La mujer hizo una pausa y volvió a sonreír de aquella manera tan desagradable.
—No se preocupe: los hombres son siempre iguales. Les encanta guardar secretos. Las mujeres, sin embargo, somos más sinceras, ¿no cree? Yo espero, al menos, que usted lo sea, señorita Canchares. Voy a dejarla con mi amigo el Poli Bueno, que le hará algunas preguntas. Si sus respuestas nos convencen, desenchufaremos el ordenador, nos marcharemos a casa y todos tan amigos. En caso contrario, el que se marchará será Poli Bueno y regresará Poli Malo, que soy yo. ¿Me ha comprendido?
—Sí.
—Encantada de haberla conocido, señorita Canchares. Espero que no volvamos a vernos.
—Mucho gusto —tartamudeó Briseida.
No sabía qué pensar sobre las amenazas de la mujer. ¿Eran simples fanfarronadas? ¿Y qué decir de toda aquella mascarada de trajes militares? ¿Pretendían revivir en ella los temores atávicos a las guerrillas? De repente le pareció que se encontraba en medio de un carnaval, una farsa artísticamente organizada (¿cuál era el neologismo que usaba Stan?, una
imagic,
una imagen mágica, un arquetipo cultural hacia el que desplazar nuestro temor o nuestra pasión, porque —afirmaba Stan— hoy día todo, absolutamente todo, desde la publicidad hasta las matanzas, desde las ayudas para paliar el hambre tercermundista hasta las torturas, se hace con estilo).
Pero, carnaval o no, lo cierto era que aquel montaje estaba logrando su propósito: se sentía aterrorizada. Tenía ganas de mearse en el sofá de Roger y de vomitar en la moqueta de Roger.
Explosión verde. El hombre.
—La pregunta es la siguiente... Preste atención...
Briseida se tensó todo lo que las garras posadas sobre sus hombros y brazos se lo permitían. Le dolían los muslos de mantenerlos apretados para ocultar el sexo todo lo posible. De repente era consciente de su total desnudez.
—Sabemos que es usted muy amiga de Óscar Díaz. Le repito el nombre: Óscar Díaz. La pregunta es: ¿dónde está su amigo Óscar ahora?
Algún lugar de la corteza cerebral de Briseida Canchares, veinticinco años de edad (el hombre se había equivocado: no cumpliría veintiséis hasta el 3 de agosto), licenciada en Historia del Arte, realizó un fugacísimo cálculo y emitió una lista de conclusiones provisionales: Óscar Díaz; algo relacionado con Óscar; Óscar ha hecho algo malo; van a hacerle algo malo a Óscar...
—¿Dónde está su amigo Óscar? —repitió el hombre.
—No lo sé.
De repente la pantalla quedó cubierta por un líquido verde podrido que a Briseida le recordó sus tiempos de ensayos químicos de restauración de cuadros. Fundido en verde hacia una dentadura. Una sonrisa. El rostro de la mujer de gafas negras.
—Respuesta incorrecta.
Un mechón de su cuero cabelludo pareció, de repente, cobrar vida. Dio un grito y los ojos le inventaron una feria con estallido de petardos, una Nochevieja en un hotel de la selva. Su cuello se torció hacia atrás y sus vértebras cervicales se salvaron del desastre debido al aerobic que practicaba diariamente. En su universo se estacionaron dos perversos planetas verdes (Venus era verde en los libros de ciencia-ficción
pulp
que Stan Coleman devoraba a toneladas) y le apuntaron con un instrumento precioso y, sin duda, carísimo, formado por un lápiz de metal cromado y una afilada punta en la que brillaba una gotita de sangre marciana.
