Come, Reza, Ama (41 page)

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Authors: Elizabeth Gilbert

Tags: #GusiX, Novela, Romántica, Humor

BOOK: Come, Reza, Ama
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—¿En arriba? —le pregunto—. ¿Qué es «en arriba»?

—Subo siete niveles —me dice—. Voy al cielo.

Al oírle mencionar los «siete niveles», le pregunto si se refiere a que la técnica de meditación pasa por los siete
chakras
sagrados del cuerpo (que estudia el yoga).


Chakras
, no —me dice—. Son lugares. Esta meditación me lleva a siete lugares del universo. Arriba y arriba. El último lugar es el cielo.

—¿Has estado en el cielo, Ketut? —le pregunto.

Sonríe. Por supuesto que ha estado, me dice. Es fácil ir al cielo.

—¿Y cómo es?

—Bonito. Todo allí es bonito. Cada persona es bonita. Y toda la comida bonita está allí. Todo es amor. El cielo es amor.

Después Ketut me cuenta que conoce otra técnica de meditación, que va «en abajo». Esta meditación hacia abajo le hace descender siete niveles por debajo del mundo. Es más peligrosa. No es para los principiantes; sólo para los maestros.

—Entonces, si subes al cielo con la primera meditación, ¿con la segunda bajas al...?

—Al infierno —dice, acabando mi frase.

Qué interesante. El cielo y el infierno no son conceptos típicos del hinduismo. El elemento básico del universo hindú es el karma, que genera un movimiento constante de seres que no acaban su vida «en arriba» ni en ningún sitio como el cielo o el infierno, sino reciclados en alguna otra forma terrenal para solucionar los procesos o los errores que hayan dejado incompletos. Cuando un ser logra llegar a la perfección, se «licencia», por así decirlo, abandonando por completo el ciclo de la vida terrena y fundiéndose con el vacío. La noción del karma implica que el cielo y el infierno sólo se hallan aquí, en la Tierra, donde tenemos capacidad para crearlos, ya que generamos el bien o el mal dependiendo de nuestro destino y nuestro carácter.

Siempre me ha gustado la noción del karma. Pero no literalmente. Vamos, que no me creo la mucama reciclada de Cleopatra ni nada de eso, sino que el asunto me interesa simbólicamente. La filosofía kármica me atrae a nivel metafórico, porque es evidente que en nuestra vida repetimos a menudo los mismos errores, cayendo una y otra vez en las mismas adicciones y compulsiones, provocando los mismos resultados lamentables y a menudo catastróficos, hasta que conseguimos parar y solucionarlo. Ésta es la gran lección que nos enseña el karma (y la psicología occidental, por cierto). Es decir, soluciona tus problemas ahora o los vas a tener que sufrir más adelante, la próxima vez que metas la pata. Y eso de volver a pasar por el mismo sufrimiento... es infernal. En cambio, salir de esa repetición incesante y pasar a un nuevo nivel de entendimiento es
celestial
.

Pero mi amigo Ketut me habla de un cielo y un infierno distintos, como si fueran sitios de verdad, donde él ha estado. Por lo que dice, creo que se refiere a eso.

Para intentar aclararlo, le pregunto:

—¿Tú has estado en el infierno, Ketut?

Sonríe. Por supuesto que ha estado.

—¿Cómo es el infierno?

—Igual que el cielo —me dice.

Al ver mi gesto de perplejidad, intenta explicármelo.

—El universo es un círculo, Liss.

No sé si lo he entendido del todo.

—Vas arriba, vas abajo. Todo es lo mismo al final.

Creo recordar una máxima cristiana que decía:
En las alturas como en las bajuras.

—¿Y en qué se distingue el cielo del infierno?

—En la manera de llegar. Cuando subes al cielo, pasas por siete lugares felices. Cuando bajas al infierno, pasas por siete lugares tristes. Por eso es mejor que tú subas, Liss —me asegura con una carcajada.

