—¿Dónde está, Matouba?
—En fin, señorita, supongo que no puedo decírselo.
—¿Por qué? ¿Porque no tengo que saberlo?
—Porque él no lo sabe —contestó una voz a su espalda.
Se volvió y vio a Mattie. Billy estaba pegado a su codo, mirándola con una sonrisa de oreja a oreja.
—Me alegro de verla, capitana, señora.
—Gracias, Billy —miró al enorme timonel—. ¿Sabes dónde está?
Mattie negó con la cabeza.
—No lo sabemos, capitana —Billy meneó la cabeza—. Nunca nos lo dice.
—¿Y cómo os ponéis en contacto con él? —los miró a los tres—. Os dice cuándo y dónde, ¿no? —puso los brazos en jarras—. Y luego dice que yo soy imposible.
—Sin ánimo de ofender, señorita, pero no sabemos dónde está esta noche —cuando sonrió, fue evidente que a Mattie le faltaban varios dientes—. Hemos estado pensándolo entre nosotros. La cosa es que nos vendría bien un marinero que sepa hablar como una dama para este trabajo.
Los vasos y los picheles tintineaban en el interior de la taberna, un violinista comenzó a tocar, pasó un carromato cerca levantando una nube de polvo que olía a pescado y sudor, y el marinero más hosco y malhumorado que Viola había conocido en la vida le guiñó un ojo.
Se le desbocó el corazón. Extendió el brazo con la palma hacia abajo.
—Me apunto.
Una delgaducha mano llena de pecas apareció sobre la suya.
—Yo también, capitana.
Unos dedos muy oscuros cubrieron los de Billy.
—Y yo, señorita.
La mano de Mattie fue la última, enorme, curtida y tan reconfortante como un jamón entero el domingo de Pascua.
—Pues en marcha.
Sentado en un sillón de su residencia londinense y sumido en la oscuridad de la noche, Jin miraba fijamente el techo con el corazón desbocado. Aunque el deseo lo embargaba, no había acompañante femenina alguna esperándolo en el dormitorio. No cuando Viola Carlyle se encontraba a trescientos kilómetros de distancia. Jamás volvería a estar con una mujer, fuera cual fuese la distancia que lo separase de Viola. Su vida célibe había dado comienzo.
Pero no duraría mucho. Porque ella le había robado el corazón y pese a todo lo que él había hecho, a pesar de haberse condenado a sus ojos, sabía que no podía vivir sin su corazón. No podía vivir sin ella. De modo que lo mismo daba que se arrojara al peligro. La situación en Malta era complicada, y le parecía un lugar para morir tan bueno como cualquier otro. Tal vez allí encontrara por fin la muerte y así se librara de la tortura de no tener a Viola, y de saber que otro hombre la tendría.
Se merecía mucho más que Aidan Castle. Se lo merecía todo.
Pero su opinión no serviría de mucho. Viola se quedaría con el hombre que quisiera, ya fuera Castle o cualquier otro afortunado que lograra ganársela. Y él seguiría solo, tal como lo había estado a lo largo de los últimos veinte años, tal como debía estar. Solo… o muerto.
Pero todo era mentira. Una maldita mentira. Pero no le estaba mintiendo a Viola en esa ocasión. Se mentía a sí mismo.
Había regresado a Londres y seguía en la ciudad, demorando su partida al este para llevar a cabo la misión del Club porque quería el dichoso cofrecillo. Había hecho dos intentos más para comprarlo, de forma anónima a través de su apoderado y después a través del apoderado de Blackwood. El obispo se mantenía inflexible, y a esas alturas comenzaba a sospechar del interés que había despertado la antigüedad en otros. No la vendería. Se había cerrado en banda.
Sin embargo, él debía conseguirlo. No podía pensar en otra cosa, salvo en Viola. Jamás sería un buen hombre. Su pasado lo perseguiría siempre. Pero que lo colgaran si permitía que ella se marchara sin saber que era un hombre con un apellido real. Al menos, se debía eso a sí mismo. Y a ella.
Con la mirada perdida en la oscuridad, esperó a que el sereno diera la hora. Los ruidos de la noche se colaban a través de la ventana abierta. Siguió esperando. Nadie le había ordenado que llevara a cabo esa vigilancia nocturna. Tampoco tenía un propósito concreto. No pensaba robarle el cofre al obispo ni quería que alguien saliera herido para hacerse con él de alguna otra forma. Esa faceta de su vida había acabado. Se había decidido tras ver la cara ensangrentada de Seamus Castle y escuchar la exaltada defensa que Viola había hecho del castigo que él le infligió. No quería que volviera a defenderlo porque, al hacerlo, ella misma se mancillaba. Para llegar a merecerla, si acaso se le presentaba esa oportunidad, debía limpiar su alma.
