El hombre la miró con recelo.
—Si su padre es Carlyle, ¿por qué la ha llamado Daly
El Faraón
?
—Todo el mundo sabe que el apellido de un aristócrata no tiene por qué ser el mismo que su título, ignorante. Pero en mi caso, resulta que me apellido Carlyle. El señor Seton me ha llamado Daly para proteger mi identidad. Pero como a mí me importa un bledo, pues eso.
—Viola, no estás ayudando —murmuró Jin.
—Por supuesto que sí. ¿No ves que ya sé lo que está pensando?
—Admito que no me había dado cuenta.
—Bueno, pues tu capacidad de observación es más limitada que la mía.
—No en ciertos asuntos.
La mirada de Muskrat volaba de Jin a Viola.
—¿Te refieres a Aidan y a su deseo de crear importantes vínculos sociales? Al final, acabé descubriéndolo.
—Me preguntaba si lo harías.
—No es un mal hombre. No tan malo como tú, desde luego. Y es poco complicado. Al contrario que tú, una vez más.
Muskrat miró a Jin y soltó un resoplido burlón.
—Viola, ¿tenemos que hablar de esto aquí y ahora?
—Tú has sacado el tema de conversación.
—En eso lleva razón,
Faraón
.
Viola se encogió de hombros.
—A veces es un poco obtuso, la verdad —replicó ella.
Jin se volvió con los ojos en blanco y tomó una bocanada de aire, a todas luces frustrado. Con tal rapidez que Viola ni siquiera se percató de sus intenciones, se volvió y le asestó un puñetazo a Muskrat. El hombre cayó redondo al suelo. Sin darle tiempo para reaccionar, Jin lo agarró por la corbata y le apretó el cuello. Muskrat empezó a forcejear mientras trataba de respirar, y el cofre se le cayó de debajo del gabán. Viola se apresuró a cogerlo, pero los aspavientos del marinero le dificultaron la tarea. De repente, apareció un muchacho que cogió el cofre y salió corriendo.
—¡Jin, el cofre! ¡Lo ha cogido ese muchacho!
El chico había echado a correr, y apenas si podía llevar a la vez el cofre y la lámpara. Mientras corría por el muelle, miró por encima del hombro y se tropezó con la pasarela del barco junto al cual pasaba en ese momento. El cofre y la lámpara salieron volando. El primero cayó al Támesis y la segunda, a la cubierta de la embarcación más cercana, donde se rompió. El fuego se extendió por la cubierta, allí donde se había derramado el aceite.
Viola se llevó las manos a la boca.
—¡Madre del amor hermoso! ¡Jin! ¿Ese es tu barco?
Muskrat tenía los ojos abiertos de par en par.
—Smythe, puedes quedarte con el cofre —y con esas palabras salió corriendo. El muchacho lo siguió, sorteando a los hombres que corrían por el muelle para sofocar el fuego.
Viola corrió también, pero cuando llegó a la pasarela, las llamas habían sido extinguidas y sólo quedaban las volutas de humo negro. En ese momento, desembarcaron los estibadores y marineros que lo habían sofocado, con cubos de agua vacíos y trozos de lona chamuscada. Algunos miraron a Jin y lo saludaron con respeto llevándose la mano a la gorra antes de alejarse.
Viola volvió a su lado boquiabierta, una expresión muy poco elegante para una dama.
—Me alegro de no tener ni idea de quién eras en realidad el día que te presentaste en el muelle de Boston exigiéndome que te diera trabajo. En aquel entonces, me sentí increíblemente satisfecha conmigo misma por haber llamado la atención del famoso
Faraón
. De haber sabido la verdad, me habría aterrado la simple idea de hablar con un personaje tan importante.
—En ese caso, me alegro de que desconocieras la verdad.
Viola reunió por fin el valor necesario para mirarlo a la cara. Esos ojos cristalinos resplandecían a la luz del atardecer.
Se llevó de nuevo las manos a la boca y exclamó:
—¡El cofre! ¡Jin, cuánto lo siento! —gimió—. Ha desaparecido.
—No lo quiero. Ya no lo necesito.
Ella lo miró con los ojos desorbitados.
—¿Ah, no? Pero pensaba que…
Jin negó con la cabeza.
Viola puso los brazos en jarras.
—¿Qué necesitas entonces?
—A ti —su mirada la abrasó—. Te necesito a ti. Viola, te necesito.
—Te estás repitiendo. Porque estás tratando de convencerte, ¿verdad?
—Eres una mujer insoportable. Insistes en discutir conmigo hasta cuando te declaro mi amor.
—Bueno, si hubieras mencionado la palabra «amor» en primer lugar, no creo que…
Interrumpió sus palabras con el beso más dulce que le habían dado jamás a una mujer, al menos en opinión de Viola. Ambos acabaron sin aliento.
De repente, Jin puso fin al beso y la apartó, aferrándola por los brazos. Unos modales terribles, como siempre, pero a ella le daba igual. Además, tenía un nudo en la garganta que de todas formas le impedía discutir.
