Vamos juntas a ver a un expatriado francés que es asesor financiero y experto en operaciones inmobiliarias, que tiene la amabilidad de indicarnos la mejor manera de transferir el dinero. Sugiere que lo mejor es que yo haga un giro telegráfico para pasar el dinero de mi cuenta a la de Wayan y que ella se compre la finca o la casa que quiera. Así me evitaré el lío de tener que registrar una propiedad en Indonesia. Si hago envíos nunca superiores a 10.000 dólares, el Departamento de Hacienda estadounidense y la CIA nunca pensarán que estoy lavando dinero procedente del narcotráfico. A continuación vamos al pequeño banco de Wayan, cuyo director nos explica el modo de hacer un giro telegráfico. Al final, resumiendo perfectamente la situación, el director del banco dice:
—Mira, Wayan. En unos días, cuando te llegue la transferencia, tendrás en tu cuenta unos 180 millones de rupias.
Wayan y yo nos miramos y nos da un ataque de risa casi infantil. ¡Qué cantidad de dinero! Intentamos mantener la compostura, porque estamos en el elegante despacho de un director de banco, pero no podemos parar de reírnos. Salimos por la puerta como dos borrachas, agarrándonos para no caernos.
—¡Nunca he visto un milagro tan rápido! —exclama—. Paso mucho tiempo pidiendo a Dios ayuda para Wayan. Y Dios también pide a Liz ayuda para Wayan.
—¡Y Liz también pide a sus amigos ayuda para Wayan! —apostillo.
Cuando volvemos a la tienda, Tutti acaba de volver del colegio. Poniéndose de rodillas, Wayan agarra a la niña y le dice:
—¡Una casa! ¡Una casa! ¡Tenemos una casa!
Al oírlo, Tutti finge un desmayo maravilloso, desplomándose en el suelo como un personaje de dibujos animados.
Mientras las tres nos reímos, veo a las niñas huérfanas contemplando la escena desde la cocina y me doy cuenta de que me miran con algo semejante al...
miedo
. Mientras Wayan y Tutti dan saltos de alegría, me planteo lo que pueden estar pensando ellas. ¿Por qué estarán tan asustadas? ¿Temerán quedarse fuera de la historia? ¿O les doy miedo porque me ven capaz de sacar mucho dinero de debajo de las piedras? (Como es una cifra casi
impensable
, ¿creerán que hago magia negra?) Habiendo llevado una vida tan inestable como la de estas dos niñas, puede que cualquier cambio resulte terrorífico.
Cuando veo que los ánimos se apaciguan algo, pregunto a Wayan, sólo para cerciorarme:
—¿Qué pasa con Ketut Grande y Ketut Pequeña? ¿También son buenas noticias para ellas?
Wayan vuelve la cabeza hacia la cocina, donde están las niñas, y ve en sus caras el mismo temor que he visto yo, porque se acerca a ellas y las abraza y les susurra palabras tranquilizadoras con la boca pegada a sus cabezas. Al oírla, las niñas parecen relajarse. Entonces suena el teléfono y Wayan intenta apartarse de ellas, pero los brazos huesudos de las dos Ketut se agarran implacablemente a su madre extraoficial. Clavándole la cabeza en la tripa y las axilas, pasan muchos minutos en los que se niegan —con una ferocidad que no les he visto hasta ahora— a soltarla.
Mientras tanto, voy yo a contestar al teléfono.
—Centro de Medicina Balinesa Tradicional —digo—. ¡Vengan a vernos, que hay grandes rebajas por cierre del establecimiento!
El fin de semana vuelvo a quedar con Felipe el brasileño, dos veces. El sábado lo llevo a la tienda para que conozca a Wayan y las niñas. Tutti se pone a dibujarle casas y Wayan guiña provocativamente los ojos a sus espaldas, susurrando: «¿Novio nuevo?» mientras yo sacudo la cabeza como diciendo: «No, no, no». (Aunque tengo que reconocer que ya no me acuerdo de ese tío galés tan guapo.) También llevo a Felipe a conocer a Ketut, mi amigo el curandero, que le lee la mano y declara unas siete veces seguidas (mientras me mira fijamente con sus ojos penetrantes) que es «un hombre bueno, un hombre muy, muy bueno. No un hombre malo, Liss.
