Come, Reza, Ama (48 page)

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Authors: Elizabeth Gilbert

Tags: #GusiX, Novela, Romántica, Humor

BOOK: Come, Reza, Ama
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A todas éstas, resulta que no me podía ni imaginar lo caro que es comprarse una casa en Bali. Como todo lo demás es tan barato, lo normal es que la tierra también estuviese infravalorada, pero esa suposición es incorrecta. Comprar un terreno en Bali —sobre todo en Ubud— puede costar tanto como en el condado Westchester, en Tokio o en el californiano Rodeo Drive. Esto es totalmente ilógico, porque una vez que tienes la propiedad no puedes recuperar tu inversión de una manera sensata y tradicional. Si pagas los 25.000 dólares que vale un
aro
de tierra (un
aro
es una medida de superficie que podría traducirse por «algo más que una plaza de aparcamiento de un monovolumen»), te puedes construir una tiendecilla donde venderás a los turistas un sarong de batik diario que te dará unos beneficios de unos setenta y cinco centavos la pieza. Es totalmente absurdo.

Pero los balineses valoran su tierra con una pasión que supera los límites de lo puramente económico. Como en este país la tierra es la única riqueza que se reconoce como legítima, es igual de valiosa que una vaca para un masai africano o el brillo de labios para mi sobrina de 5 años. Es decir, siempre se quiere más, es una posesión que hay que conservar como sea y se aspira a tener todas las existencias mundiales.

Por otra parte —como descubro durante el mes de agosto, cuando me interno en un viaje tipo Narnia por las complejidades del sector inmobiliario de Bali—, es casi imposible saber si un terreno está en venta o no. Un balinés que vende una propiedad no quiere que se sepa. Hacerlo público le resultaría bastante útil, pero aquí no son de la misma opinión. Si eres un granjero balinés que vende sus tierras, significa que necesitas dinero desesperadamente, cosa que aquí se considera una humillación. Además, si tus vecinos y tu familia descubren que has vendido unas tierras, sabrán que tienes dinero y vendrán corriendo a pedirte que les prestes algo. La manera de saber si se vende una tierra es... el rumor. Y las negociaciones se llevan a cabo tras un tupido velo de discreción y falsedad.

Los expatriados occidentales que viven aquí —al saber que quiero comprarle un terreno a Wayan— vienen a contarme aleccionadoras historias sobre sus siniestras experiencias. Todos me avisan de que en el sector inmobiliario local uno nunca sabe a qué atenerse. El terreno que se «compra» puede no «pertenecer» a la persona que lo «vende». El tío que te enseña el terreno puede no ser el dueño, sino el amargado sobrino del dueño, que intenta desquitarse con su tío por una vieja rencilla familiar. Y no esperes que los límites de tu propiedad estén claros. Si te compras una finca para hacerte la casa de tus sueños, después puede resultar que está «demasiado cerca de un templo» para obtener el permiso de edificación (y es difícil, en este pequeño país donde hay aproximadamente 20.000 templos, hallar un terreno que no esté cerca de alguno de ellos).

También es muy probable que te toque vivir en la ladera de algún volcán o pegado a alguna falla. Y no sólo me refiero a las fallas geológicas. Con lo idílico que parece, los sabios tienen muy presente que forman parte de Indonesia, el mayor país islámico del mundo, con un sistema político inestable, corrupto desde los altos cargos de justicia hasta el tío que te pone gasolina en el coche (y que sólo pretende llenarte el depósito hasta arriba). Siempre parece haber una revolución inminente y todos tus bienes pueden acabar en manos de los insurgentes. Probablemente, a punta de pistola.