—Este juguete es un pincel óptico —dijo la rubia a dos centímetros de su cara—. No te abrumaré con detalles técnicos: digamos que es una copia mejorada del que usan los pintores para trabajar en las retinas de cuadros imprimados. La retina es la capa pigmentada que tenemos al fondo del ojo y que nos permite, entre otras cosas, distinguir los colores. La mayor parte de las veces resulta aburrida, pero es útil a la hora de ver el mundo, ¿verdad? Voy a pintarte las retinas de verde opaco. Primero tu ojo izquierdo, luego el derecho. El problema es que voy a usar pintura permanente, totalmente desaconsejable en estos casos. No te quedarán cicatrices ni hematomas externos, todo será muy estético y muy tal, ¿sabes? Pero cuando acabe estarás tan ciega que tendrás que chuparte los dedos para saber que son tuyos. No obstante, será una ceguera lindísima, en un tono precioso verde botella. No te muevas.
La orden era innecesaria. Briseida sólo podía mover la boca y el párpado derecho. Algo le abría el párpado izquierdo hasta el límite de las lágrimas. Olía a piel sintética: un guante. Buitres de cuero aferrados a su anatomía le sujetaban muñecas, rodillas, tobillos, garganta, pelo. Quería balbucear en inglés, pero le brotaba a trompicones un castellano deforme. Sin embargo, era preciso hablar inglés. El inglés te sirve para casos como éste, en que te tortura un extranjero.
OK, Johnson family at holidays. Mary Johnson is in the kitchen. Where's Mary Johnson?
De pronto, por el pasillo izquierdo de su nervio óptico penetró un delirante universo de un rojiverde tan
kitsch
como un buda fosforescente en un tenderete callejero. El color le recordaba las postales de Pierre & Gilles que solía enviarles a sus padres desde Europa. Creyó que se quedaba ciega.
Entonces la mano que la sujetaba del pelo la soltó y otra apresó su nuca y la empujó brutalmente hacia adelante como si quisiera estrellarle la cara contra la pantalla del ordenador. Se encontró con la nariz a un palmo de los subtítulos en francés y alemán. Reprimió un súbito motín de náuseas.
—Segunda oportunidad. —Era la mujer—. Nuestra compañera se ha limitado tan sólo a acercar el pincel a su pupila... Escuche y no grite... A la siguiente respuesta errónea, dibujará una coma en su retina... A partir de ese momento podrá ver la luna en cuarto creciente de color verde en pleno día. Un efecto estético curioso, ¿no cree...? Deje de gimotear y escuche con atención... Tras la segunda sesión, tanto le dará guardar la retina izquierda en un frasquito. Le aseguro que brillan de noche con luz verde, como las virgencitas de Lourdes... Concéntrese, por favor. El premio es una vista sana.
—Repetimos la pregunta. —Era el hombre otra vez—. ¿Dónde está Óscar Díaz?
Como las manos que la sujetaban de los hombros y brazos no la habían soltado y la que presionaba la nuca seguía aferrándola, a Briseida le pareció, durante un terrible instante, que su
barbecue
de vértebras cervicales cedería con un chasquido de madera rota. Decidió que eso era lo mejor que podía ocurrirle.
—¡No lo sé, lo juro, por favor, no lo sé, juro que no lo sé, en Viena, sí, en Viena, pero no lo sé,
lo juro, lo juro...
! —Saliva, lágrimas y palabras se derramaban de su rostro como si la misma glándula las segregara—.
No sé dónde de verdad no sé dónde no sé dónde de verdad lo juro por favor por favorporfavporfav
Entonces las arcadas la interrumpieron.
Sentado ante el portátil en el despacho del Museumsquartier, Lothar Bosch pulsó un botón en la memoria de su teléfono móvil y llamó al número que surgió en el visor. Mantuvo una breve pero enérgica conversación con uno de sus hombres en París. La señorita Wood, mientras tanto, le daba la espalda contemplando la madrugada vienesa a través de la pared de cristal. Bosch advirtió que estaba fumando uno de sus repugnantes cigarrillos ecológicos, y la niebla verde mentolada formaba halos en el vidrio alrededor de su cabeza.