Un hombre bueno
».
El domingo Felipe me pregunta si me apetece pasar el día en la playa. Entonces caigo en la cuenta de que llevo dos meses en Bali sin haber visto la playa, cosa que me parece una idiotez absoluta, así que le digo que sí. Me pasa a buscar en su jeep y tardamos una hora en llegar a la playa de Pedangbai, que está en una pequeña cala escondida donde casi no van turistas. El sitio donde me lleva es lo más parecido al paraíso que he visto en mi vida, con agua azul y arena blanca y palmeras verdes que dan una sombra estupenda. Nos pasamos todo el día hablando, interrumpiendo nuestra charla sólo para bañarnos, echarnos la siesta o leer, a veces leyéndonos en voz alta uno al otro. En la playa hay un chiringuito donde unas mujeres balinesas nos preparan un pescado fresco a la plancha, que tomamos con cerveza fría y fruta helada. De pie entre las olas nos contamos los detalles de nuestra vida que se nos han escapado en estas últimas semanas, que hemos pasado en los restaurantes más tranquilos de Ubud, charlando mientras nos bebíamos una botella de vino tras otra.
A Felipe le gusta mi cuerpo, según me dice después de verlo en la playa por primera vez. Me cuenta que los brasileños tienen un término exacto para el tipo de cuerpo que tengo yo (ay, estos brasileños), que es
magrafalsa
, es decir, «falsa delgada». Lo usan para referirse a una mujer que parece flaca de lejos, pero de cerca resulta que es redondeada y carnosa, que en Brasil se considera bueno. Benditos sean los brasileños. Mientras hablamos tumbados en las toallas, Felipe a veces alarga el brazo y me quita unas motas de arena de la nariz o me aparta un mechón rebelde de la cara. Pasamos diez horas seguidas hablando sin parar. Cuando se hace de noche, recogemos nuestras cosas y nos vamos a dar un paseo por la oscura calle principal de aquel pueblecito pesquero balinés, caminando bajo las estrellas cogidos del brazo. Es entonces cuando Felipe el brasileño me pregunta con la mayor naturalidad del mundo (casi como si me preguntara si quiero comer algo):
—¿Quieres tener algo conmigo, Liz? ¿Te apetece?
Me gusta mucho cómo sucede esta parte de la historia. No empieza con un acto —el típico amago de beso o una valentonada—, sino con una pregunta. Y, además, es la pregunta correcta. Recuerdo lo que me dijo mi terapeuta hace más de un año, antes de empezar este viaje. Le había contado que quería permanecer célibe durante el año entero que durase mi periplo, pero le pregunté con cierta preocupación:
—¿Y si conozco a un hombre que me gusta de verdad? ¿Qué hago? ¿Tengo algo con él o no? ¿Mantengo mi independencia? ¿O me doy el capricho de tener una historia de amor?
Con una sonrisa indulgente, mi terapeuta me contesta:
—Mira, Liz. Todo esto deberías hablarlo en el momento oportuno con la persona implicada.
Pues aquí estoy, en el momento oportuno y con la persona implicada. Nos ponemos a hablar del tema, tranquilamente, mientras paseamos tranquilamente junto a la orilla del mar, cogidos del brazo como dos amigos.
—En circunstancias normales te diría que sí, Felipe —le explico—. Aunque tampoco sé muy bien cuáles serían esas
circunstancias normales
...
