De repente, Félix Braun se sintió extraño. Fue casi como un desdoblamiento de personalidad. Se vio a sí mismo sentado en aquella habitación iluminada por bombillas rojas y decorada con la foto de dos personas metidas a presión en un cubo de cristal, ante una mesa roja con forma de paleta de pintor, frente a aquellos dos tipos extravagantes, atendido por una camarera con aires de odalisca, después de contemplar una exposición de jóvenes desnudos y pintados que olían a diversos aromas, y apenas logró comprender qué diablos estaba haciendo allí un policía de homicidios como él. Tampoco comprendía muy bien qué tenía que ver todo aquello con lo que había sucedido. El cuerpo destrozado que habían encontrado en el Wienerwald esa madrugada pertenecía a una pobre adolescente de catorce años asesinada de manera salvaje, uno de los peores casos de sadismo que Braun había visto jamás. ¿Qué relación había entre ese asesinato y un despacho rojo, una odalisca, dos tipos ridículos y un museo?
—De hecho —dijo, y el cambio en su tono de voz hizo que la mujer y el hombre interrumpieran su conversación y lo miraran—, aún no he entendido muy bien cuál es el papel que ustedes juegan en este asunto, salvo el de ser los directores de la empresa de seguridad a la que pertenece el sospechoso. Se ha cometido un crimen brutal, y eso es responsabilidad exclusiva de la policía.
—¿Sabe lo que es el arte hiperdramático, detective? —preguntó de repente la señorita Wood.
—Quién no lo sabe —repuso Braun—. Acabo de ver la exposición de «Flores». Y tengo un primo que se ha comprado un libro para pintores principiantes. Quiere practicar con todos nosotros y cada vez que lo visito me pide que haga de modelo...
Bosch rió con Braun, pero la seriedad de la señorita Wood permaneció intacta.
—Deme una definición —pidió ella.
—¿Una definición?
—Sí. ¿Qué cree usted que es el arte HD?
«¿Qué pretende ésta ahora?», se dijo Braun. Aquella mujer lo ponía nervioso. Se ajustó el nudo de la corbata y carraspeó al tiempo que miraba a su alrededor, como buscando las palabras correctas en alguno de los rincones de la habitación rojiza.
—Yo diría que son personas que se quedan quietas y los demás dicen que son pinturas, ¿no? —contestó.
Su ironía no modificó el semblante de la mujer.
—Justo lo contrario —replicó Wood. Y entonces sonrió por primera vez. Era la sonrisa más desagradable que Braun había visto en su vida—. Son pinturas que a veces se mueven y parecen personas. No es cuestión de terminología, sino de puntos de vista, y éste es el punto de vista que adoptamos en la Fundación. —El tono de voz de la señorita Wood era gélido, como si, de alguna forma misteriosa, cada una de sus palabras fuera una amenaza encubierta—. La Fundación se encarga de proteger y gestionar las obras de Bruno van Tysch en todo el mundo, y yo soy la principal responsable de la sección de Seguridad. Mi tarea, y la de mi colaborador, el señor Lothar Bosch, consiste en impedir que los cuadros de Van Tysch sufran el menor daño. Y Annek Hollech era un cuadro que valía mucho más que todos nuestros sueldos y pensiones de jubilación juntos, detective. Se titulaba
Desfloración,
era un original de Bruno van Tysch, estaba considerado una de las grandes obras de la pintura moderna y ha sido destruido.
A Braun le impresionaba la helada furia que desprendía aquella voz rápida y susurrante. La señorita Wood hizo una pausa antes de proseguir. Sus gafas negras contemplaban a Braun con el doble reflejo rojo de la mesa incrustado en ellas.
—Lo que ustedes consideran un asesinato nosotros lo consideramos un grave atentado contra una de nuestras obras. Como comprenderá, nos sentimos enormemente implicados en la investigación, por eso les hemos pedido colaborar. ¿Le queda claro?
—Perfectamente.
—Ni por un momento piense que vamos a obstaculizar su labor —siguió diciendo Wood—. La policía camina por su lado y la Fundación por el suyo. Pero le rogaría que nos mantuviese informados de cualquier variación que se produjera en el curso de sus investigaciones. Muchas gracias.
La reunión finalizó de inmediato. Guiado por la chica de relaciones públicas que lo había recibido al llegar, Braun recorrió de vuelta los laberínticos pasillos del ala oval del Museumsquartier. En la calle, el cuantioso sol de verano le devolvió la tranquilidad.
Mientras conducía el coche en dirección a su casa, y sin previo aviso, el nombre exacto centelleó en su cabeza como un relámpago rojo.
Púrpura mágica.
Así se titulaba la rojísima obra que olía como su esposa. Rojo fuego, rojo carmín, rojo sangre.
La tarjeta era azul turquesa, azul de hechizo mágico, azul de príncipe de cuento, azul de mar ideal. Lanzaba destellos bajo la luz de la lámpara del comedor. El número estaba impreso en el centro, en finos tipos negros. No había otra cosa salvo aquel número, un teléfono móvil probablemente, aunque el prefijo era extraño. Mientras lo marcaba, Clara se percató de que en su uña aún brillaban restos de pintura de
Muchacha ante el espejo.
