navarra, cuando tenía que ir en mula por caminos nevados y daba los óleos junto a la chimenea de la cocina. Por mi parte, hablé de la mesa camilla de mi abuela, el brasero y el picón que me mandaban a comprar a la carbonería, y del día en que oí por radio la muerte de Pío XII. Uno de los albañiles rememoró su infancia en el monte como pastor, y detalló cómo, sin saber contar más que hasta cinco, llevaba un minucioso registro de ovejas a base de pasar grupos de cinco piedrecitas de un bolsillo a otro. El caso es que todo aquello desató un torrente de confidencias, y al cabo de un rato estábamos allí charlando en una deliciosa tertulia improvisada en torno al fuego, gente que llevábamos cruzándonos con un escueto buenos días y sin conocernos, y sabíamos de pronto más de unos y otros, en cinco minutos, de lo que habíamos sabido nunca.

Hogar viene de fuego, recordé. Del latín focus y de lar, dios familiar, fuego de familia, la cocina en torno a la que se ordenaba la convivencia. Para el ser humano, enfrentado al miedo y al frío de un mundo exterior que siempre fue mucho más difícil que ahora, el fuego significó tradicionalmente seguridad, compañía, supervivencia. En buena parte de las sociedades modernas ese concepto ha desaparecido; e incluso en fechas como éstas, inconcebibles ya sin la palabrería falsa y el cinismo mercachifle de los grandes almacenes, la gente no se agrupa en torno a la cocina o a la chimenea, ni siquiera en torno a una mesa de camilla mirándose unos a otros a la cara, conversando, sino que guarda silencio en sofás y sillones mirando al frente, todos en la misma dirección: la del televisor. Y sin embargo, los viejos mecanismos, los reflejos atávicos, siguen ahí todavía. Y a veces, de pronto, en mitad de toda esta narcotizante parafernalia de la electrónica y el confort, basta un día de frío, un fuego casual que aviva la memoria genética de otros tiempos y otra forma de vida, para que los hombres vuelvan a sentirse humanos, solidarios. Para que se acerquen unos a otros, observen alrededor con curiosidad y de nuevo se miren a la cara. Para que evoquen juntos y descubran que esos fulanos que pasan sin apenas saludarse tienen una larga y azarosa historia en común, que los une mucho más que todas las cosas que los separan. Seguía llegando gente, y todos se acercaban a calentarse al fuego. Un tipo con BMW ostentoso y chaqueta de caza, que siempre me ha parecido un perfecto gilipollas, contaba emocionado cómo su madre le calentaba la sopa cuando tenía gripe y se quedaba en la cama en vez de ir al cole. Es simpático este imbécil, terminé pensando para mi coleto. El albañil que había sido pastor de pequeño ofrecía tabaco, y la gente lo encendía con rescoldos de la hoguera. Ni siquiera el tendero tenía prisa por cobrar.

"Ojalá hubiera más hogueras, páter", le comenté a don José mientras extendía mis manos hacia el fuego, cerca de las manos de los otros. Y el viejo párroco se reía: "A mí me lo vas a contar, hijo. A mí me lo vas a contar".

El Semanal, 19 Diciembre 1999

Dejen que me defienda solo

Todavía me estoy revolcando de risa. Resulta que, en este año que finiquita, la proporción de aspirantes por plaza a ingresar en las Fuerzas Armadas españolas ha bajado del 3,1 al 1,2. Dicho de otra manera, que la peña pasa. Y el Ministerio de Defensa —por llamarlo de alguna manera— no sabe cómo diablos cubrir la plantilla mínima para echarle gasoil al tanque y traerle cafés al coronel. Entonces resulta que, para cubrir agujeros, los estrategas del ministerio han eliminado la exigencia de graduado escolar para los aspirantes, y están aprobando a sujetos que en los exámenes obtienen notas de 0,5, 1,3 y 1,5 sobre 10. Uno de cada tres admitidos en la última convocatoria —300 de un total de 1000— tenía nota inferior a 5. Y eso, ojo, en un examen que, según el propio Ministerio de Autodefensa, sirve para determinar «las aptitudes verbales y numéricas y el grado de inteligencia». De manera que, si tenemos en cuenta los niveles universalmente exigidos por las Fuerzas Armadas en general, imagínense el panorama intelectual si encima en España se rebajan hasta el 0,5 sobre 10. Eso significa que en la última convocatoria, el ministerio admitió, para manejar bombas y escopetas, a individuos que pueden rozar la oligofrenia. Lo que permite establecer el perfil medio exigido para el soldado español del futuro: un retrasado mental que sepa decir a sus órdenes mi sargento y contar hasta diez.