A la postre, se levantó del sillón y se vistió con ropa adecuada para el trabajo que pensaba hacer. Todavía no había hablado con el lacayo del obispo. No obstante, lo había vigilado todas las noches durante quince días. Faltaba una hora para que el hombre saliera de la residencia del obispo. Tal como acostumbraba a hacer, se dirigiría a su taberna favorita, donde se bebería dos vasos de ginebra antes de pasar quince minutos en la habitación trasera con la puta pelirroja. Después, se iría a casa. Si la pelirroja no trabajaba, se iría con la rubia, antes que con la morena. Algunos hombres carecían de gusto, suponía él.
Caminó hasta la casa del obispo. No estaba lejos de sus aposentos de Piccadilly, y el trajín de la actividad nocturna de Londres lo ayudaba a mantenerse alerta, si bien su mente divagaba con pensamientos sobre cierta capitana de ojos violetas.
Nada más llegar, percibió el cambio. En algunas ventanas de la casa, que a esa hora solían estar a oscuras, se veía luz. Concretamente, en una ventana del piso inferior, en la que se veía una rendija de luz dorada a través de las cortinas corridas. Una luz que parpadeó antes de apagarse.
Alguien recorría la casa lámpara en mano. Pero no era Pecker. Desde su escondite, agazapado entre los setos situados al otro lado de la calle, Jin vio al hombre enfilar el estrecho callejón trasero que separaba la casa del obispo de la contigua. El lacayo silbaba alegremente y caminaba arrojando un objeto al aire que recogía antes de que cayera al suelo. Cuando la luz de la luna se reflejó en dicho objeto, Jin se quedó petrificado.
Una moneda de oro. ¿Sería ese el pago por haber dejado entrar en la casa a algún extraño?
La ira hizo acto de presencia. Esa mañana, habían tratado de convencerlo de que les permitiera colarse en la casa para robar el cofre. Matouba se había mostrado firme, aunque no había hablado mucho, y Billy lo había hecho con entusiasmo. Sin embargo, Mattie se había limitado a mirarlo por encima de su narizota y a decirle:
—Ya va siendo hora de hacerlo.
Al parecer, habían allanado la casa del obispo a pesar de habérselo prohibido. No obstante, eran marineros, acostumbrados a robar en alta mar, en la cubierta de un barco, no a moverse de forma furtiva por el salón de un caballero. Acabarían atrapándolos por su culpa y no podía permitirlo.
Tal parecía que su cita con la muerte tendría lugar antes de lo previsto.
Cruzó la calle con sigilo y enfiló el callejón. La puerta del obispo estaba abierta. Se internó con cautela en el estrecho pasillo del sótano y subió hasta la planta baja. No vio criado alguno.
Le resultó raro. Sin embargo, era tarde y el obispo, que era un hombre mayor, solía acostarse pronto. En el extremo del pasillo por el que se accedía al salón recibidor, había dos puertas más. Seguramente una sería la del salón y la otra, la del comedor. La casa del obispo Baldwin estaba atestada de objetos: figurillas, brújulas, libros, joyas expuestas en pedestales, instrumentos musicales y cientos de cachivaches más, aunque era un lugar modesto como correspondía a un clérigo jubilado.
Vio una luz parpadeante en la rendija inferior de una puerta. Al instante, escuchó una serie de ruidos que se sucedieron con rapidez: un mueble se arrastró por el suelo, un objeto de cristal se rompió, alguien soltó un improperio en voz baja y después se produjo un golpe.
No le quedó otro remedio: abrió la puerta. Pese a la oscuridad, vio una lámpara hecha añicos en el suelo justo en el borde de la alfombra. Sobre ella se encontraba una figura con un cofrecillo en las manos.
La emoción que lo embargó fue tan fuerte como el impacto de un vendaval. Recordó al instante el cofrecillo, adornado con un mosaico de piezas de oro y esmalte, como si lo hubiera visto el día anterior sobre el tocador de su madre, cuyos aposentos siempre estaban llenos de sedas y cojines. Además, reconocería a Viola Carlyle aunque la oscuridad fuera total, sin importar la ropa que llevara puesta. La reconocería aunque estuviera ciego, sordo y desprovisto del resto de los sentidos. Así sería hasta el día que muriera.
Ella lo miró y al instante clavó la vista en el techo. En la planta alta se escucharon pasos.
—¡Maldita sea! —murmuró ella con esa voz tan aterciopelada que a Jin le llegaba al alma.
Abrió la puerta y la invitó a salir con un gesto de la mano. Sin embargo, no había escapatoria posible. En el descansillo de la escalera, había al menos tres hombres. Claro que debían intentarlo y para ello tenía que obligarse a pensar con claridad. Sin embargo, tenía la mente abotargada porque el objeto de sus deseos caminaba hacia él en ese momento.
Viola apenas si lo miró antes de correr hacia el pasillo. Él la siguió. Billy apareció por una puerta y lo saludó llevándose una mano a la gorra, tras lo cual corrió hacia la puerta trasera, donde Matouba los esperaba, flanqueado por dos hombres de uniforme.
Los habían atrapado. Aunque él se aseguraría de que Viola se librara de las consecuencias. Extendió un brazo y la aferró por un hombro.
Billy se detuvo en seco en el extremo del pasillo mientras Jin tiraba de ella y la pegaba a su torso.