Los dos soltamos una carcajada. Pero después le explico los motivos por los que me cuesta decidirme. Pese a lo mucho que pueda disfrutar de entregarme en cuerpo y alma a un experto amante brasileño, una parte de mí me pide que me dedique totalmente a mí misma durante el año que va a durar mi viaje. En mi vida se está produciendo una transformación fundamental que precisa un espacio y un tiempo para llevarse a cabo como es debido. Soy como una tarta recién sacada del horno, que tiene que enfriarse antes de poder ponerle la última capa de azúcar. No quiero quedarme sin disfrutar de este periodo tan importante. No quiero volver a perder el control de mi vida.
Por supuesto, Felipe me dice que lo entiende, que haga lo que crea más conveniente y que espera que le perdone por haber sacado el tema. («Tarde o temprano tenía que preguntártelo, cielito mío.») Me asegura que, decida lo que decida, seguiremos siendo amigos, ya que a los dos parece habernos sentado muy bien el tiempo que hemos pasado juntos.
—Pero tienes que dejarme que te cuente mi punto de vista —me dice.
—Estás en tu derecho —le contesto.
—Para empezar, si te he entendido bien, estás dedicando este año a buscar el equilibrio entre la devoción y el placer. Te he visto muy entregada a los ejercicios espirituales, pero creo que el placer lo tienes bastante abandonado.
—En Italia comí mucha pasta, Felipe.
—¿Pasta, Liz?
¿Pasta?
—Vale. Tienes razón.
—Además, creo que sé lo que te preocupa de verdad. Temes que llegue otro hombre a tu vida y te lo quite todo. Pero yo no te voy a hacer eso, cariño. También llevo mucho tiempo solo y también he perdido mucho con el amor, como tú. No quiero que nos quitemos nada el uno al otro. Lo que me pasa es que nunca he estado tan a gusto con nadie como contigo, y me gustaría estar a tu lado. Tranquila, que no te voy a seguir a Nueva York cuando te vayas en septiembre. Y en cuanto a los motivos que me diste hace unas semanas para no querer tener un amante..., pues te digo lo siguiente. Me da igual que no te afeites las piernas todos los días, adoro tu cuerpo; ya me has contado la historia de tu vida y no tienes que preocuparte por lo de quedarte embarazada, porque me he hecho la vasectomía.
—Felipe —le digo—, es la mejor propuesta que me ha hecho un hombre jamás.
Y lo era. Pero le dije que no.
Me llevó a casa. Al llegar a casa, en el coche nos dimos unos besos dulces, salados y arenosos, besos de haber pasado todo el día juntos en la playa. Fue maravilloso. Claro que sí. Pero volví a decirle que no.
Se marchó y yo me metí en la cama sola.
Durante toda mi vida las decisiones relativas a los hombres las he tomado muy deprisa. Siempre me he enamorado a toda velocidad sin tener en cuenta los posibles riesgos. Tiendo a ver sólo las cosas buenas de la gente, pero doy por hecho que todos estamos capacitados para llegar a la cima de nuestra capacidad sentimental. Me he enamorado incontables veces de la mejor versión de un hombre, no del hombre real, y después me dedico a esperar durante muchísimo tiempo (a veces una barbaridad) a que el hombre alcance su máximo potencial de grandeza. En el amor a menudo he sido una víctima de mi excesivo optimismo.
Me casé joven y apresuradamente, llena de amor y esperanza, pero sin haberme planteado en serio todo lo que implica un matrimonio. Nadie me aconsejó sobre el tema. Mis padres me enseñaron a ser independiente, autosuficiente y segura de mí misma. A los 24 años se esperaba de mí que tomara mis decisiones de manera autónoma. Como todos sabemos, las cosas no siempre fueron así. De haber nacido en cualquier otro siglo del patriarcado occidental, yo habría tenido que obedecer a mi padre hasta que me entregase a mi marido, pasando a ser de su propiedad. Huelga decir que no habría tomado ninguna de las grandes decisiones de mi vida. Antaño mi padre le habría hecho a mi pretendiente una larga lista de preguntas para decidir si era el hombre adecuado o no. Habría querido saber lo siguiente: «¿Vas a poder mantener a mi hija? ¿Estás bien considerado en tu comunidad? ¿Tienes buena salud? ¿Dónde vais a establecer vuestro hogar? ¿Qué deudas y bienes tienes? ¿Cuáles son tus mejores virtudes?». A mi padre no le habría bastado el hecho de que yo me hubiera enamorado de un hombre. Pero en estos tiempos que corren, cuando yo decidí casarme, el moderno de mi padre no intervino en absoluto. Su intervención habría sido tan rara como si de repente le diera por opinar sobre mi peinado.