El segundo timbre convocó la voz de una mujer joven. «¿Sí?»
—Hola, soy Clara Reyes.
Estaba pensando lo que iba a añadir a continuación cuando se dio cuenta de que habían colgado. Supuso que la comunicación se había cortado por accidente. Ocurría a veces con los teléfonos móviles. Eran aparatuchos detestables que servían casi para cualquier cosa, y a veces hasta para hablar, como decía Jorge. Pulsó el botón de rellamada del teléfono. Contestó la misma voz en un tono idéntico.
—Creo que antes se cortó —dijo Clara—. Yo...
Colgaron.
Intrigada, volvió a llamar. Colgaron por tercera vez.
Reflexionó un momento. Acababa de regresar de la galería GS, y lo primero que había hecho después de ducharse y desprenderse la pintura del cabello y el cuerpo había sido cogerla tarjeta y telefonear. Estaba sentada sobre el tatami azul marino del comedor con las piernas cruzadas y una toalla azul anudada a los pechos. Había abierto las ventanas y la brisa nocturna le abanicaba la espalda. En la cadena musical ronroneaba un suavísimo
blues.
«No es un problema telefónico. Esta vez colgaron antes. Lo han hecho adrede.»Optó por otra estrategia. Apagó el tocadiscos con el mando a distancia, se cercioró de la hora en el reloj de la estantería, llamó de nuevo.
Cuando la mujer contestó, Clara guardó silencio.
El silencio se dilató a ambos lados de la línea; se hizo profundo, incomprensible. Nada se escuchaba, ni siquiera una respiración, aunque era obvio que esta vez no habían colgado. Sin embargo, tampoco hablaban. «¿Cuánto tiempo tendré que esperar hasta que se decidan?», pensaba.
De repente colgaron. El reloj le indicó que había pasado un minuto.
Así pues, el silencio era el mensaje. Esta vez había sido más largo, lo cual significaba, probablemente, que no deseaban que hablara. Pero habían vuelto a colgar.
Se apartó con violencia el pelo rubio y húmedo que le cubría el rostro. Le parecía obvio que se enfrentaba a una curiosa prueba de tensión.
Todos los grandes pintores tensaban a sus lienzos antes de comenzar una obra. La tensión era el pórtico de entrada al mundo del hiperdramatismo: una forma de preparar al modelo para lo que se avecinaba, de advertirle que a partir de ahí nada de lo que iba a ocurrirle seguiría los cauces de la lógica o las normas aceptadas por la sociedad. Clara estaba acostumbrada a ser tensada de diferentes maneras. El despliegue de parafernalia sadomasoquista era el método más utilizado por los artistas de
The Circle
y Gilberto Brentano. Por el contrario, Georges Chalboux tensaba de forma sutil, creando una emoción previa mediante individuos especialmente entrenados que fingían amar u odiar a los modelos de sus obras, o se tornaban amenazadores, esquivos o cariñosos al azar, provocándoles ansiedad. Pintores excepcionales como Vicky Lledó se usaban
a sí mismos
para tensar. Vicky era particularmente cruel, porque utilizaba emociones sinceras: era como un misterioso desdoblamiento de personalidad, como si existieran una Vicky-humana y una Vicky-artista en el mismo cuerpo y ambas trabajasen por su cuenta.
Para superar satisfactoriamente la fase de tensión, el lienzo debía saber dos cosas: la única regla era que no existían reglas y la única conducta posible era avanzar.
De poco le iba a servir volver a llamar y continuar en silencio: tenía que dar un paso más. Pero ¿en qué sentido?
Le picaba la firma de Alex Bassan en su muslo izquierdo. Se rascó con cuidado, sin emplear las uñas, mientras reflexionaba.
Se le ocurrió algo. Era una idea absurda, y por ello pensó que era la correcta (así ocurría casi siempre en el mundo del arte). Dejó el auricular sobre el tatami, se levantó y se asomó a la ventana. Su cuerpo desnudo bajo la toalla y aún húmedo no sintió frío ni molestia alguna ante la invasión de frescor.
La lluvia había lavado la noche. No olió a basuras, a tráfico, a excrementos, a zona centro de Madrid, sino algo parecido al olor del mar en la ciudad, esa brisa nocturna con la que, a veces, Madrid se camuflaba de playa. Sin embargo, había tráfico. Los coches avanzaban olfateándose el trasero mutuamente y haciendo guiños con sus ojos luminosos. Contempló el edificio de enfrente: tres ventanas del último piso permanecían encendidas, y en una de ellas, de cortinas cobalto, había macetas. Podían ser jacintos azules. Se acodó en el alféizar y observó la calle desde la altura de los cuatro pisos de su bloque. La brisa le movió el pelo como un titiritero cansado.
Nadie parecía estar observándola. Era absurdo creer que la espiaban, que la estaban observando.
Absurdo, y por lo tanto correcto.