Por otra parte me parece lógico, con la mierda de paga que dan y lo que exigen a cambio. Tampoco van a esperar licenciados en Deusto a cambio de cuatro duros y un bocata de chorizo a media mañana, para que el presidente Aznar pueda ponerse la boina de miles gloriosus —que con su corte de pelo le sienta como una patada en los cojones— y hacerse fotos en Kosovo con el ministro de Defensa cuando va por allí de visita. Para salir en los periódicos ya tienen ahora a las soldadas, que van de cine vestidas con el uniforme de camuflaje y la goma en la coleta y el Cetme, como mi amiga Loreto, que es la soldado más guapa y con más clase que conozco. Que están por todas partes, por cierto, lo mismo de picoletas y guardias de la porra que de marineras y de rambas feroces, porque donde hay oposiciones de por medio se las sacan ellas por el morro, pues se lo toman todo más en serio que nadie. Seguro que en ese examen del que hablábamos, los nueves y los dieces eran casi todo tías. Y eso, por lo menos, es algo que ganan las Fuerzas Armadas. Lo ganan en sensatez y en pares de huevos; porque las tordas, cuando se ponen a ello, son de armas tomar. No como otros que yo me sé, que cuando les pinchan un dedo llaman a su mamá. Las gachís nunca llaman a su mamá: ellas son su mamá.

El otro aspecto que me encanta de la fiesta bélica nacional es la idea que acaricia Defensa — perdonen que me ría, pero cada vez que escribo Defensa me atraganto— de abrir el ingreso en las Fuerzas Armadas a los emigrantes, a ver si cubren plazas. Los patriotas de piñón fijo ponen el grito en el cielo, pero a mí me gusta. A fin de cuentas, hay antecedentes. Aquí ya tuvimos la Legión y los regulares y los moros que trajo Franco, y toda la parafernalia africano—guiri. Y yéndonos algo más lejos, en la última etapa del imperio romano los legionarios del limes se reclutaban entre las mismas tribus bárbaras a las que combatían. A mí me parece estupendo que los inmigrantes puedan integrarse, y sobre todo comer, gracias a la milicia; no todos van a ser putas y traficantes y mano de obra barata. De ese modo tendrían más utilidad pública; como la tiene, por ejemplo, el Ejército norteamericano, que está lleno de negros y de hispanos porque esa es la única manera de salir de la marginación y la miseria. Además, las guerras ya no son como antes, y los ejércitos rara vez se matan entre sí. Ahora se usan mucho para matar civiles. Es la última moda, y para esa función operativa es mejor un ejército mercenario de negros y de moros de afuera; que mientras se integran o se dejan de integrar les importará un carajo a quién matan y a quién no. Así los jefes y oficiales blancos podrán sentirse otra vez como Alfredo Mayo en Harka, que es lo que a todo milico le hace tilín. Y puestos a elegir entre el cenutrio del 0,5 de coeficiente y un moro listo que se busca la vida, y además va y preña si puede a la sargento Sánchez, yo me quedo con el moro. Y la sargento Sánchez también. Porque ya está bien de errehaches endogámicos y de razas puras, rubias o con una sola ceja. Este país de imbéciles necesita que nos renueven la sangre.

El Semanal, 26 Diciembre 1999

2000
Libros viejos

No sé si a ustedes les gustan los libros viejos y antiguos. A mí me gustan más que los nuevos, tal vez porque a su forma y contenido se añade la impronta de los años; la historia conocida o imaginaria de cada ejemplar. Las manos que lo tocaron y los ojos que lo leyeron. Recuerdo cuando era jovencito y estaba tieso de viruta, cómo husmeaba en las librerías de viejo con mi mochila al hombro y maneras de cazador; la alegría salvaje con que, ante las narices de otro fulano más lento de reflejos que yo, me adueñé de los Cuadros de viaje de Heine, en su modesta edición rústica de la colección Universal de Calpe; o la despiadada firmeza con que, al cascar mi abuela, me batí contra mi familia por la preciosa, herencia de la primera y muy usada edición de obras completas de Galdós en Aguilar, donde yo había leído por primera vez los Episodios nacionales.

Siempre sostuve que no hay ningún libro inútil. Hasta el más deleznable en apariencia, hasta el libro estúpido que ni siquiera aprende nada de quien lo lee, tiene en algún rincón, en media línea, algo útil para alguien. En realidad los libros no se equivocan nunca, sino que son los lectores quienes yerran al elegir libros inadecuados; cualquier libro es objetivamente noble. Los más antiguos entre ellos nacieron en prensas artesanas, fueron compuestos a mano, las tintas se mezclaron cuidadosamente, el papel se eligió con esmero: buen papel hecho para durar. Muchos fueron orgullo de impresores, encuadernadores y libreros. Los echaron al mundo como a uno lo arrojan a la vida al nacer; y, como los seres humanos, sufrieron el azar, los desastres, las guerras. Pasó el tiempo, y los que habían nacido juntos de la misma prensa y la misma resma de papel, fueron alejándose unos de otros. Igual que los hombres mismos, vivieron suertes diversas; y en la historia de cada uno hubo gloria, fracaso, derrota, tristeza o soledad. Conocieron bibliotecas confortables e inhóspitos tenderetes de traperos. Conocieron manos dulces y manos homicidas, o bibliócidas. También, como los seres humanos, tuvieron sus héroes y sus mártires: unos cayeron en los cumplimientos de su deber, mutilados, desgastados y rotos de tanto ser leídos, como soldados exhaustos que sucumbieran peleando hasta la última página; otros fallecieron estúpida y oscuramente, intonsos, quemados, rotos, asesinados en la flor de su vida. Sin dar nada ni dejar rastro. Estériles.

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