Está claro que no soy quién para llevar a cabo esta peliaguda negociación en absoluto. Porque supe bandeármelas con los documentos de mi divorcio neoyorquino, pero esto es mucho más kafkiano. Lo cierto es que en el banco de Wayan hay 18.000 dólares —donados por mí, mi familia y mis mejores amigos— convertidos en rupias indonesias, una moneda que tiene fama de hundirse de la noche a la mañana, convertida en polvo y paja. Y a Wayan la echan de la tienda en septiembre, que es cuando yo me voy de aquí. Es decir, dentro de unas tres semanas.

Pero mi amiga no consigue encontrar un terreno que le parezca apropiado para construirse una casa. Aparte de todas las consideraciones prácticas, tiene que examinar el
taksu
—el alma— de cada sitio que ve. Como curandera que es, tiene una sensibilidad especial para detectar el
taksu
aún mayor que el resto de sus compatriotas. Yo había encontrado un sitio que me parecía perfecto, pero Wayan decía que estaba poseído por demonios enfurecidos. El siguiente lugar fue rechazado por estar demasiado cerca de un río, que, como sabe cualquiera, es donde viven los fantasmas. (El mismo día en que fuimos a verlo Wayan soñó con una hermosa mujer vestida con andrajos, llorando, y ahí se acabó el tema. Ese terreno no se podía comprar.) Entonces encontramos una tiendecita estupenda cerca de la ciudad, con jardín y todo, pero estaba en una esquina y sólo los que quieren arruinarse y morir jóvenes se compran una casa en una esquina. Eso lo sabe cualquiera.

—En ese asunto no te metas —me aconseja Felipe—. Confía en mí, cariño. A un balinés no le toques el tema del
taksu
.

Entonces, la última semana, Felipe encuentra un sitio que parece reunir todos los elementos necesarios: es un terreno pequeño, bonito, cerca del centro de Ubud, en una calle tranquila, cerca de un arrozal, con espacio de sobra para un jardín y ajustado a nuestro presupuesto. Cuando pregunto a Wayan, «¿Lo compramos?», me contesta: «Aún no lo sé, Liz. No se puede correr con una decisión así. Primero tengo que hablar con un sacerdote».

Me explica que tiene que consultar a un sacerdote para encontrar un día adecuado para comprar el terreno si es que se decide a comprarlo. Porque en Bali no puede hacerse nada importante sin haber elegido un día adecuado. Pero no puede ponerse a buscar el día hasta que decida si realmente quiere vivir ahí. Sabiendo que me quedan muy pocos días, le pregunto, como la neoyorquina que soy:

—¿Cuánto tardarás en tener un sueño favorable?

—No se puede ir deprisa en este asunto —me contesta ella, como la balinesa que es.

Pero sería útil, añade, pensando en voz alta, ir a uno de los templos importantes de Bali a hacer una ofrenda y rezar a los dioses para que le envíen un sueño favorable.

—Vale —le digo—. Mañana te puede llevar Felipe al templo grande para que hagas una ofrenda y pidas a los dioses que, por favor, te envíen un sueño favorable.

A Wayan le encantaría, dice. Es una idea genial. Sólo hay un problema. No le está permitido entrar en ningún templo esta semana.

Porque tiene... la menstruación.

104

Puede que no le sepa ver la gracia a este asunto. Porque es bastante curioso y entretenido intentar entender toda esta historia. O puede que esté disfrutando tanto de este momento tan surrealista de mi vida porque resulta que me estoy enamorando y eso siempre hace que el mundo parezca maravilloso por absurda que sea la realidad.

Felipe siempre me ha gustado. Pero su manera de afrontar la Saga de la Casa de Wayan nos une durante el mes de agosto como si fuésemos una pareja de verdad. Es obvio que le trae sin cuidado lo que le pueda suceder a esta curandera balinesa medio chalada. Él es un empresario. Ha conseguido llevar cinco años viviendo en este país sin haberse metido para nada en la vida de nadie ni participar en los complejos rituales de estas gentes, pero de pronto se ve metido hasta las rodillas en el barro de los arrozales y buscando un sacerdote que pueda dar a Wayan una fecha favorable...

