Come, Reza, Ama (26 page)

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Authors: Elizabeth Gilbert

Tags: #GusiX, Novela, Romántica, Humor

BOOK: Come, Reza, Ama
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Al oírle, a Richard le entra la risa. Uno de sus deportes preferidos es reírse de mí por no tener casa.

—No sigas, hermano —le dice al vendedor de alfombras—. Esta pobre mujer no tiene ningún suelo en el que poner una alfombra.

Sin acobardarse el vendedor nos dice: «Entonces, ¿tal vez la señora quiera colgar una alfombra en su pared?».

—Pues, lo que son las cosas —contesta Richard—, el caso es que también anda un poco escasa de paredes.

—¡Pero tengo un alma valerosa! —me defiendo.

—Y otras cualidades magníficas —añade Richard, echándome un cable por una vez en su vida.

52

Lo más arduo de mi experiencia en el ashram no es la meditación, a decir verdad. Porque eso es duro, obviamente, pero no fatídico. Aquí hay otra cosa que se me hace aún más cuesta arriba. Lo verdaderamente fatídico es lo que hacemos todas las mañanas después de meditar y antes de desayunar (por Dios, qué largas se me hacen las mañanas): un cántico llamado el Gurugita. Richard le llama el Regurgita y a mí se me ha atragantado desde el primer momento. No me gusta nada; nunca me ha gustado, desde la primera vez que lo escuché, en el ashram de los montes de Nueva York. Me encantan todos los demás cánticos e himnos de este tipo de yoga, pero el Gurugita me parece largo, agotador, ruidoso e insufrible. Es una opinión personal, evidentemente; a otras personas les encanta, cosa que me parece incomprensible.

El Gurugita tiene 182 versos. Vamos, que es para tirarse de los pelos (cosa que a veces hago) y cada verso es un párrafo escrito en un sánscrito impenetrable. Con el cántico del preámbulo y el estribillo del final se tarda como una hora y media en cantarlo entero. Todo esto es antes de desayunar, como ya he dicho, y después de habernos pasado una hora meditando y veinte minutos cantando el primer himno de la mañana. Bien mirado, el Gurugita es el motivo por el que nos tenemos que levantar a las tres de la mañana en este sitio.

No me gusta la melodía y no me gustan las palabras. Cuando esto se lo cuento a alguno de los estudiantes del ashram, me dicen: «¡Ay, pero es un texto sagrado!». Ya, pero el Libro de Job también y no me pongo a cantármelo entero todas las mañanas antes de desayunar.

El Gurugita tiene un linaje espiritual impresionante, eso sí; es un extracto de un libro sagrado del yoga llamado el
Skanda Purana
, del que sólo se conserva un pequeño fragmento, traducido del sánscrito. Como la mayor parte de los textos del yoga, está escrito en forma de conversación, casi como un diálogo socrático. La conversación es entre la diosa Parvati y el todopoderoso y omnipresente dios Siva. Parvati y Siva son la encarnación divina de la creatividad (femenina) y la conciencia (masculina). Ella es la energía generativa del universo; él es la sabiduría indeterminada. A todo lo que Siva imagina Parvati le da vida. Él lo sueña; ella lo materializa. Su danza, su unión (su yoga), es tanto la causa del universo como su manifestación.

En el Gurugita la diosa pregunta al dios cuáles son los secretos de la satisfacción mundana y él se los cuenta. Pero es un himno que me pone de los nervios, la verdad. Esperaba que mi opinión sobre el Gurugita cambiara durante mi estancia en el ashram. Pensaba que, estando en un entorno indio, aprendería a amarlo. Pero, curiosamente, me ha pasado justo lo contrario. En las semanas que llevo aquí he pasado de tenerle manía a odiarlo a muerte. He empezado a saltármelo y a dedicar la mañana a hacer otras cosas que me parecen mucho mejores para mi desarrollo espiritual, como escribir en mi cuaderno, o ducharme, o llamar a mi hermana a Pensilvania a preguntarle por los niños.