—¿Quieres decir que más te vale pasarte la vida subiendo al cielo, pasando por los siete lugares felices, porque nuestro destino final, sea el cielo o el infierno, es el mismo?

—Lo mismo-mismo —me dice—. El final es el mismo, así que mejor si el viaje es feliz.

—Entonces, si el cielo es amor, el infierno es...

—Amor también —me aclara.

Me quedo un rato callada, intentando encajar el rompecabezas.

Ketut suelta una carcajada, dándome una palmadita cariñosa en la rodilla.

—¡Para una persona joven siempre es difícil entenderlo!

88

Esta mañana estaba haciendo el vago en la tienda de Wayan otra vez mientras ella pensaba en la manera de hacerme tener un pelo más largo y tupido. Como ella tiene una maravillosa mata de pelo reluciente que le llega hasta el culo, le da mucha pena que yo sólo tenga cuatro pelajos rubios. Como curandera que es, sabe de un remedio para hacerme tener el pelo más tupido, pero no va a ser fácil. Primero tengo que encontrar un platanero y cortarlo, yo misma, en persona. Después tengo que «quitar la parte de arriba del árbol» y vaciar la parte del tronco y las raíces (que siguen metidas en la tierra) para hacer un agujero grande y profundo, «como una piscina». Entonces tengo que tapar la concavidad con una madera para que no entre el agua de la lluvia ni el rocío. Al cabo de varios días, cuando vuelva, veré que el hueco se ha llenado de un líquido cargado de nutrientes de las raíces del platanero. Esto tengo que meterlo en unos frascos y llevárselos a Wayan, que irá a bendecirlo al templo para poder untármelo en la cabeza todos los días. En unos meses tendré un pelo como el de Wayan, tupido, brillante y largo hasta el culo.

—Aunque seas calva, con esto tienes pelo —me dice.

Mientras hablamos, la pequeña Tutti, que acaba de llegar del colegio, está sentada en el suelo dibujando una casa. Últimamente le ha dado por dibujar casas. Está deseando tener una casa propia. En sus dibujos, en último término, siempre hay un arco iris. Y una familia muy sonriente con padre y todo.

Así se nos pasan las horas en la tienda de Wayan. Mientras Tutti hace sus dibujos, Wayan y yo cotilleamos y hacemos bromas. A Wayan le encanta decir burradas, hablar de sexo y reírse de mí porque estoy soltera. Cada vez que pasa un hombre por delante de su tienda suelta algo sobre lo grande o pequeña que la tiene. Dice que va todas las tardes al templo a rezar para que yo conozca a un buen hombre que sea mi amante.

—No, Wayan. Mejor que no —le digo por enésima vez esta mañana—. Ya me han roto el corazón muchas veces.

—Sé un remedio para corazón roto —dice.

Con la autoridad que le da ser una curandera va contando con los dedos los seis elementos de su Tratamiento Infalible para Curar el Corazón Roto.

—Vitamina E, dormir mucho, beber mucho agua, viajar lejos de la persona amada, meditar y decirle a tu corazón que es cosa de tu destino —recita.

—Justo lo que he hecho yo, quitando lo de la vitamina E.

—Entonces, tú ya curada. Ahora necesitas hombre nuevo. Yo te lo traigo, rezando.

—Yo no rezo para conseguir un hombre, Wayan. Lo que quiero ahora es estar en paz conmigo misma.

Wayan pone los ojos en blanco como diciendo
Ya, vale. Lo que tú digas, tía rara y blancucha
.

—Esto es porque tú tienes mala memoria —me dice—. Ya no recuerdas lo bueno que es el sexo. Cuando estoy casada, también tengo mala memoria. Siempre que veo hombre guapo por la calle olvido que tengo marido en casa.

Le da tanta risa que casi se cae de la silla.

—Todos necesitan el sexo, Liz —me dice, poniéndose seria.