—El señor Lothar Bosch: todo un caballero con las mujeres —la oyó decir.
—Ya la hemos asustado bastante con el juego del pincel óptico, ¿no te parece? —replicó Bosch, un poco dolido por la ironía que destilaba su compañera—. Y no es forma de comenzar una conversación. Así no obtendremos nada.
Su ojo estaba sano. Eran gente muy amable, en realidad. Incluso habían dejado de sujetarla para que pudiera vomitar cómodamente.
Briseida vomitaba como solía hacerlo cuando niña: con una mano apoyada en la frente y otra en el estómago. Era su costumbre, su hábito. Fue un momento curioso éste del
déjà vu
de bilis. Mamá le decía que se encogía como un gato. Abuela opinaba que era de mal vomitar. Aquella gatita iba a sufrir toda su vida porque era de mal vomitar, decía. En eso no había salido a papá, sobre todo durante las resacas. Stan también disfrutaba de un vómito fácil, largo y copioso. En general, todo lo que segregaba su profesor de Arte era igual. No así Luigi, su profesor de Estética, con el estómago a prueba de pizzas tejidas con chile, rígido, reprimido e impotente. Por el vómito los conocerás, no por las eyaculaciones. El estornudo, el vómito y la muerte eran las tres únicas cosas verdaderamente imprevisibles, incontrolables y repentinas del cuerpo, punto y coma, punto y aparte, punto y final del texto de la vida: eso le dijo un día un maestro en un colegio de Suiza.
Zanjó sus convulsiones con un sorbo de agua fresca. Por Dios, cómo había dejado la moqueta del comedor de Roger. Un hombre tan estético como Roger (¿era verdad que había jugado la noche anterior al ajedrez con
veinticuatro jóvenes
haciendo de piezas?), y miren lo que ella acababa de depositar sobre su moqueta, zumo de rábanos estrellado sobre su terso suelo italiano. Briseida se veía obligada a apartar los pies para no rozar el charco, y de esta manera abría los muslos. Pero, como ya no la sujetaban, podía cubrirse con las manos. El Ordenador Bueno (¿o era el Poli Bueno?) aguardaba con una Montblanc de oro apoyada en su sien. La rubia y los soldados respiraban detrás del sillón, prestos para actuar. Una ventanita de Windows con el título «Poli Malo» se agazapaba en la esquina opuesta a la ventana de Briseida. Pero Poli Bueno le había dicho que Malo, por el momento, deseaba descansar.
—¿Se siente mejor?
—Sí. ¿Puedo vestirme?
Un lapso de duda.
—Terminaremos pronto, se lo aseguro. Ahora dígame todo lo que sabe sobre Óscar.
Empezó con fluidez. Un sedal de palabras tranquilas y técnicas sobre arte (eso la ayudó a relajarse). No miraba a la pantalla mientras hablaba, tampoco al suelo (el vómito), sino a una fuente de fruta que había sobre la mesa, tras el ordenador: peras y manzanas verdes tan calmantes como una infusión.
—Lo conocí en el MOMA de Nueva York la primavera pasada. Vigilaba el
Busto,
un aguafuerte de Van Tysch. Supongo que conoce la obra, pero puedo describírsela... Es un estudio preparatorio para
Desfloración...
Una niña de doce años metida en un cubículo de color negro con una abertura. La abertura permite ver tan sólo su rostro y sus hombros pintados en grises tenues sobre la piel imprimada con ácidos, al estilo de los aguafuertes humanos. Para verla, los espectadores tienen que desfilar uno a uno, subir los dos peldaños frente al cubículo y situarse a un palmo de distancia de su rostro. La niña mira sin pestañear con ojos cubiertos de negro de Marte y su expresión es casi... casi sobrenatural... Es un cuadro increíble...