Richard el Texano siempre me echa la bronca por pirarme.

—Me he dado cuenta de que esta mañana te has saltado el Regurgita —me dice.

Y yo le contesto:

—Me estoy comunicando con Dios de otra manera.

—¿Cómo? ¿Durmiendo? —me pregunta.

Pero, cuando hago un esfuerzo y voy al cántico, lo único que consigo es agobiarme. Me refiero a que me entra agobio físico. Más que cantar yo, me da la sensación de que el himno me lleva a rastras. Me hace sudar. Y eso sí que es raro, porque yo soy una de esas personas que siempre tienen frío y en esta parte de India en enero hace frío antes de que salga el sol. Todos los demás se pasan lo que dura el cántico tapados con mantas de lana y llevan gorros para mantener el calor mientras yo me voy quitando cosas conforme avanza el canturreo, chorreando como un penco de granja agotado de trabajar. Cuando salgo del templo después del Gurugita, el sudor que me cubre la piel humea al entrar en contacto con el aire frío, como una horrible niebla verde y apestosa. Pero esa reacción física es poca cosa comparada con las oleadas de calor que me invaden cuando intento cantar ese bodrio. Además, soy incapaz de cantarlo. Sólo me sale una especie de graznido. De graznido cabreado.

¿Había dicho que tiene 182 versos?

Así que hace unos días, durante una sesión de cántico especialmente asquerosa, decidí ir a hablar con el maestro que más me gusta de los que hay aquí: un monje con un nombre sánscrito maravillosamente largo que significa «El que habita en el corazón del Dios que habita en su corazón». Este monje es estadounidense, tiene sesenta y tantos años, es listo y culto. En tiempos fue profesor de Arte Dramático en la Universidad de Nueva York (NYU) y sigue teniendo un porte bastante venerable. Pronunció sus votos monásticos hace casi treinta años. Me cae bien porque no dice tonterías, pero es gracioso. En un momento de confusión por el tema de David le conté mis desgracias amorosas. Después de escucharme respetuosamente me dio el consejo más amable que se le ocurrió y luego dijo:

—Y ahora me voy a besar la túnica.

Alzando el dobladillo de su hábito, le dio un sonoro beso a la tela de color azafrán. Pensando que tal vez fuese un rito religioso sólo apto para iniciados, le pregunté por qué hacía eso.

—Es lo que hago siempre cuando viene gente a pedirme consejos amorosos —me dijo—. Así doy gracias a Dios por ser un monje y no tener que vérmelas con este tipo de historias.

Así que sabía que podía confiar en él para hablarle sinceramente de mis problemas con el Gurugita. Una noche, después de cenar, fuimos a dar un paseo por el jardín y después de contarle lo poco que me gustaba el dichoso himno le pedí permiso para dejar de cantarlo. Al oírme, se echó a reír y me dijo:

—No tienes que cantarlo si no quieres. Aquí nadie te va a obligar a hacer nada que no quieras hacer.

—Pero la gente dice que es un ejercicio espiritual vital.

—Lo es. Pero no te puedo decir que vayas a ir al infierno por no hacerlo. Lo único que sí te digo es que la gurú ha dejado ese tema muy claro: el Gurugita es un texto esencial de este yoga y puede que, junto con la meditación, sea el ejercicio más importante que puedas hacer. Si te vas a quedar en este ashram, se espera de ti que seas capaz de levantarte todas las mañanas a cantarlo.

—Si no es que me importe levantarme temprano...

—Entonces, ¿qué te pasa?

Le expliqué al monje por qué había acabado odiando el Gurugita, la sensación tan siniestra que me producía.

—Anda, pues es verdad —me dijo—. Si sólo con hablar de ello ya has adoptado una mala postura.

Era verdad. Las axilas se me estaban llenando de un sudor frío y pegajoso.