En ese momento entra en la tienda una mujer muy elegantona que sonríe como un faro. Levantándose de un salto, Tutti se lanza a sus brazos, gritando: «¡Armenia, Armenia, Armenia!», que resulta ser el nombre de la mujer, no un extraño eslogan nacionalista. Después de presentarme me pongo a hablar con ella y me cuenta que es de Brasil. Efectivamente, su dinamismo tiene algo de brasileño. Armenia es guapa, va bien vestida, despliega todo el encanto de esas mujeres que parecen no tener edad y, por si fuera poco, es tremendamente sensual.

Me entero de que es una amiga de Wayan que viene mucho a comer a la tienda y también a hacerse tratamientos de belleza y medicina tradicional. Se sienta y pasa una hora con nosotras, cotilleando de cosas de chicas. Sólo va a estar en Bali una semana más, porque tiene que irse a África, o volver a Tailandia, a ocuparse de sus negocios. Resulta que la tal Armenia ha tenido una vida medio
glamourosa
. En sus tiempos trabajó en las Naciones Unidas, en el Alto Comisionado para los Refugiados, el famoso ACNUR. En la década de 1980 la enviaron a las selvas de El Salvador y Nicaragua, en plena guerra, usando su belleza, su carisma y su inteligencia para aplacar a los generales y los rebeldes a ver si entraban en razón. (¡Otra con energía guapa!) Ahora tiene una agencia internacional llamada Novica, que vende por Internet obras de una serie de artistas indígenas del mundo entero. Habla unos siete u ocho idiomas y lleva los zapatos más elegantes que he visto desde que estaba en Roma.

Mirándonos a las dos, Wayan me dice:

—Liz, ¿por qué tú nunca vistes sexy, como Armenia? Eres una mujer guapa. Tienes suerte de tener bonita cara, bonito cuerpo, bonita sonrisa. Pero siempre vas con camiseta rota y vaqueros rotos. ¿No quieres ser sexy, como ella?

—Wayan —le digo—, Armenia es brasileña. Su caso es completamente distinto.

—¿Distinto en qué?

—Armenia —digo, volviéndome hacia la mujer que acabo de conocer—. Por favor, ¿puedes explicarle a Wayan lo que significa ser una mujer brasileña?

La aludida suelta una carcajada, pero luego se pone seria y dice:

—Bueno, yo siempre voy arreglada y femenina, hasta en las zonas de guerra y en los campos de refugiados de América Central. Aunque estés en una situación trágica o una crisis, no veo motivos para empeorar la situación yendo sin arreglar. Ésa es mi filosofía. Por eso siempre he ido a la selva maquillada y con alguna joya. Nada extravagante tampoco. Una pulsera de oro bonita, unos pendientes, los labios pintados y un buen perfume. Para dejar claro que me respeto a mí misma, nada más.

A su manera, Armenia me recuerda a esas grandes damas viajeras de la época victoriana que decían que en África hay que ponerse lo mismo que en un salón londinense. La tal Armenia es una mariposa social. Nos explica que se va porque tiene que trabajar, pero antes me invita a una fiesta que hay esta noche. Tiene un amigo, otro brasileño trotamundos que ha acabado viviendo en Ubud, según me cuenta, que da una cena en un restaurante muy agradable. Va a hacer una
feijoada
, un típico plato brasileño que consiste en grandes cantidades de cerdo con frijoles. Y todo aderezado con cócteles brasileños, claro. Va a haber muchos expatriados de todas partes del mundo, que viven en Bali. Armenia me pregunta si me apetece ir. Puede que luego se vayan a bailar a algún sitio. No sabe si me gusta ir a fiestas o no, pero...

¿Cócteles? ¿Bailar? ¿Cerdo con frijoles?

Por supuesto que voy.

