Bárbara guardó silencio un instante y objetó:
—De todos modos hace falta un mínimo de concreción. Aunque sólo sean dos o tres consejos reales.
—¿Para qué? —preguntó Saveliy, sorprendido—. Para casarse con un chino hay que aprender su idioma. Y eso exige por lo menos cuatro años de estudio intensivo. Y las tontas que quieren casarse con un chino siberiano no son capaces de trabajar tan duro, porque quieren tener un marido chino justamente para no tener que trabajar. ¡Es un círculo vicioso! Tu Masha no arriesga nada. Los que compren su libro no serán capaces, de entrada, de seguir sus consejos.
—¡Oh! —exclamó Bárbara—, eres un genio. Voy a llamarla ahora mismo.
—Ten en cuenta que exigiré una parte de los honorarios.
—No resultará. Nuestra literata es capaz de matar por un kópec.
—Entonces —replicó secamente Saveliy—, que se rompa la cabeza ella solita. Si es capaz de aceptar anticipos de cinco cifras, significa que ya es hora de que aprenda a utilizar el seso. He observado que últimamente hay demasiadas escritoras. Le tiras una piedra a un perro y seguro que le das a una escritora.
Bárbara lo miró y preguntó:
—¿A santo de qué te pones a discutir?
—Por eso precisamente —contestó, apesadumbrado, Saveliy—. Para escribir una novela, Garri Godunov, si es que te acuerdas de él, se mudó intencionadamente del piso sesenta al quinto, a la humedad y el moho, al barrio más salvaje, a un cenagal donde están los herbívoros acabados. Y desapareció sin dejar rastro.
—Para desaparecer entre los herbívoros terminales no hace falta ser muy inteligente —manifestó Bárbara.
Saveliy sonrió ligeramente. No quería discutir, no le gustaban las disputas, y menos aún con su novia. Un tipo astuto y cruel dijo en una ocasión que de las discusiones nace la verdad. ¿Cuántos millones de horas dedicaron los que le creyeron a verificar tal cosa, agitando inútilmente el aire con sus palabras?
Giró para salir de la avenida. Delante, en medio de unos postes verdes ligeramente inclinados, apareció el destino final de su trayecto: el lugar donde trabajaban Saveliy y Bárbara, la colosal pirámide del ultramoderno complejo de viviendas y oficinas llamado Chkalov.
Saveliy suspiró y puso la radio.
«… el primer ministro señaló que el índice de prosperidad económica ha subido un cuatro por ciento, y destacó especialmente que no hay motivos para esperar en un futuro inmediato que disminuya el ritmo de aumento del bienestar de los ciudadanos. Se reforzará el control sobre los ingresos financieros procedentes de la Zona Económica Libre de Siberia Oriental. “La ideología de la prosperidad absoluta prevé una indexación ininterrumpida de impuestos que se establecerán basándose en la inflación y los precios de los principales productos de consumo. Los chinos van a trabajar y a pagar, y nosotros nos dedicaremos a gastar y pasarlo bien.” Así concluyó su discurso el primer ministro. Su intervención fue interrumpida varias veces por las ovaciones…
»Pasamos ahora a otras noticias: Hoy por la mañana, cerca del Ministerio de Economía, ha tenido lugar una manifestación pacífica de los partidarios de recuperar los territorios periféricos. Los manifestantes, unas veinte personas, exigían la asignación de medios y la organización de expediciones de investigadores a las regiones de Tver e Ivánovo. Encabezaba la manifestación el conocido populista Iván Evrópov, quien declaró que la situación actual, en la cual toda la población de Rusia, el país más grande del mundo, se concentra sólo en Moscú, es absurda. El mitin de los que apoyaban al señor Evrópov duró aproximadamente una hora y terminó con un banquete espontáneo…
»Cultura: En el proyecto Vecinos continúa el índice de crecimiento sin precedentes de la popularidad de la familia Valyaev. Recordemos que Anastasia Valyáeva informó de inmediato a los cinco pretendientes a su mano acerca de su decisión de casarse. Por cierto, dos de los cinco pretendientes son el padre y el hijo de la familia Grishko. Como consecuencia de esto, la cantidad de retransmisiones desde los apartamentos de los Grishko también aumentó rápidamente. Como se sabe, el líder de la lista, como es ya habitual, sigue siendo la familia Blojovátov
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, en cuya casa se produjo ayer un grandioso escándalo con relación a la repartición de las sumas entregadas por los patrocinadores del proyecto. La retransmisión de este incidente tuvo una audiencia de veinticinco millones setecientas mil personas.
»Boletín de sucesos: Ayer noche, en el suroeste de Moscú, un grupo de malhechores intentó realizar una tala ilegal de cuatro tallos que crecían en estado salvaje. Más de cien participantes en ese acto fueron arrestados por los agentes del orden, quienes se incautaron y destruyeron setenta toneladas de una sustancia conocida como “pulpa de tallo”…»
Saveliy se encontró frunciendo los labios irónicamente. «Tonterías, eso no son noticias. En nuestros tiempos todos prosperan menos los periodistas. ¿Sobre qué se podía escribir? ¿Sobre las habituales bufonadas de ese imbécil de Evrópov? Si tanto le preocupa la periferia, la región de Ivánovo o la que sea, pues que vaya él mismo a ese lugar salvaje y apartado e investigue en persona ese espacio deshabitado y las ciudades abandonadas, donde nadie puede vivir y donde desde hace ya medio siglo campan a sus anchas los osos y los lobos.»