—¿Y no puedo aprovechar ese tiempo para hacer otros ejercicios? Alguna vez me ha pasado que al ir a la cueva durante el Gurugita he conseguido concentrarme bien para meditar.

—Ah, pues Swamiji te habría gritado por hacer eso. Te habría llamado bribona por aprovecharte de la energía que viene del trabajo de los demás. Mira, el Gurugita no hay que tomárselo como una canción más o menos divertida. Tiene una función distinta. Es un texto con un poder inimaginable. Es un poderoso ejercicio de purificación. Te quema toda la basura que has ido acumulando, todos los sentimientos negativos. Y te tiene que estar haciendo un efecto positivo si te produce sentimientos y reacciones físicas tan fuertes al cantarlo. Estos ejercicios pueden ser angustiosos, pero también son muy beneficiosos.

—¿Cómo consigues mantenerte motivado para seguir cantándolo?

—¿Qué otra alternativa hay? ¿Abandonar todo aquello que nos resulte difícil? ¿Pasarte la vida dando vueltas, amuermada e insatisfecha?

—¿Has dicho «amuermada»?

—Pues sí.

—¿Y qué hago?

—Eso lo tienes que decidir tú. Pero el consejo que te doy, ya que me lo has pedido, es que sigas cantando el Gurugita mientras estés aquí precisamente por la reacción tan intensa que te produce. Si algo te afecta de esa manera, puedes estar segura de que te está sirviendo para algo. Eso es lo que hace el Gurugita. Te quema el ego, te convierte en pura ceniza. Por supuesto que es duro, Liz. El poder que tiene rebasa nuestra comprensión racional. Sólo te queda una semana de estar en el ashram, ¿verdad? Y entonces tendrás libertad para viajar y divertirte. Pues cántalo siete veces más y nunca tendrás que volver a hacerlo. Recuerda lo que dice nuestra gurú: tienes que estudiar científicamente tu propia experiencia. No has venido aquí de turista o periodista; has venido como exploradora. Así que ponte a explorar.

—Entonces, ¿no me liberas?

—Puedes liberarte a ti misma cuando te dé la gana, Liz. Lo pone en el contrato celestial que regula lo que llamamos el
libre albedrío
.

53

Así que a la mañana siguiente fui a la sesión de cántico llena de buenas intenciones, y el Gurugita me tiró por una escalera de cemento de diez metros de altura, o eso me pareció a mí. El día siguiente fue aún peor. Me levanté hecha una furia y fui al templo sudando, hirviendo por dentro, rebosando ira. No hacía más que pensar: «Sólo es una hora y media. Eres perfectamente capaz de aguantar una hora y media haciendo algo. Por el amor de Dios, si tienes amigas que han soportado partos de catorce horas...». Pero, si me hubieran grapado a la silla, no habría estado más incómoda de lo que estaba. Notaba unas bolas de fuego, como unas oleadas de sofoco menopáusico, y me parecía que me iba a desmayar en cualquier momento o que iba a morder a alguien de lo indignada que estaba.

Sentía una furia descomunal. Iba contra todas las personas del mundo, pero sobre todo contra Swamiji, el maestro de la gurú, que era el que había establecido el rito de cantar el Gurugita. Y no era mi primer encontronazo con el gran yogui difunto. Era él quien se me había aparecido en el sueño de la playa, insistiendo en que le dijera cómo pensaba detener el mar, y siempre me parecía que se estaba burlando de mí.