Cogió el teléfono inalámbrico, echó otro vistazo al reloj, regresó a la ventana y volvió a llamar al número de la tarjeta turquesa.
—¿Sí? —dijo la voz de la mujer.
Aguardó en silencio, lo más cerca posible de la ventana, procurando no moverse. Los flecos de su toalla azul se agitaban con el aire. De repente colgaron. Miró el reloj. Cinco minutos justos. Era todo un récord, lo cual le demostraba que había hecho algo
correcto
y que, realmente, por increíble que pudiera parecer, la estaban
observando.
Sin embargo, aún no había hecho
todo
lo que querían. Probó con otra cosa: volvió a llamar y, en un momento dado, sin moverse de la ventana, se llevó una mano al pelo y lo atusó. Colgaron de inmediato, casi antes de que pudiera finalizar el gesto.
Sonrió y asintió en silencio, contemplando la calle. «Ajá, os he pillado: queréis que no hable, que me asome a la ventana, que no me mueva y... ¿Qué más?» Bassan le decía en ocasiones que su rostro expresaba bondad y malicia al mismo tiempo, «como un ángel con nostalgia de diablo». En aquel momento su expresión era más diabólica que angelical. «¿Qué más, eh? ¿Qué más queréis?»Siempre que daba los primeros pasos en el extraño templo del arte, al comienzo de una nueva obra, le ocurría igual: se emocionaba. Era la sensación más increíble del mundo. ¿Cómo podía haber alguien que trabajara en otra cosa? ¿Cómo podía haber personas como Jorge, que
no eran
obras de arte ni artistas?
Se divirtió imaginando esto (su imaginación hervía en momentos así): el silencio del teléfono duraba diez minutos si se inclinaba por el balcón, quince si colocaba un pie en el alféizar, veinticinco si colocaba el otro, treinta si se erguía sobre la cornisa, treinta y cinco si daba un paso en el vacío... Quizás, entonces, alguien respondería.
«Pero eso sería estropear el lienzo, no tensarlo.»Optó por otra emoción, mucho más modesta. Volvió a mirar el reloj y, sin moverse de la ventana, se quitó la toalla y la arrojó al suelo. Llamó. Oyó la respuesta de siempre. Esperó.
El silencio se hizo firme.
Cuando calculó que ya habían pasado de sobra cinco minutos se preguntó qué otra cosa tendría que hacer, caso de que colgaran de nuevo. No quería imaginarlo aún. Continuó inmóvil y desnuda frente a la ventana. En el auricular, el silencio persistía.
La culpa fue del gatito negro.
Lo vio por primera vez en una piscina de Ibiza, bajo un sol torrencial. El gatito la miraba de la forma extraña en que miran todos los gatos, abriendo desmesuradamente sus ojos de cristal de cuarzo y desafiándola a que descifrara su secreto. Pero ella tenía catorce años y estaba recostada bocabajo sobre una toalla con la parte superior del biquini desabrochada, y los secretos en aquel momento no le importaban mucho. Se ganó la confianza del felino con un suave canturreo. O a lo mejor fue el gato quien se prendó de su belleza. Tío Pablo, que era quien la había invitado a veranear en Ibiza, solía preguntarle en broma por su asesor de imagen. Siendo tan guapa como eres, le decía, tienes que tener uno. Con su larga cabellera rubia, sus ojos como dos pequeños planetas marinos sin rastro de tierra firme y su silueta tensa por la adolescencia y perfectamente dibujada por la piel, Clara estaba más que acostumbrada a recibir elogios en las miradas ajenas. De niña, el padre de un compañero de colegio llamado Borja le había entregado una tarjeta a su padre diciéndole que era productor de programas de televisión y que quería hacer pruebas con Clara. Jamás había visto a una niña como ella, declaró. Su padre se enfadó mucho y no quiso ni oír hablar del asunto. Hubo una violenta discusión en casa aquella noche y el futuro televisivo de Clara se truncó para siempre. Esto ocurrió cuando tenía siete años. A los nueve, cuando su padre murió, ya era demasiado tarde para desobedecerlo. La vida se hizo muy difícil a partir de entonces, porque la desaparición paterna había dejado a la familia indefensa. La mercería que regentaba su madre, y en la que Clara comenzó a trabajar en cuanto pudo, les permitió sobrevivir, y de allí salió el dinero para que su hermano José Manuel terminara el colegio y comenzara sus estudios de Derecho. Luego estaba la ayuda de tío Pablo, que nunca los olvidaba. Tío Pablo era empresario, estaba casado con una joven alemana y vivía en Barcelona. Fue a él a quien se le ocurrió la idea de rescatar a Clara todos los veranos y llevarla a su apartamento de Cortixera, en Ibiza, con sus primas. Las primas eran mayores que ella y la dejaban sola, pero a ella no le importaba: el simple hecho de salir del piso entristecido de Madrid y vivir un mes en aquel lugar diminuto e inmenso pintado de azul por el sol le resultaba maravilloso.
No obstante, nada hubiese ocurrido de no ser por el gatito negro.