—Te quiero, Viola. Te deseo. Quiero estar contigo para siempre —le confesó con voz trémula. Maravillosamente trémula—. Di que tú también me quieres.
—No me des órdenes —consiguió decir a duras penas.
—No es una orden. Es una súplica.
Viola tragó saliva. Dos veces. Por primera vez en quince años, desde que la amordazó un grupo de marineros desarrapados, fue incapaz de hablar.
Jin examinó su cara con una expresión tierna y ansiosa a la vez.
—Viola, me estoy muriendo aquí delante de ti. ¡Me estás matando! —exclamó con voz tensa—. Di algo.
Ella asintió con la cabeza.
—¿Qué significa eso?
Ella repitió el gesto con más rapidez. El nudo que sentía en la garganta era de alegría.
Los ojos de Jin parecieron refulgir.
—Me quieres.
Viola se sentía un tanto mareada de tanto asentir con la cabeza.
—¿Por qué no hablas? ¿Por qué…?
Ella se llevó una mano al cuello.
—No… puedo —logró decir—. ¡Uf!
Jin parecía atónito. Acto seguido, le apartó la mano del cuello y le dio un beso sobre la tráquea.
—Necesito volver a escuchar la maravillosa voz de esta bruja —murmuró al tiempo que dejaba una lluvia de besos en su cuello. Le enterró los dedos en el pelo y le echó la cabeza hacia atrás—. Habla. Quiero oír las palabras. Necesito oírlas.
—Por supuesto que te quiero —susurró ella con un hilo de voz. Sin embargo, a él pareció bastarle. La abrazó y la estrechó con fuerza. Viola enterró la cara en su cuello y cerró los ojos—. En Savege Park me dijiste que tus sentimientos no habían cambiado —le recordó, con un hipido de alegría.
—No lo habían hecho —la besó en la frente—. No lo han hecho.
—Pero…
La silenció de nuevo con sus labios. La silenció de forma maravillosa. Perfecta. Era lo más cerca del paraíso que Viola había soñado estar jamás. Porque por fin era suya.
De repente, asimiló la importancia de sus palabras y lo apartó de un empujón.
—¿Ya me querías entonces? ¿Al final de los quince días?
Él la mantuvo sujeta por las muñecas. Tenía los ojos brillantes, pero se mantuvo en silencio.
—Me hiciste creer… —jadeó—. ¿Quieres decir que yo gané la apuesta?
—Sí.
—¿Me mentiste para saldar tu deuda?
—Lo hice. Y también lo hice porque creí que debías volver al lugar al que perteneces.
Lo entendía. Pero no del todo.
—¡Estuviste a punto de romperme el corazón!
Él frunció el ceño.
—Viola, en aquel entonces estabas enamorada de otro.
—Yo… —apretó los labios. Bastante arrogante era ya como para decirle ciertas cosas que era mejor guardarse. O tal vez no lo fuera—. Tal vez ya no lo estuviera por aquel entonces.
Jin abrió los ojos, sorprendido, y esbozó una sonrisa satisfecha y posesiva.
—Prometo compensarte —dijo.
—¿Compensarme? —puso los brazos en jarras—. Careces por completo de honor.
—Jamás he dicho lo contrario —la abrazó por la cintura y tiró de ella para pegarla a su cuerpo, a fin de besarla en el cuello—. Viola, no soy un caballero. Jamás lo seré.
—No, ya lo veo.
Le dio un ardiente beso justo detrás del lóbulo de una oreja.
—Cásate conmigo de todas formas.
—Lo pensaré —replicó ella con voz trémula.
Jin deslizó las manos hacia su trasero al tiempo que pegaba una mejilla a la suya.
—Te quiero, preciosa. Más de lo que te imaginas.
—Ya lo he pensado. Sí.
Él se echó a reír y la besó en los labios. No obstante, Viola se apartó. Como Jin parecía aturdido, estuvo a punto de pegarse de nuevo a él. En cambio, se quitó los alfileres que le sujetaban el sombrero y se despojó de este, del chal y de los guantes. Acto seguido, se descalzó.
—Sujeta esto —le dijo a Jin. El corazón le latía con mucha rapidez.
—¿Para qué?
Ella le dio un beso en la mejilla, se volvió y tras una breve carrera se lanzó de cabeza al río.
El agua estaba un poco más fría y más oscura de lo que le gustaría. El sol del atardecer se filtraba por la superficie e iluminaba los despojos que flotaban y en los que no quería ni pensar. De todas formas, tampoco tenía tiempo para hacerlo. Bucear con las faldas resultaba un tanto difícil y el fondo era bastante más profundo de lo que pensaba. Además, había mucho cieno, lo que ralentizaba su tarea. De modo que tardó más de la cuenta en localizar el cofre.
Salió a la superficie jadeando en busca de aire. Jin la esperaba para sostenerla, y en cuanto la tuvo entre sus brazos dejó una lluvia de besos en su cara pese a lo sucia que la tenía, tras lo cual se la entregó a un par de estibadores que aguardaban en el muelle. No soltó el cofre en ningún momento, hasta que Jin salió del agua y volvió a abrazarla.