—Yo llevaba una vida aburrida y muy feliz hasta que apareciste tú —dice sin parar.

Es verdad que se aburría en Bali. Llevaba una vida lánguida y sólo le interesaba matar el tiempo, como un personaje sacado de una novela de Graham Greene. Esa indolencia desapareció desde el momento en que nos presentaron. Ahora que estamos juntos, Felipe me cuenta su versión de cómo nos conocimos, una historia deliciosa que nunca me canso de oír. Dice que esa noche me vio de espaldas y que no le hizo falta verme la cara para saber en lo más profundo de sus entrañas que «Ésa es mi mujer. Haré lo que sea para tenerla».

—Y fue fácil conseguirte —me dice—. Sólo tuve que rogar y suplicar durante varias semanas.

—No rogaste ni suplicaste.

—Es que no me viste rogar y suplicar, ¿o qué?

Me cuenta que cuando fuimos a bailar, la noche en que nos conocimos, se dio cuenta de que me atraía el galés guaperas y se le vino el mundo abajo. Al vernos juntos, pensó: «Aquí estoy yo, haciendo tanto esfuerzo para seducir a esta mujer y resulta que el tío ese tan guapo me la va a quitar y le va a complicar la vida totalmente sin que ella llegue a sospechar cuánto amor puedo darle».

Y es verdad que sabe querer. Es un cuidador nato, que se mueve a mi alrededor en una especie de órbita, convirtiéndome en el centro de su brújula, perfecto en su papel de caballero andante. Felipe es uno de esos hombres que necesitan desesperadamente tener una mujer en su vida, pero no para que lo cuide, sino para poder cuidar él de alguien, para poder consagrarse a alguien. Como llevaba sin vivir una relación así desde que acabó su matrimonio, había ido a la deriva, pero ahora se está organizando en torno a mí. Es una maravilla que te traten así, pero también da miedo. A veces lo oigo abajo, haciéndome la cena mientras yo estoy arriba, leyendo tan contenta, y mientras silba una alegre samba brasileña me dice desde abajo:

—Cariño, ¿quieres otro vaso de vino?

Entonces me pregunto si sabré ser el sol de su universo, serlo todo para él. ¿Estoy lo suficientemente centrada para ser el centro de la vida de alguien? Pero, cuando por fin le saco el tema una noche, me dice:

—¿Te he pedido yo que seas esa persona, cariño? ¿Te he pedido que seas el centro de mi vida?

Y entonces me da mucha vergüenza ser tan vanidosa como para dar por hecho que quiere quedarse conmigo toda la vida, colmándome de caprichos hasta el fin de los tiempos.

—Perdona —le digo—. Soy un poco arrogante, ¿no?

—Un poco —admite—. Pero no tanto, en realidad. Cariño, tenemos que hablar de ese tema, porque la verdad es que estoy locamente enamorado de ti.

Y al verme palidecer, se sale por la tangente para intentar tranquilizarme:

—Aunque lo digo hipotéticamente, claro —bromea, añadiendo después en tono serio—: Mira, tengo 52 años. Créeme, sé cómo funciona el mundo. Sé que aún no me quieres como yo te quiero, pero la verdad es que me da igual. Por algún motivo, contigo me pasa lo mismo que me pasaba con mis hijos cuando eran pequeños. Sabía que no eran ellos los que me tenían que querer a mí, sino yo a ellos. Tú puedes encauzar tus sentimientos como quieras, pero yo te quiero y siempre te querré. Aunque no nos volvamos a ver, me has hecho revivir y eso es mucho. Por supuesto, me gustaría compartir mi vida contigo. Lo malo es que aquí en Bali tampoco te puedo ofrecer una gran vida.