«La sensación es como asomarte a un confesionario y descubrir que el cura tiene el aspecto de tus pecados», había dicho un crítico hispano a propósito de
Busto,
pero Briseida obvió aquel comentario porque no deseaba dar clases magistrales sobre arte. La obra había causado gran sensación en su gira americana, debido, sobre todo, a que la exhibición de
Desfloración
había sido prohibida por un comité de censores en Estados Unidos.
—Óscar era el coordinador de la vigilancia de
Busto.
Un día me vio aguardando turno al final de la larga fila de gente. Yo había ido al MOMA para contemplar un Elmer Fludd que se exponía en la sala contigua, pero no quería marcharme sin echar un vistazo al aguafuerte de Van Tysch. El fin de semana previo me había caído jugando al baloncesto y usaba muletas. Al verme, Óscar se acercó en seguida y se ofreció a facilitarme el acceso a la obra. Empezó a pedir paso y me llevó hasta el cubículo. Se portó como un caballero.
—¿Y se hicieron amigos? —preguntó el hombre.
—Sí, empezamos a vernos con más frecuencia.
Salían a dar grandes paseos, pero, casi de forma inevitable, recalaban en Central Park. A él le encantaban los árboles, el campo, la naturaleza. Era experto en fotografía de paisajes y tenía todo un equipo: réflex de 35 mm, dos trípodes, filtros, teleobjetivos. Conocía profundamente la luz, el aire y los reflejos del agua, pero la vida no le interesaba mucho a partir de los insectos hacia arriba. Óscar era verde como un tallo, quizá también un poco inmaduro.
—A mí me hizo fotos en todas partes: junto a los estanques, los lagos, dando de comer a los patos...
—¿Le hablaba alguna vez de su trabajo?
—Poco. Que había sido vigilante en una galería de la cadena Brooke antes de ser contratado en el año 2000 por la Fundación Van Tysch de Nueva York, con sede en la Quinta Avenida. Que su jefe era una chica llamada Ripstein. Que ganaba un pastón pero que vivía solo. Y que odiaba esa manía estética de su empresa, como él la definía: por ejemplo, que le hubieran obligado durante un tiempo a llevar peluquín.
—¿Qué le dijo respecto a eso?
—Que si él era calvo, o si se estaba quedando calvo, a nadie le importaba. Que por qué diablos tenían que ordenarle que usara peluquín. «Los jefazos están todos calvos, salvo Stein, y a nadie le importa —me dijo—. Pero los demás tenemos que parecer bonitos.» Y añadió que la Fundación Van Tysch era como una comida en un restaurante de diseño: mucha imagen, mucho sabor, mucho dinero, pero al salir aún te caben en el estómago un par de perritos calientes y una bolsa de papas fritas.
—¿Eso le dijo?
—Sí.
¿El hombre había sonreído o era sólo un error de imagen?
—Decía también que no podía ver a las personas que custodiaba como obras de arte... Para él eran seres humanos, y algunos le daban mucha pena... Me habló de una tal... No recuerdo el nombre... Una modelo que se pasaba horas enteras encogida dentro de una caja en un original de Buncher, una de las «Claustrofilias». Me contó que la había custodiado varias veces, y que era una chica inteligente y agradable que en sus ratos libres escribía poemas al estilo de Safo de Lesbos...
«Pero ¿a quién coño le importa esa faceta suya? —se quejaba Óscar—. Para la gente, ella sólo es una figura que se exhibe desnuda dentro de una caja durante ocho horas diarias.» «Pero el cuadro es
hermoso
—replicaba ella—. ¿Acaso no son hermosas las "Claustrofilias", Óscar? Y el
Busto...
Una niña de doce años encerrada en un cubículo oscuro... Lo piensas y dices: "Qué barbaridad, pobre niña". Pero luego te acercas y ves ese rostro pintado de gris, esa expresión... ¡Por Dios, Óscar, es
arte!
A mí también me da pena encerrar a una niña en una caja, pero... ¿Qué podemos hacer si la figura que resulta es tan... tan
hermosa?
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