Él le apartó el pelo de la cara y la besó en la nariz.
—Estás loca.
—No. Estoy muy enamorada de ti y quiero que seas feliz.
Sus ojos azules resplandecieron.
—No necesito ese cofre para ser feliz. Ya no.
—Sí. Pero ¿no te alegra tenerlo de todas formas? —sonrió, dejando a la vista sus hoyuelos—. Por cierto, Jin, ¿qué hay dentro?
A la atención de
La Dama de la JusticiaBrittle & Sons
, editoresLondres
Queridísima señora mía:
Le escribo para comunicarle unas pésimas noticias: el
Águila Pescadora
ha abandonado el Club. De modo que nuestro número se ha visto dramáticamente reducido. Ahora somos un patético grupo… de tres. Si fuera tan amable de abandonar su campaña contra nuestro grupito de compañeros, la tendría para siempre en la lista de mis adversarios más dignos y jamás cesaría de ensalzarla.Si lo hace, no obstante, confieso que sentiré su pérdida.
Atentamente,
Halcón Peregrino
,Secretario del
Club Falcon
EpílogoPara
Halcón Peregrino
:Sus halagos no me afectan. No cejaré jamás en mi empeño. Ya sean tres, dos o sólo uno, los encontraré y los expondré al escrutinio público. Ándese con ojo, señor secretario. El día de su juicio se acerca.
La Dama de la Justicia
P. D.: Gracias por los arenques ahumados. Debería haber empezado con ellos. Me encantan los arenques ahumados. ¡Cretino!
El cofrecillo de oro y marfil yacía sobre la mesa de madera, con la tapa rota y vacío. Las manos que sujetaban las cartas que salieron de dicho cofrecillo eran muy blancas y temblaban, con la piel casi translúcida bajo el encaje de los puños.
—Se casaron en secreto —la voz de la anciana era muy frágil, ya que apenas la usaba—. El vicario anglicano no aprobaba la unión, pero vio un amor de juventud y era una buena persona —frunció el ceño con delicadeza—. Pero ella no era tan valiente como le habría gustado. Días más tarde, cuando su padre se la llevó para casarla con el hombre que él le había escogido, uno muy poderoso en ese mundo de sultanes y señores de la guerra, ella no se negó. Se imaginó su castigo, y también el peligro que corría mi hermano en su país, y temió por su vida más de lo que temía la desaprobación de Dios.
Viola se inclinó hacia ella, boquiabierta.
—¿Se casó por segunda vez?
La anciana asintió con la cabeza.
—No lo hicieron por la Iglesia, así que ella no se creyó unida en santo matrimonio a su nuevo marido. Mi hermano le escribió estas cartas meses después de partir de Alejandría. Al principio, desde Grecia. Después, desde Prusia. Y, por último, desde aquí —pasó un dedo por las hojas con una expresión dulce en sus pálidos ojos azules—. No quería abandonar Egipto, pero ella insistió. Le dijo que había perdido el niño, que ya no podía seguir viéndolo, que su marido los descubriría y los mataría a los dos —miró a Jin—. Pero mintió. No perdió el niño.
Jin inspiró hondo. Frente a él, en un saloncito decorado con sencillez y elegancia, su tía lo miraba con una sonrisa amable y arrugada.
—Sólo quería proteger a tu padre. Mi hermano era muy joven, con toda la vida por delante. Le dijo que volviera a Inglaterra, que la olvidara, que creyera que estaba muerta, que se casara y formara una familia.
—Pero nunca lo hizo, ¿verdad? —preguntó Viola, emocionada—. Nunca se volvió a casar.
—Así es. Era el quinto hijo. De un baronet, cierto. Pero nuestros hermanos ya tenían muchos niños y nuestros padres nunca insistieron. Yo me casé muy joven, por supuesto, y enviudé unos años más tarde, sin hijos. Así que cuando mi hermano me lo pidió, estuve encantada de mudarme con él y de ejercer de anfitriona cuando la situación lo requería. Llevamos una vida muy tranquila, y él nunca dejó de escribirle, enviando las cartas al sacerdote con la esperanza de que ella las recibiera —apretó los dedos en torno a las cartas que el padre de Jin había escrito, ocultas en el cofre durante veinte años—. Y después, por fin, ella le escribió.
Jin entreabrió los labios.
Viola se echó hacia delante.
—¿En serio? ¿Cuándo?
—Cuando su marido me vendió —Jin habló con seguridad, mirando a su tía—. Fue en ese momento, ¿verdad?
La anciana asintió con la cabeza.
—Le habló a mi hermano de ti, le contó la verdad que le ocultó años atrás, suplicándole que te encontrara, ya que ella no podía hacerlo por sí misma. Su vida era mucho más restringida de lo que imaginó incluso durante los primeros meses. Era una prisionera en casa de su marido. Se arriesgó muchísimo al enviar esa única carta.
El silencio se apoderó de la estancia un momento, y el único movimiento era el de las motas de polvo que flotaban en el aire, doradas por la luz que se colaba por los ventanales.