—Tenemos que encontrar a esa colombiana —murmuró Benoit entre dientes.
—Eso parece más factible —dijo la señorita Wood—. Thea acaba de llamarme desde París. Nuestra querida Briseida Canchares está en casa de Roger Levin, el hijo mayor de Gastón.
—¿El marchante? —Benoit se pasó una mano por el rostro—. Todo se complica cada vez más...
—
Tengo que su
-
su
-
superarlo, se
-
se
-
señor De Ba
-
a
-
a
-
aas... So
-
so
-
soy un cuadro, se
-
se
-
seño
-
o
-
o
-
or De Ba
-
a
-
a-aaaaaas...
—No, no, no, Shirley. Eso es un error. No puedes superar tu dolor. Quiero que lo expreses... Vamos, Shirley, no lo aguantes más: grita si es preciso...
—Roger y la chica asisten esta noche a una de esas fiestas sorpresa que organizan los Roquentin para atraer clientes y comerciar con cuadros ilegales. Pero la sorpresa se la van a llevar cuando regresen a casa. —Wood miró su reloj—. Thea me llamará de un momento a otro.
—Grita, Shirley. Todo lo fuerte que puedas. Quiero oír cuánto te duele la espalda...
—
N-n-n-n-n... N-n-n-n-n-n-n-nnnnnnn...
Bosch observaba los monitores. Un llanto seco arrugaba la frente del lienzo (estaba imprimada y carecía de lágrimas). Sus rodillas, al lado de la cara, temblaban. Benoit y Wood eran las únicas personas de la habitación que no prestaban atención a lo que ocurría en las pantallas. La Mesilla tampoco miraba, pero la Mesilla era un adorno.
—April: asústala lo suficiente —indicó Benoit—. A ella y al imbécil del hijo de Levin, si es preciso.
Wood asintió.
—Tenemos previsto asustarlos tanto que se harán pipí encima, Paul.
—¿Romberg está en Viena?
—Romberg está en Checoslovaquia por el asunto de las copias falsas. La semana pasada localizamos un boceto espurio de una de las figuras de
Pareja
y le quitamos las ganas de seguir participando en falsificaciones. No creo que nos denuncie, pero el asunto es delicado.
—¿No lo ves, Shirley? ¡Te duele
demasiado!
Voy a contar hasta tres. Entonces lanzarás un grito, ¿de acuerdo...?
—April, deja las copias falsas por el momento. Este tema es prioritario.
—¿Desde cuándo eres también el director de Seguridad, Paul?
—No es eso, April, no es eso...
—¡Con todas tus fuerzas...! Un verdadero
aullido,
Shirley...
—La policía austríaca está buscando a Díaz hasta debajo de la alfombra del ministro del Interior —dijo Wood—. No creo que sea necesario invertir más hombres y dinero en un trabajo que ellos pueden hacer por nosotros. El hecho de que los perros nos traigan la presa no quiere decir que los cazadores sean ellos, Paul.
—Dos...
—De acuerdo, hagámoslo a tu modo, April. Sólo quiero...
—¡Tres!
—
¡¡Aaaaaaaaa AAAAAAHHHH...!!
Era extraño y fascinante ver un rostro gritando cabeza abajo: en la cúspide, bajo una frente piramidal y minúscula, un enorme ojo ciego con un tentáculo rosa; en la base, dos brechas apretadas entre arrugas. Salvo la Mesilla, todo el mundo se llevó las manos a los oídos.
—¡Mierda, Willy! —exclamó Benoit—. ¿No puedes ponerle un bozal a esa imbécil? ¡Así es imposible hablar!
Willy de Baas se apartó del micrófono y desconectó el sonido de los altavoces.
—Lo siento, Paul. Es Shirley Carloni. En abril se tronchó y la operamos, ¿recuerdas? Pero no quedó bien.
Bosch recordó que aquella expresión —«troncharse»— se había hecho popular entre los miembros del equipo de Conservación de «Flores». Servía para designar el problema más grave que podían sufrir las obras: las lesiones de columna.
—Retírala una semana, suspende los flexibilizadores, aumenta los analgésicos y llama a los cirujanos —dijo Benoit.
—Es lo que pensaba hacer.
—Pues hazlo, y baja el volumen de tu magnífico altavoz, por favor... ¿Qué iba diciendo...? April: no quiero supervisar tu trabajo, no te confundas. Sabes hasta qué punto confiamos en ti. Pero este problema es... digamos... un tanto especial. Ese cabrón no ha destruido a una adolescente, sino a un patrimonio de la humanidad.
—Me hago cargo, Paul —dijo Wood con una sonrisa.
—Te haces cargo, muy bien, yo también me hago cargo. Todos nos hacemos cargo en esta artística empresa, April. Podemos decirle eso a las compañías de seguros, si quieres: «Nos hacemos cargo». También podemos decírselo a nuestros inversores y clientes particulares: «No se preocupen, nos hacemos cargo». Después les organizamos una cena en un salón decorado con diez desnudos de Rayback y cincuenta bellos adornos haciendo de mesas, floreros y sillas al estilo Stein, los dejamos boquiabiertos y les pedimos más dinero. Pero ellos nos dirán, y con razón: «Vuestros decorados son sublimes, pero si un agente de vuestro equipo de vigilancia puede destruir una obra valiosa impunemente, ¿quién querrá asegurar más obras en el futuro? ¿Y quién pagará por poseerlas?».