—No hables a menos que yo te lo diga —le susurró rápidamente al oído mientras la embargaban el alivio y la euforia al sentir de nuevo sus manos.
A continuación, la soltó y se produjo un gran alboroto. Un buen número de hombres aparecieron en el pasillo por ambos extremos, armados con lámparas, velas y uno de ellos con un atizador. Vestían librea o uniforme. Un anciano de nariz aguileña con un gorro de dormir torcido y pelo canoso se adelantó.
—¡Ajá! Me imaginaba que habría juego sucio —le colocó la vela a Viola cerca de la cara y la cera derretida le manchó el gabán—. ¡Te he tendido una trampa! Dejé que ese tonto de Pecker se quedara con tu dinero, ladronzuelo. ¡Ajá, te atrapé! —le entregó la vela a un criado y agarró el cofrecillo—. Ahora no tendrás mi cofre, sino que te has ganado diez años en Newgate.
Viola se mantuvo en sus trece.
—¡Deje que me lo lleve, viejo cruel! Le pagaré por él.
Todos jadearon, salvo Billy, que estaba inmovilizado por dos criados, y el hombre que se mantenía en silencio junto a Viola.
La cara del obispo adoptó una expresión sorprendida y a la luz de la vela sus arrugas parecieron los surcos de un arado.
—¡Es una muchacha!
—¡No soy una muchacha! Es un tipo egoísta y avaro. ¿Por qué no quiere vender el cofre?
—Porque fui yo quien lo descubrió y no acostumbro a vender mis tesoros, jovencita —entrecerró los ojos—. Sospecho que crees que no voy a entregarte a las autoridades por el hecho de ser una mujer. Pues te equivocas. El Señor perdona a los bribones arrepentidos, pero la ley debe aplicarse antes para dar ejemplo —le arrebató el cofre de las manos y Viola sintió que se le caía el alma a los pies—. Oficiales, mañana la visitaré en su celda de Newgate para escuchar sus disculpas. Llévensela. A ella y a sus cómplices en el intento de robo —miró de pasada a Jin—. Me vuelvo a la cama. Con mi cofre.
—Ilustrísima, ella no tiene la culpa.
Viola dio un respingo. Jin había hablado con una voz que no era la suya. Sí, el timbre era tan grave como siempre, pero tenía un acento raro, parecido al de Billy o al del lacayo que Jane había sobornado.
—¿Ah, no, joven? ¿Entonces quién la tiene? ¿Tú?
—Bueno, verá, la causante de todo esto es mi hermana, ilustrísima —empezó a moverse como si estuviera nervioso, cambiando el peso del cuerpo de un pie a otro.
Viola jadeó. ¿Su hermana? ¿A qué estaba jugando?
—¿Esta es su hermana?
—No, señor —Jin la miró de reojo con una expresión que Viola habría jurado que era tímida. Pero eso era imposible—. Mi hermana es la doncella de la dama aquí presente.
—¿Esta es una dama? —el obispo cogió una vela y la acercó de nuevo a la cara de Viola.
—Sí, señor. Es la hermana de un aristócrata, como usted, ilustrísima.
—Pues no me lo parece. Cierto que no parece una buscona, pero tiene pinta de pilluela de la calle.
Jin asintió con la cabeza.
—No es la típica dama, eso seguro, ilustrísima. Pero sólo tiene que mirarle las manos.
El obispo frunció el ceño.
—Señorita, enséñeme las manos.
Viola lo obedeció.
El obispo se inclinó hacia el criado que tenía al lado.
—Clement, ¿te parece que son las manos de una dama?
—Sí, ilustrísima. Creo que lo son.
El obispo torció el gesto y miró a Jin con los ojos entrecerrados.
—¿Y qué hace en mi casa, robándome el cofre?
—En fin, señor. Es que yo quiero ese cofre. Y mi hermana, bueno, es un poco lianta. La dama aquí presente… —titubeó, como si estuviera avergonzado.
Era una actuación sorprendente que Viola habría contemplado boquiabierta de no ser porque el corazón se le podría haber salido por la boca.
—Esta dama aquí presente es una aventurera, ilustrísima. Así que cuando mi hermana la desafió a robar el cofre, pensó que sería una travesura muy divertida.
—¿Y la has acompañado para robarlo?
—No podía dejar que lo hiciera sola, señor. Es una dama y eso…
Viola estuvo a punto de caerse redonda al suelo. ¡Jin se había ruborizado! Jamás lo habría creído posible. Ser testigo de lo buen actor que era le revolvió el estómago.
El obispo asintió con la cabeza.
—En ese caso, será usted quien vaya directo a Newgate esta noche, joven. No por participar en un robo, sino por no ser lo bastante hombre como para enderezar a su hermana y enseñarle a distinguir entre el bien y el mal. Eva es el sexo débil y propensa al mal. Adán debe doblegar su naturaleza salvaje y demostrarle con sus fuertes manos tanto su superioridad moral como su compasión.
Clérigo o no, Viola no estaba contenta con la reprimenda.
—Pero él no…
—Silencio, señorita. Dígame el nombre de su hermano.