Por lo demás, el enfado del periodista profesional Hertz no tardó en desaparecer. No sentía ningún deseo de cabrearse en un día tan agradable.
«A veces —pensó Saveliy—, mi trabajo entra en contradicción con lo que conforma mi vida. Me encanta mi trabajo, pero no puedo soportar los noticiarios.»
El aparcamiento del piso veintidós del edificio Chkalov estaba destinado exclusivamente para los empleados que trabajaban en él. En ese momento estaba prácticamente vacío. Nadie en Moscú empezaba a trabajar antes de las doce. Sólo los chinos, pero ellos tenían sus propios aparcamientos por separado.
Tenían sus propios ascensores, sus propios restaurantes, centros de recreo, lavanderías, y hasta sus propias clínicas dentales. Sólo los más ricos originarios de la Zona Económica Libre de Siberia Oriental podían permitirse el lujo de vivir en Moscú, y estos multimillonarios no sólo vivían aparte, sino también encima de todos los demás, en los pisos cien, en los áticos con campos de golf y pista de aterrizaje para helicópteros. Casi todos los rascacielos de la hiperpolis habían sido construidos por empresas chinas, con hormigón armado chino y dinero chino. Hasta los patriotas locales más fervorosos no tuvieron más remedio que aceptar que la pequeña diáspora china se reservara los mejores lugares.
Saveliy no se consideraba un patriota ardiente, no le gustaba envidiar ni guardar rencor, y le daba igual dónde y cómo vivían los chinos ricos. Cerró el coche, hizo un guiño al objetivo de la cámara de la policía, tomó a Bárbara de la mano y se dirigió a los ascensores.
A medida que ascendían desde el desfiladero medio oscuro, en el que reinaban penetrantes los hedores insalubres de agua estancada y del aislamiento eléctrico quemado, a medida que se desplazaban hacia arriba, hacia el sol y la luz, Saveliy empezó a experimentar una sensación que al principio era como de vigor, para convertirse después en una ligera euforia en el umbral de su sensibilidad, y finalmente casi en éxtasis. Era estupendo elevarse a los cielos —allí donde dominaban el azul y las nubes— en ese veloz artilugio carente de ruidos. Era estupendo observar el guiño de los botones iluminados en tono lila suave. Era estupendo empaparse de la suave música que descendía del techo, algo dulzona para su gusto, pero en general, elegantemente concebida y vivificante. Y era verdaderamente estupendo aspirar el aroma de la persona que estaba a su lado de perfil, de esa mujer joven y sana —una mujer que, por cierto, se consideraba la novia de Saveliy—, que lo amaba con un amor divertido y sin reparos. Y si en ese momento, supongamos, él, poniendo una expresión fingida de seriedad, le agarrara el trasero e incluso (¿por qué coño no?) deslizara la palma de la mano por dentro de sus pantalones, le aflojara el cinturón de serpiente de pitón y jugara con los dedos en sus zonas más íntimas, entonces esa mujer lo aceptaría con el balanceo de su talle, su parpadeo y su sonrisa agradecida.
—En el piso sesenta —pronunció él en voz baja— hay un nuevo hotel express. Alcobas con mando vocal. Entremos por media hora.
—A nosotros no nos basta con media hora —replicó Bárbara, y Saveliy comprendió que ella estaba pensando en lo mismo.
«Los dos pensando en lo mismo, es estupendo», presumió para sus adentros el corresponsal de la revista
Lo Más
.
—A mí me basta —dijo Saveliy sonriendo.
—A mí no. Podemos llegar tarde y el viejo nos regañaría.
—Para eso está el viejo.
Bárbara suspiró.
—Es mejor aguantar. Te propongo simplemente entrar a tomar algo en alguna parte.
En el piso setenta y siete, entraron en un café situado en una terraza y que era el preferido por los esnobs de las oficinas cercanas (principalmente despachos de abogados y residencias de los grandes productores). Aquí servían camareros de carne y hueso y había una buena vista de la ciudad: tallos robustos a ras de tierra, cubiertos de escamas, la mitad de las cuales estaban muertas, aquí, a una altura de doscientos cincuenta metros, se combaban por el viento y por su propio peso, meciéndose rítmicamente, y Saveliy levantó la cabeza y vio sus destellantes copas de color verde intenso. En los pisos setenta ya se podía vivir; aquí, a través de la empalizada verde, se abrían paso ardientes rayos de sol. Cerca de la barandilla de la terraza, situada al borde mismo del precipicio, estaban medio arrellanados en sus asientos los ociosos habituales del lugar, bebiendo a sorbitos agua Baikal Double Premium y observando, con la mano a modo de visera, la aparición y desaparición en el cielo de anuncios holográficos que prometían por un precio conveniente todos los goces pensables e impensables, empezando por conectarse al proyecto Vecinos y acabando con una oferta especial: dos Bentley chinos al precio de uno, sólo durante este mes y únicamente para los miembros del Partido de la Prosperidad Absoluta.