Durante toda su vida Swamiji fue implacable, un látigo espiritual, por así decirlo. Igual que San Francisco de Asís, pertenecía a una familia adinerada y debería haberse ocupado del negocio familiar. Pero siendo joven conoció a un santo en un pueblo próximo al suyo y aquella experiencia lo marcaría para siempre. Sin haber cumplido los 20, Swamiji se fue de casa vestido con un simple calzón y pasó años haciendo peregrinajes a todos los lugares sagrados de India, buscando a un verdadero maestro espiritual. Parece ser que conoció a más de sesenta santos y gurús sin hallar al maestro que buscaba. Ayunó, caminó descalzo, durmió al aire libre en plena tormenta del Himalaya, tuvo malaria y disentería, pero siempre dijo que los años más felices de su vida fueron aquéllos, mientras buscaba un maestro que pudiera mostrarle a Dios. Swamiji fue sucesivamente
hathayogui
, experto en medicina ayurvédica, cocinero, arquitecto, jardinero, músico y espadachín (cómo me gusta eso). Llegó a la mediana edad sin haber encontrado un gurú, hasta que un día se cruzó con un sabio loco que iba desnudo y que le aconsejó volver a su pueblo, al lugar donde había conocido al santo siendo niño, y que tomara a ese gran santo por maestro.

Swamiji le obedeció. Volvió a su pueblo y se convirtió en el estudiante más devoto del gran sabio; al fin alcanzó la iluminación gracias a las enseñanzas de su maestro. Finalmente, el propio Swamiji llegó a ser un gurú. Con el tiempo, su ashram en India pasó de ser una granja baldía con una casucha de tres habitaciones al exuberante jardín que es hoy. Entonces tuvo una inspiración y emprendió una revolución para lograr la meditación mundial. En la década de 1970 llegó a Estados Unidos y dejó a todo el mundo pasmado. Todos los días daba la iniciación divina —el
shaktipat
— a centenares de miles de personas. Tenía un poder inmediato y transformativo. El reverendo Eugene Callender (un respetado defensor de los derechos civiles, compañero de Martin Luther King y hoy pastor de una iglesia baptista de Harlem) recuerda haber conocido a Swamiji en aquellos años y cuenta que al ver a aquel hombre indio cayó de rodillas asombrado, pensando: «Esto no es una chorrada ni una moto que nos han vendido, esto es verdad pura y dura... Este hombre te mira y lo sabe todo de ti».

Swamiji exigía entusiasmo, entrega y autocontrol. Siempre regañaba a la gente por ser
jad
, una palabra hindi que significa «inerte». Trajo el clásico concepto de la disciplina a la vida de sus rebeldes seguidores occidentales, mandándoles que dejaran de perder tanto tiempo y energía (propios y ajenos) con toda esa bobada de la indiferencia
hippy
. Tan pronto te tiraba su bastón a la cara como te daba un abrazo. Fue un hombre complejo, a menudo polémico, pero también muy influyente. Si en Occidente tenemos acceso a muchos de los textos de yoga clásicos es gracias a que Swamiji organizó y dirigió la traducción y la recuperación de textos filosóficos que se habían olvidado incluso en India.

Mi gurú fue la discípula más entregada que tuvo Swamiji. Nació, literalmente, para ser su discípula; sus padres, también indios, estaban entre sus primeros seguidores. De pequeña a veces se pasaba dieciocho horas seguidas entonando un cántico religioso, incansable en su devoción. Swamiji supo ver el potencial que tenía y cuando era aún una niña la eligió como traductora. Viajó por el mundo entero con él, prestándole tanta atención, según contaría ella después, que le parecía oírle hablar incluso a través de las rodillas. En 1982, sin haber cumplido los 20, se convirtió en su sucesora.

Todos los gurús verdaderos se parecen porque viven en un constante estado de autorrealización, pero sus características externas difieren. Las diferencias aparentes entre mi gurú y su maestro son enormes: ella es una mujer femenina, políglota, universitaria y profesional; él era un viejo león nacido en el sur de India, unas veces caprichoso y otras tiránico. A mí, que soy una buena chica nacida en Nueva Inglaterra, me es más fácil seguir a mi maestra tan viva y convincente, una gurú de esas que puedes llevar a casa y presentársela a papá y mamá. Porque Swamiji... era demasiado. Cuando entré en contacto con este yoga y empecé a ver fotos suyas y a oír historias sobre él, pensé: «Voy a procurar no tener nada que ver con este personaje. Es demasiado grande. Me pone nerviosa».

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