89

No sé cuándo fue la última vez que me puse elegante, pero esta noche saco el único vestido elegante que tengo —uno de tirantes que se me ha quedado en el fondo de la mochila— y me lo pongo. Hasta me pinto los labios. No recuerdo cuándo me pinté los labios por última vez, pero sí sé que no estaba en India, eso seguro. De camino a la fiesta me paso por casa de Armenia, que me adorna con varias de sus joyas elegantes, me anima a ponerme su perfume elegante y me deja meter la bici en su jardín para poder llegar a la fiesta en su coche elegante, como una mujer adulta «normal».

Me divierto mucho en la cena de los expatriados, donde se me despiertan ciertos aspectos de la personalidad que tenía hibernados. Hasta me emborracho un poco, cosa memorable después de tantos meses de pureza mística en el ashram y tantas tardes bebiendo té en mi florido jardín balinés. ¡Si hasta me da por ligar! Llevo siglos sin coquetear con nadie, porque últimamente no he ido más que con monjes y curanderos. Pero esta noche, de repente, desempolvo la sexualidad de toda la vida. Eso sí, no tengo muy claro con quién estoy ligando, porque explayo mi encanto por doquier. ¿Me atraía el ingenioso ex periodista australiano que tenía al lado? («Aquí todos le damos al frasco», me explica. «Nos recomendamos unos a otros nuevos lugares donde tomar algo.») ¿Y el discreto intelectual alemán del fondo de la mesa? (Me ha prometido que me va a prestar las novelas de su surtida biblioteca.) ¿Y el atractivo brasileño de mediana edad que nos ha preparado este festín con sus propias manitas? (Me gustan sus ojos castaños y su acento. Y su arte culinario, por supuesto. Sin venir a cuento, le suelto una clara insinuación. Él se está riendo de sí mismo, diciendo: «Yo, como brasileño, soy una catástrofe. No sé bailar ni jugar al fútbol ni tocar ningún instrumento musical». Y voy yo y le contesto: «Pues a mí me da la sensación de que serías un casanova fantástico». El tiempo se detiene mientras nos miramos a los ojos como diciendo:
La verdad es que esa idea da bastante que pensar
. El atrevimiento de mi frase se queda en el aire, como un perfume. Él no lo niega. Yo soy la primera en apartar la mirada al notar que me estoy sonrojando.)

En cuanto a su
feijoada
, está espectacular. Decadente, especiada y sabrosa, tiene todo lo que le falta a la comida balinesa. Después de repetir varias veces, decido que la noticia ya es oficial: Jamás seré vegetariana, al menos mientras siga habiendo comida como ésta en el mundo. Después nos vamos a bailar a la discoteca local, por llamarle algo. Es más bien un chiringuito elegantón, pero sin playa. Hay una banda de chicos balineses tocando buena música
reggae
y está lleno de juerguistas de todas las edades y nacionalidades, trotamundos, turistas, lugareños y chicas y chicos balineses guapísimos, todos bailando sin el menor sentido del ridículo. Armenia no ha venido, porque tiene que trabajar al día siguiente, según dice, pero el brasileño guapo me está tratando muy bien. Para empezar, no baila tan mal. Seguro que juega al fútbol también. Me gusta que me abra las puertas, me diga lindezas y me llame «cariño». Eso sí, me quedo un poco desconcertada al ver que se lo dice a todo el mundo, hasta al peludo camarero. En fin, que es un hombre cariñoso.

Hacía siglos que no salía por la noche. Ni siquiera en Italia había ido a muchos bares y en la época de David tampoco salía casi nunca. Si me ponía a pensar, la última vez que había bailado fue con mi marido. Cuando estaba felizmente casada, qué tiempos aquellos. Madre mía, eso fue hacía
siglos
. En la pista de baile me encuentro con mi amiga Stefania, una chica italiana muy simpática a la que había conocido hacía poco en una clase de meditación. Nos ponemos a bailar juntas con el pelo desparramado por todas partes, rubia y morena, contoneándonos alegremente. En algún momento, después de la medianoche, la banda se retira y la gente se pone a hablar.

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