Benoit gesticulaba sosteniendo la taza vacía. La Mesilla llevaba cierto tiempo esperando a que depositara la taza sobre la tabla, pero Benoit, distraído, no se daba cuenta. El adorno no decía ni hacía nada: sólo aguardaba sentada sobre sus talones, concentrada en el equilibrio. Su vientre, al respirar, hacía oscilar la tetera. Observando la escena, a Bosch le entraron unas insólitas ganas de reír.
—Esta empresa está montada sobre la belleza —decía Benoit—, pero la belleza no es nada sin el poder. Imagínate a todos los esclavos muertos y al faraón teniendo que transportar él solo los pedruscos...
—Se troncharía —dijo Bosch con buen humor.
—El arte no es otra cosa que poder —sentenció Benoit—. Se ha abierto una brecha en la fortaleza, April, y tú eres la encargada de cerrarla.
Por fin pareció percatarse de la taza y, con un rápido ademán, la depositó sobre la Mesilla, que se incorporó con agilidad.
En ese instante, el color de la habitación, como la llegada de una nube de tormenta, se deslizó por el espectro hacia un púrpura más profundo.
—
Quiero saber qué le sucede a Annek
—se escuchó en inglés de Harlem.
Todos se volvieron hacia las pantallas sabiendo que era Sally antes de verla. Se apoyaba en uno de los plintos del gimnasio para lienzos y la cámara la filmaba hasta la mitad de los muslos. Vestía camiseta y pantalones cortos. Los pantalones se le hundían en las ingles. Se había desprendido la pintura con disolventes, pero aun así su piel de ébano seguía mostrando destellos en púrpura oscuro. La etiqueta del cuello era una excepción amarilla atrapada entre los pechos.
—
No me creo lo de la gripe... La única causa de retirada de un cuadro en esta puta colección es troncharse, y si papá Willy me está oyendo, que se atreva a negarlo...
Willy de Baas había desconectado los micrófonos y hablaba apresuradamente con Benoit.
—Les hemos contado a los cuadros que Annek tiene gripe, Paul.
—Joder —masculló Benoit.
Sally no dejaba de sonreír mientras hablaba. De hecho, parecía feliz. Bosch supuso que estaría drogada.
—
Mira mi piel, papá Willy: mira mis brazos, y aquí, en el vientre... Si apagas las luces, me podrás ver todavía. Mi piel es una frambuesa pasada de fecha. Me la miro y me dan ganas de comer ciruelas. Llevo así desde el año pasado y no me han retirado ni una sola vez. O te tronchas, o te exhibes, no hay gripe que valga. Pero ni Annek ni yo podemos troncharnos, ¿no es verdad...? Nuestras posturas con la espalda erguida son más cómodas que las de la mayoría. Eso es una suerte, lo dicen todos. ¡Menuda suerte!, dicen... Yo digo: según se mire... A los demás cuadros los sacan en camilla cuando termina la jornada, es verdad... A nosotras, en cambio, nos envidian porque podemos caminar sin dolor de espalda y no necesitamos implantes de flexibilizadores que hacen que te puedas pegar en la espinilla con el pie del mismo lado, ¿no, papá Willy...? Pero eso también nos margina, ya que no pertenecemos al grupo de tronchados oficiales... De modo que no me engañéis. ¿Qué tiene Annek? ¿Por qué la habéis retirado?
—Joder —volvió a decir Benoit.
—Puede armar una buena —dijo De Baas con el cuello torcido hacia Benoit.
—Va a armar una buena —precisó uno de sus ayudantes.
—
¿Qué ocurre, papá Willy...? ¿Por qué no respondes...?
Benoit soltó una maldición, indignado, y se puso en pie.
—Déjame que intervenga yo, Willy. ¿Por qué le dijiste esa estupidez de la gripe?
—¿Qué íbamos a decirle?
—
¿Papá Willy? ¿Estás ahí...?
Benoit se acercaba con pasitos rápidos a De Baas al tiempo que seguía hablando.
—Es un cuadro de treinta millones de dólares, Willy. Treinta kilos y un mantenimiento mensual que prefiero callarme... —Cogió el micrófono que le tendía De Baas—. Y se ha vuelto insustituible: el propietario la quiere a
ella.
Hay que actuar con delicadeza...
Repentinamente, la voz de Benoit se hizo maravillosa.
—¿Sally? Soy Paul Benoit.
—
Guau.
—Sally sacó los pulgares del pantalón y colocó ambas manos en la cintura—.
El abuelito Paul en persona... Cuánto honor, abuelito Paul... El abuelito Paul es el que siempre se pone al teléfono cuando se trata de rectificar, ¿no es verdad...?
«Está drogada, seguro», pensaba Bosch. Sally arrastraba las frases y dejaba los abultados labios entreabiertos durante las pausas. A Bosch le parecía uno de los lienzos más bellos de toda la colección.