Saveliy acercó un sillón a su compañera, luego se sentó él, pidió un zumo fresco de melón y naranja (un tónico según la receta especial del barman cuyos ingredientes se guardaban en secreto), estiró las piernas para que quedaran a la vista de todos —y sobre todo de la suya— sus nuevos zapatos que se adaptaban cómodamente a la planta del pie y, cerrando los ojos de placer (cielo, aire, mediodía, siglo XXII), dijo:
—Bárbara.
—¿Qué?
—Te amo.
—Y yo a ti. Pero apártate un poquito. Me quitas el sol.
—Escucha —dijo Saveliy, satisfaciendo su petición—, tú escribiste tu tesis de licenciatura sobre la literatura rusa del siglo XX, ¿no?
—Eso fue hace mucho tiempo.
—¿Te acuerdas de la expresión «barniz de realidad»?
—Vagamente.
Saveliy guardó silencio y luego continuó:
—Yo lo veo.
—¿Qué exactamente?
—El barniz.
—Te entiendo —asintió con la cabeza la inteligente Bárbara.
—Me parece —Saveliy cambió su cómoda postura por otra más cómoda todavía— que todo a mi alrededor reluce cambiando de tono.
—Simplemente has dormido bien y estás descansado.
—Sí. Mira qué muchacho más gracioso.
—No es gracioso, va a la moda. Esta temporada todos vuelven a llevar ropa naranja y violeta.
—¿Y qué llevaban antes?
—Amarilla y blanca.
—¿Y antes de eso?
—Estaba de moda el lila. Y los tatuajes en tres dimensiones.
En ese mismo instante, Hertz se acordó del traficante de baja estofa que hacía poco había visto en el cruce ofreciendo esa basura prohibida, y sintió como si viera amenazada su comodidad psicológica personal.
«Hay que pasar más tiempo abajo —decidió—. E ir al trabajo como todos los currantes normales, por la autopista de peaje del nivel veinticinco. Carillo, pero por lo menos te libras de tener que ver a tus pálidos compatriotas poniéndose morados de pulpa, riendo entre dientes, sucios, y, sobre todo, darte cuenta de que son tantos. Sí, lo que deprime no es su aspecto, sino precisamente su cantidad. Por cierto, cada vez hay más pálidos. Eso resulta evidente para cualquier persona observadora…»
—Un día precioso —dijo él, sonriendo de nuevo a Bárbara y cambiando otra vez de postura para sentirse más cómodo—. Me siento inspirado. Propongo tomar una copa de champán y nos vamos. Hoy no podemos llegar tarde.
—¿Champán? —preguntó su novia, pensativa, estirándose—. ¿A mediodía? ¿Un lunes? No. Mi educación no me lo permite.
—Como quieras. —Saveliy se puso en pie apoyando las manos en los brazos del sillón al tiempo que reparaba en la fuerza de sus músculos extensores. Extraordinarios músculos tensores, extraordinario sillón, extraordinaria mañana.
Su amiga había construido su vida dentro del marco de lo que se consideraba «una chica seria de buena familia», y su forma preferida de rechazar algo consistía en aludir a su educación. Al mismo tiempo, pensaba Bárbara, acentuaba elegantemente su independencia con respecto a los hombres. A espaldas de la novia de Saveliy Hertz siempre se vislumbraban claramente unos padres encantadores, económicamente muy solventes, así como apartamentos de doce habitaciones con piscina, invernadero y criados de carne y hueso. En realidad, Saveliy sabía a ciencia cierta que Bárbara despreciaba en secreto a sus padres por su tendencia a la mezquindad, y desde los diecisiete años vivía sola. Se había casado dos veces (sin tener hijos), tuvo intención de dedicar su vida en primer lugar a la jurisprudencia, después a la lucha en defensa de la ecología, más tarde al diseño y la escultura, hasta que aterrizó en la redacción de la revista mensual
Lo Más
, donde se convirtió en una periodista de primera clase. Se ponía un vestido atrevido, adoptaba la postura de
lady
(según su propia expresión), y conseguía entrevistas sinceras de personas que normalmente en público juraban por su madre que jamás concederían ninguna entrevista a nadie.
Ahora Saveliy y su novia iban a trabajar. Se abrían paso haciendo guiños a los desconocidos e intercambiando bromas con los conocidos a través de una multitud apacible y elegante, en la cual aproximadamente sólo uno de cada diez pensaba en el trabajo. Incluso en el piso setenta y siete trabajaban solamente los idealistas fanáticos y los que adoraban el dinero. Los demás sabían con certeza que trabajar era patrimonio de los chinos, y que los habitantes de Moscú nacían para disfrutar de la vida. En el siglo XXII un ciudadano de Rusia no debía nada a nadie.