La verdad es que yo también me he planteado ese tema. He visto cómo es la vida social de los expatriados que viven en Ubud y sé perfectamente que no me interesa. La ciudad está llena de personajes todos cortados por el mismo patrón, occidentales tan vapuleados y hartos de su vida que han decidido rendirse y acampar aquí en Bali indefinidamente, donde viven en una casa preciosa por 200 dólares al mes con un joven balinés o balinesa como acompañante, donde pueden ponerse a beber antes de las doce de la mañana sin que nadie se escandalice, donde pueden ganar algo de dinero exportando muebles con un socio. Pero, en general, lo que les interesa es que nadie les vuelva a exigir nada serio en toda su vida. Y no son gente cutre ni mucho menos. Son un grupo multinacional de alto nivel, inteligentes y con talento. Pero me da la sensación de que todos ellos fueron algo alguna vez (estuvieron «casados» o «trabajaban»), pero ahora lo que los une es la ausencia de algo que han abandonado para siempre: la
ambición
. Obviamente, todos beben mucho.

Desde luego, la bonita ciudad balinesa de Ubud no es un mal sitio para hacer el vago, ignorando el paso del tiempo. Supongo que en eso se parece a otros sitios como Key West, en Florida, u Oaxaca, en México. La mayoría de los expatriados de Ubud son incapaces de decirte cuánto tiempo llevan viviendo aquí. Para empezar, no están seguros de cuánto tiempo ha pasado desde que se mudaron a Bali. Pero tampoco parecen tener muy claro que realmente vivan aquí. No pertenecen a ninguna parte; están desanclados. A algunos les gusta imaginar que sólo están pasando el rato, como si estuvieran en un semáforo en punto muerto, esperando a que se ponga verde. Pero al cabo de diecisiete años, por ejemplo, uno se plantea si alguien se marchará de aquí alguna vez.

Es muy agradable hacer el vago con ellos, pasar las tardes de domingo alargando la comida, bebiendo champán sin hablar de nada concreto. Pero llega un momento en que me siento como Dorothy en los campos de amapolas de Oz.
¡Cuidado! ¡No te tumbes en estos prados narcóticos, que puede que te pases el resto de la vida durmiendo!

¿Y qué será de Felipe y de mí? Porque ya hay un «Felipe y yo», según parece. Hace poco me dijo: «A veces me encantaría que fueras una niña perdida, para poder tomarte entre mis brazos y decirte "Vente a vivir conmigo y cuidaré de ti para siempre". Pero no eres una niña perdida. Eres una mujer con una carrera y con ambición. Eres el caracol perfecto: llevas tu vida a cuestas. Deberías conservar esa libertad todo lo que puedas. Yo lo único que te digo es esto: si quieres tener un hombre brasileño, ya lo tienes. Soy todo tuyo».

No sé muy bien lo que quiero. Sí sé que, en el fondo, siempre he querido oír decir a un hombre: «Déjame cuidarte para siempre», pero ninguno me lo había dicho hasta ahora. Habiendo desistido de encontrarlo, en los últimos años había aprendido a decírmelo a mí misma, sobre todo cuando estaba asustada. Pero oírselo decir a otra persona, a una persona sincera...

Anoche, cuando Felipe se quedó dormido, me puse a pensar en todo esto; acurrucada a su lado, me planteaba qué sería de nosotros. ¿Qué futuros posibles nos esperan? ¿Qué hacemos con el asunto de la geografía? ¿Dónde íbamos a vivir? Y también está el tema de la edad. Aunque cuando llamé a mi madre el otro día para contarle que he conocido a un hombre estupendo, pero «¡A que no sabes qué, mamá! Tiene 52 años», no le impresionó lo más mínimo. Lo único que me dijo fue: «Pues te voy a dar un notición, Liz. Tú tienes 35». (Tienes toda la razón, mamá. Bastante suerte tengo de haberme conseguido un hombre, a mi edad caduca.) Aunque la diferencia de edad me da igual, la verdad. Me gusta que Felipe sea mucho mayor que yo. Me parece muy sexy. Me hace sentirme... francesa o algo así.

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