—En efecto —dijo Benoit en tono simpático—. En esta casa funcionamos así: a Willy le pagan menos que a mí, y por lo tanto dice más tonterías. Pero ahora ha sido pura casualidad. Estoy de paso por Viena, y me ha apetecido venir a veros.
—
Pues no entres en el gimnasio, abuelito, es un consejo. Algunas flores se han vuelto carnívoras. Dicen que cuidas mejor a los perros que tienes en Normandía que a nosotras.
—No te creo, no te creo. Eres muy mala, Sally.
—
¿Qué le ha pasado a Annek, abuelito? Dime la verdad, para variar.
—Annek está bien —contestó Benoit—. Lo que ocurre es que el Maestro ha decidido retirarla unas cuantas semanas para perfilar algunos detalles.
La excusa era absurda, pero Bosch sabía que Benoit tenía mucha experiencia engañando a los cuadros.
—
¿Para perfilar...? ¡No jodas, abuelito! ¿Crees que soy idiota...? El Maestro la terminó hace dos años... Si la ha retirado será porque quiere sustituirla...
—No te enfades, Sally, es lo que me han contado a mí. Y a mí suelen contarme la verdad. No va a haber ninguna sustituía para
Desfloración
hasta dentro de dos años. El Maestro se la ha llevado a Edenburg para corregir algunos detalles del color del cuerpo, eso es todo. En teoría, puede hacerlo:
Desfloración
aún no ha sido vendida.
—
¿Es verdad lo que me estás diciendo, abuelito?
—A ti no podría mentirte, Sally. ¿Acaso Hoffmann no hace lo mismo contigo? ¿No te retoca el púrpura cada dos por tres?
—
Es cierto.
—Se lo está tragando... —susurró uno de los ayudantes, admirado—. ¡Se lo está tragando! —De Baas siseó para hacerle callar.
—
¿Por qué no nos habéis dicho la verdad desde el principio, abuelito? ¿A qué ha venido eso de la «gripe»...?
—¿Y qué íbamos a decir? ¿Que uno de los cuadros más valiosos de Bruno van Tysch aún no está terminado? No hace falta que te diga, Sally, que esto debe quedar entre tú y yo, ¿de acuerdo?
—
Guardaré el secreto.
—Sally se detuvo un instante y algo en su expresión cambió. De repente, Bosch dejó de pensar en obras de arte y contempló en la pantalla a una joven solitaria y temerosa—.
En fin, supongo que ya no veré a esa pobre niña durante una buena temporada... Me da un poco de lástima, abuelito. Annek es una criatura, no tiene a nadie... Creo que le he cogido cariño porque yo también me siento sola... ¿Sabes que la había invitado a pasear este lunes por el Prater...? Pensé que eso podría ayudarla...
—Y la ayudaste, Sally, estoy seguro. Ahora, Annek se siente mejor.
«Cinismo tres veces al día después de las comidas», pensó Bosch.
—
¿Cuándo regreso a casa del señor P?
Bosch recordó que
Tulipán púrpura
había sido adquirida hacía casi quince años por un individuo llamado Perlman. Se trataba de uno de los clientes más apreciados por la Fundación. Sally era la décima sustituta del cuadro. Todas sus predecesoras y ella llamaban a Perlman «el señor P». Últimamente, el señor P parecía haberse encaprichado con Sally y exigía que no la sustituyeran a finales de año. Como pagaba un mantenimiento astronómico por la obra, sus deseos eran órdenes. Además, Perlman había cedido amablemente su
Tulipán
para aquella gira europea, de modo que era preciso devolverle el favor.
—El más indicado para informarte acerca de ese aspecto es Willy. Te paso con él. Y ánimo.
—
Gracias, abuelito.
Mientras De Baas proseguía con la conversación, Benoit pareció despojarse de una máscara a la fría luz violeta de las paredes. Extrajo un pañuelo de la chaqueta y se secó el sudor al tiempo que daba rienda suelta a sus nervios.
—Estoy harto de estos puñeteros cuadros, pueden creerme... Niñatas y niñatos de mierda, elevados a la categoría de obras de arte... —Y deformó la voz, imitando el acento de Sally—: «Yo también me siento sola...». ¡La han sacado de un barrio de negros, cobra más en un mes que todo lo que yo ganaba en un año cuando tenía su edad y todavía dice que se siente «sola...»! ¡Estúpida!
Una única risilla de mosquito satisfecho celebró sus palabras: era la señorita Wood. Ninguna broma en ningún idioma lograba eso con Wood, pero Bosch la había visto más de una vez reírse así cuando alguien manifestaba su amargura.
—Ha estado soberbio, jefe —dijo un ayudante elevando el pulgar hacia Benoit.
—Gracias. Y no volváis con más excusas sobre gripes, por favor. Hay que ser muy delicado con estos lienzos para mantenerlos en buenas condiciones, muy sutiles. Están drogados, pero son listos. Si los sustituyéramos antes, ahorraríamos en mantenimiento. Desde luego, prefiero mantener los «Monstruos». —Hizo una pausa y resopló—. De un tiempo a esta parte, el arte se ha vuelto una locura...