Os aseguro que el patriarcado no me produce ninguna nostalgia. Pero me he dado cuenta de que al desmontarlo —legítimamente— como sistema social, no se sustituyó por ninguna otra forma de protección. Vamos, que a mí no se me había pasado por la cabeza hacer a mis pretendientes las preguntas que habría hecho mi padre en otros tiempos. Han sido muchas las veces que me he entregado totalmente a un hombre sólo por amor. Y, en algunos casos, he perdido hasta la camisa. Si quiero ser una mujer autónoma de verdad, tengo que saber protegerme. La célebre feminista Gloria Steinem aconsejó a las mujeres que procurasen ser iguales a los hombres con quienes quisieran casarse. Me acabo de dar cuenta de que no sólo tengo que convertirme en mi propio marido, sino también en mi padre. Por eso me he mandado irme a la cama sola esta noche. Porque me parece pronto para empezar a recibir pretendientes.
Dicho todo esto, me despierto a las dos de la mañana y suspiro profundamente al darme cuenta de que tengo un hambre física que no sé cómo satisfacer. Como el gato lunático que vive en mi casa estaba aullando tristemente por algún motivo, le dije: «Estoy exactamente igual que tú». Pero tenía que quitarme la ansiedad como fuese, así que me levanté, fui a la cocina en camisón, pelé medio kilo de patatas, las herví, las freí en mantequilla, les eché una generosa ración de sal y me las comí todas, una detrás de otra, intentando convencer a mi cuerpo de que se conformase con medio kilo de patatas fritas, en vez de la satisfacción de hacer el amor.
Después de comerse hasta el último bocado del festín, mi cuerpo contestó: «No cuela, nena».
Así que me metí en la cama, suspiré aburrida y me puse a...
A ver. Voy a decir unas palabritas sobre la masturbación con permiso del respetable. A veces es un arma (con perdón) útil, pero otras veces puede ser tan insatisfactoria que te deja peor de lo que estabas. Después de un año y medio de celibato, de un año y medio de amarme a mí misma en mi cama de soltera, me aburre un poco el tema. Pero, esta noche, con lo inquieta que estoy, ¿qué remedio me queda? Lo de las patatas no ha funcionado. Así que me busco la vida yo sola una vez más. Como siempre, mi mente repasa su archivo de imágenes eróticas, buscando la fantasía o recuerdo que solucione la papeleta cuanto antes. Pero nada me funciona, ni los bomberos, ni los piratas, ni el numerito voyeur de Bill Clinton que siempre me saca del apuro. Y tampoco lo de los caballeros victorianos rodeándome en su salón con su cohorte de doncellas núbiles. Al final lo único que me satisface es cuando admito a regañadientes la idea de mi buen amigo el brasileño metiéndose en esta cama conmigo..., poniéndose encima de mí...
Y, al fin, me duermo. Me despierto bajo un tranquilo cielo azul en un dormitorio aún más tranquilo. Todavía intranquila y poco equilibrada, dedico un largo tramo de la mañana a cantar los 182 versos sánscritos del Gurugita, el gran himno purificador que había aprendido en el ashram indio. Entonces medité durante una hora de estremecedora paz, hasta experimentar esa sensación nítida, constante, luminosa, independiente, inmutable, anónima e impasible que es mi propia felicidad. Una felicidad mejor, sinceramente, que nada de lo que he experimentado en mi vida, incluidos los besos salados y deliciosos y las patatas aún más saladas y deliciosas.